jueves, 12 de mayo de 2016

ISÓCRATES Por Germán Rocca.

ISÓCRATES

Por Germán Rocca.

El estudio de la historia nos demuestra que ésta se repite hasta el hartazgo y tal vez sea la de Grecia la que nos sirva para constatar esta afirmación del modo más palmario.
En aquel siglo IV a. C., lejos había quedado Teognis, la religiosidad que informaba a las distintas polis, mientras alrededor de Delfos se había montado un mercado que desvirtuaba la sacralidad del templo, repercutiendo, todo esto, sobre el modo de vida, la educación, la economía y la política.
La historia no se divide en períodos o barreras perfectas y contundentes donde de un momento para el otro es diferente el ambiente que se respira y, aún en este siglo decadente, persiste una religiosidad algo formalista, plagada de superfetaciones contra las que luchó Sócrates y una cantidad de escrúpulos religiosos y supersticiones que aunque disten mucho de la fe viva, siempre han permitido cotejar notas de la tradición.

Con la democracia las viejas familias perdieron poder político, la conveniencia mercantil y militar gestó en Atenas grandes flotas marítimas, corriendo el poder de los dueños de la tierra y de la caballería hacia una burguesía embarcada, a la que era necesario permitir el acceso a cargos de comando en la defensa y el manejo de la cosa pública.

Ciertos personajes fundamentales surgen con la democracia de Pericles –que era un aristócrata timoneando una democracia-, más por reacción que por compartir aquel estado de cosas, junto con una creciente burocracia estatal; pero excede en mucho a estas líneas explicar ahora los motivos por los que aquel apogeo democrático pudo ser también, en algún sentido, un siglo de oro.

Tampoco hay espacio para tratar el tema aquí, pero digamos que la educación -nos dice Werner Jaeger- que pretendieron los sofistas, es fundamentalmente la misma de los educadores modernos: es la continuación de la línea retórica de la cultura antigua, aun cuando se pretenda enseñar filosofía. La auténtica paideia –agrega Jaejer- se convierte directamente en autocrítica del humanismo erudito de los tiempos modernos.    

Por otro lado, cabe preguntarse si es posible o no, en estos tiempos, educar –o tal vez, con Calderón Bouchet haya que conformarse a decir formar- al modo griego de sus mejores siglos o es que la realidad no deja más opción que la de un academicismo enciclopédico, apenas tendiente a una profesionalización fragmentada por especialidades que permitan una posterior subsistencia. Para salir de estas meras technes, no parece haber otra opción que una religiosidad y piedad tradicional que informen a la solidez familiar; al menos para empezar.

Esta muerte lenta de la Ciudad Antigua hace aparecer personalidades como la de Isócrates, quien se encuentra en una línea intermedia entre la indiferencia moral de la educación retórica y de un Platón que no concebía a la política desmembrada de la ética y que encontraba a ésta directamente dependiente de la religión tradicional.

Se debía hallar una nueva justificación ética con aplicación en la práctica política y él la encontró, desaparecida la antigua fe, en un sueño de grandeza y unidad nacional que nada tenía que ver con el hombre concreto de la Grecia antigua, ligado a sus dioses y a su tierra. Novedad que, agregaría Calderón Bouchet, desencadena en un cosmopolitismo propio de las decadencias del espíritu que nada se parece al nacionalismo de un Demóstenes.

El ideal educativo de Isócrates no pasaba de ser una tecnicatura que rivalizaba con la socrática, orientando y preparando hacia las nuevas ideas a la juventud aspirante a la política, como único camino viable. A diferencia de Platón, Isócrates se propone convertir a la retórica en la verdadera educación, un poco porque no cree en la legitimidad exclusiva de la filosofía –inescindible de la religión cuando hablamos de Platón-, y otro poco porque sospecha de la falta de idoneidad a la que había llegado la filosofía en orden a lograr muchachos que logren el poder ante aquella situación.

La sumisión de valores eternos, que postulaba Platón, a muchos les resultaba anacrónica y exagerada, mientras la ética nacional de Isócrates resultaba ser una salida feliz y oportuna. Detrás de ésta ya no había una alta clase noble y un pueblo, sino un grupo que pretendía adquirir un control directo sobre la sociedad, para lo que era menester formar cuadros políticos.