domingo, 17 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO-2º/3ºP.(1)

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

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Parte segunda

CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE CRISTO Y CONCORDIA DE LOS EVANGELIOS.


Explicación aclaratoria

            Llámase Concordia Evangélica el disponer los Evangelios en el orden de la vida de Cristo, desarticulando sus perícopas, fragmentos y versículos para colocarlos según la –probable– cronología; cuyo resultado es una historia de Cristo con las mismas palabras del texto sacro.
            El primero que hizo esta combinación fue Taciano en el siglo II; desde entonces se han multiplicado los ensayos, de más en más trabajados y exactos. Ninguno conocemos mejor que el del P. Johann Perk, salesiano alemán, perito en el Nuevo Testamento En el actual estado de los estudios no se puede ir más allá; y su disposición cronológica se puede dar por casi cierta.
            A él hemos seguido en nuestro trabajo, introduciendo algunas modificaciones de acuerdo a Lagrange O. P., Cornely, Brassac, Coleridge, Lohmann, y las de nuestro profesor en la Gregoriana de Roma, Silvio Rosadini.
           

 Taciano tomó simplemente como hilo cronológico a San Juan, el último hagiógrafo, e intercaló en él a los Sinópticos. Después de él los estudios exegéticos han hecho un camino inmenso, enzarzado de discusiones; pero la gran mayoría de los exegetas católicos siguen tomando a San Juan como base; y con gran razón, a fe mía.

           
 El segundo criterio después de San Juan es San Lucas; él atestigua que compuso su evangelio ex ordine, buscando el orden cronológico. Con estas dos bases, las indicaciones cronológicas de Mateo y Marcos ofrecen muy pocas discrepancias. Si se toma como segunda base a Mateo en lugar de Lucas, como hace el P. Murillo, las discrepancias y dificultades son muy grandes.

            Con esta lista ordenada de los Evangelios que ofrecemos, cualquier cristiano, comprándose un libro en blanco y los cuatro Evangelios, puede fabricarse con tijera y engrudo su propia historia de Cristo. Nuestros antepasados fervientes lo hacían copiándolos a mano, como hemos visto en un testamento de un afincao de Salta, para grabar en su memoria y en su corazón la vida de Cristo; parece que también lo hizo don Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos; y nosotros lo hemos hecho durante nuestros estudios teológicos. Creemos que todo sacerdote debería hacerlo en el Seminario. Hemos conocido un sacerdote en nuestra tierra de Santa Fe que no había leído en su vida el Nuevo Testamento entero; se había contentado con los fragmentos que hay en las misas, y Dios quiera que entendiendo el latín y el sentido de ellos. Roguemos a Dios que ese sacerdote sea el único en nuestra tierra.

            Hemos adoptado la opinión probabilísima de que la vida pública de Cristo duró tres años y algunos meses; y por tanto, ocurrieron en ella cuatro Pascuas.

            Es sabido de todos que nuestra cronología vulgar está equivocada en 6‑8 años. El monje Dionisio de Exiguo († 556) fijó el nacimiento de Cristo en el año 754 Urbe Condita y le llamó año 1 de la Era Cristiana; pero padeció un error de cálculo y la posterior investigación ha fijado el año de la Natividad en el 746 a 748 Urbe Condita.





Parte tercera



EL EVANGELIO DE JESUCRISTO





EVANGELIO DE LA CIRCUNCISIÓN

(Día primero del año)

[Lc 2, 21] Lc 2, 16-21



            El día Primero del Año, octava de Navidad, y en la fiesta del Santísimo Nombre de Jesús que la sigue, se lee en la misa el versillo 21 de Lucas, II, que dice simplemente: “Y cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, fue llamado su nombre Jesús, como fue llamado por el Ángel antes que fuese concebido”. Y Mateo dice brevemente: José lo denominó Jesús: o sea Iehosua, o Ieshua, que significa en hebreo salud o salvación.

            Dios le dio un nombre que está sobre todo nombre; Este no es nombre dado sino nombre nacido, el nombre propio del Salvador por excelencia. Significa salud, pero no la salud en cuanto se recibe y goza, sino la salud en cuanto se da; la causa formal del equilibrio de los humores y el bienestar de todo el ser, pues es verbo activo en hebreo; de suerte que debe traducirse Salud‑Dador, por lo cual la Vulgata traduce bien Salvador, porque salus y saluare (salvar) son la misma palabra en latín; no en español; sí en francés, la cual lengua románica llama muy bien a la salvación eterna “le salut” que es como si dijéramos, “el Jesús”. Y por ser el nombre propiísimo del hijo de Myriam, por eso todos los otros nombres que le dieron los Profetas y Evangelistas son nombres de El porque tienen relación con la salud donada: Pimpollo, Rostro de Dios, Monte, Camino, Padre de la Generación Nueva, Brazo de Dios, Rey, Príncipe de la Paz, Esperanza, Pastor y Oveja, León y Cordero, Prometido y Marido, Vid, Médico, Puerta, Luz, Verdad y Sol. Porque la salud es la base de todos estos bienes que aquí se significan; y es en sí misma como “una preñez de todos los bienes”, que dice fray Luis de León.

            San Pedro fue el primero y el mayor devoto del nombre de Jesús; nombre con que terminan todas las peticiones litúrgicas: “In nomine Domini Jesu Christi” y que hemos de traer en la boca y en el pecho con reverencia y confianza. Después de su impetuoso primer sermón de Pentecostés, en que el Príncipe de los Apóstoles resume el ciclo de la Redención y enrostra a los judíos su cruel error, clamando al final: “Certísimamente sepa toda la casa de Israel que Señor de ella y Rey hizo Dios a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis”; preguntaron los 3.000 oyentes compungidos:



            “–¿Y qué haremos, hermanos?

            –¡Bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo!”.



            Y después curó al tullido de la puerta Speciosa “En el nombre de Jesús Cristo Nazareno, levántate y anda”. Y después, llevado delante de Caifás, Anás, Juan y Alejandro sus hijos, y todo el resto del Synedrio, e interrogado: “¿Con qué “nombre” [mágico] hicisteis eso?”, respondió gallardamente: “Si ahora somos juzgados por el beneficio a un hombre enfermo, en el que fue salud donado, sea patente a todos vosotros y a toda la plebe de Israel que en el “nombre” de nuestro común señor “Jesús” de Nazareth el Cristo al cual vosotros crucificasteis a quien Dios suscitó de entre los muertos, en este nombre éste está aquí ante vosotros sano. Esta es la Piedra que reprobada por vosotros al construir, se ha constituido en la piedra fundamental –como predijeron los profetas– “del verdadero y nuevo edificio”; y no hay en otro alguno salud; ni hay otro “nombre> bajo la bóveda celeste dado a los hombres que nos pueda “salvificar”” Les prohíben predicar el nombre de Jesús. San Pedro pregunta si deben ellos oír primero a Dios o bien al Synedrio.



            “–¿Qué sabéis vosotros, iliteratos e idiotas, de Dios?.

            –Lo que hemos visto y oído; lo cual no dejaremos”.



            Salieron sólo amenazados, porque no veían los otros por qué podían castigarlos “delante del pueblo”, es decir, no podían justificar el castigo delante de la opinión común: ventaja del juicio oral. La siguió otro clamoroso sermón de Pedro. Fueron echados a la cárcel y de nuevo conminados; mas temían va los fariseos ser apedreados por el pueblo si los castigaban. Otro concilio y otra prohibición airada: “que seguís predicando a pesar de nuestra orden, que se llena Jerusalén de vuestra prédica y que nos echáis en cara la sangre del “hombre ese””. Ahí les dolía. “Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres”, replica San Pedro impertérrito. ¿Dónde está ya el medroso Pedro que dijo: “No lo conozco”? Y les endilga pacientemente otro sermoncito cristiano, exhortándolos a penitencia y prometiendo perdón, en el nombre de este “Príncipe y Salud‑Dador”: el “hombre ese”. Los hacen azotar, contra el discreto parecer del gran Gamaliel y renuevan el prescripto de que “absolutamente no tomen más en sus labios ese nombre'. Pero ellos –dice Lucas– “salían gozosos por delante del Synedrio de haber sido hallados dignos de padecer “por el nombre de Jesús” atropello” (Hch V, 41). ¡Y lo que habían de hablar todavía, a despecho de múltiples y máximos atropellos!

            No hay otro nombre bajo el cielo en el cual pueda ser salvada la Humanidad. Bueno es repetirlo hoy día en que tantos nombres de “Salvadores de la Humanidad” se lanzan por los altavoces. Churchill: salvó el Imperio Británico. Roosevelt: salvó la civilización cristiana. Ghandi: salvó el espiritualismo. Madama Blabatzki: salvó el “verdadero conocimiento de Dios”. Albert Schweitzer: salvó la cultura de Occidente. Monroe: salvó la América. Saavedra Lamas: salvó la paz. Lenin, Stalin, Beria, Malcnkof, Molotof, Kirillof: salvaron al proletariado. Todos éstos salvaron la ropa; pero se ahogaron. Puede que me hayan salvado a mí también; pero hasta ahora no se siente.

            Jesús es salud grandísima, porque la enfermedad es grandísima.



               “El hombre, de su natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser; y por lo que heredó de sus padres es enfermo en todas las partes de que se compone su alma y su cuerpo. Porque del intelecto es miope, de la memoria leve y volandero, de la inclinación torcido, de la pasión exagerado, de los sentido y débil y desordenado y frágil: en unos lleva engaños y en otros fuego y en el cuerpo muerte; y desorden entre todas estas facultades y guerra y angustia y dispersión y ceguera. Y lo peor, heredó la culpa de sus padres, pesada herencia y condena y cadena; porque es fealdad en sí misma y es privación del lustre y vigor de la gracia y fuente y proclividad de mal moral; y a esta condena aumentamos añadiendo las nuestras, conque en una cadena interminable nos llenamos de espinas, de manchas y de lágrimas, y lo que es peor de falsas alegrías, engañosos goces y mortíferas ilusiones; y como enfermos díscolos ayudamos al mal y acicateamos a la muerte. De manera que por nuestra natura compuesta y disoluble, por el pecado que heredamos y por las deficiencias de nuestro propio albedrío, somos ocasionados a innúmeras enfermedades, vasos de multiforme decadencia y degeneración; y por las leyes que Dios puso contra el pecado y por las muchas incitaciones a él que el mundo pone, y por la acción durísima del demonio, nuestra enfermedad no es una sola enfermedad sino como una suma de cuanto hay de morboso y doloroso...”. Así más o menos fray Luis de León, entonado y riguroso espíritu.



            De esto es Jesús salud y remedio. Pero este remedio tiene una cosa, y es que no cura al que no se lo aplica. Tiene otra cosa, como todos los remedios, y es que al principio parece una nueva enfermedad; porque la vieja enfermedad está tan consubstanciada con nosotros que ir contra ella parece ir contra la misma natura. Y en cierto modo esto es verdad; porque es una nueva natura la que se requiere, una especie de duro injerto: “En verdad te digo que si no naciere el hombre de nuevo no entrará en el Reino de los Cielos”. Dicen que no le pesa al águila el peso de sus alas; pero aquí las alas no son naturales; no diré tampoco que sean artificiales La Gracia es una extensión sobrenatural de la naturaleza humana, que al principio hace saltar todas las costuras y aun descoyuntar los huesos. Todos los santos han empezado su carrera con una especie de renunciamiento total, que muchos de ellos no vacilan en llamar “muerte”. ¿Qué especie de remedio es éste que se parece a la muerte?

            Esto es renunciar a la propia vida individual, pequeña y enfermiza, para comenzar a vivir de la vida indeficiente de aquel que es en sí mismo más mí‑mismo que yo mismo. El viejo Pecado, en nosotros organizado, se estremece todo ante la irrupción de esta nueva vida, que no ha de darle cuartel, y está tan difundido y arraigado en nosotros como un cáncer generalizado. Cristo se llamó a sí mismo “médico” cuando dijo: “No tienen los sanos necesidad de médico sino los enfermos”. Si estuviera hoy entre nosotros se llamaría también Cirujano.

            La fiesta de hoy nos lo presenta en manos del Cirujano. La circuncisión de los judíos fue la señal sangrienta que dio a Abraham Dios en señal de alianza; la extirpación del sobejo era un símbolo de la extirpación del pecado original–era al mismo tiempo una medida higiénica, quizás– sustituido entre los cristianos por el bautismo. Cristo no tenía pecado; y si se sometió a la circuncisión, era porque había cargado con los pecados nuestros, dicen los Santos Padres. Carlos Grumberg, un poeta judío argentino, dice:



            Hace ocho días que naciste.

            Hace un minuto que eres triste.



            Ahora sangras, lloras, gritas.

            Gritas con gritos israelitas.



            No grites más, no llores tanto,

            deja tus gritos y tu llanto.



            Sangrar no es nada, pero nada.

            Sangrar es sólo una bobada.



            Aún ignoras, pobre crío,

            que cuesta sangre ser judío.



            Que cuesta sangre, como el arte...

            Como si fuera un arte aparte.



            Que cuesta sangre día a día,

            del nacimiento a la agonía.



            Que cuesta sangre y que con ésta

            ¡va la primera que te cuesta!.



            Ésta fue la primera sangre que derramó Cristo; y ante la mirada de su madre y el inocente circuncidor San José, que veían con los ojos arrasados en lágrimas la inmensa perspectiva de dolores anunciada por los profetas, el Primero de los Israelitas ofreció desde ya el holocausto de toda su sangre: por nos gastada día a día, del nacimiento a la agonía.





DOMINGO PRIMERO DESPUÉS DE EPIFANÍA

[Lc 2, 42-52] Lc 2, 41-52



            El evangelio de este Domingo (en –octava– Epifanía) relata la pérdida y hallazgo del Niño Jesús en el Templo. El relato es bien conocido: no siempre bien explicado.

            Este evangelio tiene un misterio. No es mucho que a nosotros nos cueste entenderlo, ya que ni la Virgen María ni el Santo Carpintero lo entendieron, como dice el Evangelista, en aquel momento: “no entendieron aquella palabra”... Pero la Madre –como la llama San Lucas– tiene que haberlo entendido después de haberlo meditado; pues el Evangelista advierte aquí que “ella conservaba todas las Palabras en su corazón”, lo cual significa las meditaba.

            El misterio se puede formular así, hablando simple y rápido: “¿Por qué diablos el Niño Jesús no pidió permiso a sus padres, o les avisó a menos, que se quedaba en el Templo de Jerusalén?”. ¡Bonito ejemplo de obediencia para los muchachos, darles un disgusto bárbaro a sus padres sin la menor necesidad!

            Los predicadores en general dicen que la causa ha sido porque El debía afirmar su Mesianidad, ese día en que había ido por primera vez al Templo como hijo de la Ley; pues a los 12 años los judíos consideraban al hombre como adulto religiosamente, lo mismo que los romanos al dar al muchachito la toga pretexta–los pantalones largos, como si dijéramos–y como todos los pueblos del mundo, que tienen o han tenido una ceremonia para marcar el paso de la niñez a la adultez, la cual ceremonia corresponde a nuestra Confirmación: sacramento que por una corruptela se da entre los latinos demasiado temprano, que de suyo es el sacramento de la iniciación o de la adolescencia.

            Los predicadores dicen pues que Cristo debía afirmar su misión religiosa, y mostrar que por virtud de ella estaba por encima de todos, incluso de sus padres, y no dependía de nadie, fuera del Padre Celestial: como en efecto lo hizo al responder a su madre: ''¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en las cosas de mi Padre debo yo estar?”, que fue la palabra que la Virgen no entendió, a pesar de tener más talento que la mayoría de los predicadores; o que todos, mejor dicho.

            La dificultad subsiste entonces agravada, aun después de escuchar al mismísimo monseñor Fleurette[1]. ¿Es creíble que la Virgen hubiera negado el permiso de quedarse a su Hijo, si éste le hubiese dicho antes y no después, que era servicio de su Padre? No es posible. Y dado que no tenía que pedirle permiso, porque en efecto en su misión religiosa estaba por encima de ellos, ¿no debía haberle avisado por lo menos que se quedaba, por piedad filial; o aunque sea por caridad humana?

            Esta dificultad que hay aquí, se multiplica en los Evangelios por varios otros pasajes en que Cristo parece tratar a su Madre con cierta dureza o despego. Los insensatos han deducido de estos pasajes varias consecuencias insensatas.

            ¿Por qué Cristo no avisó a su Madre que se quedaba en el templo y le dio un “gran dolor”, como ella atestigua, poniendo modestamente por delante a San José: “Tu padre y yo te buscamos [tres días] con gran dolor”?

            Simplemente porque no pudo. Los sacerdotes le dieron la orden de quedarse y él se quedó, obedeció a la letra y a ciegas a la autoridad religiosa, que desde aquel día para él estaba por encima de todo. Cristo estaba ya en el estadio religioso, como dicen ahora los filósofos; y el estadio religioso de la vida interior está por encima del estadio ético, de modo que cuando el hombre pasa del estadio ético al estadio religioso, se produce a veces –o siempre quizás– una especie de suspensión momentánea de la moral, una especie de ruptura que choca a la moral común.

            Por tanto, Cristo lejos de dar un ejemplo de inobediencia dio un ejemplo de obediencia; pero de obediencia religiosa o perfecta, como la de Abraham. Existe un “misterio de las virtudes perfectas” (San Alfonso Rodríguez) que no alcanza la moral común. Según la moral común, Abraham, el padre de los creyentes, fue un criminal.

            Pero ¿acaso Cristo como Mesías no estaba también independiente y por encima de los sacerdotes hebreos? Ciertamente, y después lo mostró; pero eso no se había revelado todavía; aquel día empezó a revelarse: que él era el Mesías. No era fácil de revelar de golpe. Poco a poco lo fue El revelando.

            –¿Así que a Cristo le mandaron los sacerdotes que se quedase allí con ellos?

            –Sí.

            –¿Cómo lo sabe usted?

            –Yo lo sé por cinco razones.

            –Pero eso no lo dice el Evangelio.

            –No lo dice; pero el Evangelio dice que el Evangelio no dice todo cuanto Cristo dijo y obró en el mundo; porque –dice San Juan–”no cabrían en el mundo los libros...”. Directamente no lo dice el Evangelio; pero sí indirectamente a aquel que sepa leerlo.

            Cristo es la Paradoja: es el Hombre‑Dios, es decir, el Misterio Ambulante el Milagro Permanente, el Incomprensible vuelto Palabra. Cada una de sus palabras, tiene dos sentidos: uno humano y otro divino e inconmensurable; porque toda operación responde a la naturaleza –dice la filosofía– y en la persona de Cristo había dos naturalezas. El Evangelio está lleno de misterios; y lo raro sería que no lo estuviera. Las palabras de Cristo fueron a la vez sencillas y trascendentes, como si dijéramos, a la vez razonables y terriblemente irracionales; o por decir mejor, suprarracionales: trascendentes, ya está dicho. En ellas se encuentra escondida la más alta filosofía y la más alta poesía posible al hombre.

            De manera que Cristo no predicó la desobediencia anárquica, como dice Renán; ni dio señales de locura, como blasfemó el doctor Binet‑Sanglé, un médico francés idiota: sino que ejemplizó la obediencia perfecta.

            El que se equivocó fiero también fui yo, que cuando chico me trepé a un ombú muy peligroso de Reconquista, y cuando mi madre me trajo una escala para bajar –porque no podía bajar de miedo– y me preguntó con qué permiso me había trepado, le dije: “–Dios me lo dijo: ¡mi Padre que está en los cielos!”; lo cual hubiese sido una idiotez mayor que la de Binet-Sanglé–pues Dios no me había dicho nada–sino hubiera sido inventada irnpromptu con el loable fin de evitar una paliza cruenta.

            Si la religión no está por encima de la moral, y si la moral es la última instancia humana, entonces Abraham fue un asesino y Cristo un desobediente y un rebelde; y yo, a lo mejor, otro.

            Pero la moral –la moral común– no es la última instancia humana; aunque nadie te dice que no sea muy buena y muy necesaria...





DOMINGO SEGUNDO DESPUÉS DE EPIFANÍA

[Jn 2, 1-11] Jn 2, 1-11

            El primer milagro de Cristo: conversión del agua en vino; como cuando en San Juan echaron el vino a las acequias, pero al revés.

            Seis hidrias con dos o tres fanegas cada una, dicen que vienen a ser como unas tres bordalesas. Mucho vino para una comida de bodas, por muchos que hayan sido los invitados en Caná de Galilea. Esperemos que haya sobrado bastante; porque si no, allí hubo más de un milagro.

            “La madre de Jesús estaba allí –dice el Evangelista– y fueron invitados Jesús y sus discípulos...”. Había hecho algunos discípulos, los primeros: Juan el que hace el relato y Andrés; Simón hermano de Andrés que ya le habían cambiado el nombre, Felipe y Natanael, todos ellos preparados por la dura predicación del otro Juan. Era un casamiento de pueblo, de esos a los que va todo el pueblo, de personas aparentemente acomodadas, de esas que no van mucho a misa. Cristo acababa de venir del ayuno de 40 días y las Tres Tentaciones y sin embargo tuvo humor para ir a un casamiento. “Su madre estaba allí”, es decir, era de la casa, parienta cercana o lejana de uno de los novios; y así ella se afligió de que vio que en la mitad de la comida los camareros titubeaban y se hacían señas y consultas acerca del vino. Avisó a su hijo; y recibió una respuesta seca que parece a la vez negativa y reprensión. Mas ella sin desanimarse –sea que el diálogo haya continuado y el Evangelio no lo reporte, sea que el tono del Maestro haya desmentido la dureza de las palabras, sea que su confianza en el fuera inconmovible– “llamó a los sirvientes”; lo cual prueba que era de la casa. Cristo les ordenó llenar de agua hasta el tope las seis hidrias; e hizo el milagro con sencillez. Sigue el rasgo humorístico del diálogo entre el novio y el maestresala (el chef, que diríamos nosotros) acerca de la calidad del nuevo vino; que él no sabía, pero los criados sí sabían de dónde había salido. Por los sirvientes la noticia se propaló sin duda entre los invitados y hubo una gran sensación: “Reveló El su Mesianidad –dice el primero de sus Discípulos– y sus discípulos creyeron en El”.

            El primer milagro de Jesucristo no deja de ser curioso: fue un milagro de lujo, un milagro hecho antes de tiempo, un milagro hecho en una fiesta de bodas.



¡Oh Cristo, espectro exangüe que has venido a perturbar la fiesta de la vida!...



dijo en francés uno que sabía poco de Cristo: puesto que su primer milagro fue regalar alegría y su último milagro fue resucitar de entre los muertos. Mucho mejor dijo San Pablo: “Apareció la humanidad y la benignidad de Dios en la persona de su Hijo, hecho de Israel, hecho de mujer, hecho hombre”.

            Anatole France le tenía pavor a la ascética de Cristo; y por eso en sus Bodas Corintianas lo llama “espectro exangüe”. Cristo venía de hacer un ayuno de 40 días; pero no vino a imponer el ayuno a los novios y a sus invitados. Caer al baile y empezar a tronar: “¡Desdichados! ¡No sabéis que tenéis que morir! ¡No sabéis que el juicio de Dios es terrible! ¡No sabéis que estáis llenos de pecados y el hacha está ya cerca de la raíz del árbol!”, eso no es Cristo: eso es Montano, Savonarola o Calvino. O en último caso, San Juan Bautista. Cristo no fue menos asceta que todos éstos sino más; pero como hombre religioso, se aplicaba el ascetismo a sí mismo y no a los demás. No hay cosa peor que los que son muy ascetas para el prójimo y muy poco para sí mismos. Al revés fue Jesucristo.

            Se me figura que en el primer milagro de Cristo hay algo de burla hecha al demonio. una especie de respuesta humorística: el diablo lo invitó a que hiciese su primer milagro para procurarse pan, una cosa necesaria; y debe haber sido una tentación terrible, puesto que a los 40 días de ayuno el hambre retorna con la fuerza de una enfermedad y una tortura: que los médicos llaman gastrokenosis; pero Cristo hizo su primer milagro “antes de tiempo', como dijo él; a invitación de su madre, y para proveer a una humilde fiesta humana de una cosa de lujo, de una cosa superflua... Con lo cual afirmó que el vino es también necesario.

            Si no existiera el vino, no pudiera Cristo haber hecho su primer milagro, ni después su permanente milagro de convertirlo en su sangre; del cual este primero fue como anticipación y símbolo. Es necesario que existan cosas buenas para poder con ellas conocer a Dios, servir a Dios; y, llegado el caso, sacrificarlas a Dios. El Asceta no es el hombre que cree que las cosas buenas son cosas malas; el Asceta es el hombre que conoce lo bueno como bueno y sin embargo lo sacrifica. ¿Por qué? Por otro bien mayor. ¿Qué bien? Pregúnteselo a él. “No de solo pan vive el hombre...”. El bien de la Palabra Divina. Uno deja de fumar, por ejemplo, para comprarse una Biblia en griego[2].

            “La virginidad voluntaria es santa cuando se elige en orden a la contemplación”, enseña Santo Tomás. No cualquier celibato es santo; como tampoco cualquiera ascética. Hay ascéticas infructuosas, tristes, e incluso diabólicas.

            El cristianismo es a la vez la religión más fuerte y más mansa que existe. No ha sido dado a todos ni será pedido a todos el que vivan en la extrema pobreza y humillación en que vivió el Maestro; pero sí se nos pide a todos que estemos dispuestos a eso si Dios lo llegara a pedir; y que pensemos que eso es demasiado alto para nosotros, y por eso no lo pide, y nos lleva por un camino más suave. En tanto que el Asceta se humilla pensando que si él hace tanta penitencia, es porque la necesita, por ser más ruin que los otros. Lo cual no es mentir tampoco; y así todos, Ascetas y Musagetas, hemos de vivir en alegría y humildad.

            Los Santos Padres han visto siempre en este primer milagro de Cristo, amable manifestación de la benignidad de Dios, la figura de la elevación del matrimonio a Sacramento. Así como convirtió con su palabra el agua en vino, así transformó Jesucristo con su gracia un contrato natural en un sacramento; es decir en una fuente de gracia. Para convertirlo en una desgracia, ya bastan los hombres.





DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE EPIFANÍA

[Mt 8, 1-13] Lc 7, 11-17



            Relata los dos primeros de los varios milagros de Cristo que están en el Capítulo VIII de San Mateo: la curación de un leproso y la del siervo del Centurión.

            Después del Sermón de la Montaña, 5, 7, Mateo cuenta en los Capítulos VIII y IX unos diez milagros seguidos, entre ellos la resurrección de la hija de Jairo, terminando con una noticia general: “Iba... y curaba toda clase de pestes y enfermedades en el pueblo”; noticia que repite en el capítulo XV, enumerando allí varias pestes, lo cual no impide que cuente después varios otros milagros particulares.

            El Evangelio de San Mateo es el primero que se puso por escrito, después de haber sido recitado oralmente, conforme al uso de los pueblos llamados de estilo oral o verbomotores. Está claramente dirigido a los judíos: lleno de milagros y de profecías cumplidas –las pruebas de que Cristo era el Mesías– narrados en forma seca y nerviosa y a veces un poco dura, contiene además todos los otros temas de la polémica judeo‑cristiana: la denuncia de la religión exteriorizada, la vociferación contra el fariseísmo, la profecía del fin del Templo –y del fin del mundo–, el establecimiento de la Iglesia y la primacía de Pedro y la afirmación solemne de la Resurrección y de la Misión Apostólica. Es decir, los cimientos de la religión cristiana.

            La religión judía se había corrompido volviéndose demasiado exterior; corrupción específica de lo religioso, a cuyo peligro no escapa ninguna religión. La gran lucha de Cristo fue esa: interiorizar de nuevo la religión verdadera: enseñar a adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, y no solamente en gesticulaciones y en palabrería barata y mentirosa. Le costó la vida su empresa; porque cuando la religión se corrompe, no hay cosa en el mundo más peligrosa que ella.

            Cristo cura aquí a un leproso y después le encarga “que no lo diga a nadie”, excepto al Sacerdote para que le levante la incomunicación legal; y antes de curar a distancia al siervo del Capitán Romano–que estaba lisiado según Mateo, y además estaba para morir, según Lucas–les hizo a los presentes un sermoncito cristiano acerca de la fe verdadera y de la fe puramente exterior, que tiene también su aplicación hoy día; como no ha dejado de tenerla nunca. A la exterioridad en lo religioso apuntan los dos rasgos curiosos de estos milagros, el silencio pedido por Cristo y el elogio de la fe del Oficial Romano.

            ¿Por qué Cristo a muchos de los que curaba les encargaba no lo dijesen a nadie? Ninguno lo obedecía, incluso algunos empezaban allí no más a contarlo a gritos; y además, muchos milagros los hizo Cristo delante de mucha gente; como las otras dos resurrecciones, la de Lázaro y la del muchacho de Naím... ¿Por qué ese mandato inútil?

            “Por modestia”, dice Bover‑Cantera. Falsa modestia en este caso. No podía escapar a Cristo –ni a nadie– que era una recomendación inútil. ''Fishing for compliments”, llaman los ingleses a esta clase de modestia; como la de las niñas que se hacen rogar demasiado para tocar el piano: humildad de garabato.

            Por pudor decía Cristo esas palabras; porque la religiosidad profunda tiene también una especie de rubor, como todo sentimiento profundo. Cuanto más religioso es un hombre, menos ganas tiene de ostentar su religiosidad, de orar a gritos o de tocar trompetas –e invitar a los periodistas– cuando da limosnas. El gran pudor de mostrar lo que hay de mejor en nosotros viene del miedo al manoseo, que lo estropea todo. Cuando un hombre tiene dones extraordinarios tiene un grandísimo deseo de parecer un hombre ordinario[3]                      No ser común y parecer común

                        Es oro sobre plata, engaste fino

                        Eso es ser buen jinete y como un

                        Gauchito Martin Oro y argentino

                        El hombre extraordinario de endeveras

                        Es aquel que mas puede ordinariarse

                        Por las aceras y por las afueras

                        Es hombre veramente extraordinario

                        Aquel que más puede tornarse

                        Por defuera ordinario

                        Guardando sus banderas

                        Por dentro de corsario

                        Con singularidad de solitario

                        En la librea de estas termiteras...

            Esto nos parece se aplica solamente a lo extraordinario en el plano religioso y aun allí, hay que entenderlo...; por lo menos, en lo religioso. Y así en Cristo se dio la paradoja de que por una parte quería esconderse: huía al desierto; y por otra, debía manifestarse... Y así los fariseos se creyeron que Cristo era un hipócrita; sólo los que tenían los ojos de la fe vieron claro en él.

            Un capitán de Tiberio César, por ejemplo, criado en la idolatría, y ocupado en menesteres bélicos; “Kriegsknechte”, como dicen los alemanes a los militares, “siervos de la guerra”, tenía un sirviente enfermo “a quien quería” y les había edificado una Sinagoga a los judíos de Cafarnaúm: hombre de buen corazón. San Mateo dice que él se presentó a Cristo en el camino, y San Lucas dice en cambio que le mandó una delegación de ancianos judíos, y después otra de amigos suyos. Seguramente hizo las dos cosas: mandó precursores primero y después se presentó en persona, con su espada corta al costado y la púrpura sobre los hombros, como lo ha pintado William Hole.

            Las palabras que pronunció, y que traen los dos Evangelistas –y que decimos nosotros antes de comulgar– son un reconocimiento rotundo del carácter sobrehumano de la persona de Cristo. ¿De dónde sacó eso este pagano, cuando muchos judíos eruditos en la Ley no lo veían? “Señor, yo no soy digno de que entréis bajo mi techo; mas decid una palabra y será salvo mi siervo. Yo lo sé: yo soy un hombre que está bajo de Mando; y a mi vez tengo también subordinados; y le digo a uno “Vete”, y se va y al otro “Ven”, y viene; y a un Kriegsknechte: “Haz esto”, y lo hace...”. Que un romano dijera esto a un judío es admirable; es como si un inglés se pusiese de rodillas ante un argentino; o un yanqui delante de un negro.

            Cristo se admiró, e hizo allí mismo un sermoncito que, si lo trasladamos a nuestros tiempos, sonaría más o menos así, hablando con reverencia:



            “–Aquí hay muchos católicos; todos somos católicos.

            Nos bautizan a los tres meses de nacidos y ya está: todos somos católicos.

            Y hay algunos que son grandes católicos; otros son católicos extraordinarios; otros son más que católicos... como Constancio Vigil.

            En cuanto a los santos, hay muchísimos; basta entrar en un convento para volverse santo.

            Y si yo quiero decir: yo soy católico más que católico, soy más católico que Jesucristo, ¿quién me puede impedir a mí decir eso?

            Pues bien, yo os aseguro que hay muchos que no se llaman ni santos ni católicos ni cristianos, que son los míos; llámenlos como quieran: llámenlos descomulgados y perros judíos.

            Y a San Pedro que está aquí le aviso esto:

            Hay algunos grandes católicos, extraordinarios católicos y más que católicos, que yo no los conozco.

            Porque ellos a mí nunca me han conocido.

            Y no te duermas, Pedro en la Puerta del Cielo, como te dormiste en el Huerto.

            Porque solamente Yo tengo derecho a dormir durante la tormenta,

            Y ahora hay tormenta,

            Porque en Buenos Aires se prepara tormenta

            Y en San Juan hay siempre tormenta”.





DOMINGO CUARTO DESPUÉS DE EPIFANÍA

[Mt 8, 23-27] Mc 4, 35-41



            En el Domingo cuarto después de Epifanía la Iglesia lee en la misa la narración de la Tormenta en el Lago, que cuentan los tres Sinópticos; según el texto más breve de todos, que es el de Mateo: tiene solamente cuatro versículos, pero la narración está hecha con tan magistral energía que parece un grabado en cobre o en madera, con los cuatro rasgos principales.

            Mateo es el más rico y más enérgico de los tres Sinópticos. La Biblia de Bover‑Cantera dice: “Este Evangelio pertenece a la literatura escrita; el de Marcos a la literatura oral”. Es un error serio que muestra mucho atraso en exégesis. Con toda certeza, los cuatro Evangelios pertenecen al género que hoy llaman los lingüistas, etnólogos y psicólogos estilo oral; y fueron recitados de memoria antes de ser fijados en el pergamino –por lo menos los tres primeros– como las rapsodias de Homero, el Vedhanta, el Korán, el Poema del Myo Cid y en realidad casi todos los monumentos religiosos o épicos de la Antigüedad. Esta noción, que hoy día se posee en forma científica, resuelve de un golpe la falsa Cuestión Sinóptica, que preocupó a los eruditos durante dos siglos; consistente en que los Evangelios tienen entre sí algunas divergencias por un lado, y una concordancia maciza por otro; como puede verse en este relato, que traen los tres Sinópticos. Eso ocasionó un lío muy grande en la cabeza de los sabios alemanes, algunos de los cuales llegaron a negar la autencía y la veracidad de esos tres documentos religiosos, hasta que Marcel Jousse descubrió las admirables leyes del estilo oral.

            Cosa increíble: hay una tormenta tal en el Mar de Tiberíades que las olas invaden la cubierta de la barca de los Pescadores; y Jesucristo duerme. ¿Se hace el dormido, como dicen algunos, para “probar a sus discípulos”? No: duerme, apoyada la cabeza en un banco. Esa manera de probar a la gente con cosas fingidas es una chiquilinada inventada por un mal maestro de novicios: lo único que prueba de veras es la vida, la verdad, la realidad, no las ficciones. Tampoco es verdad que Dios haya prohibido a Eva el Fruto del Árbol del Malsaber para probarla; se lo prohibió porque simplemente no le convenía ese fruto a ella ni a nadie. Dios no hace pavadas, pero hay gente que tiene inclinación a atribuirle las pavadas propias. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza; pero el hombre se lo ha devuelto; porque ¡cuántas veces no ha rehecho el hombre a Dios a imagen y semejanza suya!

            Jesucristo es notable: duerme de día en medio de una tormenta, y de noche deja la cama y se sube a una colina para orar hasta la madrugada. No lo despiertan el bramar del viento, el golpe del agua, los gritos de los marinos, y lo despierta un gemido en la noche o una mujer hemorroisa que le toca el vestido. Mi abuela Doña Magdalena decía: “Jesucristo es bueno, yo no digo nada; pero ¿quién lo entiende, dígame un poco?”.

            Sólo un niño o un animal puede dormir en esas condiciones en que los tres Evangelistas dicen que Cristo realmente “dormía”; y también un hombre que esté tan cansado como un animal y tenga una naturaleza tan sana como la de un niño. Muchos hombres de natura privilegiadamente robusta sabemos que podían dormir cuando querían: como el Primer Napoleón por ejemplo, del cual se cuenta podía eso: dormir cuando le parecía bien, sobre todo en los sermones; y hubo que despertarlo la mañana de la batalla de Austerlitz. En cambio el Tercer Napoleón, su sobrino, no pegó los ojos la noche del golpe de Estado de 1851 y se levantó tres veces para ver si se había dormido el centinela. Porque el Primer Napoleón fue un Héroe; pero el Tercer Napoleón fue una Imitación de Héroe: un Payaso.

            Bueno, el caso es que Cristo dormía, y los discípulos lo despertaron diciéndole algo que está diferentemente en los tres Evangelistas; pero en realidad le deben haber gritado no tres sino unas doce cosas diferentes por lo menos; que se resumen en ésta: “”¡Sonamos!,. ,¿No te importa nada que nosotros “sonemos”?” que trae San Lucas como resumen de toda la gritería. Lo que dijo Mateo, que estaba allí, fue esto: “Señor, ayúdanos, perecemos”. Cada uno dijo lo mejor que supo y eso es todo.

            Lo que les dijo Cristo–en esto concuerdan los tres relatores– fue “cobardes”. La Vulgata latina traduce “Modicae fidei”, o sea “hombres de poca fe”; pero Cristo, en griego o en arameo, les dijo “cobardes”. Un hombre que grita cuando hace agua su lancha en una tempestad del Mar de Galilea, que son breves pero violentas; suponiendo incluso que haya gritado un poco de más, ¿es cobarde? Para mí, no es cobarde. Pero para Jesucristo es cobarde. A Jesucristo no le gustan los cobardes.

            La Iglesia (“la barquilla de Pedro”, que le dicen) ha tenido muchas tempestades y ha de tener todavía otra que está profetizada, en la cual las olas invadirán el bordo, y parecerá realmente que los pocos que están dentro suenan. Cristo parece haber conservado su costumbre juvenil de dormir en esos casos; y también su idiosincrasia de no amar la cobardía.

            La cobardía ¿es pecado? Sí; y en algunos casos muy grande. Los Apóstoles tenían una manera de predicar que yo no usaría otra si me dejaran predicar: que es hacer una lista de pecados grandes, recitarla y después decir: “Ninguno de estos entrará en el Reino de los Cielos. Basta”. Así San Pablo dice: “No os enamoréis, hermanos: que ni los idólatras, ni los ladrones, ni los divorciados, ni los avaros, ni los perros [o sea los maricones] ni... –y así sigue un rato–entrarán en el Reino de los Cielos”. Hoy día habría que predicar así, sencillo... es opinión nuestra.

            Pues bien, San Juan en el Apokalypsis, que es una profecía acerca de los últimos tiempos, añade a la lista de pecados otros dos que no están en San Pablo: “los mentirosos y los cobardes”. Lo cual parece indicar que en los últimos tiempos habrá un gran refuerzo de mentira y de cobardía. Dios nos pille confesados.

            La cobardía en un cristiano es un pecado serio, porque es señal de poca fe en Cristo (“cobardes y hombres de poca fe”) que ha dado sus pruebas de que es un hombre “a quien el mar y los vientos obedecen” –dice el Evangelio de hoy– con el cual por lo tanto, el miedo no es cosa bonita; ni lícita siquiera. Julio César, en una ocasión parecida, no permitió a sus compañeros que se asustaran. “¿Qué teméis? Lleváis a César y a su buena estrella” les dijo. Mucho más Jesucristo, creador de las estrellas.

            Lo que gobierna el mundo son las Ideas y las Mujeres, dijo uno. Las Ideas, lo dudo mucho. Las Mujeres, habría que hacer la prueba. ¿Qué sucedería si en la Argentina saliese una especie de Teresa de Jesús, que persuadiese a todas las mujeres este propósito: “¡No te casaré con ningún hombre que sea un cobarde!”. Yo creo que se vendría abajo la tiranía de turno; y no subiría más ningún otro tirano.

            En otros tiempos, los argentinos no eran ni adulones ni cobardes. Ahora parecería, según algunos que leen los diarios, que se están volviendo adulones y cobardes. Que Dios nos salve por lo menos de las mujeres.


DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

[Mt 20, 1-6] Mt 20, 1-16



            La Parábola de los Obreros de la Viña no es muy fácil de entender.

            Con este título Giovanni Papini escribió un libro de siluetas históricas, entre las cuales incluyó a Homero, Virgilio y César, como si estos paganos, al lado del Dante y de Manzoni, fueran también Obreros del Paterfamilias en la edificación de la Cristiandad Occidental; como no se puede negar que en cierto modo lo fueron; de esta Cristiandad que se nos está desedificando.

            En este Domingo de Septuagésima se predica esta semejanza que suele dejar descontento al predicador y provocar resistencia en el oyente: Dios es semejante a un Patrón que se conduce de una manera insólita; que si no es injusta, parece por lo menos estrafalaria. Es prepotente; o por lo menos le gusta hacer las cosas como a él se le ocurre; y diferente de los demás patrones.

            Al principio y al fin de esta perícopa se halla este anuncio, proferido en tono de amenaza: “Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”, que podría tomarse si se quiere como un programa anárquico de ponerlo todo patas arriba y una amenaza destructiva al pobre e imperfecto orden humano: como no han dejado de tomarlo, en el curso de la Historia, desde los albigenses a los socialistas, muchos movimientos de resentimiento social. “Cristo fue el primer comunista”, les ensenan a los comunistas. Pero... veamos.

            Hay un patrón que anda alistando peones de cosecha: no hay falta de trabajo; al contrario, falta de brazos. Contrata varias tandas durante todo el santo día, a saber, “a la hora de prima, de tercia, de sexta, de nona y de undécima”, como dice el Evangelio. Con los primeros que halla, al salir el sol (hora de prima) convienen el jornal a un dólar, es decir, a unos 130 pesos; a los demás les dice simplemente: “Les daré lo que sea justo.”

            Ala hora duodécima (puesta del sol) le da orden al capataz de pagar en esta forma: primero a los que entraron último; y un dólar a todo el mundo. Los que habían entrado al amanecer se pasmaron grandemente, y comenzaron a refunfuñar lo que vieron que recibían igual los que habían trabajado una hora, que ellos que habían cinchado cerca de doce horas. Y el Dueño de Casa agarró a uno y lo paró agriamente, llamándole incluso “bizco” o “tuerto” o “legañoso” o algo por el estilo.

            Esta parábola es difícil y ha tenido varias interpretaciones inaceptables; porque un predicador es como el carpincho, que cuando se ve rodeado, dispara por donde puede.

            ¿Quiere decir que Dios es libre y dueño de repartir sus dones diferentemente entre los hombres? Eso es verdad desde luego; pero la parábola no trata de dones gratuitos, sino de trabajo pagado, contratado y obligatorio. ¿Quiere decir que los Obreros de la Hora Undécima trabajaron con mucho más ahínco, e hicieron cundir más “al corto tiempo con su aliento largo”? El Evangelio no dice nada de mayor ahínco; que hubiera tenido que ser 12 veces mayor, lo cual es imposible. ¿Se refiere Jesucristo al hecho de que los judíos iban a ser sustituidos por los Gentiles en el beneplácito y favor de Dios, como explican Bover y Cantera? Esa interpretación no pega con la parábola por ningún lado; y yo mismo sería capaz de hacer una semejanza mejor, en tal caso. El dólar a todos por igual ¿significaría la vida eterna, pago del trabajo de esta vida, que es igual para todos los que se salvan, sean niños, hombres o viejos? No es igual para todos los que se salvan... Y así otros sentidos figurados, que suprimen la dificultad, pero a costa de mutilar el texto.

            Veamos primero la moraleja oficial de la fabulita: “los últimos serán los primeros”, o como dice al comienzo más atenuado: “muchos de los que ahora son los primeros serán de los últimos”. Eso significa que las cosas del Reino de Dios son muy diferentes que las del Reino del Hombre; son al revés; lo cual corresponde a aquello del Profeta: “Las vías vuestras son una cosa y las vías Mías son otra cosa”; o sea, como dice la gente: “¡Ojo, que la vista engaña!”. En las cosas del Reino de Dios somos todos medio bizcos. ¡Ojo, por lo tanto! ¡Mucho ojo! Éste es el significado general de esta oscura semejanza.

            Dios es trascendente. Los dioses de los paganos eran guapos mozos y hermosas mujeres. El Jehová de los judíos era ciertamente más que un hombre, pero se parecía bastante, sobre todo en este tiempo en que Cristo predicaba, a un Sultán invisible y peleador; pero el Dios que predicó Jesucristo es trascendente, y es paradójico: es enormemente heterogéneo al hombre por un lado y por otro se parece a lo que hay de más humano entre los hombres: a un padre. Por eso las parábolas de Cristo son paradojas, tienen un rasgo desmesurado o, digamos, algo como un giro humorístico. “¿Por qué predicas así?” ––le preguntaron una vez; y eso está en Mateo XIII, 13––. “¡Para que no entiendan!”, respondió Cristo, con humor evidentemente.

            El humor y el patetismo son los estilos propios del hombre religioso cuando habla a los otros hombres, al hombre ético y al hombre estético.

            Puesto esto, expliquemos una a una las palabras del Patrón Veleidoso:

            “Porque yo sea buenazo, ¿vos tenés que ver bizco?”. La justicia de Dios no es como la justicia de los hombres; y cuando Dios se sale de la justicia no es para caer en lo tuerto como los hombres, sino para caer en la bondad. Con estas palabras, Dios se alabó de ser “demasiado bueno”, como decimos, por ejemplo, de las madres.

            ”¿–No te he dado yo a vos lo que es justo?” Dios no hace injusticia positiva a nadie.

            “¿No puedo hacer de lo mío lo que se me ocurra?” No podemos juzgar la justicia positiva de Dios en la distribución de los destinos de los hombres, porque está arriba de nuestros alcances.

            ”¿Y si a mí se me ocurre, porque si, darles un dólar también a éstos?” El famoso dólar (“denario”) de la parábola significa los bienes ordinarios de esta vida. En esta vida, Dios trata aparentemente igual a los justos y a los injustos. Por justo que sea yo, si hay un terremoto, puede pillarme a mí lo mismo que a Nerón, Lollobrígida o Benito Mussolini. Más aún, aparentemente los justos la pasan peor; porque como dijo un poeta:



                        Un santo se sacó la lotería,

                        y a Dios le daba gracias noche y día;

                        pero un ladrón peor que el Iscariote

                        se la retó por medio de un garrote:

                        Dios premia al bueno; pero viene el malo

                        le quita el premio y le sacude un palo.



            Aparentemente, los que se levantan temprano son los que soportan “todo el peso del día y el calor”; y después encima tienen que temblar y tragar saliva porque les pagan los últimos y encima los reprenden; de modo que los pobretes se quejan y dicen:



                        El sol molesta al justo y al injusto

                        y la lluvia igualmente los joroba

                        pero al justo más bien; porque el injusto

                        el paraguas le roba.



            Pero “los últimos serán los primeros”: las injusticias de la Providencia son aparentes tan sólo; la otra vida está allí para equilibrarlo todo; y en una forma tan radical que parece violenta; porque comparado a la Eternidad, el Tiempo es nada. Mas la otra vida ya comienza en ésta, en cierto modo: la Eternidad está injertada en el Tiempo: y eso es lo que llamamos la Gracia. De modo que en una forma poco visible, ese movimiento de Caja Compensatoria por el cual los últimos comienzan a volverse los primeros, ya algunos lo alcanzan a ver. La verdad es, por ejemplo, que la parte mayor –o mejor– de los bienes corresponde a los justos, incluso en esta vida, si se hace un balance total.

            Si alguien aquí me dijere que eso sería antes, no se lo discuto. En los siglos de fe, a causa de esta parábola, se tenía un gran respeto a los últimos, a los débiles, a los pequeños, a los malsortidos o de mala estrella; eran los tiempos en que las reinas curaban a los leprosos. Ahora que la fe va menguando, también los últimos se van hundiendo; y la pobreza por ejemplo se va volviendo día a día una maldición y un crimen, como entre los paganos. Todavía no lo llevan preso a uno por ser pobre; pero vamos hacia eso. Yo confieso que soy un hombre pobre; pero mi excusa es que no lo he hecho adrede.

            “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, termina San Mateo, sentencia que parece no pega mucho aquí: no hay que olvidar que Mateo es un sinóptico, es decir, un resumen. Esta sentencia no quiere decir propiamente que los que se salvan son los menos –de eso no sabemos nada– como predicó Massillon, y Jansenius y Tertuliano y otros... Significa exactamente que no todos los llamados son escogidos: puesto que los llamados a trabajar en la Viña del Paterfamilias son, en una hora ignota, todos los hombres sin excepción, son “muchos”. Y vemos con los ojos del cuerpo que no todos los hombres responden a ese llamado.





DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

[Lc 8, 4-15] Mt 13, 1-23



            La Parábola del Sembrador es la primera de las ocho denominadas “del Reino” que Mateo pone seguidas y Marcos y Lucas separadas; pues muy probablemente Cristo las improvisó en diferentes ocasiones, ya una, ya la otra. Los rabbíes trashumantes eran improvisadores, como nuestros payadores; y tomaban pie de cualquier cosa que vieran para sus poemas, o recitados de estilo oral, mejor dicho.

            Ésta del Sembrador es una de las dos parábolas que Cristo mismo interpretó, a pedido de los discípulos; y no se puede negar que fue vivo, porque interpretó las más fáciles; o será que nos parecen fáciles a nosotros, porque ya están explicadas autoritativamente.

            Entre el recitado y su interpretación está intercalado en los tres Evangelios el turbador pasaje que llaman “la motivación de las parábolas”, en el cual el Salvador siendo preguntado, por un fariseo probablemente: “¿Por qué les hablas en parábolas?” contesto en suma con esta salida: “¡Para que no entendáis!”. Pero para que no entendieran ¿no era lo más práctico callarse? Si un Salvador no quiere salvar, lo más seguro y barato es callarse la boca.

            Es una respuesta irónica de Cristo. Ironía ensenan que es decir las cosas al revés; como por ejemplo, hablar de la gran cultura argentina. La verdad es que ironía es la indignación templada y como forrada por la inteligencia; como cuando Cristo le dijo a Nicodemus: “Tú debes saberlo bien, que eres Maestro de la Ley.” La ironía es el lenguaje del hombre ético cuando habla a los anéticos: “el hombre magnánimo usa de la ironía” dice Aristóteles: “vir magnanimus utitur eironeia”. El humor es propio del hombre noble, sea inglés o no; los países en que no hay humor y el hombre que no entiende el humor, son poco desarrollados. No se puede decir esto ni de la ciudad de San Juan ni del Maestro Calderón de la Piragua, que es de origen inglés. Pues bien, Cristo tenía el sentido del humor pese al juicio contrario de Cronin en ' as llaves del Reino.

            Cristo respondió muchas veces irónicamente. La ironía es estilo indirecto; y además es estilo pregnante, que está preñado de sentido y dice varias cosas a la vez y en forma más eficaz que el estilo directo. Cristo pues podría haber respondido en estilo directo más o menos: “Yo predico como debo predicar, es la forma más adecuada que existe para enseñar verdades estrictamente religiosas; es decir, misterios; en la forma que ya profetizara de mí el Rey Profeta en el Psalmo 77, y el Profeta Isaías en su Recitado Sexto... Yo sé perfectamente y de antemano que vosotros, oh fariseos, de esta forma mía de predicar, os haréis una piedra de tropiezo y una ocasión de perdición; pero es porque en el fondo queréis perderos. Unos saldrán diciendo que no entienden, otros entenderán más de lo que hay, unos que es difícil, otros que es pedestre, otros que eso no es para ellos sino para los “chinos”... “para esa maldita plebe que no conoce la Ley”, como dicen ustedes los fariseos, cuando están entre ustedes. Pero yo no por eso voy a dejar de predicar como corresponde... y como a mí mejor me parece y place, ¡últimamente, caramba!... Ustedes no me pagan mis prédicas, yo predico como mejor me parece...”.

            Pero el amor herido produce celo, el celo produce indignación y la indignación produce estilo indirecto, ironía. Y así Cristo, en vez de responder larga y directamente, respondió breve e incisivamente: “Hablo así para que se cumpla lo que dijo Iéyada el Profeta: para que viendo no veáis –porque vosotros os dáis de muy videntes y sois ciegos– y oyendo no oigáis; porque este pueblo me tiene mucho en la boca y poco en el corazón; y de ese modo no entiendan, y yo no los sane, y tropiecen y se pierdan... Para eso hablo en parábolas.”

            Esto se llama una profecía conminatoria, esas profecías que se hacen para que no se cumplan; y cuanto más atroces, son más piadosas; como cuando uno le dice a su hijo: “Vos vas a acabar en la cárcel.” Prever lo que va a pasar no siempre es desearlo; y decirlo de antemano con gran fuerza a fin de ponerle óbices, eso es amor y no es odio. Así pasó en Nínive con el Profeta Jonás.

            En la parábola del Sembrador, el Sembrador es Cristo, y las tres clases de semillas malogradas son tres clases de hombres que fallan en la fe; en quienes se malogra “la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.

            Estos tres hombres se podrían denominar el Frívolo, el Flojo y el Furioso. Claramente se ve en la parábola una progresión en la suerte de la semilla; porque en efecto, la que cae en el camino, ni siquiera germina; la que cae sobre ripio, germina y se quema pronto; mas la que cae entre abrojos –o cañotas– crece bastante pero después es como aprisionada y asfixiada. Y así hay tres clases de hombres con respecto a lo religioso, que se pueden simbolizar en Don Juan Tenorio, el Fausto y el Judío Errante. Y si quieren personajes históricos y no legendarios, digamos por ejemplo Casanova, Goethe y Napoleón, para no salir de nuestros tiempos.

            Nuestros hechiceros tiempos se especializan en la fabricación en serie de hombres frivolos –con venia del galicismo–, que en español se dice: livianos, casquivanos, volanderos, botarates, pueriles, no desarrollados. El biólogo Carrel dice –quizá con exageración– que la gran mayoría de la población de EE.UU. no está desarrollada psíquicamente más allá de la edad mental de 14 años.

            No lo sé. Lo dudo. Quiera Dios que nosotros hayamos llegado siquiera a los 12.

            En los tipos frívolos o distraídos la fe no puede ni prender siquiera, porque ella pertenece al dominio de Lo Serio: allí cae sobre el camino, es sembrada en la calle. Ellos pueden hablar de Dios y aun saber el Credo, como Don Juan; pero lo Religioso está amputado e ellos; o mejor dicho, está atrofiado. Don Juan Tenorio no es el símbolo del “pecadorazo español”, como cree Ignacio Anzoátegui, del hombre que “cree fuerte y peca fuerte” de Lutero. ¡Ni por pienso! Don Juan Tenorio con sus bigotazos, sus desplantes, sus bravatas, sus conquistas y su espada pronta, es un varón poco desarrollado; el doctor Marañón lo clasifica incluso entre los 'feminoides”. Por eso entiende tan rápidamente a la mujeres en lo superficial; porque es amujerado. Para el hombre muy varonil, la mujer es un misterio profundo y respetable, por no decir adorable; para el achiquilinado es algo como el ratón respecto al gato: algo enteramente claro y perspicuo. Don Juan Tenorio está lleno de malos pensamientos y pequeñas porquerías; pero no peca, hablando en serio; el pecado es una cosa seria y no es lo mismo ser pecador que chico malcriado. Las que pecan serían en todo caso las mujeres que lo siguen, como el caburé no tiene la culpa que las gorrionas se le vayan encima: pecado de bobería, que es uno de lo más peligrosos que hay. Esa Margarita, por ejemplo, que Goethe quiere damos como un portento de inocencia... Es una mujercita un poco corrompidita; la prueba es que se hace la bobito. Quizá nos equivoquemos ¿no?

            Fausto si peca: cuando seduce a Margarita sabe lo que hace; y por eso vacila y tiembla. Mientras, Don Juan no sabe lo que es vacilar, y ésa es una de sus fuerzas. Fausto es el hombre que ha recibido la fe, que es capaz de lo ético y lo religioso –es capaz del amor y no solamente del deseo–: pero en el cual la fe se secó pronto porque él no quiso sufrir; y por tanto no quiso obrar conforme a la fe; y la fe sin obras es muerta. Cristo declara netamente que es el miedo al sufrimiento lo que suprime la religión en estos tipos; lo cual prueba que entienden lo que es religión, puesto que ven claramente que la religión los va a remolcar por un camino que les causa pavor; y por eso desenganchan al momento. Con éstos el diablo tiene más trabajo, pero también más cosecha. Con los primeros, “las aves del aire fuliginoso” se limitan a comerse las semillas antes que nazcan; aquí ya interviene Mefistófeles con discursos, promesas y vivezas; y hasta con golpes de mano a veces. Lo demoníaco, que en Don Juan está oculto, aquí se hace visible.

            El tercer caso es más tremendo: allí la fe existe, pero está cubierta y como fagocitada y convertida en fermento de acción... y desesperación. Lo demoníaco es aquí inmediato: no necesitan un Mefistófeles al lado. Fermento de acción mundana, por supuesto, no de acción interna, que es la verdadera acción: de agitación, hablando en plata. Todos esos hombres a presión, esos hombres agitados y poderosos que han hecho grandes cosas –ruinosas– en la Historia (“Gigantes viri famosi” los llama el Génesis) como Napoleón Primero o Hitler, son en el fondo hombres religiosos; pero su religiosidad está desviada. La Semilla cayó entre Espinas.

            Lo Religioso es lo que impulsa al Judío Errante a su fatídica errabundia: si no puede pararse es porque tiene fe, pero su fe está aprisionada por una pasión; símbolo poderoso que creó el Medioevo para significar el mismo disperso y errabundo pueblo judío.

            Ashaverus tiene verdadera inquietud religiosa: sabe que ha pecado contra Cristo y que ese pecado no es una cosa indiferente ni siquiera corriente, sino extraordinaria y horrorosa; pero no llega a postrarse ante el Muerto a pedir perdón. Y entonces el desasosiego espiritual, que es el manantial de la religiosidad, en vez cae volverse fe se vuelve angustia.

            Pero estos terceros infieles son los que más fácilmente se convierten: la Desesperación es la Enfermedad de Muerte, pero al mismo tiempo es el Remedio. Ashaverus se convertirá al final; el que no se convierte nunca es Fausto: Goethe se equivocó al hacer convertir a Fausto en su Segunda Parte. De hecho Goethe, que fue el verdadero Fausto, no se convirtió nunca, que nosotros sepamos. Fausto es la Duda; y la Duda no puede convertirse porque entonces se aniquila a sí misma, hablando en el mundo de las Ideas; puesto que sabemos que todo hombre puede convertirse si quiere.

            Pero en el mundo de las Esencias, Fausto convertido es una contradicción; lo mismo que un Caifás convertido.

            En nuestros chapuceros tiempos modernos hay de todo, como en las revistas argentinas: hay el Desesperado, hay el Dubitante y hay el Distraído-Divertido; o si quieren de otro modo, existen el Afiebrado, el Amputado y el Atrofiado, los tres tipos que previó Cristo. Pero como hemos dicho, nuestra época se especializa en este último; lo mismo que las revistas argentinas: en el Divertido-Distraído.

            Consolémonos: también hay tres tipos en los cuales la Semilla no se malogra, que son el Penitente, el Pío y el Perfecto. En unos da 30; en otros, 60; en pocos da el 100 por uno, los cuales se llaman los Hombres del Ciendoblado. Éstos son los hombres que hacen todas las cosas que predican; que tienen una fe total y todos sus actos expresan esa fe. Los que gritan son oídos en este mundo; pero mucho más son oídos los que no gritan y hacen. El Ciendoblado es el hombre cuya vida predica el Evangelio sin muchas palabras; que cuando habla del sufrimiento, sabe lo que es sufrir; cuando habla de la renuncia, sabe lo que es renunciar; cuando habla del martirio, sabe lo que es el martirio. Y cuando habla del Amor de Dios, dichoso él, sabe lo que es el Amor.

            Nada de eso sabe el frívolo. Hoy día casi todo es “calle”. El diablo ha inventado un Camino Anchísimo para confort del hombre moderno: una “autoestrada”. Ha hecho que todo se vuelva calle y trocha, hasta el hogar, hasta la escuela, hasta la iglesia; no puede pararse uno, todo es para caminar, como el mundo entero para el Judío Errante; y, naturalmente, todas las Semillas caen en el camino. Y, naturalmente, de esa manera ha obligado al Sembrador a tomar el arado y convertirse en Arador.

            “Los pecadores me araron el lomo”, dice el Profeta David profetizando los azotes de Cristo; mas llegará un tiempo en que Cristo habrá de tomar el azote y ararnos a nosotros, para que nos salvemos aunque sea “tanquam per ignem”, a través del fuego. Peor es nada.

            La bomba atómica puede convertir a Europa, dice Belloc; y si no convierte a Europa, paciencia; por lo menos me puede convertir a mí...





DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

[Lc 18, 31-43] Mc 10, 46-52



            Este trozo, tomado del final de Lucas XVIII, contiene dos perícopas –como dicen– heterogéneas; de manera que habría que hacer propiamente dos homilías: una, donde Jesucristo profetiza por tercera vez a sus discípulos su Pasión y Muerte; y enseguida, la curación del ciego de Jericó, que no fue un ciego sino dos ciegos; y que estaban a la vez a la entrada y a la salida de Jericó... si ustedes me entienden.



                        Jericó, Jericó,

                        donde Jesús salió y no entró,



cantan los chiquillos en España...

            Este evangelio es el mejor ejemplo de la “discors concordia et concors discordia”, como llamó San Agustín en el siglo IV a lo que en el siglo XIX llamaron los críticos la Cuestión Sinóptica: efectivamente, la cura del ciego Bartimeo está en Mateo, Marcos y Lucas con una coincidencia general y con dos divergencias parciales:

            a. Mateo dice que curó a dos ciegos.

            b. Marcos dice que curó a un ciego –cuyo nombre pone– al salir de Jericó.

            c. Lucas dice que curó a un ciego al llegar a Jericó; y los tres hablan del mismo episodio.

            Dando por supuesto que los tres hagiógrafos dicen verdad, se presenta al lector fiel una pequeña adivinanza que es más fácil de resolver que las de Damas y Damitas; y es mucho más provechosa, aunque a decir verdad, derrotó a San Agustín. Y detrás queda otra adivinanza grande, un problema científico (¿Cómo fueron compuestos los Evangelios?) que fue decisivamente resuelto en forma admirable por una memoria técnica del gran lingüista y psicólogo francés Marcel Jousse intitulada: El Estilo Oral Rítmico y Mnemotécnico en los Pueblos Verbomotores. Porque aquel que se imagine a esos cuatro singulares relatos como obras escritas de acuerdo a los cánones de la retórica grecolatina –como por ejemplo las historias de Tucídides o de Tito Livio– dará grandes tropezones si se pone a leerlos. Ya les digo que al mismo San Agustín...

            Les diré que fueron dos los ciegos y que el milagro tuvo como dos partes; y que Jesús entró y salió de Jericó por la misma puerta –Ricciotti para resolver la dificultad acude a una cosa rebuscada: que había dos Jericó–. Y con esto ustedes, si leen las tres narraciones, verán cómo concuerdan entre sí, e incluso cobran más vida en la mente del que las ha concordado.

            El ciego Bartimeo, como el Centurión Romano del Domingo segundo después de Epifanía, es un ejemplo de fe viva y actuante. Después de darle la vista, Jesús lo alabó diciendo: “Tu fe te ha curado”. Efectivamente, el “hijo de Timeo”, que pedía limosna junto al camino, primero preguntó, después escudriño, después creyó y después obró: ésta es la “fe actuosa”, que dice San Agustín: la fe con obras, diferente de la fe dormida o muerta.

            Al llegar Jesús a Jericó, el ciego oyó el tropel y el cotorreo y preguntó qué era; y le dijeron era el profeta de Nazareth: que se quedase quieto. Al salir Jesús de Jericó al día siguiente –después de haber convertido al petiso Zaqueo, gran hombre de negocios, y haber compuesto y recitado la parábola de la Buena Inversión– Bartimeo ya había averiguado mucho, y ya sabía quién era en realidad el “profeta de Nazareth”. Empezó a dar gritos: “¡Compadécete de mí, Hijo de David!”. Decirle a Cristo “el Hijo de David” era reconocerlo Mesías. Como la gente quería a la fuerza hacerlo callar y quedarse quieto, saltó y dejó parte de su vestimenta en manos de los comedidos, y a tientas buscó a Cristo; el cual al mismo tiempo lo había hecho llamar. Se lo trajeron y lo curó. Pero aunque no lo hubiese curado, ese cieguito en su ceguera ya veía más que muchos, que se tienen por linces. Otro cieguito fue también curado que andaba con él, como solían andar de a dos en Palestina.

            Éstas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó paladinamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: “Señor, que yo vea”. ¿Por qué Cristo no me cura de mi ceguera, que hace hoy 31 años que se lo pido, y que lo reconozco como Mesías? Puede que le falte a mi fe una de esas cualidades. Puede también que no le falte ninguna, y que Dios se contente con responder como en otros casos: “Que te baste mi gracia; porque la virtud en la enfermedad se engrandece”. Cristo dijo que todo lo que pidiéramos creyendo nos será hecho; algunas veces uno pide creyendo, y nada es hecho. No, es un error: eso que pedimos a veces no es hecho, pero otra cosa mejor es hecha. La oración de la fe jamás termina en la nada.

            La profecía procede de la fe, enseña Santo Tomás. Cristo fue un gran profeta; justamente aquel “Gran Profeta” que había predicho Moisés que vendría después de él, que sería grande como él, “y que nos enseñaría todas las cosas” (Deut XVIII, 15–19). En este camino de Galilea a Jerusalén, el último camino que hizo, Cristo predijo por tercera vez[4] su Pasión y su Muerte a sus discípulos; los cuales “no entendieron nada”, dice San Lucas. Esto le pasa por lo general a todos los profetas: no les creen. ¿Por qué? “Porque tenían miedo”, dice Marcos.

            Homero inmortalizó en la figura de Casandra esa tragedia del profeta que no es creído.

            La profecía de Cristo acerca de sí mismo es enteramente determinada y concreta: predice la entrega a los Gentiles, la ignominia, las escupidas, los azotes, la cruz; y lo más arcano de todo, la resurrección; es decir, el milagro: Lo Imposible. Si Cristo hubiese dicho: “Ahora vamos a Jerusalén; es una cosa sumamente riesgoso para mí, voy a acabar mal”, sería una profecía en sentido lato, que no sobrepasa las fuerzas humanas... Muchos hombres geniales han hecho profecías de este tipo, como en el siglo pasado Donoso Cortés, Nietzsche, Soren Kirkegor, por ejemplo. Son hombres que tiene un poder de retrovidencia, son capaces de mirar fuerte hacia atrás, y penetrar el Pasado; y de ahí les viene un especie de pálpito del Futuro. Donoso Cortés predijo que Inglaterra caería y Rusia se levantaría en Europa; Nietzsche previó muchísimas cosas del siglo XX; entre otras, las guerras mundiales; Kirkegor previó el éxito póstumo de sus libros y su gloria tardía. Pero estas profecías humanas –que son como parientes pobres de la profecías sobrenaturales– son generales y vagas; segundo, son a corto plazo; y, en fin, son de cosas ordinarias y razonables. Al contrario son las profecías sobrenaturales, que son verdaderos milagros, pues solamente Dios puede saber el futuro concreto y contingente; más, el futuro “imposible”.

            Cristo profetizó acerca de Sí mismo, de sus discípulos, de su Iglesia y del fin del mundo. Los tres primeros vaticinios se han cumplido, el cuarto se ha de cumplir todavía.

            Cuando celebremos el Domingo de Ramos hemos de recordar esto: que cuando Cristo entró en Jerusalén sabía que iba a la muerte. Esto suscita una grande y patética idea de Cristo. Cuando se hizo aclamar por una muchedumbre, cuando se prestó a ser proclamado Rey, Cristo sabía que otra muchedumbre iba a gritar “¡Crucifícalo!” antes de una semana; y que El entraba allí para morir. Y lo había dicho a sus discípulos, los cuales no lo quisieron creer.

            Cuando nos digan que vox populi vox Dei[5] y que la mayoría siempre tiene razón, recordemos aquella mayoría fraudulenta que gritó: “Crucifícalo”. Los demagogos cuando quieren algo, dicen que “el pueblo lo quiere”. Casi siempre es mentira. Pero aun cuando fuere verdad, con eso no está todo dicho todavía. El pueblo puede querer cosas malas y cosas buenas: según cómo se lo oriente.

            Inmensa y melancólica figura, dotada de una fuerza de carácter sobrehumana, que encara de frente la tormenta de su derrumbe aceptando de paso la provisoria y melancólica brisa de su efímero triunfo; la figura del Cristo es enormemente diferente de la figura del joven campesino galileo sentimental imprevisor y medio alocado que quiso encajarnos el pérfido Renán... Todo lo supo, todo lo previó, todo lo aceptó; y por encima de todo se levantó.

            Un gran escritor cristiano, el danés Soren Kirkegor, en un opúsculo titulado: ¿Tiene derecho un hombre a hacerse matar por la Verdad?, dice que esta actitud de Cristo y este último viaje son una prueba indirecta de su Divinidad; porque solamente uno que fuera la Verdad, tendría derecho a hacerse matar por la Verdad. Si Cristo fuera un puro hombre, no debiera haber subido a Jerusalén sabiendo lo que sabía; por esta razón aunque más no fuera, porque ningún puro hombre puede saber seguro si tiene en sí las fuerzas para sobrellevar el martirio. Eso es cosa de Dios.

            La primitiva Iglesia condenó a los llamados provocatores y los santos obispos de aquel tiempo como San Cipriano y San León prohibieron a los cristianos provocar el martirio; por ejemplo, derribando con violencia las estatuas de los ídolos, como hacían algunos exaltados, o como el famoso Guy Fawkes en Inglaterra, el de la Conspiración de la Pólvora. En el mejor de sus dramas, Corneille hace que Polyeucte derribe los ídolos y se haga martirizar. Es un cristiano temerario.

            Muchas cosas de las que Cristo hizo o dijo, no se pueden hacer lícitamente si uno no posee una Conciencia Absoluta, como dicen los filósofos de hoy. Por ejemplo, Cristo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un puro hombre sería pecado porque es una impaciencia y una c desesperación y una falsedad: Cristo sabía que eso no era verdad sino en un sentido. Por eso se puede decir lo que dijo Lacordaire discutiendo con Renán: que si Cristo no fue el Hijo de Dios, entonces fue el loco más grande que se ha visto en el mundo.

            Conciencia Absoluta significa no solamente conciencia de estar en la verdad, sino conciencia de ser la Verdad: cosa de nadie, fuera de Cristo.

            No es lícito buscar el martirio; pero todo hombre que crea en Cristo debe resignarse de antemano a ese evento porque “todo aquel que quiera vivir fielmente en Cristo Nuestro Señor, sufrirá persecución”, dijo San Pablo. “Si a mí me persiguieron, a vosotros os perseguirán: no es el Miembro mayor que la Cabeza”.

            Estar preparado, eso sí; buscarlo, no. Si no fuere por una inspiración especial o indudable del Espíritu de Dios: a la cual parece haber obedecido el místico danés[6]     Esta reflexión, que es en el fondo una constante de la exégesis católica, remozada brillante y románticamente por el Padre Lacordaire OP. en su histórico sermón de Notre Dame en 1837, recurre en el Diario de Kirkegor repetidamente –p. e., 8 de mayo de 1849, 1 de marzo de 1854, 5 de mayo de 1854– y elaborada ya en su libro Autoexamen (Zur Selbstpruefung) publicado en marzo de 1855 y escrito en 1851–2.

            Dejamos al criterio de los doctos esta exégesis. Para nosotros es la respuesta justa, dada de antemano, a una objeción que frisa la blasfemia de la impiedad contemporánea, difundida en Alemania e Inglaterra; y entre nosotros, helás; a saber: que en esta quinta palabra de la Pasión: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, Cristo cayó, fue quebrado, desesperó simplemente; y en consecuencia no era sino un puro hombre; voire, un pobre hombre. En el confuso estudio sobre Jesús que el dramaturgo y ensayista G. B. Shaw antepuso a su irreverente comedia Androcles y el León, esta afirmación temeraria está expresada en la siguiente forma: “Jesús mantiene esa actitud [el aserto de que era el Hijo de Dios] con terrible fortaleza, mientras lo azotan, lo escarnecen, lo atormentan y finalmente lo crucifican entre dos ladrones. Su prolongada agonía de dolor y sed en la cruz “quebranta al fin su espíritu, y muere lanzando el grito de “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”~, donde además de la interpretación temeraria, existe un serio error de hecho: pues de hecho no murió Cristo lanzando ese grito sino otro distinto y de espíritu inquebrantado. “Esta fue la causa de que trataran a Jesús como un impostor cuando debían haberlo tratado como un loco”, dice el atrevido bufón inglés en sus Obras, v. IX, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, año 1946, pp. 262, 291.

            Ya que hemos mencionado este “confuso estudio” de un hombre del todo indispuesto para estudiar a Jesucristo que nos trajo un amigo cuando redactábamos esta homilía, daremos aquí la síntesis limpia de su posición teológica dejando las curiosas conclusiones de re económica, sociológica y política a que se abandona Shaw, después de una apresurada lectura de los Evangelios.

            Hay que leer lo menos dos veces el estudio –que hormiguea en crasos errores de hecho– para sacar en limpio la posición del aventuroso artista; que es; la siguiente:

            1. Jesús fue sincero, no fue un impostor.

            2. Fue un demente, en cuanto pretende ser un Dios.

            3. Dejó sin, embargo una doctrina extraordinaria: fue el más grande economista político del mundo... (Ensayo a escribir: De la conveniencia de ser un perfecto demente para distinguirse en economía política).

            4. Sin embargo esta doctrina ha sido inútil, hasta que yo –Bernard Shaw– la entendí y la completé: ~Jesús dijo lo que había que hacer; pero no sabía el medio de hacerlo.”

            5. Ese medio es Shaw; es decir, el Socialismo tal como lo entiende Shaw.

            6. Los cuatro Evangelios mienten cuando relatan las profecías, milagros y Resurrección de Cristo,

            7. Los Evangelios son creíbles en general cuando relatan otras cosas; con tal que se interpreten como los entiende Shaw.

            El resultado del “estudio” no es muy original, pero no puede ser más pintoresco.

            Cuando estuvimos en Londres, en julio-agosto de 1956, ardía en los diarios una polémica acerca de esta posición de Shaw: “¿Loco o Dios?! (“Mad or God?”); y acerca de Shaw mismo, cuyo centenario natal se cumplía en esos días. Ver por ejemplo el Sunday Times del 29 de julio de 1956: carta del reverendo doctor W. E. Sangster, de Londres, tomando la posición “Dios y no loco”; respuesta del reverendo H. S. McClelland, de Glasgow, en contra.

            Toda esta bazofia viene a la Argentina tarde o temprano –más bien tarde–; por lo cual hemos tocado el punto. –en nuestra opinión– cuando después de cuatro anos de silencio, expectación y oración, se decidió, rindiendo su vida, a atacar abiertamente la corrupción de la Iglesia Oficial Danesa.





[1]Cfr. Castellani Leonardo, Su Majestad Dulcinea, Buenos Aires 1956, passim.

[2]... Y después vulve a fumar para poder leerla.

[3]El poeta y filósofo danés Soren Kirkegor decía que el hombre de verdad extraordinario era aquel que sin ser ordinario conseguía aparecer ordinario. Lo cual, puesto en versos, dice así:


[4]Primera predicción: Mareo, XVI; Marcos, VIII: Lucas, IX. Segunda predicción: Mateo, XVII; Marcos, IX; Lucas, IX; cinco veces, si se quiere: contando Lucas, XVII, 25; y la Transfiguración.

[5]“Man sagt: Vox populi vox Dei; ich habe nicht daran geglaubt”, dijo el gran Beethoven poco antes de morir, en el ano 1827; es decir: “Dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios; yo nunca he creído en eso”.


[6]El gran filósofo danés Soren Kirkegor hace esta reflexión exegética sobre ésta y otras palabras de Cristo, a saber: que son palabras procedentes de una Conciencia Absoluta –como lo expresa él– y por tanto ningún puro hombre podría decirlas sin mentira o culpa; y viceversa, que el hecho de haberlas proferido Cristo prueba su Divinidad, o sea, prueba que Él se creía Dios; y, en consecuencia, no siendo un demente, lo era, de los Evangelios.

            Hay que leer lo menos dos veces el estudio –que hormiguea en crasos errores de hecho– para sacar en limpio la posición del aventuroso artista; que es; la siguiente:
            1. Jesús fue sincero, no fue un impostor.
            2. Fue un demente, en cuanto pretende ser un Dios.
            3. Dejó sin, embargo una doctrina extraordinaria: fue el más grande economista político del mundo... (Ensayo a escribir: De la conveniencia de ser un perfecto demente para distinguirse en economía política).
            4. Sin embargo esta doctrina ha sido inútil, hasta que yo –Bernard Shaw– la entendí y la completé: ~Jesús dijo lo que había que hacer; pero no sabía el medio de hacerlo.”
            5. Ese medio es Shaw; es decir, el Socialismo tal como lo entiende Shaw.
            6. Los cuatro Evangelios mienten cuando relatan las profecías, milagros y Resurrección de Cristo,
            7. Los Evangelios son creíbles en general cuando relatan otras cosas; con tal que se interpreten como los entiende Shaw.
            El resultado del “estudio” no es muy original, pero no puede ser más pintoresco.
            Cuando estuvimos en Londres, en julio-agosto de 1956, ardía en los diarios una polémica acerca de esta posición de Shaw: “¿Loco o Dios?! (“Mad or God?”); y acerca de Shaw mismo, cuyo centenario natal se cumplía en esos días. Ver por ejemplo el Sunday Times del 29 de julio de 1956: carta del reverendo doctor W. E. Sangster, de Londres, tomando la posición “Dios y no loco”; respuesta del reverendo H. S. McClelland, de Glasgow, en contra.
            Toda esta bazofia viene a la Argentina tarde o temprano –más bien tarde–; por lo cual hemos tocado el punto. –en nuestra opinión– cuando después de cuatro anos de silencio, expectación y oración, se decidió, rindiendo su vida, a atacar abiertamente la corrupción de la Iglesia Oficial Danesa.