domingo, 13 de marzo de 2016

Los estigmas de Isabel: la conquista de Granada (2-8)


Los estigmas de Isabel: la conquista de Granada (2-8)

Los estigmas de Isabel

Si bien mucho se ha escrito al respecto, nos proponemos aquí resumir esquemáticamente cuanto hemos estudiado acerca de las acusaciones que, normalmente, se hacen contra la virtuosísima esposa del rey Fernando.
Veamos algunas de las acusaciones que alguna vez hemos leído, incluso de personas «serias»: —¡Totalitaria! ¡Expulsó a los musulmanes de Granada sin respetar la libertad de conciencia! —¡Se opuso al Concilio Vaticano II!
—¡Fue una antisemita del siglo XV porque expulsó a los judíos de España!
Sí; aunque parezca mentira, hemos tenido que escuchar estas objeciones, incluso anacrónicas.
Vayamos por partes, entonces.


a. Primer estigma: conquista de Granada y expulsión de los moros
Para la época de los reyes católicos, hacía ocho siglos que España venía desangrándose en una cruzada interminable contra el Islam; los hijos de Mahoma, en efecto, habían cruzado el estrecho de Gibraltar gracias a la astucia de algunos judíos, descontentos con sus príncipes cristianos en el año 709. La rapidez con la que se movieron y la ayuda prestada por los hijos de Abraham, hicieron que los moros pronto invadiesen toda la península, salvo las desguarnecidas montañas del norte; de allí el refrán: «España es Asturias y lo demás, tierra reconquistada».
Pero la invasión no terminó ni allí ni entonces pues, luego de asolar los poblados españoles, las tropas de Alá se dirigieron a Francia donde, de no ser por Carlos Martel que los rechazó en Poitiers (732), hoy todos hablarían árabe. No fueron años fáciles para España quien, poco a poco y con un verdadero trabajo de hormiga, comenzaría a reconquistar sus tierras empujando al invasor hacia el Mediterráneo. En la época de los Reyes Católicos, mucho se había logrado ya, pero aún persistían algunos sitios completamente musulmanes, a saber, la perla del sur, el reino de Granada, que se mantenía incólume y como un bastión musulmán.
Isabel venía oyendo desde su niñez la necesidad de reconquistar las tierras robadas a la Cristiandad; además, sabía que se hallaba en una época especial para entonces: los moros habían llegado hasta el Danubio, ocupado Constantinopla (1453), invadido el Asia Menor, alcanzado la baja Hungría y gran parte de los Balcanes y devastado Grecia… Es decir, las cimitarras no descansaban. Por su parte Europa, que había perdido la cohesión interna a causa del egoísmo de algunos príncipes cristianos, comenzaba a ser un bocado fácil de tragar ante tanta división. Es verdad que muchos pontífices habían instado a unirse en defensa de las naciones y de la Cristiandad, pero pocos escuchaban sus exhortaciones.
Mohamed II, el gran estratega mahometano que tomó Santa Sofía, aprovecharía la situación para abrirse paso ante tal desunión para conquistar nuevas tierras; de esta época data la invasión de Otranto, Italia, donde se dio muerte a más de ochocientos cristianos –hoy canonizados[1]– que lucharon en defensa de la Fe.
Las posibilidades de una segunda oleada musulmana, análoga a la de siglos pasados, era para entonces real; con Constantinopla tomada y con Italia a punto de ser invadida, poco faltaba para tenerlos nuevamente en España, donde encima, contaban con aliados locales en Granada.
El pánico comenzó a cundir por los habitantes de la península, recordando las antiguas historias de violaciones, matanzas y saqueos; los reyes no podían hacer oídos sordos a tal realidad; menos una mujer como Isabel, que tenía en sus venas el espíritu de una cruzada. Desde niña había soñado con reconquistar Granada y ésta parecía ser la ocasión propicia. Luego de pacificar los reinos, poco a poco fue tomando las ciudades donde aún permanecían conflictos interminables: Córdoba, Baza y Almería volvieron entonces a ser completamente cristianas donde, al ingreso de los reyes, cual ángeles en Belén cantaban, al verlos llegar: Benedictus qui venit in nomine Domini.
Alarmados por los éxitos de Fernando e Isabel, el Sultán de Egipto y el Emperador de Turquía, Bayaceto II, resolvieron iniciar una nueva arremetida contra Europa. Bayaceto enviaría una poderosa flota contra el reino de Sicilia (entonces pertenencia de la corona de Aragón) mientras que el Sultán invadiría a España desde África en ayuda de Granada. Era tal la amenaza que corrían no sólo los reyes, sino Europa entera que el Papa Inocencio VII promulgó una bula en la que convocaba a todas las naciones cristianas a colaborar en la cruzada española. Era necesario actuar con rapidez.
Cincuenta mil hombres de a pie y a caballo marcharon bajo el mando de los Reyes Católicos contra el último bastión moro; la consigna era «vencer o morir». La misma reina, montada en una mula zaina, pasaría revista a los guerreros elevando el ánimo de los combatientes.
Vale destacar lo que relata Vizcaíno Casas acerca de uno de estos episodios para vislumbrar el temple singular de Isabel: en una de las campañas militares, los oficiales se encontraban alarmados al ver que parecía imposible llevar hasta el frente de combate sus pesados cañones; los senderos eran sinuosos y existían algunos cerros que hacían imposible el camino con la artillería pesada, por lo que una ciudad sitiada por los moros parecía inexpugnable. Enterada la Reina del obstáculo, pidió un caballo y se dirigió a la montaña para inspeccionar personalmente el terreno. ¡Una montaña se interponía en el camino de sus nuevos cañones!
—¡Pues bien —dijo— hay que vencer a la montaña!
Bajo su propia dirección, seis mil soldados cargados de palas y explosivos, trazaron un nuevo sendero en la ladera de la montaña. Día y noche trabajaron rellenando hondonadas, pulverizando rocas, talando árboles… Más de trece kilómetros de camino fueron tendidos en doce días, y los moros, que tanto se habían burlado de la contrariedad de los cristianos, vieron asomar una mañana los negros hocicos de los pesados cañones… Tal era la admiración que la reina imponía por su firmeza, su hidalguía y su entereza que nadie se le negaba.
—Que buena señora, diría el Cid!
Hasta sus propios enemigos respetarían a reina tan audaz. El episodio del asedio de Baza también puede servirnos de ejemplo. Sucede que mientras Isabel pasaba revista a sus guerreros, quiso recorrer también las trincheras que se hallaban en la primera línea de batalla; el gesto parecía temerario, pero era completamente necesario para infundir valor en las cansadas tropas. Ante la decisión de la reina, el marqués de Cádiz informó al jefe árabe, Cid Hiaya, de la novedad, pidiéndole que mientras durase la inspección, suspendiera las hostilidades (eran guerras de caballeros, no como las de hoy). La reina montó a caballo y comenzó a examinar y a arengar a sus hombres; ante la vista de todos, el ejército musulmán salió de la ciudad y, formándose frente a ella, la saludó elevando estandartes en signo de respeto, mientras varios jinetes moriscos hacían exhibiciones en su honor[2].
Pero volvamos a Granada. Ocho meses duró su sitio; conscientes en ambos bandos de lo decisivo de esta batalla el combate era a todo o nada en el último reducto musulmán en España. El heroísmo de sus batallas encontró eco en el romancero que entonces se cantaría. La misma reina atendía, junto con su esposo, la estrategia y hasta la salud de los combatientes (fue entonces cuando Isabel fundó un hospital de campaña, el primer «hospital de sangre» de la historia, que llevaría por nombre «el hospital de la Reina»).
No es éste el lugar para relatar los pormenores de la toma de Granada; sólo digamos que, quizás, gracias a ese providencial 2 de enero de 1492 inmortalizado en la pintura de Francisco Padilla, España recibirá el encargo divino de trasplantar su espíritu medieval a las lejanas tierras americanas por descubrir.
Hermosamente lo relata el Padre Sáenz:
La reina Isabel, el rey Fernando, el príncipe Juan, el cardenal Mendoza, fray Hernando de Talavera, los más preclaros capitanes del ejército, visten sus mejores galas, algunos de ellos incluso ataviados a la morisca. Todos miran con expectación hacia las imponentes torres de la Alhambra. De pronto se escucha un clamor unánime, al tiempo que se disparan bombardas y morteros, y atruena el redoble de los tambores: en la torre más alta del palacio moro, la de la Vela, se ha alzado por tres veces la cruz de Cristo. E inmediatamente, también por tres veces, el pendón de Santiago y el estandarte real. Un heraldo de armas grita: «¡Santiago, Santiago, Santiago! ¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Granada, Granada, Granada, por los muy altos y poderosos reyes de España, don Fernando y doña Isabel…!». La Reina, emocionada, reclinó su cabeza sobre el hombro del Rey. Entonces se cantó solemne y sentidamente el Te Deum, seguido de disparos de artillería y sonar de trompetas. En duro contraste con tanto gozo, algunos hombres habían contemplado la ceremonia con infinita tristeza. Eran los jefes moros. Boabdil, acompañado de su séquito, se acercó a Fernando, intentando besarle la mano, lo que este no consintió. Tras breves palabras, luego de besar las llaves de Granada, se las entregó al Rey, quien las pasó a doña Isabel, la cual se las dio al príncipe don Juan y éste al duque de Tendilla, que acababa de ser nombrado alcaide de la Alhambra. Eran las tres de la tarde del 2 de enero de 1492[3].

Toda Europa celebró el glorioso final de la guerra; habían cesado las trifulcas y ahora sólo restaba pacificar la tierra. El arado había removido la tierra; ahora debía sembrarse. Pero como no hay paz verdadera sin Cristo, la predicación cristiana resultaba indispensable. Era necesario un mismo sentir y un mismo creer para que la pacificación fuese definitiva.
Los reyes pensaban que, con el tiempo, Granada se iría convirtiendo a Cristo y todo volvería a ser como antes. Pero no fue así. Los sacerdotes predicaban, aprendían la lengua árabe de los que aún quedaban en tierras granadinas, pero la semilla parecía no fructificar. Era necesario hacer algo; era necesario poner mayor ahínco. La reina decidió enviar entonces al mismo Fray Hernando de Talavera, su confesor, nombrándolo para ello arzobispo de Granada: escribió libros de apologética, aprendió la lengua y predicó incansablemente día y noche. Muy querido por los musulmanes, llegó a ser apodado «el alfaquí santo»; pero nada… Pocos abjuraban de sus creencias aunque Isabel custodiaba especialmente a quienes se convertían y eran perseguidos por la dura ley del Corán que prevé la muerte para el traidor a Alá. Nada parecía suficiente.
El cardenal Cisneros, uno de los mejores hombres de la corona, intentó una última medida: la exhortación a la conversión de los alfaquíes granadinos (doctores y sabios del pueblo islámico) bajo pena de destierro o de cárcel, lo que provocó —naturalmente— la indignación de los musulmanes, al punto que los mismos reyes lo reprendieron por «no haber guardado las formas que se le mandaron». Todo se volvía cuesta arriba y hasta siete años después (en 1499) Isabel seguía comprobando cómo la mayoría de la ciudad seguía siendo musulmana.
Para entonces, comenzó una sublevación de los pueblos moros de las Alpujarras (zona sur de España); ello, sumado al rumor de que, desde el África vendrían refuerzos, alarmaron a los reyes. No podía perderse lo conseguido con tanto esfuerzo. Al mismo tiempo, Bayaceto Iderim había mandado a decir al Papa Alejandro VI por medio de sus embajadores lo siguiente: «Pronto iré a Roma a castigar al Papa, que es un mal cristiano».
Los tiempos se aceleraban y no había tiempo que perder.
Pero qué sucedía ¿acaso no se habían hecho pactos ante la rendición de Granada? Acaso no eran pactos entre reyes y caballeros. Según el gran historiador Suárez Fernández, «en la conciencia de los musulmanes permaneció el convencimiento de que las capitulaciones firmadas con Boabdil no habían sido guardadas y que les había sido impuesta la conversión por medio de la fuerza (…). De una u otra manera se extendió el convencimiento de que el Islam iba a desaparecer»[4], fue entonces cuando entre los fieles musulmanes, estalló nuevamente la violencia, fruto de la desesperación.
Los levantamientos mahometanos se sucedían uno tras otro, por lo que los Reyes Católicos debieron rápidamente sofocarlos. Era el año 1501; ante la nueva rendición de los moros, se aplicó una vez más la fórmula de siempre: exención de impuestos a los conversos, repartimiento entre los recalcitrantes de una indemnización de 25.000 ducados a modo de permiso para practicar la religión musulmana en un país cristiano, etc. Muchos se convirtieron, pero algunos cayeron en ruina al no tener el dinero para pagar la indemnización.
Todo parecía controlado hasta que, por las sierras de Ronda y Villaluenga comenzaron a circular nuevos rumores de que los Reyes estaban ordenando a todo el mundo a renegar de la fe en el Corán. Dos conversos fueron asesinados en Sierra Bermeja y entonces se levantó una nueva indignación contra el Islam. Fernando mismo debió ir en persona; luego de pacificar la zona y aprovechando que los «mudéjares estaban solicitando el traslado al África de quienes no deseaban convertirse», los Reyes se vieron ante la necesidad de tomar una dura decisión. Había que pacificar de una vez por todas la Península; pero no todas las voces eran como las suyas, como narra Suárez Fernández: «el duque de Medinasidonia propuso transportar a los musulmanes al África y allí, una vez cumplida la promesa, volverlos a capturar para venderlos como esclavos. Los monarcas rechazaron indignados la propuesta “porque nuestra palabra y seguro real así se debe guardar a los infieles como a los cristianos y haciéndose lo que él dice parecería cautela y engaño armado sobre nuestro seguro”»[5].
El 12 de febrero de 1502, entonces, por medio de una pragmática real, se les dio a todos los moros residentes en los territorios de la Corona de Castilla un plazo para elegir entre la conversión o el exilio. Se trataba de algo vital para España y para Europa misma pues no podía siquiera pensarse en la posibilidad de una segunda lucha contra «los turcos». La disposición política será muy similar a la de los judíos que veremos enseguida, aunque menos mentada por la historia.
Las conversiones fueron muy numerosas, pero no estamos en condiciones de saber cuántos se marcharon. Para paliar la medida, los Reyes otorgaron a Granada y a su antiguo reino medidas fiscales de exención tributaria muy favorables (…). Lo que verdaderamente les parecía importante era haber conseguido desarraigar de su suelo al Islam para devolverlo a la Cristiandad[6].
Fue este, entonces, el primer estigma de Isabel: la conquista de Granada.



[1] Antonio Primaldo y sus compañeros mártires, también conocidos como los 813 Mártires de Otranto, fueron canonizados por el Papa Francisco en el año 2013; dichos mártires fueron testigos de Cristo que murieron luchando en favor de la Cristiandad.
[2] Cabe destacar que, acabada la batalla, y luego de la rendición de la plaza mora, los Reyes respetarán (como siempre lo hicieron con sus enemigos) al Cid Hiaya, que acabará abrazando sinceramente la fe católica y hasta casándose con una de las damas de Isabel.
[3] Alfredo Sáenz, op. cit., 37-38.
[4] Luis Suárez Fernández, Los reyes católicos. La expansión de la Fe, Rialp, Madrid 1990, 189.
[5] Ibídem, 191.
[6] Ibídem, 192.