viernes, 26 de diciembre de 2014

Adveniat Regnum tuum

 Adveniat Regnum tuum

Virgen Blanca en la catedral de Toledo
 Vivimos en los últimos momentos de un mundo que expira y ya vemos las señales precursoras de otro que nace, la Navidad tiene para nosotros un significado profundo, que debemos meditar
En todas las épocas de la historia cristiana, la fecha de Navidad abre un remanso alegre y tranquilo en el curso normal y laborioso de la vida de todos los días. Pero en nuestra época la tregua navideña asume un significado especial, porque equivale a un gran y universal “sursum corda”, deseado por una humanidad atormentada, que va sumergiéndose aceleradamente en el caos de la más completa disolución moral y social.
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Nuestra época es un valle sombrío entre dos cumbres: la civilización del pasado, de la que decaímos a través de sucesivas catástrofes que comenzaron con la pseudo‒Reforma y culminaron con los totalitarismos de derecha e izquierda; y la civilización del futuro, hacia la cual caminamos a través de luchas y sinsabores que llenan, a cada momento, de cruces nuestro camino.
Precisamente por eso, porque vivimos en los últimos momentos de un mundo que expira y ya vemos las señales precursoras de otro que nace, la Navidad tiene para nosotros un significado profundo, que debemos meditar.
El pueblo elegido esperaba la salvación por medio de un Mesías nacido de la estirpe de David, según la promesa divina. Los demás pueblos de la tierra, no habiendo recibido mensajes divinos por medio de los Profetas, conservaban sin embargo una reminiscencia de la promesa de un Salvador, hecha por Dios a Adán y Eva. Y por eso también ellos mantenían, más o menos deformada, la esperanza tradicional de que un Salvador habría de regenerar a la humanidad pecadora.
Esta esperanza llegó a su auge en la época en que Nuestro Señor vino al mundo. Como afirmó un historiador famoso, toda la humanidad se sentía vieja y gastada. Las fórmulas políticas y sociales utilizadas entonces, ya no correspondían a los anhelos y a la mentalidad de aquellos hombres. Un inmenso deseo de reforma sacudía a distintos pueblos y la lucha de clases en Grecia, Italia, Fenicia y otros países estaba en ebullición. La organización política se hacía cada vez más opresiva. Roma había dilatado por todo el mundo las fronteras de su Imperio y la Ciudad Eterna era en aquella época, no la reina, sino la tirana de toda la humanidad, a la cual ella sujetaba a las más injustas extorsiones para pagar las orgías de los patricios romanos. En todos los países el contraste entre riqueza y miseria era patente.
Por un lado, hombres riquísimos vivían en el fausto y en el lujo desordenado; por otro, una multitud de cesantes llenaba muchos barrios de las grandes ciudades de entonces. Finalmente, como negro fondo de cuadro, millones y millones de esclavos, arrinconados en las bodegas de las naves, aparejados como animales en las carretas o uncidos sólidamente al arado, gemían bajo el yugo de una opresión que parecía no tener fin.
Una profunda corrupción de costumbres se extendía por todo el Imperio y arruinaba todas las instituciones. Los escándalos se multiplicaban en la más alta aristocracia y de ahí se extendían a toda la sociedad. Augusto intentó en vano reaccionar contra la creciente decadencia, pero sus leyes reformistas no surtieron efecto. En el seno de su propia familia las aberraciones más monstruosas se multiplicaban. Y todo el mundo sentía que una crisis inmensa amenazaba la sociedad de una ruina inevitable.
Fue en este ambiente, mientras los hombres de Estado y los moralistas de la época discutían gravemente sobre tantos y tan insolubles problemas que, en el establo de Belén, en medio de una noche profunda, rayó para el mundo la salvación.
 
Una profunda corrupción de costumbres se extendía por todo el Imperio y arruinaba todas las instituciones. Los escándalos se multiplicaban en la más alta aristocracia y de ahí se extendían a toda la sociedad. 
Es posible que, en el momento exacto en que el Salvador nació, el emperador romano estuviese en su palacio entregado a las más amargas reflexiones que le sugerían el fracaso de su política moralizadora. Es posible que, a poca distancia de la casa imperial, se prolongase hasta la madrugada alguna de aquellas descabelladas orgías que eran el tema obligatorio de los “chismes” de la época.
Ni el genial emperador, ni los sibaritas que pervertían la sociedad imaginaban lo que en aquel momento sucedía en Belén. No, no era en el palacio imperial, ni en las orgías de los plutócratas, ni en los conciliábulos de los conspiradores, donde se estaba decidiendo el destino del mundo. La sociedad del futuro, con la solución perfecta y completa de los más fundamentales problemas de la época, nacía en Belén, y era de las manos virginales de María, de las que el mundo recibía al Mesías que habría de redimirlo con su sangre y reorganizarlo con su Evangelio.
¿Cuál es la lección principal que debemos sacar de esto?
En primer lugar, así como para la humanidad del tiempo de Augusto la solución de los más intrincados problemas sociales y políticos no fue encontrada a no ser en Cristo; también en nuestra época, sólo en la Iglesia Católica ‒Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo‒ es donde debemos concentrar nuestras esperanzas.
Es posible que, imitando inconscientemente la vigilia de Augusto en la noche de Navidad, muchos Césares modernos (¡qué diferencia de envergadura entre el César auténtico y los de hoy en día!) hayan pasado la noche de Navidad volcados sobre sus mesas de trabajo ‒indiferentes a la piedad de las multitudes que rezan en las iglesias‒ pensando en los medios para sacar del atolladero de la crisis contemporánea a sus atribuladas patrias.
Es posible que esa misma noche, las desatinadas orgías en muchas “dancins” (discotecas de la época) modernos ‒“palacios” que el mundo de hoy erige en honra de su propia corrupción‒ rompan el silencio de la noche con el sonido de las músicas profanas del “reveillón”. Es posible que muchos conspiradores estén tramando la revolución y la guerra, en el silencio de la noche, mientras el pueblo conmemora el nacimiento del Príncipe de la Paz.
A pesar de todo esto, no es de los nuevos “césares”, ni del conspirador de nuestros días y, mucho menos, de la sociedad que se corrompe en los “dancins”, que nos vendrá la salvación. Si somos católicos, debemos esperar la salvación exclusivamente de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Pero hay aún otra reflexión de mayor utilidad.
Todos los teólogos son unánimes en afirmar que si la salvación rayó para el mundo en aquella época, lo debemos a las oraciones omnipotentes de María, quien consiguió anticipar el día de la venida del Mesías. Nadie puede decir cuántos y cuántos siglos habría tardado aún la Redención sin las oraciones de María.
Por lo tanto, la reorganización del mundo, no vino de aquellos que, en tiempos de Augusto, se agitaban en las plazas públicas o en los conciliábulos políticos para conseguirla. Ella vino de la oración humilde y llena de confianza de la Virgen María, completamente ignorada por sus contemporáneos, y que llevaba una vida contemplativa y solitaria, en el pequeño rincón, donde la Providencia le hizo nacer.
Sin querer con esto rebajar el papel de la vida activa, es necesario reconocer que fue por medio de la oración y de la contemplación, que se anticipó el momento de la Redención. Y que los beneficios que el genio de Augusto y el tino de todos los grandes generales y administradores de su tiempo no consiguieron dar al mundo, Dios los dispensó por medio de María Santísima. No benefició más al mundo quien más estudió, ni quien más actuó, sino quien más y mejor supo orar.
Así, con una suave y austera lección, termina esta breve meditación de Navidad. Es sobre todo de las almas elegidas que Dios llamó al estado sacerdotal o al religioso, que puede depender la anticipación o el retraso de la restauración del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.
Conscientes de la grandeza de esa misión, los seglares que militamos por la Iglesia, debemos hacer una oración junto al pesebre del Niño Dios: “Domine, adveniat Regnun tuum”.
“Señor, venga a nosotros tu Reino”. Que lo realicemos en nosotros, para que después, con vuestro auxilio, lo hagamos también a nuestro alrededor.