lunes, 24 de marzo de 2014

Contra la risa inmoderada

Contra la risa inmoderada – San Juan Cristóstomo

Jesús lloró, pero no se cuenta que riera

  Si así lloras también tú, serás imitador de tu divino dueño, que también lloró. Lloró sobre Lázaro y sobre Jerusalén y se turbó por la perdición de Judas. Muchas veces le vemos llorar, pero nunca reír, ni siquiera sonreír suavemente. Por lo menos, ninguno de los evangelistas nos lo cuenta. Por eso también Pablo nos dice de sí mismo, y otros lo confirman, que lloró, y hasta que lloró día y noche durante tres años (Hechos 20,31); pero que riera, ni él nos lo cuenta de sí mismo en parte alguna ni otro santo alguno nos lo atestigua de él. Y como él, esos mismos santos. Sólo de Sara nos dice la Escritura que rió cuando fue reprendida; y del hijo de Noé, cuando pasó de libre a esclavo. No digo esto porque intente yo suprimir toda risa; sí, para que se evite su desmesura. ¿Cómo — dime por favor— puedes romper en carcajadas y divertirte disipadamente, cuando tienes que dar tan larga cuenta, cuando has de parecer ante aquel temeroso tribunal en que se te pedirá puntualmente razón de cuanto aquí hubieres hecho? Y es así que tendremos que dar cuenta de cuánto hayamos pecado voluntaria e involuntariamente: El que me negare —dice el Señor— delante de los hombres, también yo le negaré a él delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt 10,35)...
Provecho sacaremos de la tristeza
  — ¿Y qué provecho —me replicas— sacaré de no reír y ponerme triste? —El mayor provecho —te contesto—; y tan grande, que no es posible explicarlo con palabras. En los tribunales del mundo, dada la sentencia, por más que llores, no escaparás a la pena; pero en el tribunal de Dios, con sólo que te pongas triste, anulas la sentencia y alcanzas el perdón. De ahí que tantas veces nos hable Cristo de la tristeza y que llame bienaventurados a los que lloran, y desgraciados a los que ríen. No es este mundo un teatro de risa, ni nos hemos juntado en él para soltar la carcajada, sino para gemir y ganar con nuestros gemidos la herencia del reino de los cielos. Si tuvieras que parecer delante del emperador, no tendrías valor ni para sonreírte; ¿y, teniendo dentro de ti al Soberano de los ángeles, no estás temblando ni con el debido acatamiento? Le has irritado muchas veces, ¿y aún te ríes? ¿No comprendes que con eso le ofendes más que con los mismos pecados? Y, en efecto, más que a los que pecan, suele Dios detestar a los que después del pecado no sienten el menor remordimiento.
  Sin embargo, hay gentes tan estúpidas, que cuando nosotros les decimos esto, nos replican: “Pues a mí, que no me dé Dios llorar jamás, sino reír y divertirme durante toda la vida.” ¿Puede haber algo más pueril que semejante idea? Porque no es Dios quien da las diversiones, sino el diablo. Oye, si no, lo que pasó a quienes se divertían: Se sentó el pueblo —dice la Escritura— (Ex 32,6). Tales fueron los sodomitas, tales los contemporáneos del diluvio. De aquéllos dice la Escritura: En soberbia, en abundancia y en hartura de pan lozaneaban (Ez 16,49). Y los contemporáneos de Noé, no obstante ver durante tanto tiempo la construcción del arca, se divertían en plena inconsciencia, sin preocuparse rara nada de lo por venir. Por eso el diluvio, sobreviniendo de pronto, se los tragó a todos, y aquél fue el naufragio de toda la tierra.
La vida del cristiano es de combate y lucha, no de diversión y placer
  No le pidáis, pues, a Dios lo que habéis de recibir del diablo. A
Dios le toca daros un corazón contrito y humillado, un corazón sobrio y casto y recogido, arrepentido y compungido. Éstos son dones de Dios, éstos son los que nosotros señaladamente necesitamos. Un duro combate tenemos delante; nuestra lucha es contra las potencias invisibles; nuestra batalla, contra los espíritus del mal; contra los principados y potestades es nuestra guerra (Ef 6,12).
  Mucho será si, viviendo fervorosos, vigilantes y alerta, podemos sostener su feroz acometida. Pero, si reímos y jugamos, si vivimos flojamente, antes de venir a las manos caeremos bajo el peso de nuestra propia indolencia. No es, pues, cosa nuestra reír continuamente y entregarnos a la molicie y al placer. Quédese eso para los farsantes de la escena, para las mujeres perdidas, para los hombres que con ese fin se han inventado: los parásitos y aduladores. Nada de eso dice con quienes son herederos del cielo, con quienes están inscritos en la ciudad de allá arriba, con los que llevan armadura espiritual; sí con los que se han consagrado al diablo. Él es el que ha hecho de eso una profesión para arrastrar a los soldados de Cristo y enervar los aceros de su fervor. A este fin ha construido teatros en las ciudades y ha amaestrado a sus bufones, y, tras perderlos a ellos, por su medio a la ciudad entera.

SAN JUAN CRISOSTOMO – “Homilías sobre el Evangelio de San Mateo”


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