martes, 29 de abril de 2014

LA ESPERANZA (I)




Introducción
 
Hacia el final de nuestro artículo anterior, redactado con motivo de la celebración de la Pascua, aludíamos al hecho de que la secuencia litúrgica se refiriera a Cristo como “Esperanza” (“Spes mea” decía, en efecto, la Magdalena), dando pie con semejante referencia a la idea de que es quizá esta la virtud que refleja mejor que ninguna otra el carácter de este tiempo, que se inicia en el domingo de Pascua, pero que se extiende durante cincuenta días, hasta Pentecostés. Parece oportuno, pues, dedicar nuestras reflexiones semanales de la cincuentena pascual a la profundización del conocimiento de esta “niña muy pequeña”, como ha sido llamada por Charles Péguy.
Ante todo, es menester destacar el lugar que la virtud de la esperanza ocupa en el cuadro general de las virtudes. A este respecto, la tradición cristiana, apoyada en el dato revelado (cfr. Eclo. 2, 8ss; I Cor. 13, 13), ha reconocido a la esperanza como una de las tres virtudes teologales, así llamadas por un triple motivo, a saber: su existencia nos es revelada por el mismo Dios, que es quien a su vez las infunde en nosotros, y a quien ellas, finalmente, tienen por objeto (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 62, a. 1). La esperanza, en este contexto, lejos de ser una mera pasión, constituye el hábito sobrenatural por el cual tendemos eficazmente a la unión plena con Dios en la vida eterna, dada por la caridad.
En su magnífico libro “Las virtudes fundamentales”, el filósofo alemán Josef Pieper nos brinda una profunda interpretación de la esperanza cristiana: “La esperanza cristiana es principalmente y ante todo la dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte, o, mejor dicho, de la felicidad” (Ediciones Rialp, Madrid (España), 2010, p. 26). Por otra parte, afirma asimismo Pieper que “la única respuesta que corresponde a la situación real de la existencia humana es la esperanza. La virtud de la esperanza es la virtud primaria correspondiente al status viatoris; es la auténtica virtud del «aún no». En la virtud de la esperanza se entiende y afirma el hombre ante todo como ser creado, como criatura de Dios” (Ibid., p. 361).
Es importante volver sobre la naturaleza sobrenatural (valga el juego de palabras) de la virtud de la esperanza, máxime tratándose de un término análogo, que sirve para designar realidades que, si bien pueden resultar semejantes, guardan una radical diferencia entre sí. En efecto, existe también la pasión de la esperanza, y su manifestación a nivel meramente natural, como deseosa expectación de algo que es aprehendido como un bien. Pieper destaca con gran agudeza la irreductible diferencia que separa a ambos tipos de esperanza, a la vez que percibe una no menos profunda continuidad: “El hombre natural nunca podría, por mucha grandeza de ánimo que tuviera, esperar la vida eterna, consistente en la visión bienaventurada de Dios, sin caer con ello en la soberbia (y cesando, por tanto, de tener grandeza de ánimo). Y, no obstante, en toda esperanza natural se alude implícitamente a esta sobrenatural plenitud de ser, a la que se dirige la virtud teologal de la esperanza. Todas nuestras esperanzas naturales aspiran a realizaciones que son como reflejos y sombras confusas de la vida eterna, como sus inconscientes preludios. La virtud de la esperanza trae también, en un sentido concreto, ordenación y dirección a la esperanza natural del hombre, la cual por ella queda vinculada a su propio y último «aún no»” (Ibid., pp. 373-374).
Ahora bien, el carácter específicamente cristiano de la esperanza a que aquí nos referimos no obedece solamente al hecho de tratarse de una virtud teologal, vale decir, sobrenatural, sino también, y sobre todo, a su intrínseca referencia a Cristo Jesús. “Cristo es el fundamento real de la esperanza. En una insondable frase de la Epístola a los Hebreos se habla de la «esperanza que tenemos como segura y firme áncora de nuestra alma y que penetra hasta detrás del velo adonde entró por nosotros como precursor Jesús» (6, 19-20) (…) Cristo es al mismo tiempo el cumplimiento real de nuestra esperanza (...) San Pablo no ha dicho «seremos salvados», sino «estamos ya ahora salvados» (Rm. 8, 24); pero todavía no en realidad (re), sino en esperanza; dice «en la esperanza somos salvos» (...) Esta vinculación entitativa de nuestra esperanza a Cristo es tan decisiva que no puede esperar nada quien no está en Cristo” (JOSEF PIEPER, op. cit., pp. 371-372).
La otra cara de esta última afirmación del filósofo tomista alemán, que nos ha guiado a través de estas reflexiones sobre la esperanza, es que, por el contrario, todo lo puede esperar quien sí está en él, vale decir, en Cristo Jesús, la memoria de cuya gloriosa resurrección llena los días de la cincuentena pascual. La Virgen Madre, “vida, dulzura y esperanza nuestra”, nos ayude a ejercitar esta hermosa virtud y lleve hacia su Hijo.