martes, 21 de julio de 2015

EL OPTIMISMO ES UN DEBER


EL OPTIMISMO ES UN DEBER

(Un fragmento del recientemente fallecido cardenal Giacomo Biffi, publicado en el original italiano aquí. Puede leerse también aquí, en nuestra lengua, el texto de una predicación del mismo autor acerca del carácter del Anticristo adveniente.)


Una de las modas culturales más curiosas introducidas en la cristiandad en estas décadas prohíbe a quien se apronta a redactar un documento o a proponer una reflexión sobre la condición humana de hoy día -y sobre los tiempos actuales- el comenzar por los rasgos "negativos": es de rigor empezar por una revisión de los datos que esté marcada por un robusto optimismo; se debe siempre colocar en el encabezamiento un examen de la realidad que no omita iluminar los valores, la sustancial santidad, la "positividad predominante".

A veces me sorprendo imaginando, para mi propio disfrute personal, cómo hubiera sido la Carta a los Romanos si, en lugar de aquel hombre difícil y desdeñoso que era el apóstol Pablo, hubiese sido escrita por alguna comisión eclesial o por algún grupo de trabajo de nuestros días.

La epístola habría empezado a notar desde el primer capítulo, con el debido énfasis, todas las riquezas espirituales y culturales expresadas por el mundo pagano: las sublimes alturas alcanzadas por la filosofía griega; la sed de lo trascendente y el  natural sentimiento religioso revelados por la variedad de los cultos mediterráneos; los ejemplos de honestidad moral, de corrección cívica, de abnegación desinteresada ofrecidas por los acontecimientos edificantes de la historia romana que otrora se enseñaban en la escuela. Sin dudas que si la letanía inmisericorde de los vicios y las aberraciones mundanas contenida en la actual página inspirada fuera hoy sugerida como contribución al texto por parte de algún colaborador incauto, éste levantaría una indignación unánime. Y de hecho el juicio de Pablo suena a nuestros oídos insoportablemente desagradable: para él los hombres sin Cristo están «llenos de toda clase de injusticia, de perversidad, de codicia, de maldad; calumniadores, maldicientes, enemigos de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, ingeniosos para el mal, desobedientes a los padres, insensatos, desleales, sin corazón, sin misericordia» (Rom 1,29-31).

Puestas en evidencia las virtudes del paganismo, la nueva Carta a los Romanos pasaría luego a exaltar las prerrogativas del judaísmo y la función ya incoactivamente salvífica de la ley mosaica, de la circuncisión, de las prescripciones rituales.

Finalmente, alcanzado el quinto capítulo, aclararía que la obra de Adán no fue tan dañina como antaño se dijo, desde el mismo momento en que la creación permanece por sí misma buena; es más, ya que está fuera de las manos de Dios no puede ser sino santa y sagrada, sin que sean necesarias otras ulteriores consagraciones.

Cierto es que, llegados a este punto, el discurso sobre Jesucristo, su redención, su intervención indispensable para el rescate de la humanidad de la injusticia, del pecado, de la muerte, de la catástrofe, se haría menos incisivo y convincente de cuanto lo fuera en la prosa áspera y dramática de Pablo; pero no se puede tenerlo todo.

No es que los razonamientos aquí jocosamente supuestos sean del todo erróneos en sí mismos. Al contrario, contienen gran cantidad de verdad y se cumplen debidamente, pero no como una primera aproximación a la realidad de las cosas. No se puede comenzar por ellos; a ellos sólo se puede llegar al final de una larga peregrinación ideal: sólo después de que la visión de la espantosa miseria del hombre nos haya abierto la mente y el corazón para desear y comprender la ansiada salvación de Cristo se nos permitirá apreciar todo lo que de hermoso, de justo, de verdadero, reluce ya en la noche del mundo como resplandor del Redentor, que es la verdad, la justicia, la belleza hechas persona y vueltas evidentes en un rostro de hombre.

Todo autor cristiano ha comenzado siempre su canto partiendo de una oda trágica al destino humano para alcanzar el himno de victoria y gratitud al Hijo de Dios crucificado y resucitado, única esperanza nuestra, el único que nos obtuvo la salvación.

El hombre que quiera celebrar de veras su grandeza, no puede sino comenzar por un un epicedio, es decir, por una lamentación sobre el estado de muerte que, enigmáticamente, golpeó el universo desde el principio y lo oprime aún con una presión ineludible.

El fundamento del optimismo cristiano no puede ser la voluntad de mantener los ojos cerrados. Debemos, por empezar, mirar a la cara a la Bestia y darnos cuenta de lo fuertes que son sus dientes y de lo aterrador de sus garras, si se quiere honrar y amar al Caballero y se desea entender de veras el don que resulta nuestra liberación y la felicidad que nos fue otorgada en suerte.