martes, 25 de agosto de 2015

«El derrocamiento» por Anacleto González Flores


«El derrocamiento» por Anacleto González Flores

ByT
Título: El derrocamiento -1926-
Autor: Anacleto Gonzáles Flores (1888-1927)

Nota previa de B&T: Los mexicanos que sufrieron la persecución religiosa a principios del siglo XX, conocidos como cristeros, padecieron no pocos problemas a los que nos enfrentamos hoy, uno de éstos problemas era la inmovilidad y la ignorancia del pueblo católico sobre su propia religión, no era posible llamar a levantarse a un pueblo que no sabe la razón por la que lo hará y que seguramente claudicará ante las primeras dificultades, de esta manera, Anacleto González Flores, el “maistro”, se propuso educar a sus correligionarios y fue parte de ese movimiento de concientización del pueblo católico oprimido, junto a los grandes esfuerzos del R.P. Bernardo Bergoend, S.J. y otros cristeros, y fue esta acción catequizadora integral la que rindió gloriosos frutos para nuestra patria mexicana, que llevó a ofrecer, literalmente, vidas por Dios, por Su Iglesia y por la Patria mexicana, acciones llenas de alegría, de abnegación y generosidad. 

Supo bien este mártir mexicano que N.S. Jesucristo no vino a traer la paz del mundo, sino la espada, y que el amor de Cristo sólo se concreta cuando se da testimonio cabal de los que se cree, cuando hay acción y movilización, incluso ofrendando la propia vida, en cualquier comento de la Historia (hoy no es la excepción). Ojalá que muchos católicos tibios (me incluyo) aquilaten las palabras del “maistro” Anacleto, quien nunca se escudó en un concepto falso de amor para evitar la confrontación, ya sea física, moral o intelectual. Es lamentable que hoy se piense que el irenismo es una virtud y que está fundado en las palabras y obras del Salvador, cuando lo que tenemos hoy es a un enemigo de la Iglesia que desea la paz del mundo a toda costa, porque desea entorpecer la reacción católica y porque esos enemigos ya están muy cómodos encumbrados en las altas esferas de la política, la prensa, la cultura, etc. Bien decía N.S. Jesucristo: ¿Encontraré fe?

Debajo de este derrumbamiento de que todos somos testigos, está un derrumbamiento que muy pocos ven, que muchos se empeñan en ignorar y que casi nadie ha sospechado hasta ahora, Ese derrumbamiento, que está debajo de todos nuestros grandes derrumbamientos, ha sido llamado con frase casi insuperablemente feliz y exacta, por Max Scheler, el derrocamiento de los valores. Y esto es exactamente lo que hay en la base de todo ese inmenso derrumbamiento, que ha desolado la vida europea y que ha desquiciado y volteado de arriba a abajo nuestra vida.


Anacleto González Flores (1888-1927), beato y mártir mexicano

Porque todo edificio político y social, descansa sobre las espaldas de los valores que lo han levantado y que lo sostienen. Si llega un momento en que un terremoto derriba y voltea esos valores, toda la construcción se viene abajo de una manera inevitable. Y si a lo largo de las páginas de la Historia es posible aún oír el estruendo de grandes edificios que caen y se hunden, es porque ha llegado la hora del derrocamiento.

La Edad Media ha sido una de las más amplias arquitecturas sociales y políticas que ha visto levantar la Historia, descansaba sobre un patrimonio envidiable de valores. No parecía sino que cada hombre -en esa edad- era un cíclope; fundadores de escuelas y de filosofías, recia fermentación de donde salieron todas las monarquías de Europa y poco después los exploradores de mares y de continentes, príncipes y reyes que habían visto nacer la organización humana más perfecta que se ha conocido. Y todo este andamiaje que reposaba sobre los hombres de altos valores, cayó el día del derrocamiento.

Hasta entonces todo parecía haber sido hecho para la eternidad, las dinastías -no solamente de reyes sino de maestros, de pensadores y de artistas- entregaban en herencia a sus sucesores el patrimonio conquistado y el edificio parecía ser eterno. La monarquía francesa contaba varias generaciones de reyes, pero un día oscuro y trágico, los de abajo miraron de pies a cabeza a los nobles y a los príncipes de Francia, sintieron flacas y derrengadas sus espaldas, se acercaron a ellos, los doblaron de un solo empuje y los derribaron. Y al día siguiente (en medio del vértigo de la locura) todo se bamboleaba y de todos los labios salía esta pregunta que hacía -lleno de inquietud y de inseguridad frente al porvenir- Juan Bautista Greuze: “¿Hoy quién es rey?”.

Es la misma pregunta que se oye por todas partes y que nadie sabe ni puede contestar, porque los hombres recios de los valores en que descansan los edificios humanos han flaqueado y se han roto. Los príncipes y reyes de la monarquía francesa pudieron mantenerse en pie y pudieron ser derrocados mucho tiempo antes. Sin embargo, no lo fueron hasta en los días de 1793. ¿Por qué? Porque antes tenían firme el puño y llevaban la espada en la vaina. Más tarde perdieron la vaina y la espada juntamente, dejaron de ser verdaderos y firmes valores humanos y un motín fue bastante para derribar un trono que Carlomagno había levantado en medio de un desfiladero de batallas y de enemigos.

Son posibles los valores humanos, es posible que lleguen a pesar sobre su siglo y que lleguen a ser oráculos y reyes, pero también es posible el derrocamiento. Aníbal había emprendido su expedición a Roma, seguro de que con su ejército y su astucia, doblaría la mano encallecida de los capitanes romanos, nada ni nadie pudo detenerlo.

Los Alpes vieron a aquel arrojado caudillo pasar por encima de su lomo cuajado de ventisqueros y derrumbes, las viejas legiones amamantadas por la loba del Capitolio, se desbandaron y llegó un instante en que al parecer de Roma caería el puño del Cartaginés.

Pero vinieron los reveses, la distancia, el clima y la consunción se aliaron para echar a Aníbal fuera de las fronteras de Roma. Poco después se libró la batalla de Zama y Aníbal fue derrotado por Escipión y más tarde aquel caudillo que había soñado poner su planta sobre el orgullo de los romanos y desfogar sus viejos y encarnizados odios, se refugió en la corte del rey Prusias y, después de haber sorbido una taza de veneno, dijo: “Soseguemos la inquietud de los romanos que han tenido por insufrible el esperar la muerte de un viejo desgraciado”. Antes, en plática con Escipión, Aníbal -al ser preguntado acerca de quién era el primer capitán del mundo- había dicho que el primero fue Alejandro, el segundo Pirro y el tercero el mismo Aníbal. “¿Y si te venciese?” -repuso Escipión-. “Entonces -replicó Aníbal- no me pondré yo el tercero sino que a ti te declararé el primero entre todos”. Y llegó la hora del derrocamiento de Aníbal y no fue ya para Roma más que un viejo arruinado que se mató de impotencia.

Ésta puede ser la suerte de los valores humanos: el derrocamiento. Y llegada la hora del derrocamiento -y en esta hora nos encontramos- no hay término medio, o se emprende la reconquista para ganar los puestos perdidos o se rehuye la batalla encarnizada que hay que librar para volver a arrebatar la púrpura y en este último caso, se deja de ser un valor humano para no ser más que una arista rota y pisoteada. Esto quiere decir que los valores humanos (para tener de hecho toda la significación que les corresponde) necesitan ponerse en marcha para abrirse paso, ganar una posición, retenerla invenciblemente y entregarla a una descendencia que sepa conservarla y para esto no hay más recurso que la guerra.

La inquietud más viva de estos momentos, es la de la pacificación universal. Todos los grandes estadistas de Europa padecen la obsesión de suprimir la guerra para siempre, son víctimas de lo que Brunetiere llamó en su tiempo la “mentira de la pacificación”, porque a pesar de todo, la guerra no desaparecerá. Arístides Briand ha hecho hasta ahora, una obra tenazmente pacificadora y sus trabajos han alcanzado ciertos éxitos. Por esto en estos últimos días [1926], se le adjudicó el Premio Nobel de la Paz y se le ha rendido un ferviente homenaje.

Una agrupación francesa le entregó una corona con listón en que se leían estas palabras: “Al gran artesano de la paz”. Los periodistas extranjeros le enviaron una estatua de bronce que representa a Pasteur. Al recibirla, Briand se llenó de emoción y dijo: “Estaré siempre feliz al tener delante de mí, sobre mi escritorio, el emblema del más grande benefactor de la humanidad, que me alentará todavía más a perseverar y combatir hasta hacer desaparecer la terrible enfermedad que se llama ‘la guerra’.”

Pero Briand no matará la guerra, la guerra lo matará a él. Ya empezó a amenazarlo y en los días en que volvió últimamente a París, ya pudo oír el grito de guerra de la juventud monarquista que le decía audaz y enconadamente: “Muera Briand”, “Vete a Berlín”. Y este grito de guerra no es más que una señal de que la guerra acabará por matar a Briand. No, la guerra no morirá. Y no morirá porque solamente por ese camino ganan los valores humanos las alturas y hacen sentir el peso decisivo de su propia significación. Léase la Historia con ánimo de saber si la guerra ha desaparecido un sólo momento de la vida humana y se la verá aparecer en todas partes y en múltiples formas. ¿Cómo llegó a ser Roma la señora de la antigüedad? Espada en mano. ¿Cómo llegó a ser Sócrates el maestro de su tiempo? Por medio de la guerra. ¿Cómo llegó el Cristianismo a derrocar los dioses del paganismo y a colocar sobre sus despojos el madero sagrado en que se libró y sigue librándose la más enconada de las batallas, según una expresión de Renán? Por medio de la guerra. Y la filosofía, la literatura, las escuelas, los sistemas, las artes, la política y la historia no son más que un inmenso campo por donde han pasado y pasan todos los días -con el puño cerrado y la cabeza hacia las alturas- los valores humanos.

Miguel Ángel, Leonardo de Vinci y Rafael de Urbina, se disputaron encarnizadamente la supremacía. Su rivalidad ha pasado las páginas de la historia de cada uno de esos grandes artistas y ha quedado allí como una señal inequívoca de que para abrirse paso los valores humanos -en todos los órdenes- la guerra es inevitable.

Wagner tuvo que verse rodeado de gritos de guerra el día en que dio un paso hacia el torrente de la vida para disputarles su lugar a los valores que ya habían sido consagrados. Y si ha logrado llegar y quedarse como un alto valor artístico, tuvo que llegar mordido, desangrado, cubierto de heridas que la crítica y la envidia abrieron sobre el brazo del insigne músico alemán.

Pasteur, al día siguiente que formuló su teoría de la imposibilidad de la generación espontánea, tuvo que oír un grito de guerra, ardiente y enconado y para mantenerse en su puesto sostuvo una batalla encarnizada que es una página escrita con sudor y fatigas agotantes. Bonaparte, el día en que se presentó por primera vez entre los viejos generales de Francia, fue recibido con visible gesto de desdén y con encogimiento de hombros. Sin embargo, pudo abrirse paso en medio de todos los obstáculos y más tarde Kleber -transportado de admiración- lo saludaba y le decía que era tan grande que no cabía en el mundo.

Schiller y Goethe (los valores poéticos más insignes de su siglo) el primer día en que se encontraron, se vieron con un recelo que se tradujo en una encendida rivalidad que hubiera sido una batalla ruidosa, si antes no hubieran celebrado el pacto de alianza de la amistad para llegar juntos.

No hay que equivocarse: los valores humanos se abren paso en medio de una batalla sangrienta y es que cada valor que hace su aparición halla ocupado el solio de la consagración. Raro es el caso en que están todos los caminos más o menos abiertos para los recién llegados; lo ordinario es que todas las rutas están cerradas, que hay reyes que ya fueron consagrados y que los nuevos valores -como los antiguos- van a reñir una pelea desesperada para abrirse paso y para llegar. Y si nos acercamos a cada uno de los altos valores, para verlos de arriba a abajo y para escudriñar las señales de sus pies y de sus manos, descubriremos muy fácilmente las huellas de una guerra ardiente que hubieron de sostener para tocar las alturas y para ganar su posición.

Pero no basta llegar, porque si ya es mucho que se logre que los valores humanos asciendan y conquisten su posición natural para hacer sentir desde allí el alcance de su poder, sin embargo, llegar no lo es todo, llegar no basta, es necesario mantener irreductiblemente la posición conquistada. Y aquí aparece de nuevo la guerra como el único recurso de quedarse en el solio de la consagración. La Historia está igualmente llena de esta verdad, Roma llegó, su espada y sus águilas habían llegado a ser el nudo de los destinos de muchos pueblos.

Su palabra era la voz de mando para millones de hombres. Y mientras supo y quiso hacer y sostener la guerra, pudo conservar la posición de señora del mundo, tan trabajosamente ganada, sin embargo, vino un día en que un bárbaro venido de uno de los confines del mundo -Yugurta- vio las señales inequívocas de la decadencia de Roma y se convenció de que ya no quedaba de aquella fuerte y austera república, más que un mercado en que todo se vendía al mejor postor. Y más tarde (cuando los demás bárbaros se acercaron a los límites donde se asentaba la señora del mundo) no encontraron más que unas manos trémulas de miedo, dispuestas a comprar la paz; es decir, a comprar con oro -no con la espada- la permanencia en la posición conquistada. Pero el día en que todas las manos aflojaron la empuñadura de la espada para comprar la paz, los bárbaros derribaron de un puntapié a los guardias del Capitolio y echaron suertes en derredor de la ciudad, que había sido el centro de los destinos del mundo.

Benito Mussolini, después de un largo y sudoroso trabajo y de muchas batallas, logró llegar a ser dueño de la suerte de Italia. Llegó como todos tienen que llegar, como todos han llegado; con las manos todavía olorosas a pólvora y desolladas por el esfuerzo para subir.

Y apenas ha tocado con su planta las alturas, ya se ha dejado sentir debajo de sus pies un desesperado trabajo de derrocamiento. La guerra ha aparecido al día siguiente de su encumbramiento, ha tenido que combatir por dentro y por fuera con los suyos y con los extraños.

Han estallado a su paso máquinas infernales preparadas para derribarlo y ha estado a punto de perecer bajo el golpe de sus adversarios.

Allí esta todavía después de mucho tiempo de luchar y si en estos momentos alguien se acerca a este dictador que recuerda a los viejos romanos que levantaron las primeras murallas de la república, llegará a oír todo el penetrante rumor de una guerra sin tregua. Y verá que con esa guerra es con lo que Mussolini conserva su posición de valor humano que ha venido a ser árbitro de la suerte de Italia.

Francia había llegado a ser la hija predilecta de la Iglesia y sus oradores y sus príncipes y sus poetas y sus maestros habían llenado todo; escuelas, libros, cátedras, universidades, tribunales, cabañas y palacios con el acento penetrante y salvador de la doctrina del Maestro de Nazaret. Pero bajo el esplendor de la corte y en medio del boato de Luis XIV, se dieron un estrecho abrazo los antiguos filósofos, artistas y maestros con los recién llegados. Entre éstos se encontraba Voltaire y Rousseau y mientras los antiguos valores flaqueaban y se caían, los recién llegados vinieron a ser los oráculos de su siglo. Y más tarde los crucifijos eran arrancados de todas partes, para cumplir la última orden de guerra resumida en estas palabras que había dicho uno de los recién llegados: “Aplastemos al infame”.

Algún tiempo después, cátedras y universidades, libros y escuelas vinieron a ser una hornaza encendida de odio. Y un día, lo cuenta Armando de Melun, en una de las nuevas escuelas se puso a discusión la existencia de Dios y puesto que era cosa del siglo apelar al voto, se puso a votación la existencia de Dios. Hecho el cómputo se vio que Dios no había obtenido más que un sólo voto, era el de Armando de Melun, que fue el único que votó por Dios.

Clodoveo y San Luis habían puesto a Cristo como piedra angular de la monarquía francesa. Luis XIV (enflaquecido por los vicios de su siglo e impotente para hacerles la guerra a los nuevos valores, salidos de las fraguas del odio y aliado a ellos en las orgías de su tiempo) entregó la monarquía francesa en manos de los enciclopedistas, para que éstos la entregaran a la guillotina.

Durante las últimas crisis de ministerios que han estremecido al pueblo francés, fue llamado por segunda vez el socialista Joseph Caillaux para hacerse cargo del Ministerio de Hacienda. Con anterioridad, Caillaux había escrito un libro intitulado “El Rubicón”, en el cual el nuevo Ministro esbozaba un programa de gobierno que equivalía al establecimiento de la dictadura. Apenas había tomado posesión de su cargo empezó la guerra contra Caillaux; varios diputados denunciaron -fundados en las primeras páginas de “El Rubicón”- el proyecto de la dictadura y el gabinete entero de que formaba parte Caillaux y que encabezaba el mismo Briand cayó ruidosamente. Y si a pesar de la guerra muchos llegan a caer, más pronto caen los que se echan en brazos de la desbandada y se empeñan en comprar la paz. Y todos los valores que al día siguiente de su encumbramiento, mellan su espalda o celebran una alianza para disipar el fantasma de la guerra, pronto serán derrocados porque se han herido de muerte y han perdido su propia significación.

Abrirse paso para llegar por medio de la guerra; quedarse allí por medio de la guerra, he aquí dos de los aspectos fundamentales de la actuación de los valores humanos, para que no sean  fuerzas estériles ni factores sin sentido y sin fecundidad, sin embargo, después de haber llegado y de haber sabido quedarse allí es preciso saber quedarse para siempre. En otros términos, los valores humanos deben fundar una dinastía, deben dejar sucesores. Solamente los espíritus estrechos y empequeñecidos pueden voltear las espaldas al porvenir y pronunciar las palabras de Luis XIV: “Después de mí, el diluvio”.

Pero los espíritus de amplias concepciones y, sobre todo los que se sienten ligados a la suerte de las ideas y de los destinos de patrias y de razas, siempre tienden a trabajar para la eternidad, y procuran edificar sobre roca. Y todos los que quieren trabajar para la eternidad, buscan sucesores y tienden a hacer su dinastía, con sobrada razón.

Porque la dinastía no viene a ser más que el reemplazo de los valores -enflaquecidos por los años- con valores nuevos que representan, no a comenzar ni a echar otra vez cimientos sino a continuar y, si es posible a terminar.

La inquietud por dejar sucesores no es cosa nueva ni solamente una preocupación de príncipes y reyes. Ha sido el ansia más ardiente y fecunda de maestros, de fundadores de escuelas y de imperios.

Un discípulo -en relación con el maestro- no es más que un aprendiz que se prepara a ser sucesor. Y la escuela (en su significado histórico, doctrinal y artístico) no es más que una dinastía. El maestro sabe que tiene que llegar un día en que se ha de marchar y se llevará lo mejor de su alma y busca ansiosamente un renuevo donde quedará su pensamiento para vivir.

Aníbal no era en su odio a Roma el iniciador de una empresa, era el continuador de la vieja obra del odio a Cartago. Su padre, que sentía la inquietud de fundar una dinastía, lo llevó un día a un templo y allí -todavía joven- lo hizo jurar odio eterno a los romanos.

Bonaparte había llegado a ser emperador y los últimos días en que fue árbitro de Francia, lo atormentó de una manera singular el ansia de dejar sucesores. Su divorcio con Josefina se debió a eso principalmente, su matrimonio con María  Luisa, hija del emperador de Austria, tenía por fin dejar una dinastía. Es cierto que fracasó porque no logró dejar sucesores; sin embargo, su suegro, que sabía todo lo que significa un sucesor en relación con el provenir, tuvo buen cuidado de rodear a Napoleón II -hijo de Bonaparte- de una conjuración de aislamiento y de olvido y no se sintió tranquilo en presencia del aguilucho hasta que pudo verlo demacrado y roído por la tuberculosis.

Los valores humanos no deben dar por terminada su tarea con llegar y quedarse allí, necesitan sentirse atormentados por la inquietud de dejar una dinastía, de dejar sucesores y al decir que deben dejar una dinastía, se quiere significar que deben dejar nuevos y firmes valores. La democracia -en este punto- se ha mostrado tan ciega e imbécil como en todo, los sucesores, las dinastías -para ella- son un estorbo y una consagración que fue apuñalada juntamente con todos los demás ídolos que odia el sufragio universal, pero porque la democracia rechaza las dinastías, nunca ha terminado ni termina nada.

Renán -según parece- fue el que ha llamado a la Iglesia la eterna recomenzadora, porque sobrevive a todas las ruinas y a todos los hundimientos y rehace (con piedras arrancadas a los edificios de ayer) las nuevas construcciones. Sin embargo, no hay exactitud en la frase: la Iglesia no ha comenzado más que una vez; desde entonces no comienza, continúa; no vuelve a hacer, sigue haciendo. Los hombres son los que recomienzan o rehacen sus vidas en torno a ella.

Y la democracia sí es la eterna y estéril recomenzadora, porque a cada minuto llama al primero que pasa frente al Capitolio, lo urge con el voto, lo encumbra y lo consagra. El nuevo consagrado encuentra pésimo el plan de su antecesor o lo encuentra bueno, pero no sabe ni puede llevarlo a feliz término y formula otro plan de gobierno. Al día siguiente la democracia llama a otro ciudadano que acaba de pasar frente al Capitolio, le entrega de nuevo la suerte de la patria y lo hace jurar que trabajará sin descanso por ella y este nuevo soberano formula otro plan.

Se ha dicho que Francia ha reformado su Constitución (la constitución que le ha dado la democracia moderna) cerca de ochenta veces en unos cuantos años. La democracia es la eterna recomenzadora, porque nunca hace más que comenzar, todo lo deja comenzado, porque -entre otras cosas- aborrece las dinastías y está reñida con el sistema de la sucesión.

A pesar de esto, los valores humanos necesitan escapar del contagio de la democracia y entregarse a la tarea alta de fundar una dinastía y de dejar sucesores. Y esto a nadie le interesa tanto como a los valores humanos, empeñados en fundar imperios para las ideas y para las doctrinas, porque los valores humanos que han vivido y han querido vivir para abrirles paso, no a sus intereses personales ni a su vanidad de pensadores ni a su ambición de mando y de riqueza sino a una vanguardia de ideas que deben ser el cimiento y la arquitectura de todas las vidas, deben tener bien entendido que si no han vuelto sus ojos en su derredor para buscar sucesores y para formar dinastías y nuevos valores que reemplacen a los valores que se van, fue inútil o casi inútil, haber guerreado para llegar; fue estéril o casi estéril haber reñido sangrientamente para retener la posición conquistada, puesto que en la hora del derrocamiento inevitable -que es la de la vejez y de la muerte- no estará allí gallarda y brillante, como la guardia del Emperador, la nueva guardia de valores que hagan el nudo irrompible del pasado con el porvenir.

César tuvo que ver entre los conjurados contra él a Marco Bruto, que era su hijo adoptivo. este hecho es muy frecuente en el orden de las ideas y se ha repetido muchas veces, sobre todo en estos tiempos.

La sublevación de los propios hijos del pensamiento o de la sangre, es una de las herencias del siglo presente. Y es que no ha habido viva y seria inquietud por formar dinastías y por dejar sucesores, no en el sentido más o menos exacto de las palabras, sino en su sentido más enérgico y fecundo.

Nuestros derrumbamientos se aclaran y se explican si acudimos para entenderlos al derrocamiento de los valores. Más bien entre nosotros podemos decir que ha habido una desbandada de valores y que a partir de ese día -ya un tanto lejano- nadie o casi nadie ha sentido la preocupación de hacer y de acuñar valores. Y los pocos que han sobrevivido al naufragio padecen una petrificación desesperante.

Y mientras todos los días se encumbran medianías y nulidades y visten la púrpura de reyes, nuestros valores -los pocos que tenemos- se mantienen alejados de las corrientes de la vida y de los caminos por donde se va a reinar. Y todos los dominios (filosofía, pensamiento, literatura, oratoria, política, problemas sociales) han caído totalmente bajo el peso de la audacia de los que no temen subir, por más que saben demasiado que están muy lejos de haber adquirido la preparación indispensable para hacer obra fecunda y segura en éxitos.

Entre tanto nosotros, nos retorcemos en medio de nuestra mendicidad de valores humanos, de un lado y del otro en medio de la inercia, de los titubeos y de la pusilanimidad de los pocos valores que tenemos.

De aquí que se impone inevitablemente que nos demos a la tarea de acuñar valores para acabar con este estado de bancarrota y de empobrecimiento que nos hace y nos hará volver los ojos hacia todas partes, sin encontrar ni la tabla rota de un navío. Y urgen que nuestros valores se compenetren íntimamente de sus responsabilidades y que de una vez por todas, se convenzan de que no hay ni puede haber verdaderos valores humanos si no se acepta la verdad indiscutible de que la guerra es necesaria, de que deberá haber batallas sangrientas para ponerse en marcha y llegar y de que no se puede ganar una posición desde donde se pese, se valga y se haga inclinar la balanza de los destinos, más que con las manos ensangrentadas y con los pies desgarrados.

Cincinato era llamado ansiosamente en los días de las grandes crisis, pasadas éstas se retiraba a tomar el arado para cultivar la tierra.

Pero esperar que se llame a los valores humanos para que dejen sentir el peso de su significación, debe ser algo excepcional porque los valores humanos deben encontrarse siempre arriba y siempre en medio del tumulto hirviente de las corrientes de la vida de su siglo.

Y no deben esperar que se les haga un llamamiento, porque mientras esperan, habrá otros valores u otras medianías o nulidades, que ganen las alturas y que cierren el paso a los verdaderos valores. Se necesita una acometividad ardiente y viva para ponerse en marcha, para abrirse paso aunque sea preciso padecer desgarramientos y seguir hacia arriba con encarnizamiento, hasta llegar y después de llegar quedarse allí porfiadamente sin desmayar en la batalla, sin rendirse a los desfallecimientos y con los dos ojos y las dos manos puestas en el porvenir, para acuñar nuevos valores y para dejar enraizada una fuerte briosa y atrevida dinastía. Y juntamente con todo esto una sed insaciable de saltar por encima de las fronteras, de todos los dominios y hacer todos los días a todas horas y en todas partes, actos de presencia en la mitad, en el corazón de las rudas peleas del pensamiento y del arte. Filosofía, cátedras, libros, escuelas, universidades, parlamentos, periodismo, política, organización social; todo deberá sentir y recibir los golpes del acometimiento encendido de nuestros valores, el influjo de nuestra llegada y de nuestra presencia, el ardor para resistir a todo derrocamiento y el ruido de las fraguas que moldean los valores de las nuevas dinastías.

Valores humanos anémicos y demacrados, enfermos de aislamiento, de pusilanimidad y de inercia, son valores condenados de antemano al desdén y a la ignominia. Cuando mucho (y esto no pocas veces ha sucedido entre nosotros y en otras partes) se los llama en momentos de las crisis amenazadoras, se les explota, se les exprime y después se les arroja a la soledad y al desierto. Valores que -como el hermano fundador de Roma- saltan por encima de todas las murallas y quiebran con su brazo la mano de las medianías, de las nulidades y de los incompetentes y en seguida se sientan a reinar como en trono propio y a soltar desde allí las velas de todos los destinos y que no tiemblan delante de los encarnizamientos para llegar y para no ser arrojados hacia afuera; son verdaderos, son plenos, son fecundos valores humanos en el sentido profundo y vital de las palabras.

Ya podemos precisar los tres últimos caracteres de los valores humanos: acometividad para abrirse paso y llegar, persistencia en quedarse a pesar de todas las vicisitudes y fuerte e incansable inquietud por dejar una sucesión.

En la mitad de las crisis y de las batallas ardientes de la vida actual de Alemania, pelea (con los dos brazos desnudos hasta los hombros y con el puño cerrado y firme de los verdaderos valores humanos) un hombre que tiene asombrados a los que se han procurado seguir de cerca sus guerras y sus empresas. Se llama Wilhelm Marx: es católico y lleva en su diestra  bien desplegada y hacia todos los vientos la bandera de la Iglesia. ¿De dónde surgió este batallador y qué se ha hecho hasta ahora? Surgió de la vieja guardia reclutada por Luis Windthrost para defender a los católicos de las acometividades de los protestantes acaudillados por Bismarck, el célebre Canciller de Hierro y por las avanzadas del socialismo. Marx -con plena conciencia de que los valores momificados apenas sirven para los museos- penetró de cuerpo entero en los dominios de la política de su propio país. Tenía que hallarse -como todos los católicos alemanes- en una posición muy desventajosa, tenía que representar a una minoría más o menos poderosa delante de las banderas de una mayoría aplastante por su número y temible por sus viejos y enconados odios contra la Iglesia. A pesar de esto Marx -a la vuelta de muchas, recias batallas- vino a ser un valor alto, robusto y avasallador, hasta el punto de rendir la misma desconfianza de sus adversarios.

Fundada la república alemana, se necesitó un canciller hábil para manejar los resortes altos de la política y se le llamó. Se presentó con toda su talla de luchador y se encargó de su puesto, después de esto sobrevinieron y han pasado varias crisis y Marx, con todo y ser representante de una minoría, ha sido siete veces canciller de su patria.

Hasta aquí ya habría motivos suficientes para saludarlo como un alto valor, pero su atrevimiento fue más lejos y en las elecciones de presidente de la República alemana el año pasado [1925], aceptó su candidatura y se enfrentó a Hindemburg, el mariscal consagrado de Alemania. El encuentro fue enconado, por fin Hindemburg triunfó, obtuvo catorce millones de votos, Marx obtuvo trece millones. Y este solo número -aunque no haya sido electo- da la medida de la significación de Marx que logró juntar en su derredor una masa de electores formada por católicos y por socialistas y que sobrepuja a todo lo que podía esperarse. Al día siguiente, al organizar Hindemburg su gabinete sobrevinieron las crisis, fracasó en la formación del gabinete Stresseman, fracasó Luther por segunda vez Stresseman y entonces fue llamado Marx. Sobrevino entonces una crisis inesperada Hindemburg le escribió a Marx para rogarle que no renunciara, se anunció una sesión borrascosísima y se aseguraba que allí, en aquella ocasión, quedaría disuelto el gabinete organizado por Marx. Y cuando todos los partidos se preparaban para deshacer la obra del canciller, éste se presentó, leyó tranquilamente su proyecto para conjurar la crisis y fue tal el estupor causado por la solución propuesta, que -lo dice literalmente una nota periodística- hubo un profundo silencio que duró un minuto. De allí salió Marx para seguir su marcha de fuerte y alto valor humano y allí sigue hoy llamado por Hindemburg -que es protestante- y a la cabeza de un país de protestantes.

Decía Paul Bourget que si después de muerto se quería -al revolver los huesos de las sepulturas- identificarlo a él, bastaría que se encontraran los huesos compenetrados de tinta, que allí se encontraría, porque toda su vida no ha hecho otra cosa que escribir. ¿Qué descubrirán los que intenten ver de cerca a Marx, actual valor humano siempre en marcha, siempre con los brazos extendidos en medio de la pelea? De seguro que será posible encontrar “las cicatrices de una espantosa lucha” para acudir a una frase de Harnack. Y esas cicatrices que son las huellas de las heridas y de las batallas que ha librado Marx para abrirse paso, para llegar, para quedarse allí y para moldear el porvenir, son las señales seguras y características de todos los verdaderos valores.

La juventud es el hierro negro de donde salen y se acuñan todos los valores que acabarán con nuestro empobrecimiento y nuestra mendicidad y que saltarán por encima de todas las murallas para quebrar medianías, para pisar nulidades y para empinar a Dios, majestuoso y radiante, sobre los tejados y sobre los hombros de patrias y de multitudes. Nada de valores a medias, nada de valores incompletos, nada de valores que se aferran a su aislamiento, que titubean, que se ponen en fuga frente a la Historia y que se satisfacen con un milímetro de tierra. Que salgan hoy mismo de ese hierro negro valores enteros y cabales, valores arrebatados, por el grito de guerra de una actividad irresistible que los haga abrirse paso, que los haga llegar, que los haga quedarse y que se les vea siempre como a Marx, con los brazos levantados en medio de la batalla y en todos los dominios (prensa, cátedras, libros, literatura, oratoria, filosofía, doctrinas, sistemas, política, arte, problemas sociales) y que si llegan a caer después de dejar una dinastía firme y enraizada en la roca, tengan por sudario glorioso -como Cristo- las cicatrices de una lucha espantosa. Y por encima del derrocamiento, de los despojos y de la pusilanimidad de nuestros valores actuales, pasarán las pezuñas de los corceles en que cabalgan los jinetes audaces de la reconquista.