miércoles, 14 de septiembre de 2016

TENER FE

TENER FE


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Por Dardo Juan Calderón.



Parece que tener fe es adherir a un catálogo de verdades y de enseñanzas que la historia ha ido juntando y convirtiendo en una “tradición”. Y entonces alguien me hace el regalo – el don-  de darme tal inventario de cosas y yo “las tengo”.  Tengo un “credo”, y por ello adhiero a estas verdades confiando en la sabiduría de todos aquellos que han ido conformando el catálogo - el patrimonio espiritual – a partir de una revelación divina, que pasa a ser una especie de manual para el uso correcto del artefacto, que soy yo y lo social puestos en la existencia concreta.





  Yo adhiero, yo poseo esta fe, y con ella tengo las respuestas ante los aconteceres que me depara la historia, tras un trabajo sesudo de ir asimilando ese patrimonio espiritual y cultural e ir haciéndome cada vez más de más fe, ampliando mi posesión. Con este capital hago un discernimiento, una interpretación y una adaptación de toda esta enseñanza para enfrentar la novedad de mi tiempo. El problema esencial de la fe consistiría en ese proceso de “enriquecimiento” y posterior aplicación, adaptación a las circunstancias,  y de si en este proceso histórico ineludible, estoy o no traicionando el sentido de esa tradición que se me entregó y se me regaló, para lo cual vuelvo a revisar los tomos de la doctrina.

   Las actitudes frente a esto son, el de si yo me planto con una actitud crítica – en el mejor sentido – ante el catálogo de consejos e intento en ello sacar “el espíritu” de esa tradición o,  si profeso una fe de carbonero y me atengo a lo mandado a creer, literalmente,  y para eso busco las citas. Existen posiciones intermedias, puedo hacer descansar esa tarea de adaptación en las autoridades, en los doctores, que vendrían a ser estos  los que interpretan el espíritu para cada época,  a las que acataré, o si no,  con los que compartiré un cierto diálogo que me tenga como partícipe de la tarea. Pues, después de todo, el que tiene que vivir mi vida soy yo, y no puedo - como hacen ciertas mujeres piadosas y cargosas -  andar ocupando al cura cada vez que decido contrariar a mi marido (que en el fondo no intentan sacarse las dudas, sino convencer al cura de que les dé el imprimátur ¡Y vaya si lo logran!).

Y “no tener fe”, pues sería enfrentar la vida histórica que me toca, sin este catálogo ni este patrimonio espiritual, porque simplemente nadie me lo regaló. No tuve el don, y ando leyendo otras cosas. Y de esta manera, es una clara experiencia el que un montón de personas que tienen fe y otras que no tienen fe, llevan vidas muy parecidas, y esto porque lo que realmente importa y es determinante, no es el libro que usas para entender la historia, sino que lo importante y gravitante, es la Historia que nos tocó vivir y que pesa más que mil libros.

   Lo que haría la diferencia es que aunque ambos van al mismo supermercado, comen las mismas cosas, aman a sus hijos de parecida manera,  se esfuerzan en sus trabajos con igual tesón y adquieren bienes parecidos; pues uno tiene una “cosa” que el otro no tiene.

¿Cuál sería la diferencia? Me podrán decir, en defensa de la fe,  que el que tiene fe, tiene más alegría o menos angustia. Está más seguro de lo que debe hacer; tiene menos dudas; las cosas le van mejor; sus hijos los aman más y sus cónyuges son tiernos y cariñosos. Pero… ninguna de estas cosas se dan de esta manera a nuestra experiencia; es más, suelen verse más angustiados a los hombres de fe que a los que no la tienen, y los hijos de los que tienen fe suelen salir tanto o más fallutos que los otros, y ni que hablar de lo cónyuges.

 Para colmo, este regalo que es la fe, esta cosa que se me da – como todas las cosas -  se puede perder, como se puede perder un paraguas, y aún más, es un objeto de lo más caprichoso - como suelen ser las cortaplumas suizas que nos regalan - ya que un día contamos con ella y al otro no la hallamos, y pasamos meses sin pensar en ella y un día de nuevo la encontramos y vemos lo útiles que nos son, y también vemos que podíamos vivir igualmente sin ellas. Y lo cierto es que nuestra vida en mucho no cambió entre los períodos en que la tenemos, y los que transcurren estando ella perdida.

  Tengo una sana envidia con aquellas personas prolijas que siempre encuentran sus cosas, pero también tengo la sospecha de que esto ocurre porque no las usan nunca. Y de esta manera hay muchas “fes”, que permanecen impolutas en los cajones y sólo son sacadas para ocasiones especiales; conferencias, cursos y fiestas de guardar, con el cuidado primoroso de ser devueltas a su cofre rápidamente y no andar llevándolas por todos lados corriendo el riesgo de que se ensucien, se quiñen, etc..

 Decía André Frossard que si en cada iglesia hubiera una oficina de objetos perdidos donde uno tendría que declarar la pérdida de la fe, se produciría un interesante diálogo. “A ver, dígame las circunstancias de tiempo y lugar ¿dónde la perdió, a qué hora de qué día? Descríbamela: ¿cómo era su fe, de qué tamaño, de qué color? ¿Qué contenía? ¿Era la fe de carbonero, o la simple, la de niño? ¿O quizá adulta, crítica? ¿De fabricación moderna con cubierta plástica, o antigua, encuadernada en cuero rústico? ¿Tiene Ud. mucho interés en recuperarla?” (En estos casos y ante la prolongación del trámite, dice el citado, “se demostraría que uno haría muchas menos gestiones por reencontrar la fe, que por recuperar un paraguas”, y – agrego yo-  esto es porque es más fácil identificar el paraguas que la fe. Nadie sabría muy bien qué decir ante este interrogatorio.

   El asunto es que así planteadas las cosas, no sólo no se entiende bien la diferencia entre tener o no tener fe, sino que más todavía, uno no podría asegurar nunca que tiene – en su posesión y bien agarrada - tal cosa. Salvo que la llevara como un estandarte o como se llevan los santos en las procesiones y entonces pasa lo de Anzoátegui (sobre que ser católico es bueno, pero poner cara de católico, no). Y la más de las veces, uno queda en encontrarse por asuntos con personas que no la tienen,  y estamos en la misma, porque uno no la ha llevado a la cita para no andar molestando ni estar tan empaquetado.

¿Hasta qué punto uno puede decir que “tiene” sus bienes? ¿Qué “tiene” la fe? Lo cierto es que uno los tiene a ratos, no se puede andar con todos ellos de un lado para el otro, y resulta que su auto lo tiene el chofer, su jardín el jardinero, la casa los chicos y su fe su mujer. Es cierto que allí están, a buen recaudo (por lo menos eso creemos, o queremos creer).

 Para peor, viene San Pablo y nos dice que la fe, es decir, no la fe, sino la “Fe”, es “substancia de las cosas que se esperan”…. así que nada, no tengo nada. Ninguna cosa. Porque la fe recae sobre cosas “que se esperan”, no se tiene ninguna cosa en la fe, se espera tenerla, no es como el  paraguas.

“¿Y toda esa historia y esa tradición?” - me dirán -  “No venga a decirme – ¡justo usted!-  que no tienen nada que ver con la fe, son cosas que pasaron y que constituyen algo, una cosa, una civilización, un cúmulo de enseñanzas o de verdades, un patrimonio. Es a eso a lo que le doy fe”.

  Bueno, a mí me gustaría darle la razón, pero San Pablo dice otra cosa que tenemos que tratar de entender. Es más, agrega, “Si Cristo no ha resucitado, mi fe es vana”. “¡Ahh, cómo! Entonces hay una fe que es “vana” ”. Y parece que sí. Por ejemplo: yo puedo creer que Dios existe y que ha creado todas las cosas, es más, lo corrobora la razón, también puedo creer que Jesús de Nazaret ha venido al mundo con un mensaje del cielo que les ha dado a los hombres; que ha predicado el Reino de Dios y que ha muerto en el Gólgota después de darnos los ejemplos de todas las virtudes y hasta un modelo social, que fundó una Iglesia,  que ha cumplido la misión de un Mesías espiritual que fue anunciado por los profetas, es decir que respondía a una tradición y lo anunciaba una historia que se hacía cumplida en Él, y todos y muchos más sucesos, que se pueden creer, sin tener la Fe. Aún sus milagros. Y tras de Él toda la historia de la Iglesia con todos los tomos de doctrina y filosofía (también filosofía política).

   Pero hay una cosa en la que no se puede creer. Le pasó a Tomás el Dídimo. Que no sólo creía, sino que todas esas “cosas” las había vivido junto a Él, todo “eso”. Y lo que es increíble, antinatural, irracional, inaceptable al hombre, es que RESUCITÓ ¡No me vengan con eso! Dijo Tomás. Y si resucitó, puede venir en la Hostia, vivo, y esa eucaristía es el milagro de la resurrección. Y yo, entonces, creo que puedo resucitar con Él, es decir, que “espero” resucitar porque Él resucitó, y esa es la Fe, la esperanza de resucitar junto a Él. Esa es la substancia de las cosas que se esperan.

¿Y todo lo otro es vano? Así, sin esto, sin la resurrección, pues sí. ¿Entonces quiere decir Ud. que en aquello que tengo fe, no es en toda esa tradición, sino en la resurrección, y si no, no tengo Fe?

  A ver… nosotros no somos cristianos porque adherimos a una tradición histórica cristiana, podemos adherir a ella, sin tener Fe, y aún podemos creer, sin tener Fe. Hay muchos que así lo hacen (se llaman “conservadores”).

  No es un decurso histórico el que nos hace cristianos, ni el
transcurso esforzado de un patrimonio cultural. Nosotros nos hacemos cristianos porque así, medio de repente, se nos
 abrió una puerta,  y de esa manera “entramos en algo”, y nos “enrolamos en algo”, y de a poco comenzamos a ver que dentro de ese “dominio” al que entramos, hay un montón de cosas que comienzan a tener explicación y razón de ser, que están dentro de ese “dominio”; y que recién podemos entender y adherir de corazón a esas cosas, porque Cristo ha resucitado. Ya que si queremos andar el camino al revés, es decir, ver todas esas cosas, jamás veremos ni podremos entender, ni justificar, el que Cristo haya resucitado. Como le pasó a Tomás. Y vamos a querer meter los dedos.
  Toda esa historia y esa tradición, lo único seguro que me dicen, es que ya pasaron y que estoy viviendo en otra historia y no sé cómo cornos ajustar las diferencias, y la Fe no es para aprender a vivir la historia que nos tocó, sino justamente para hacer de su derrotero futuro, en la esperanza, una historia mía, junto con Él. La Fe no es algo que nos ocurre en la historia, sino que es la substancia de lo que va a ser nuestra historia más allá de la historia. ¡¡La historia importa un comino!! Y en cuestiones de Fe, trae más problemas que soluciones, porque (no lo digan en voz alta) “La historia está endemoniada”.  (Bueno, no peguen). Importa un comino si esa historia, es una historia que sucede delante de mí y con la que tengo que lidiar como se lidia con un libreto que otros escriben. Pero mí historia propia, la que escribo mientras voy a Su encuentro, es mí libreto. Y como es una historia que ando con Él, también Su historia es mía. Esperen que damos un ejemplo.

 Dice otra vez Frossard: “Porque la fe no es un objeto, ni el estado privilegiado de espíritus extraordinarios en familiaridad con lo sobrenatural. Creer no es sentir, la fe es contraria a la evidencia, y ella no se confunde con la percepción clara de las virtudes cristianas (ni, agrego yo, con un catálogo de conocimientos), el fervor, o aquello que llaman los teólogos, gracias sensibles. Decir que es una virtud, es avisar que puede ser de una práctica onerosa y difícil, lo que está bien. Pero en realidad, la fe es un enrolamiento, irrevocable y recíproco, comparable a aquel del matrimonio cristiano.”

   Y aquí vamos entendiendo un poco mejor los que tenemos la experiencia del matrimonio. Casarse es comprometerse – entre dos- a una esperanza. A algo que va a ocurrir y de lo cual saboreo su sustancia en el acto de tener fe, de confiar, de que ese es mi destino y que escribiremos una historia de amor (como en las películas). Y no tengo nada, salvo, que comienzo una aventura por conseguir lo que “espero”. Y ese día ella o él, no tienen historia, pero luego resulta que la tienen, y la descubro y tengo que digerirla y termino amándola con su historia y así con todo lo que ella trae y significa. Pero al conocerla, cada vez más, su historia se hace diferente, se hace mía en lo que tiene de más secretamente suya. No importa la historia que cuentan sus padres,  sus hermanos, sus amigos o sus enemigos;  sólo yo entiendo su verdadera historia si ella y yo, estamos en camino de conseguir lo que esperamos. Porque esa historia del otro, no era otra cosa que una historia para mí, para nosotros dos, desde el principio de los tiempos.

  ¿Cómo se expresa la fe en el matrimonio? Por la palabra. Y la Fe, es Fe en la Palabra. ¿En un libro? ¿En verdades dichas y escritas? No ¡como en el matrimonio! en un “requerimiento” (el de Dios a la Virgen María, por ejemplo, o a Saulo en aquel camino) que es mutuo al ser correspondido, que forma una relación irrevocable y recíproca. En la Fe, Dios no nos propone un núcleo de verdades, nos propone un “matrimonio”, una relación “para siempre”, y yo, también lo busco, asintiendo al requerimiento y esperando en él el cumplimiento de mis felicidades. Me caso, y luego me con-vierto al otro. (Y al que le fue bien en el matrimonio, sabe de qué hablo). Toda esa historia de Cristo, lo que llamamos el cristianismo, no tiene ningún sentido para mí, si no estoy comenzando una historia con Cristo. Es una historia ajena, que ocurrió allá lejos… está bien, es ejemplar, es imitable, está llena de frutos para aplicar a mi historia, puedo sacar ventajas y hasta seguro que me es muy útil, pero no es MI historia.

  La fe no es una cosa que se puede perder. Es un compromiso que se falla. Si se ha trabado ese compromiso, sólo queda desertar. Más te vale no casarte, más te vale no entrar en ese dominio. Es un dominio en el que entras y para salir hay que retroceder y traicionar. Y por eso los casados y los hombres con fe, siempre tienen una mueca de cierta contrariedad cuando no son Santos. Porque hay que “apretar” y seguir y hay momentos de seguridad y confirmación, y otros de dudas y miedos.

 El hombre de fe no anda dejando la fe en los cajones, ella es su historia, alegre, triste, pesarosa, con idas y vueltas, pero siempre dentro de ese dominio. De esa historia. No hay divorcio vincular.

   La fe es una “vocación” – un llamado-  aceptada en la Promesa de la resurrección, como el matrimonio es una vocación –un llamado, un requerimiento - aceptada en la promesa del amor. Suena cursi, y alguien me diría que el fin principal del matrimonio no es el amor sino la procreación. Si es verdad, pero lo descubres al otro día (ese día feliz en que despiertas con el otro a tu lado). De la misma manera, descubres en la aceptación de la vocación de Dios, al otro día,  que debes prestar fe a una doctrina, pero entras ya de la mano de la fe, como entras a la historia del amado en el amor, porque si no, no entenderás nada. Nada se te hará claro, si no existiera lanzada y tomada esa promesa de resurrección, esa promesa de amor.

   Hay un primer acto simple como Dios mismo es simple. Ningún matrimonio feliz se celebra sobre la ponderación de los bienes que se poseen, sino sobre la esperanza de ser feliz (de buena o mala manera). Nuestra fe es fe en la resurrección, lo demás es la alegría, el trabajo y el padecimiento de completar una historia con un buen final, como en todas las empresas “propias”.

  La historia, la tradición, el cristianismo, los artículos del Credo y toda la dogmática, para entenderlas, hay que estar “un paso delante de ellas”, un paso adelante en la Fe. Se captan desde adelante para atrás. La historia se comprende desde la profecía, la filosofía desde la fe, y lo que fue la mujer con la que uno se casó, recién después de casarse y de haber andado un rato juntos (¡y más te vale que la sorpresa te agrade!). Pero si no hay un primer acto de arrojo, de apertura en una esperanza, nunca habrá más que una historia que se mira desde afuera y no se protagoniza. Siempre será una empresa ajena.

   Ustedes me dirán que hay mucha gente que se casa luego de una cerebral ponderación de las ventajas, no sólo las interesadas, sino las racionales, y aún las espirituales, que se sopesan con tranquilidad y por las que se confía un día llegar al fin, al amor. Si. ¡Dios me libre de tal tarea! Es un trabajo de contadores, de tenedores de libros, todos los días rehacer el balance, esforzarse por hacer cuadrar los números, convencerse cada día de los beneficios, afrontar las dudas, enfrentar las tentaciones de mandar todo al diablo. Esa confianza no es Fe. No está disparada hacia adelante. Necesita corroborarse con resultados diarios, es una “cosa” que está fuera de mí, que poseo y no poseo, que poseo con la inquietud e inseguridad con que poseo todas mis cosas que se pierden, y con el agregado que dijimos, que muchas  veces ni soy yo el la poseo, sino que es otro que posee a nombre mío; el chofer, el jardinero, los chicos o mi mujer.

   La fe del conservador es un matrimonio de “conveniencia”, no por una conveniencia espuria, realmente creen que es lo mejor, y se lo tienen que demostrar cada día, lo tienen que corroborar, se tienen que convencer cada mañana mirando hacia atrás, recordando y recapitulando. El conservador es un analista de la fe, es un administrador de una cosa ajena, y probablemente un buen administrador, serio, honesto, que no corre grandes riesgos. Es un hombre que cuando la empresa muera, no va a morir con ella, porque está viendo una historia ajena, no SU historia. Está protegiendo un patrimonio, algo que está fuera de él, aunque el crea que es SU patrimonio, pero es suyo en el sentido enajenado en que creemos que nuestras cosas son nuestras. Lo único que es “nuestro” es la vida, y por eso se habla de “vida de la fe”. No tienen FE. Creen, pero no tienen FE.

  De esta manera hay que saber distinguir lo que son los “tradicionalismos”, si esa tradición, si ese tesoro, es algo dado, que está “allí”, que es un elemento – quizá hasta indispensable- de mi vida; pero no es mi vida. (¡Vida mía!, le decimos a la amada). O de si esa tradición y esa historia, es algo que, en la misma esperanza compartida, se hace mí historia, y se explica para mí y en mí, en ese “matrimonio”, en ese “enrolamiento” que hago con Cristo para una felicidad compartida y esperada con Él.

   No es la tradición y la historia en donde aprendemos los contenidos de la Fe y los guardamos para su consulta en una biblioteca a fin de comparar y dictaminar el estado de cosas. La tradición y la historia es algo que “aprehendemos” desde la Fe,  y es nuestra propia vida. Que la vida no es otra cosa que una esperanza de felicidad que se consigue en el amor y en el sacrificio abnegado y permanente. Tener Fe es haber tirado la llave y quemado las naves, allí en la ribera del mar, para adentrarse a un dominio ignoto que queremos conquistar y del que ya saboreamos el triunfo, sin engañarnos de los enormes sacrificios y desconsuelos que nos esperan. Tener Fe es hacer propia una historia.