miércoles, 30 de abril de 2014

EL «AFFAIRE» DE LA ACCION FRANCESA


EL «AFFAIRE» DE LA ACCION FRANCESA (1)






Publicamos hoy la primera entrada de una serie de tres que dedicaremos a la Acción Francesa. Reproduciremos en tres partes un artículo de Juan Roger (pseudónimo de Jean Marie Riviere). El autor fue un profesor francés especializado en lengua y cultura del Lejano Oriente de la Sorbona. Miembro de la Acción Francesa, Roger trabajó en el servicio de represión de la masonería del gobierno de Vichy. Condenado a muerte por De Gaulle huyó de Francia, llegó a Italia y consiguió de la embajada española un pasaporte con nombre falso. Se incorporó al CSIC gracias a la intervención de José Mª Albareda, que le nombró colaborador del Instituto «Bernardino de Sahagún». Poco después fue el responsable de la sección francesa del Departamento de Culturas Modernas y Jefe del Servicio de Documentación del CSIC. El artículo de Roger que reproducimos se publicó en la revista Arbor. Abriremos los comentarios al publicar la última parte.

EL «AFFAIRE» DE LA ACCION FRANCESA 
Por Juan Roger.

Estudiar la historia de la Acción Francesa es emprender la descripción de las luchas políticas, sociales y religiosas de Francia entre 1900 y 1940. La vida de esta agrupación política está, en efecto, íntimamente relacionada con toda la política interior francesa durante el primer cuarto del siglo XX, y no hay por qué creer que haya desaparecido por completo en nuestros días. El pensamiento y la doctrina de sus fundadores han marcado de modo indeleble a varias generaciones, y es preciso reconocer que el intento de resumir esta historia en pocas páginas es empresa difícil, pues corre el riesgo de ser, si no parcial, al menos incompleta. Vamos a intentarlo, sin embargo, con toda nuestra buena fe, sin olvidar las repercusiones que las doctrinas de Maurras han tenido en la Península Ibérica, tanto en España como en Portugal.

FRANCIA A FINES DEL SIGLO XIX.
Como un gran cuerpo desgarrado políticamente se nos presenta Francia a fines del siglo pasado. La III República se instauró legalmente en 1875, pero tuvo que luchar contra la inmensa tendencia monárquica de la sociedad francesa, tradicionalista y católica. Para conquistar el poder, los hombres de la III República, laicos, imbuidos por los ideales de la Revolución de 1789, tuvieron que consolidar su posición, Minoría activa, ordenada y disciplinada, los republicanos formaron una «izquierda« que se opuso violentamente a lo que ellos llamaron «la derecha», cuyos bastiones políticos han ido conquistando poco a poco.
La «derecha» francesa había puesto su confianza en el pretendiente al trono de Francia, el conde de Chambord; pero éste había muerto negándose a reconocer las posibilidades de fusión de las nuevas tendencias con los principios tradicionales por él representados. La negativa del conde de Chambord había matado, de hecho, al partido monárquico. Cuando la sucesión, del conde de Chambord pasó en 1883 al conde de París, y de éste al duque de Orleáns en 1894, las filas del partido realista estaban casi desiertas. Los republicanos ya no le atacaban, reservando su fuerza combativa para el catolicismo, que estaba, en cambio, muy pujante.
El catolicismo francés de entonces se había unido indisolublemente a un conjunto de conceptos políticos de «derecha». La nueva República había suscitado grandes recelos en los estratos franceses. Además, una serie de escándalos habían sido explotados políticamente por representantes de la «derecha» francesa, que admitían, claro está, una República, pero en provecho propio, y combatían con ardor una política que les eliminaba progresiva e implacablemente. Por su parte, la jerarquía católica enfocaba de otro modo el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Francia. León XIII fue el primer Papa elegido después de la desaparición del poder temporal. Como Pío IX, tampoco el nuevo Papa quería abandonar las libertades y los derechos de la Iglesia; pero, al contrario que su predecesor, León XIII estimaba que los católicos de Francia tenían algo mejor que hacer que asediar a la República. Consideraba más hábil y más eficaz que el combate por los derechos y las libertades de la Iglesia fuese llevado al interior de la República misma, y que esta lucha se entablase en el terreno legal, entre republicanos. Creía que los católicos de Francia debían llamarse republicanos, serlo lealmente, convencer de su lealtad y de su sinceridad a sus antiguos adversarios e intentar entonces enmendar la legislación. El conjunto de esta gran política de León XIII relativa a Francia ha sido llamado la «política del Ralliement».
Sabido es que el cardenal Lavigerie, obedeciendo a sugerencias de la Santa Sede, pronunció el 12 de noviembre de 1890 un brindis en el que pedía a los católicos franceses que se unieran sin reserva a la III República, lo cual produjo en los sectores católicos franceses un efecto a la vez de cólera y de estupor.
La situación se agravó con motivo del famoso affaire Dreyrus (1897-1899), que dividió literalmente a Francia en dos campos de hostilidad irreducible: la izquierda se alzó contra el error judicial de la condena del oficial judío Dreyfus y englobó en sus ataques y en su odio a los representantes del ejército, del clero y de todo el tradicionalismo francés. Este «caso» sirvió de punto de unión anticlerical a todos los matices «republicanos» y cavó definitivamente un foso infranqueable entre las dos mitades de Francia.
La conquista total del poder por las izquierdas se hizo por la ocupación total de la enseñanza, por la expulsión de las congregaciones religiosas, así como por la separación de la Iglesia y del Estado. Una propaganda tenaz y hábil en las masas obreras y en la pequeña burguesía alejó poco a poco a amplios sectores de la opinión pública de las creencias tradicionales. El catolicismo disminuyó, el ideal monárquico se esfumó por completo, las preocupaciones sociales y políticas reemplazaron a las antiguas creencias; Francia se hizo en gran parte indiferente y republicana. Lo que había sido una «mayoría» en 1875 se convirtió en «minoría» en 1900. Pero bajo la persecución, bajo los ataques, esta minoría va a despertar, a unirse, a reaccionar y a provocar amplios y profundos cambios de opinión. La agrupación que va a unificarla, a darle una ideología, a lanzarla a la acción, es la Action Française.

NACIMIENTO DE LA ACCIÓN FRANCESA.
Fue el proceso de Dreyfus el que provocó esta cristalización. En este proceso, los partidos de izquierda, los antimilitaristas, los internacionales, los laicos, se unieron estrechamente y defendieron los «derechos del individuo». Pero la derecha adquirió también entonces conciencia de su unidad fundamental y de su común ideología. La posición de los dos campos era inconciliable, pues tenían una visión opuesta del mundo. Y así fue como surgió, con motivo de un simple proceso, por la única violencia de las posiciones políticas, el «partido nacionalista».
Este título se convirtió rápidamente en enseña de una reivindicación de las tradiciones francesas. El desarrollo del «affaire Dreyfus» se tornó pronto centro de un gran movimiento de la opinión a favor del ejército, atacado con motivo del proceso. Su manifiesto es muy claro en cuanto a sus fines: «sus miembros, conmovidos al ver prolongarse y agravarse la más funesta de las agitaciones; persuadidos de que no podría durar más sin comprometer mortalmente los intereses vitales de la Patria francesa, y en especial aquellos cuyo depósito está en manos del Ejército nacional, han resuelto trabajar, en los límites de su deber profesional, por mantener, conciliándolas con el progreso de las ideas y de las costumbres, las tradiciones de la patria francesa...». Nada se ha omitido. Las palabras-clave «Patria», «Ejército», «Tradiciones», «Mantener» son los términos esenciales.
Este movimiento reunió al principio un conjunto bastante dispar de literatos, filósofos, políticos; se veía a Albert Sorel al lado del duque de Broglie, y a De Muns junto a Bourget y Detaille; paro también pertenecía a él un joven de treinta años, Charles Maurras, que había venido de la Provenza mediterránea a probar fortuna en París. El 19 de diciembre de 1898 en el diario L'Eclair, portavoz del movimiento, apareció por primera vez el título de «Action Française», en un artículo firmado por Maurice Pujo; trataba de la rendición de la bandera francesa en Fachoda ante la columna inglesa mandada por Kitchener. Londres y París andaban entonces en gran discusión con motivo de la futura influencia en África oriental. Pujo deducía la necesidad de «hacer algo», la urgencia de una «acción», y decía: «Lo que hay que hacer en la hora actual es reconstruir a Francia como sociedad, restaurar la idea de Patria, volver a hacer de la Francia republicana y libre un Estado organizado interiormente y tan fuerte en el exterior como lo fue bajo el antiguo régimen.»
Los más activos del equipo de la Patria francesa formaron un Comité d'Action Française ; en él figuraban los nombres de Maurras, Pujo, Vaugeois, Cortambert; ya estaba plenamente adoptada la posición antisemítica del grupo, y el Manifiesto de San Remo, 22 de febrero de 1899, pronunciado por Felipe, duque de Orleáns, pretendiente al trono de Francia, la afirmaba claramente. El pequeño grupo citado fundó el 1.° de agosto de 1899 la revista L'Action Française, entonces un folletito gris que aparecía cada quince días. En él figuraban las firmas de Vaugeois, Maurras, Bainville, Louis Dimier, Pierre Lasserre, Copin-Albancelli, Lucien Moreau, Caplain-Cortambert, Bailly, Dauphin-Meunier, Robert Launay. Los redactores se reunían en el famoso café de Flore, cerca de la plaza de Saint-Germain-des-Près. Ya se destacaba entre todos Maurras, y tenazmente se oponía a todo proyecto de reconstrucción de la Francia «liberal o democrática, que él consideraba marcada por un mismo signo uniforme de fracaso».

LAS IDEAS DE LA ACCIÓN FRANCESA.
Desde su comienzo, la revista definió sus ideas principales: necesidad de la vida social para el individuo; necesidad de la nacionalidad como forma de la vida social; necesidad para los miembros de la nacionalidad francesa de zanjar todo problema en atención a la nación; necesidad de propagar e imponer las ideas precedentes.

El nacionalismo, según la Acción Francesa, debe ser integral, y debe ejercerse en el plano intelectual, artístico, literario, filosófico y social. Maurras, en 1906, dice que la Acción Francesa debe enraizar sus teorías en las realidades siguientes: amor a la patria, a la religión, a la tradición, al orden material, al orden moral... Estableció el principio de la monarquía, pero su monarquismo era racional, en oposición a los legitimistas, que consideraban al rey de «derecho divino». Maurras no siguió este misticismo regalista; concluyó que la monarquía, adaptable a las necesidades del tiempo, era el fin necesario de la crisis ocasionada por la Revolución de 1789. Maurras creó el «realismo monárquico».
Había perdido muy pronto la fe religiosa. Se le ha acusado, sin pruebas, de haber sido por un momento, en su juventud, anarquista y anticlerical militante. Pero, por muy incrédulo que haya sido, Maurras consagró al catolicismo la abnegación y el respeto debidos a esta potencia moral y religiosa. Su herencia, su educación, su latinismo, le colocó naturalmente en el pensamiento romano, le infundió el orden de la Urbs, turbado por los demócratas y los demagogos. Maurras pensó en el rey como el hombre formado para el mando por la tradición y la herencia; la herencia debe preservar al país de los desgarrones que producen las competiciones cesarianas; el rey, al estar por encima de los partidos, sólo piensa en el bien común. El partido que ocupa el poder no puede ser más que el consejero del rey; éste reina y gobierna «en y por sus Consejos», teniendo siempre la última palabra.
Pero Maurras intentó apartar al rey y a la monarquía de la reacción; si esta monarquía paternal no puede ser democrática (la multitud es inepta para gobernarse a sí misma), será popular, como en tiempo de los Capetos; es una monarquía protectora, justiciera, utilitaria, la que predica Maurras. Pide la descentralización. Los representantes de la nación emitirán opiniones, pero no mandarán. Maurras quiere la desaparición de los tiranos locales, resultado de la subordinación del poder ejecutivo al poder legislativo. Condena a la democracia, que es un «disolvente de la Patria»; rechaza el sufragio universal, que no es ni universal ni libre: «es un rebaño que va a donde le llevan sus pastores», vigilado por perros, que son los dispensadores del favoritismo; una vez obtenidos los votos, los franceses quedan despojados de sus derechos, de su soberanía, porque el mandato es considerado como propiedad del mandatario. En un estudio lúcido y despiadado de la historia política de su país, Maurras demostraba que uno después de otro los partidos habían empleado la fuerza, mandando luego con un énfasis cómico, que sería atentatorio contra el derecho si se volviese contra ellos. El derecho no preexiste en política; para legitimar un régimen no hay más que los servicios prestados y la duración. Maurras deduce de esto que «el que había subido por la fuerza podía con el mismo derecho ser derribado por la fuerza». Para establecer el régimen que considera más conforme para los intereses de su país, la ilegalidad no es ilegítima.
La fuerza es el apoyo del derecho; es una potencia que lo rige todo, y la autoridad civil no podría ejercerse sin ella; es preciso apelar siempre al poder humano para que no se oponga a la enseñanza de la verdad divina. Maurras planteaba así el gran principio de la Politique d'abord, puesto que la política es la fuerza, y sin la fuerza casi no se puede aspirar a otra gloria que la del martirio. Política «por todos los medios», es decir, por todas las artimañas; por el despliegue de la fuerza, puesto que la persuasión no ha logrado nunca que desapareciese o cambiase un régimen político.
Estas ideas eran revolucionarias. La leyenda del monarquismo de salón desaparecía; la doctrina de Maurras abordaba cuestiones candentes; ya no se trataba del liberalismo orleanista, sino de la unidad nacional, de los problemas actuales, de la actuación de los judíos y de la masonería en Francia.