jueves, 18 de agosto de 2016

Fidel Castro cumple noventa años

Fidel Castro cumple noventa años
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Fidel Castro cumplió noventa años, de los cuales alrededor de medio siglo los desempeñó ocupando la máxima responsabilidad política de su país, un récord de permanencia en el poder que transforma a Somoza, Trujillo, Stroessner, Kim Il Sung, Mao o Stalin en republicanos moderados y afectos a la alternancia política.
Habría que preguntarse hasta dónde Fidel continúa ejerciendo el poder real en Cuba o si, por el contrario, su deterioro físico lo mantiene recluido en cuarteles de invierno, con una participación reducida a fotos, alguna reunión con emisarios extranjeros (el Papa por ejemplo) y, hasta donde se lo permiten las neuronas, la escritura de artículos disciplinadamente publicados en El Granma.


Será tarea de los historiadores explicar por qué Fidel dejó el poder a su hermano, sobre todo porque la hipótesis de una enfermedad terminal ha sido descartada por los hechos, motivo por el cual no es descabellada la sospecha de que en realidad Fidel dejó el poder transitoriamente para recuperarse de su enfermedad intestinal, mas cuando quiso retornar, su hermano le sugirió -con la habitual delicadeza que los dictadores emplean en estos casos- que el que se fue a Sevilla perdió su silla.
Más allá de los entremeses familiares, lo cierto es que el hombre fuerte del poder en Cuba hoy es Raúl, el eterno postergado por su hermanito del alma que siempre lo consideró un pusilánime, un mediocre e incluso un fusilador serial al que había que ponerle límites, porque sus excesos preocupaban aún a un hombre como Fidel quien, como se sabe, llegado el caso no vacilaba en ordenar ejecutar a sus más íntimos amigos, si es que alguna vez Fidel pudo permitirse el lujo de tener amigos.
Son varios los testigos que aseguran que gracias a su vínculo familiar, Raúl pudo eludir el paredón en el que fueron sacrificados Antonio la Guardia y Arnaldo Ochoa, algo que Fidel se encargó de recordarle expresamente a su hermano, quien a su amistad con los fusilados incluía el acuerdo de organizar en Cuba una salida política similar a la que en aquellos años se estaba gestando en la URSS.
De todos modos, el poder necesita del símbolo de Fidel, quien seguramente se dará el gusto de morir en la cama luego de una vida signada por la búsqueda, conquista y ejercicio del poder absoluto. Para darnos una idea aproximada de lo que significan los casi sesenta años en el poder de los Castro, pensemos que cuando ellos llegaron a La Habana en enero de 1959 el presidente de EE.UU. era Dwight Eisenhower; en Francia recién llegaba Charles De Gaulle; en la Argentina, había sido electo Arturo Frondizi; en España, Francisco Franco continuaba siendo el gran caudillo por gracia de Dios; Nikita Kruschev era el hombre fuerte de una URSS que acaba de criticar a Stalin, pero como para que nadie se hiciera ilusiones, en 1956 mandaba los tanques rusos a Hungría para poner orden; Juan XXIII recién era designado Papa; los hinchas de fútbol no terminaban de recuperarse del denominado papelón de la Selección nacional en Suecia; en Santa Fe, Sylvestre Begnis había sido electo gobernador por primera vez; un señor llamado Mauricio Macri llegaba al mundo y, ya que estamos en plan de confidencias, quien escribe esta nota estaba en segundo grado de la primaria.
En el campo cultural, los Beatles todavía jugaban a las bolitas; Gabriel García Márquez no había escrito “Cien años de Soledad”; Mario Vargas Llosa seguramente estaba escribiendo los borradores de “Conversación en la catedral”. El Instituto Di Tella ni siquiera era un proyecto y nadie imaginaba que Charlie García, Palito Ortega y Diego Maradona iban ser ídolos populares.
Mientras todas estas cosas ocurrían o iban a empezar a ocurrir en el mundo, Fidel Castro gobernaba en Cuba. Es mucho tiempo. Demasiado, incluso para la frondosa imaginación tropical. Castro se dio el lujo de superar la marca de sus pares bananeros al estilo Somoza y Trujillo, caudillos populares con quienes seguramente compartió la misma concepción del poder, pero hasta allí llegan las coincidencias, porque a la hora de juzgar la eficacia en el poder, Fidel fue mucho más eficaz que ellos, además de movilizar pasiones mucho más amplias y generosas.
A la hora del balance estrictamente personal, Fidel sin dudas que puede darse por satisfecho. Su paso por el poder suma logros dignos de destacar históricamente: desafiar a EE.UU. y sobrevivir a diez presidentes norteamericanos; incendiar a América Latina de guerrillas con militantes decididos a dar su vida durante los años sesenta y setenta; ser el protagonista en octubre de 1962 de la llamada crisis de los misiles, que puso al mundo al borde de la guerra mundial y mandar tropas cubanas a África transformándolas en protagonistas de primera línea en las sucesivas crisis de ese desdichado continente.
A los logros mencionados, hay que sumarle la capacidad inusual de crear algunos de los mitos más perdurables y movilizadores de la segunda mitad del siglo XX. Ese lujo Somoza, Stroessner o Trujillo jamás pudieron darse. Hasta hace pocos años, la presencia de Fidel en las diferentes capitales del mundo era acompañada por amplias movilizaciones de la izquierda en respaldo de quien, a su manera, ya era una leyenda viviente. A las adhesiones juveniles les sumó sus romances algo borrascosos, pero romances al fin, con intelectuales.
El idilio se inició en 1960 con la visita de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir a Cuba , ocasión en la que Sartre escribió en homenaje a su experiencia el libro “Huracán sobre el azúcar”, un libro en el que el autor no puede disimular la fascinación que le provoca esa revolución tropical liderada por jóvenes de cabellos largos y barbas rústicas que alternan el fusil con el libro de poemas y la decisión de matar con la voluntad de morir.
Después de Sartre, llegaron García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, adhesiones que incluyeron en la Argentina a personajes tan poco sospechosos de izquierdismo como Ezequiel Martínez Estrada, Marta Lynch o José Bianco, cuya participación como jurado en un concurso de Casa de las Américas le costó una pelea con Victoria Ocampo y su renuncia a la dirección de la revista Sur.
El romance con el mundo de las letras se interrumpió violentamente en 1971, cuando los comisarios políticos de La Habana encarcelaron al poeta Heberto Padilla y luego lo obligaron, al mejor estilo stalinista, a autocriticarse públicamente. Fue allí cuando comenzaron a salir las primeras solicitadas de quienes decidieron no tragarse semejante sapo o comportarse como los intelectuales de los años treinta, quienes callaron la existencia de campos de concentración en la URSS “para no hacerle el juego a la derecha”. Allí estaban entre los firmantes, Susana Sontag, Juan Rulfo, Alberto Moravia, Isaac Deutscher y, por supuesto, Sartre, que siempre terminaba condenando lo que en su momento había ponderado.
A todas esas acechanzas, Fidel las supo sortear con su habitual inescrupulosidad. Inteligente, ególatra, intuitivo, carismático, manipulador, sus virtudes se confunden con sus defectos y sus encantos con su perversión. En el camino fueron quedando no sé si los mejores, pero tal vez los más sinceros o débiles. Desde Hubert Matos y Camilo Cienfuegos -cuya muerte fue demasiado sugestiva para creer que fuera un accidente- hasta Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y la propia Haaydée Santamaría, participante de Moncada donde fueron asesinados su hermano y su novio y que terminó suicidándose, una decisión cuya dimensión política la propaganda castrista no pudo disimular.
Fidel llega solo al final del camino, un destino inevitable para los obsesionados con el poder y la gloria. Su balance personal tal vez sea complaciente, pero el balance de Cuba es catastrófico. Seguramente a Fidel le importan tres pepinos qué será de Cuba luego de su muerte; pero le guste o no, Cuba lo sobrevivirá y corresponderá a los cubanos, a todos, a los de la isla y los del exilio, ponerse de acuerdo para organizar una salida que no será en clave comunista pero tampoco se realizará como piensan los voceros más desmesurados de Miami.
por Rogelio Alaniz