martes, 26 de marzo de 2013

AL ENEMIGO NI JUSTICIA

 Fue una desgraciada frase de Perón, pronunciada en el fragor de la batalla de los últimos meses de su segundo mandato. El 31 de agosto de 1955 se vivía en la Argentina un clima de tensión y odio como pocas veces hemos experimentado. La saga de violencia comenzó con bombas colocadas criminalmente en medio de algunas manifestaciones peronistas, continuó con la quema de las iglesias efectuada por manos de muy sospechoso origen y culminó con el increíble bombardeo de miles de manifestantes y transeúntes que poblaban la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955.
Perón creyó necesario distender la situación y otorgó espacios radiales a los opositores. El 31 de agosto, la CGT convocó a una manifestación pública en apoyo del presidente y de la legalidad. Fue ahí donde Perón pronunció las palabras más duras y desafortunadas que se le hayan escuchado en su vida, cuyo clímax llegó con la frase maldita: “al enemigo, ni justicia”.
Uno de sus asesores, que tenía la misión –machete” en mano y discretamente ubicado—de recordarle a Perón el punto siguiente de su discurso, contó luego de muchos años que en dichos apuntes no figuraban ni los desafíos ni los agravios, sino que, muy por el contrario, el entonces presidente había preparado un mensaje de paz y reconciliación. El mismo asesor arriesgó en su relato que el fervor de la multitud y su reclamo de “leña, leña, leña”, hizo olvidar a Perón el discurso programado y lo llevó a pronunciar aquella desgraciada frase, además de la mención al “alambre de fardo”.
Puede ser. Pero lo cierto es que Perón, cuando regresó de su largo exilio, ya se había arrepentido muchas veces de haberla pronunciado, y llamó a la unidad nacional en forma permanente como la clave de bóveda de su propuesta. Si algo lo diferenció de los hoy gobernantes fue justamente su inquebrantable creencia de que sólo en paz y unidad nacional se podía lograr su conocida propuesta de “la grandeza de la patria y la felicidad de su pueblo”.
La violencia no encaja en la prédica de Perón, sino en la de Marx. Para el argentino, entre la sangre y el tiempo, es preferible el tiempo. Para el alemán, la violencia y la confrontación es siempre la partera de la historia. Ese concepto inhumano es practicado hoy por quienes leyeron El Capital, y por quienes sólo lo conocen de ojito. La generalización de la frase de marras es otra de las tantas victorias culturales, “gramscianas”, del marxismo. “El poder sólo sale de la boca del fusil”, es otra de ellas.
Pronunciada con motivo de una guerra con un país extranjero, la sentencia “al enemigo, ni justicia” ya es muy grave. Pero, cuando se la usa en la lucha política interna, entre compatriotas, es el más alarmante síntoma de una patología social que indefectiblemente lleva a la tragedia.
Al despuntar el año 2011, la Argentina parece estar dominada por esa dialéctica del odio que lleva a no querer otorgarle al enemigo ni la justicia, mientras se protege y se encubre a los amigos herméticamente que, por ello mismo, pasan a ser compinches.
Quizás sea éste el peor y mas alarmante déficit del kirchnerismo: luego de casi ocho años de gobierno, ha exacerbado de tal modo el enfrentamiento entre argentinos que hoy parece lógico y hasta legítimo no reconocerle ni darle nada al adversario, ni siquiera la justicia. El maniqueísmo más intransigente y agresivo reina ahora en nuestra sociedad.
La cuestión, delicada de por sí, lo es en grado superlativo cuando dicho maniqueísmo agresivo, que da origen al exabrupto de “al enemigo, ni justicia”, se lo usa en trabajos de aspecto o con “envoltura” académica, escritos por autores que ocupan cátedras universitarias. Es el caso sorprendente del libro “La anomalía argentina-Aventuras y desventuras del tiempo kirchnerista” (Ed. Sudamericana, Bs. As. 2010), de Ricardo Forster, a quien se lo presenta como profesor de Historia de las Ideas y director de una maestría en la UBA. El título y los antecedentes del autor hacen pensar en una enjundiosa defensa académica de estos 8 años de gobierno. En lugar de ello, el libro ofrece sólo una modesta lista de lugares comunes, difundidos hasta el cansancio y en forma agresivamente maniquea por el monopolio de prensa gubernamental, cuya síntesis, repetida en forma permanente por el profesor universitario Ricardo Forster,  es:  “quien no apoya al kirchnerismo, le hace el juego a la  “derecha’”. En una próxima entrega comentaremos ese libro.
Si desde la cátedra universitaria se siembran  vientos, lo único que se cosechará son tempestades. De modo que nadie puede extrañarse cuando Luis D’Elía, con  lenguaje más directo y claro pero menos sutil y engolado, designa a sus adversarios como “la puta oligarquía”, o le pega una trompada a quien  lo molesta con  sus críticas, o incendia una comisaría “desafecta”, ni cuando la Sra. De Bonafini se queja de que en el Museo de la Memoria faltan los fusiles de sus hijos y protege a terroristas extranjeros, ni cuando Milagro Salas rompe un salón de actos ajeno porque no le gusta el orador, ni cuando Hugo Moyano y sus hijos arman la mayor organización de matones del país para ganar afiliados a sus gremios, ni cuando Guillermo Moreno inicia una reunión con su revólver sobre la mesa “de acuerdos”, ni cuando la Cámpora del hijo de la presidente escracha a los “enemigos” políticos de su mamá.
Todo es congruente con las enseñanzas del catedrático universitario Ricardo Forster.
Desde mayo de 2003 ha habido aciertos y errores, como en cualquier gobierno. Pero éste no es un error, sino un horror políticamente imperdonable, porque fue conciente y  premeditadamente producido: gobernar con la dialéctica implacable del odio, de la confrontación como sistema.
Por otro lado, el actual clima de intolerancia, si bien lo creó el kirchnerismo en forma ostensible y voluntaria, ha pasado a ser moneda corriente también para sus enemigos más fanáticos. Por eso, tampoco nadie puede extrañarse cuando ciertos diarios nunca encuentran nada bueno en el gobierno, o cuando por Internet llegan las más soeces y crueles bromas sobre los Kirchner (“Volvé Néstor, te olvidaste de Cristina”, es uno de  ellos, y hay peores). Sugerimos, al respecto, repasar la nota  ¿Somos realmente una nación?
De esa forma, nuestro país ha quedado prisionero de dos grupos políticamente extremistas: el kirchnerismo, que se proclama de “izquierda” y usa todos los resortes del Estado para denigrar a los que él considera sus enemigos, y una llamada “derecha” anti-kirchnerista ciega que no le reconoce al gobierno absolutamente nada y que, incluso, intenta justificar los excesos criminales del proceso militar en forma tan antojadiza como autista.
Ese enfrentamiento en el terreno político tiene su correlato en materia económica y social. El kirchnerismo pretende ser el autor y sostenedor de un modelo de justicia e inclusión social que la realidad desmiente (Ver nota… “Luces y sombras del kirchnerismo”, y “¿Profundizar cuál modelo?”), mientras la “derecha” anti-kirchnerista se autoproclama porta-estandarte del liberalismo económico que ya nos hundió en la desgracia y el bochorno en los ‘90.
Si la cuestión analizada es el desempeño del gobierno K en el terreno político-institucional, en el cultural o en el internacional, también nos encontraremos con  opiniones maniqueas e irreconciliables.
El kirchnerismo, estimo que en  forma conciente y voluntaria, ha buscado siempre polarizar o dividir a los argentinos en amigos y enemigos, tratando de darle un  cariz ideológico, dogmático y aún  escatológico a una pelea de conventillo buscada y forzada desde Balcarce 50.
“No hay mucho más que hacer: el gobierno de CFK es lo mejor que podemos tener… criticarlo o no plegarse a él es ser funcional a la derecha”, es el discurso maniqueo del kirchnerismo.  Ver sección “Derecho a Réplica”.
Sus dañinas consecuencias están a la vista: “Al enemigo, ni justicia”. Además, el kirchnerismo ha tratado de que el “enemigo” sea siempre alguien (persona o grupo) fácilmente demonizable ante la opinión pública. La razón de ello es bien conocida en política: comparado con Satanás, cualquier ser humano es un santo.
Quienes han vivido lo suficiente como para haber sido testigos presenciales de los enfrentamientos de 1973 – 1976, que culminaron en el fatídico golpe del 24 de marzo de ese último año, saben que ese camino conduce indefectiblemente a la tragedia. Hay que evitarlo.
El Espejo de la Argentina