Feminismo medieval, cinturón de castidad y derecho de pernada (1-3)
Quede sin mujeres esta villa honrada,
y torne aquel siglo de amazonas,
(Lope de Vega)
Pocos tiempo atrás ha causado revuelo un librito publicado en España e Italia que en pocos meses se convirtió en best-seller.
Si quisiésemos adivinar de qué trata, probablemente perderíamos. Pero
intentemos; quizás se haya tratado de… cómo hacer dinero sin trabajar.
Error. O quizás tratase de sexo en el trabajo… Para nada. Entonces…,
seguro que habla sobre cómo adelgazar sin ejercicios ni dietas… Fin de
la adivinanza.
El libro se refiere a algo mucho más polémico: la sumisión de la mujer en tiempos modernos…: Cásate y sé sumisa es la obra que ha dado que hablar gracias a una campaña en su contra que no hace otra cosa que favorecer su venta[1];
pero: ¿de qué trata el librito? En apenas 217 páginas la autora narra
cómo la mujer, luego de la ansiada «liberación femenina», donde se
propugnaba la igualdad de sexos, no en cuanto a su dignidad, sino en
cuanto a sus funciones, terminó por construirse su propia tumba: pues,
aunque sea dirigente de empresas, bancaria o presidente, sigue dando a
luz a sus hijos, amamantando y siendo el corazón de la familia.
«¡Oscurantista!» «¡misógina y
retrógrada!» «¡autoritaria!», fueron algunos de los leves insultos que
la autora debió sufrir de parte de los impolutos defensores de la
«libertad de expresión» (lo sabemos; sólo hay libertad para pensar como
ellos…) y sin haber apenas leído el librito terminaron por decir que su
pensamiento sobre la mujer era más digno de la concepción «medieval»[2] que de nuestros tiempos, atacando, a posteriori, la religión que daba forma a la vida de aquella época.
Pero ¿fue realmente así? ¿Tan mal la pasaba la mujer en la Edad Media?[3].
¡Ven Señor Jesús!
En realidad, si las feministas pudiesen
cumplir el sueño de viajar en el tiempo, desearían ardientemente vivir
al menos en el Medioevo. Y no es broma.
La situación legal de la mujer antes de
la venida de Cristo y específicamente bajo el Imperio Romano, no era de
lo mejor: considerada como una res, es decir como una cosa salvo que fuese liberta o “ingenua”[4],
carecía de existencia jurídica al igual que un esclavo y si bien vivía
en el ámbito familiar, el poder del mismo sólo residía en el pater familias,
es decir, el padre, quien oficiaba como único propietario y sumo
sacerdote de la morada. Era el padre y no la madre o las hijas quien
poseía el derecho de vida y de muerte sobre los hijos; determinaba los
matrimonios de sus hijas y hasta tenía el ius gladii (derecho
de la espada) sobre las hijas mujeres que cometieran adulterio, pudiendo
matarlas en caso de ser encontradas culpables, como señala el famoso
jurista Robert Villers: «En Roma, la mujer, sin exageración ni paradoja, no era sujeto de derecho… Su condición personal, la relación de la mujer con sus padres o con su marido son competencia de la domus, de la que el padre, el suegro o el marido son jefes todopoderosos… la mujer es únicamente un objeto»[5].
Fustel de Coulanges, el gran amante del mundo clásico, llega a afirmar
no sin asombro que «la mujer (…) soltera, asistía a los actos religiosos
de su padre; casada a los de su marido»[6],
por lo que agrega, «aquí es cuando las leyes antiguas, a primera vista,
parecen extrañas e injustas. Se experimenta alguna sorpresa cuando se
ve en el derecho romano que la hija no hereda del padre si se casa, y en
el derecho griego que no hereda en ningún caso»[7].
Fuera de los matices que puedan encontrarse, lo cierto es que la situación sería muy distinta con la llegada del cristianismo.
El Evangelio: cosa de mujeres…
¡A Dios gracias apareció el Evangelio!, deberían decir las verdaderas defensoras de la mujer: en un ambiente dominado por la romanitas este
acontecimiento revolucionario y decisivo vino a proclamar la igualdad
esencial entre el hombre y la mujer, como decía San Pablo, pues a partir
de Cristo «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál III, 28).
La religión cristiana, gracias a la lengua común (el griego koiné) las viae
o caminos romanos y el férreo gobierno político, prendió rápidamente en
todo el Imperio conocido, pero fue en especial entre las mujeres donde
tuvo una enorme acogida, especialmente al momento de dar testimonio
hasta el martirio. Baste con ver el canon romano de la Misa
para darse cuenta cómo desde los primeros tiempos, la Iglesia se vio
casi obligada a colocar entre los mártires y para la posteridad, a Perpetua, Felicidad, Águeda y Lucía,
entre otras defensoras de la Fe. Como señala Pernoud, «entre el tiempo
de los apóstoles y el de los Padres de la Iglesia, durante esos
trescientos años de arraigamiento, de la vida subterránea resumida en la
imagen de las catacumbas ¿la Iglesia es un asunto de quién? De las
mujeres (…). Estas santas de los primeros siglos fueron en ese mundo y
medio que las rodeaba, verdaderas contestatarias; en efecto ¿qué
pretendían Inés, Cecilia o Lucía?: rechazar el marido que les asignaba
su padre y conservar la virginidad con vistas al reino de Dios»[8].
Las mujeres comprendieron muy pronto que
el Evangelio les otorgaba una nueva vida y status pues Jesucristo venía
para dar la salud a los oprimidos y la libertad a los cautivos, una libertad de
la cual ellas nunca habían gozado en su totalidad y no estaba prevista
en ninguna de las leyes romanas. Desde ahora tendrían derecho a elegir
su existencia y a responder por ella, comprendiendo así que valía la
pena conquistar esa libertad, aún al precio de la propia vida.
Históricamente hablando, la reivindicación de su libertad llevaba
implícitas todas las demás, como la de pronunciar libremente el voto de
virginidad y hacerse responsables ante Dios y los hombres de sus
decisiones. Muchas jóvenes desde entonces, decidieron morir antes que
claudicar de sus principios y sus votos.
En efecto, las vírgenes y las viudas
formaban en el mundo pagano o judío una gran aldea solitaria donde, por
haber perdido a sus maridos o no haberlos hallado, eran consideradas
casi unas parias. Muy por el contrario, ya desde los Hechos de los Apóstoles
y las epístolas paulinas, puede verse que en la comunidad cristiana, no
sólo se las consideraba sino que eran las primeras en recibir
asistencia, teniendo además, un enorme papel en la difusión del
Evangelio (sólo baste recordar el papel de Santa Elena, madre del
Emperador Constantino, entre otras).
La gran liberación femenina que trajo el
cristianismo hizo que la mujer «saliera de la cocina» del mundo
precristiano y se dedicara incluso a las letras y la exégesis, como
puede verse en aquel grupo de mujeres reunido alrededor de San Jerónimo
en el monasterio de Belén (fines del siglo IV): Paula, Eustaquia y compañeras, formaban un verdadero «Centro de estudios», como
narra su maestro: «Paula aprendió hebreo y lo aprendió tan bien que
cantaba los salmos en hebreo y hablaba este idioma sin mezclar para nada
en él la lengua latina», al punto tal que fue gracias a ellas que el
doctor de la Iglesia compuso algunos de sus famosos comentarios a las
Escrituras, como el Comentario sobre Ezequiel, de donde
concluye Pernoud que «los monasterios masculinos reunirán más bien a
personas deseosas de austeridad, de recogimiento y penitencia, mientras
que en su origen los monasterios de mujeres se caracterizan por una
intensa necesidad de vida intelectual y espiritual»[9].
Pero no sólo al estudio y a la oración se
dedicaron las primeras cristianas; las mujeres tuvieron un papel
decisivo en los primeros siglos de la Iglesia al punto que varias reinas
—algunas hasta santas— llevaron adelante la Iglesia, incluso
convirtiendo a sus propios esposos: Santa Clotilde, por
ejemplo, convenció al rey pagano Clodoveo para que eligiera la fe
católica y no la herejía arriana adoptada por los godos y visigodos, con
lo que hizo de Francia la hija primogénita de la Iglesia y el baluarte de la civilización occidental.
Convertir al rey, al esposo, al hijo, al
hermano, al amigo o al amante fue un menester propio de las primeras
mujeres; podríamos citar de a cientos, como Teodosia en España, Teodolinda en Lombardía o Berta en
Inglaterra… Ellas conseguirán con su prudencia y dulzura lo que muchos
predicadores no lograrán con sus sermones y penitencias, pues
convertidas las cabezas vendría luego la conversión de los súbditos, y
así pueblos enteros adoptarían la fe de la Santa Madre Iglesia.
Pero hay un tipo de mujer además, que
inmediatamente después de la Encarnación del Verbo, comenzó a tener
vuelo propio en la historia: la religiosa. Es verdad que existían las
vírgenes consagradas en el judaísmo y hasta las sibilas en el mundo
greco-romano, pero el estilo de vida de la mujer consagrada después de
Cristo rompió totalmente los esquemas conocidos, como veremos.
La mujer medieval: ¿una reprimida?
Según narra Pernoud, hay una época y un
monasterio que marcarán un antes y un después en la vida religiosa
femenina del occidente cristiano: la abadía de Saint-Jean de Arles,
desde donde se podría establecer una «geografía de los conventos
medievales en los siglos V, VI y VII»[10]:
protectoras de las artes y las letras, las religiosas ejercieron
especialmente en Germania y Gran Bretaña, una considerable influencia en
la nueva evangelización:
En Alemania la vida monástica cobrará un impulso extraordinario; las abadesas, que suelen estar emparentadas con emperatrices, son en general mujeres de valía que hacen de sus conventos centros de cultura al mismo tiempo que de oración; asimismo, sus alianzas familiares las llevan a desempeñar una función importante en la vida política (…). En Germania como en el resto de occidente, la difusión de la fe cristiana es obra de las mujeres[11].
Ya hablaremos de algunas de ellas más adelante.
Pero en cuanto a la vida consagrada, vale
rescatar un dato que se ha perdido en el mundo en que vivimos. Lejos de
ser un mundo machista o puritano —como a menudo se lo presenta— no
pocos monasterios de la cristiandad de los siglos VI y VII eran monasterios mixtos. Sí, aunque usted no lo crea…
Se trataba de congregaciones dobles,
es decir, con rama masculina y femenina que convivían sin mucha
dificultad albergando a ambas ramas en claustros independientes
separados por la iglesia abacial en el centro, único sitio donde se
reunían para la oración y los oficios litúrgicos. En realidad, como
señala Pernoud, se trataba más bien de una necesidad, pues «los
monasterios se instalan por lo general en lugares apartados, adecuados
para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente
escasos, para las monjas era indispensable la proximidad de los
sacerdotes para la misa y los demás oficios litúrgicos»[12].
Por otra parte, en aquella época los monjes vivían del fruto de sus
propias manos y era necesario mucha dedicación y fuerza para los
trabajos más fuertes; así, los hombres se dedicaban al arado, el riego y
la cosecha, siendo su presencia casi indispensable para las religiosas,
que se dedicaban a quehaceres más propios de su condición femenina.
Así, en una verdadera sociedad monjes y monjas se ayudaban mutuamente
para alcanzar el reino de Dios; ambos, regidos por la regla benedictina o
cisterciense, tenían un fin en común regidos muchas veces… ¡por una
mujer!
—«¿Una mujer dirigiendo a los monjes?».
Como lo oímos. Vemos el caso que narra la
gran medievalista francesa acerca del monasterio de Fontevraud, donde
las mujeres estaban al mando.
El 31 de agosto de 1119, el monasterio de Santa María de Fontevraud
en Anjou, Francia, recibió a un visitante ilustre: el papa Calixto II.
En presencia de una multitud de prelados, barones, eclesiásticos y gente
sencilla, el pontífice acudió en persona para proceder a la
consagración del altar mayor de la flamante abadía. En el atrio de la
iglesia, en vez de recibirlo el abad del monasterio, lo aguardaba una
jovencita de sólo 26 años, la abadesa Petronila de Chemillé, quien regía la abadía mixta desde hacía más de cuatro años…
El monasterio había sido fundado por el célebre Roberto de Arbrissel:
nacido en Bretaña (Francia) en el año 1050 e hijo de un sacerdote
católico poco cuidadoso de su castidad, decidió con el tiempo seguir los
pasos de su padre, pero con mayor observancia, transformándose con el
tiempo, en un celoso predicador contra la simonía y los malos clérigos.
Deseoso de abrazar una vida más austera,
Roberto se dirigió hacia el bosque de Craon hasta que, como narra
Pernoud «como suele sucederle al que busca a Dios en la soledad, al poco
tiempo se encontró rodeado de numerosos imitadores que se convirtieron
en sus fieles. En esa época la iglesia vivía momentos de gran fervor y
renovación gracias a la reforma gregoriana que se manifestaba, entre
otras cosas, en la creación de nuevas órdenes: las cartujas, el Cister,
Grandmont, etc; la orden de Fontevraud ocupaba en este contexto un lugar
importante. Alrededor de Roberto se formaron espontáneamente grupos de
jóvenes y gente mayor, de modo que un día el ardiente eremita sintió la
necesidad de establecer a los compañeros que lo rodeaban en un
monasterio; el señor Renaud de Craon facilitó su fundación otorgándole
una tierra donde se levantaría en 1096 Santa María de la Roé»[13], siendo incluso visitado por el papa Urbano II que por entonces predicaba una de las cruzadas en tierras francesas.
A él, ávidos de santidad, comenzaron a
acudir hombres y mujeres de todas las condiciones: pobres, nobles,
viudas y vírgenes, ancianos y jóvenes; hasta las prostitutas se dirigían
arrepentidas para cambiar en este sitio. Enseguida sus fundaciones
fueron múltiples: cuando en 1105 el papa Pascual II confirmó la
fundación de la orden, ésta ya contaba con seis conventos.
La abadía de Fontevraud, como casa madre,
llegó a reunir a comienzos del s. XII a 300 monjas y 70 monjes; al poco
tiempo la orden se fue ramificando y hacia el año 1140 el abad de Suger
de Saint Denis estimaba en 5000 el número de miembros. La orden se
convirtió en un sitio temeroso para los padres de familia, a causa de la
cantidad de vocaciones que suscitaba, pues hasta los esposos decidían a
veces abrazar la vida religiosa, como fue el famoso caso de Inés de Ais
y su esposo Alard: cierta tarde que los jóvenes enamorados paseaban
cerca de la abadía de Fontevraud, y a pesar del mutuo amor profesado en
los altares, decidieron separarse por quien es el Amor de los amores;
con el tiempo, el conde de Ais donaría a la nueva orden la tierra de
Orsan y su esposa llegaría a ser la primera priora de la orden…
Pero todo esto no sería más que la
historia de una de las tantas órdenes religiosas medievales, si no
tuviese esa característica enunciada más arriba, pues por disposición de
su fundador, todo hombre o mujer que ingresaba a la vida religiosa,
debía profesar obediencia a una… mujer[14]. Pero no cualquier mujer…: Roberto de Arbrissel dispuso que la abadesa no debía ser una virgen sino una viuda, es decir, una mujer que hubiese tenido la experiencia del matrimonio.
Era necesario haber conocido la naturaleza del hombre para poder
dirigirlo; fue ésta una de las condiciones más importantes por la que se
eligió a Petronila de Chemillé, cierta joven hermosa que, luego de la
prematura muerte de su esposo, había ingresado en la Orden a la tierna
edad de 22 años.
Hubo incluso en la historia de la orden
otra abadesa que, lejos de la vida tranquila de Petronila, vivió los
amoríos del mundo gozando de mala reputación entre la gente de la época;
se trata de la historia de Bertrade de Montfort, esposa del
noble Foulques de Anjou, terminó abandonándolo para convertirse en la
amante nada menos que del rey de Francia, Felipe I…
Pero como la Iglesia conoce las
debilidades de sus hijos, esta nueva Magdalena hizo, luego de su
conversión, profesión de religiosa en 1114 en Fontevraud, llegando a ser
con el tiempo, priora de una nueva fundación.
(continuará)
[1] Costanza Miriano, Cásate y sé sumisa,
Nuevo Inicio, Granada 2013, 214 pp. Tal fue la campaña en contra que
una ministro española, pidió que el libro se quitara de la venta en
España.
[3] Seguimos aquí tanto el libro de Régine Pernoud, La Mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Bs.As. 1999, 319 pp., como el artículo homónimo de Marie de la Sagesse Sequeiros, en Gladius 74 (2004) 147-153.
[4] Es decir, nacida en libertad.
[5]
«Le Statut de la femme à Rome jusqu’à la fin de la République», en
Recueil de la Société Jean-Bodin destinado a La Femme, t. Bruselas,
1959, pp. 177-189. Véase también en la misma colección el estudio de
Jean Gaudemet: «Le Statut de la femme dans l’Empire romain», pp.
191-222, y la de F. Ganshof: «Le Statut de la femme dans la monarchie
franque», t. II, 1962, pp. 5-58.
[6] Fustel de Coulanges, La Ciudad Antigua, Porrúa, México 1994, 26.
[7] Ibídem, 49.
[8] Régine Pernoud, op. cit., 24-25.
[9] Ibídem, 34.
[10] Ibídem, 41.
[11] Ibídem, 49-50.
[12] Ibídem, 137.
[13] Ibídem, 140.
[14]
«Sabed, hermanos muy queridos, que cuanto construí en este mundo lo
hice por el bien de las hermanas: les he consagrado toda la fuerza de
mis facultades y, lo que es más, yo mismo y mis discípulos nos hemos
sometido a su servicio por el bien de nuestras almas. De modo que con
vuestra aprobación he decidido que mientras yo viva sea una abadesa
quien dirija esta congregación; que después de mi muerte nadie se atreva
a contradecir las disposiciones que he tomado» (ibídem, 139).