lunes, 24 de diciembre de 2012

LA ESTEPA O LA PAMPA


   EDITORIAL 
   
Convendrá el lector amigo —y quien no lo sea pero conserve la honestidad suficiente— que la legítima, fundada y desesperante moda actual de abominar del sistema político y de sus integrantes, ha sido una posición permanente en la historia del nacionalismo. Tanto que por ella ganó persecuciones muchas e incomprensiones varias, sumadas a no pocas injurias y eventuales reconocimientos de acuidad y profetismo. Bien podría suponerse entonces que en el actual repudio generalizado y feroz al Régimen nos sentimos como pez en el agua, que esta reciente furia antipartidocrática nos congratula, que este desprecio a la democracia nos reivindica, que este desdichado cumplimiento de nuestros diagnósticos nos enorgullece. Y hasta cabría conjeturar que el merecido castigo de la ridiculización pública de los funcionarios, no hace sino proyectar —exacerbándolos— nuestros propios dardos, lanzados a diestra y a siniestra desde inmemorial tiempo. No le negaremos alguna verdad a quienes supongan todo esto o algo más. Décadas de predicar en el desierto, y bajo todas las formas posibles de hostilización oficial, hacen humanamente comprensible la íntima satisfacción de no haber errado. Ahí tienen al liberalismo y al populismo, queremos decirles; a la democracia moderna, eficiente y estable; al modelo en la plenitud de su funcionamiento. “Todo es lodo, lodo, lodo”, sintetizaba Castellani.
   Y sin embargo, ningún contento nos embarga; ni compensación psicológica alguna viene a atemperar el dolor de patria, que sobrellevamos como un genuino experimentum crucis. Ante todo, porque no es el cumplimiento de nuestras predicciones lo que aquí estaba o no en juego, sino la salvación de la Argentina. Ni se trataba de acertar en los males entonces presentes o por venir, sino de remover sus causas y de aplicar la medicina indicada. Pero además, porque esta razón implícita que hoy se le da al nacionalismo, está cargada de confusiones, de incoherencias, y de un rencor creciente hacia el país, que nunca quisimos tener de compañía. ¿Saben, por caso, quienes en los días que corren se encolerizan contra la usura, que el remedio contra su maldita existencia sería volver a escuchar al viejo magisterio eclesiástico, ahora desechado? ¿Que detrás del denostado totalitarismo bancario se encuentran los mismos grupúsculos que nadie osa tocar por no pasar de discriminador? ¿Que el execrado despotismo de la deuda externa, causal de un virtual genocidio, estaría en manos de quienes son tenidos por víctimas de un holocausto? ¿Que el verdadero nombre de la aborrecida corrupción es el pecado, a la par promovido y consentido? ¿Saben quienes expresan su aversión hacia esta inmunda ralea de hombres públicos y del sistema que los apaña, que sus miserias son las de la sociedad anticristiana y antinatural de la cual disfrutan, en cuanto pueden?, ¿que el otro nombre del odiado imperialismo es la amada globalización del internet y la new age?; ¿que la democracia que los destrata es la que endiosan, que el dinero que les roban es el que les dieron al votarlos en ejercicio del que se considera un derecho sacrosanto? ¿Sabe por ventura la crapulosa izquierda que funge de dedo acusador, la grave incriminación que le cabe en el desastre?; ¿o la derecha bienpensante, que toma distancias del monstruo como de un hijo que no quiere reconocerse? ¿Saben los que se fugan del país, repudiándolo, en pos de un bienestar mostrenco, que son iguales a los que los impulsan al éxodo?
   Lo que queremos decir, ya sin interrogantes de ningún género, es que el mal argentino no es económico: y en lo que de económico tiene, no se saldrá del mismo sin repudiar el error político que lo ha engendrado, como enseñaba Marcel de Corte. Y en lo que tiene de político, sin enmendar la falacia moral y antropológica en que se sustenta; y en lo que tiene de ético, sin reconstituir el vértice teológico en el que toda comunidad sana reposaba. Para que no se nos sospeche de elípticos, diremos sin más, que no se puede querer vivir en la porqueriza de la modernidad sin que nos traten como a cerdos. Si no deseamos un destino de esclavos al pie de un cajero automático, hemos de anhelar entonces, coherentemente, un pueblo cristiano, un caudillo heroico, una nación soberana, un hogar estable y fiel, una organización política sustentada en el orden natural, una vida respetuosa de los Mandamientos. Hemos de querer la patria, tal como el Creador la fundara antes de que los ideólogos la pervirtieran.
   Medio siglo atrás, Héctor Bernardo, prologando su obra “Para una economía humana”, se valía de una acertada metáfora reveladora del mal alcanzado entonces. La pampa se ha convertido en estepa, escribía. Hoy hubiera dicho en ciénaga. Pero es posible recuperar la pampa. Para lo cual se necesita saber que ella, no se deja conquistar por tecnócratas, banqueros o badulaques, sino por varones cabales. Al fin de cuentas, hasta Borges sabía que la pampa, “es el único lugar sobre la tierra en que Dios puede caminar a sus anchas”. Éste es el sentido de la resistencia a la que convocamos: seguir las huellas trazadas por Dios.
  
Antonio Caponnetto