martes, 24 de febrero de 2015

Aprendiendo a pensar: lógica de los sofismas (21-21)


Aprendiendo a pensar: lógica de los sofismas (21-21)

Apéndice

DE LAS CAUSAS MORALES DEL ERROR
      La causa inmediata del error es un vicio en el razonamiento (ya sea una falsedad en las premisas, ya sea un defecto en el proce­dimiento que pretende inferir cierta conclusión a partir de aquéllas). Ahora bien, la causa mediata por la cual los hombres cometen errores cuando emiten discursos o cuando son persuadidos por un discurso ajeno, suele ser la debilidad nativa de nuestra inteligencia, pero también a veces el error tiene una raíz de índole moral. Por ello se habla de “causas morales” del error, que consisten en algún desorden de la voluntad o de los apetitos sensibles.
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      ¿Por qué a veces no se pone la debida atención al considerar los objetos y al discurrir acerca de ellos? ¿Por qué otras ve­ces, en que se hubo puesto la necesaria atención al principio del razonamiento, aquélla no se mantuvo a lo largo del discurso, hasta el final? Ello suele deberse a la fatiga, cuando no pode­mos conservar la concentración de nuestro espíritu mucho tiempo continuo sobre una cosa. Pero la causa puede ser también la pe­reza: el hombre suele ahorrarse el esfuerzo que exige la comple­jidad de las proposiciones, y formula entonces juicios precipi­tados.
      ¿Por qué no corregimos nuestros propios errores? ¿Por qué no los advertimos, reflexionando sobre las convicciones que tene­mos? ¿Por qué uno se confía en que es verdadero, aquello que cree verdadero? A veces la ignorancia es inevitable, por más di­ligencia que pongamos, pero otras veces un pertinaz estacionarse en el error procede del orgullo. Algunos se consideran tan exce­lentes que ni imaginan que pueden estar equivocados, y entonces no revisan sus convicciones; otros, por no dar su brazo a tor­cer, no examinan sus aseveraciones cuando les asalta la duda, y acaban convenciéndose de que son seguras. También cuando alguno prefiere refutar al adversario más que hacer surgir la verdad, se vuelve ciego para ver las verdades de éste. Actúa aquí la pa­sión por vencer y rebajar al otro, que también nace de la sober­bia. Decía San Agustín: «Para investigar, el primer camino es la humildad; el segundo, la humildad; el tercero, la humildad»[1].
      También suele el hombre persuadirse de aquellos errores que están conformes con sus intereses, o con alguna de sus pasiones, como la cólera, el deseo de placeres o de riquezas o comodi­dad…
      Tanto la concupiscencia como la soberbia constituyen un apego excesivo al yo, un exceso de “amor propio”. Aquélla es un desor­den en el procurar los placeres sensibles; ésta es un desorden en el ansia de la propia excelencia. Ambos desvían el espíritu de la objetividad, que existe cuando el yo se somete a la ver­dad de las cosas. A menudo los nombres no aman suficientemente la verdad, porque se aman más a sí mismos que a la verdad[2]. Como en­señaba San Agustín, «el que no ama la verdad no la encuentra».
      Asimismo son causas de error el “espíritu de secta” (“sectario” es el seguidor fanático de un partido o de una idea), y la atracción hacia lo nuevo o hacia lo que parece original. Pero esto también es falta de amor a la verdad, porque quien re­almente la ama, aprecia más la verdad que la novedad.
      Los sofismas, expuestos aisladamente, son fáciles de re­cono­cer, y algunos de los ejemplos ofrecidos en este opúsculo pueden parecer muy sencillos. Pero no es ésta la manera como se presen­tan siempre en la realidad, sino que a veces son más largos y menos manifiestos que los que hemos puesto como ejemplos. Suelen estar en un contexto más o menos complejo, constituido por una serie de razonamientos, con premisas muchas veces tácitas. A lo largo de un escrito o de una conversación los sofismas no apare­cen despejados, sino que se deslizan varias falacias, en medio de la intrincada trama del discurso.
      Decía el gran lógico Whately: «Una exposición muy larga es uno de los velos más eficaces de la falacia. La sofistería, como el veneno, es detectada inmediatamente y nos repugna cuando se nos presenta en estado de concentración; pero una falacia que cuando aparece desnudamente, en pocos enunciados, no podría engañar a un chico, puede embaucar a la mitad del mundo si se diluye en el volumen de un libro».
      Los caminos posibles hacia el error son muchísimos, y en este libro hemos reunido y analizado solamente los que nos pare­cieron más frecuentes. Su conocimiento ha de servirnos para es­tar prevenidos con respecto a los argumentos en general, y no caer en engaño cuando ellos son inválidos —a pesar de su apa­riencia convincente y de su fuerza persuasiva— y también para que sepamos señalar —si es posible en el curso mismo de la dis­cusión— dónde está la falla de un razonamiento incorrecto.
      Hay al respecto una tarea de diagnosis, una labor de prevención y también una de índole terapéutica, no sólo con nosotros mismos, sino con los demás, en cuanto hemos de remover los errores que hallemos en sus razonamientos.
      El estudio de los paralogismos no es un asunto exclusivo de un curso de Lógica, sino que hace a la educación de las habili­dades intelectuales en general. El descubrimiento de los subter­fugios del discurso oral y escrito debe formar parte de la edu­cación común, si es que realmente se quiere procurar el desen­volvimiento de la capacidad crítica del educando. Esta necesidad de desarrollar y fortalecer la aptitud crítica es hoy más impe­riosa que nunca, si se tiene en cuenta el intenso influjo de los medios de comunicación masiva, que, aun cuando pueden suminis­trar informaciones útiles e interesantes, también modelan la mente y debilitan la capacidad reflexiva de millones de perso­nas.
      Claro está que para evitar el error en los razonamientos que elaboramos, y para no ser sorprendidos por sofisterías ajenas, no bastan los conocimientos que nos provee la Lógica, sino que también importan mucho cuáles sean nuestras disposiciones éti­cas, según explicamos en el punto anterior. De ahí el consejo de Malebranche: «El mejor precepto de lógica que puedo darte, es que vivas honradamente»[3]. Poderosos auxilios de nuestro falible entendimiento son la humildad y el amor a la verdad y al bien, para que nunca pensemos ni discutamos con el fin de sobresalir y de triunfar, ni de favorecer nuestros deseos e intereses egoís­tas, sino que siempre lo hagamos con el fin de buscar la verdad y participarla a los demás, que para ello nos ha sido dado el logos.
 Dr. Camilo Tale
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[1] Agustín, Epístola 118, n. 22.
[2] «En resumen, toda la cuestión de las causas del error puede reducirse a las tres proposiciones siguientes:
a) No encontramos la verdad, porque no la buscamos seria­mente, pues no ponemos en ello nuestras facultades con la aten­ción que se requiere.
b) No la buscamos, porque no la amamos lo suficiente.
c) No la amamos lo suficiente, porque nos amamos a nosotros mismos más que a ella» (C. Lahr, Curso de filosofía, v. I. Ángel Es­trada, Bs. As., s/f., p. 668).
[3] Nicolás Malebranche, Méditations chrétiennes, XX, 24.