lunes, 31 de octubre de 2016

La Progredumbre. Por Nicolás Márquez




La Progredumbre. Por Nicolás Márquez


El progresista post-kirchnerista.
El progresista argentino en versión post-kirchnerista hace un culto a la moderación: atributo que él exalta para disfrazar su cobardía personal.
Vende un optimismo voluntarista y festivo, gesticulación entusiasta presentada en sociedad como un síntoma de “buena onda” en el marco de su ecumenismo frívolo, mojigato y artificial.
El progresista le desea suerte a todo el mundo, incluso a aquellos a quienes desprecia pero teme: la impostura y la pavura son los dogmas centrales de su religiosidad autoconstruída a base de un pacifismo blando y un entreguismo confortable.
El progresista sabe y le consta que los terroristas desaparecidos en los años 70´ son 7000 y no 30.000. Pero sigue diciendo que son 30 mil porque dicha cifra es un “símbolo” o un “patrimonio de la memoria”, dado que al fin y al cabo “no importa cuántos fueron, un solo desaparecido ya es una tragedia”: aforismo hipócrita que le permitirá salir del paso ante tan incómoda temática para los espíritus irresolutos.
 
Si Hebe de Bonafini vomita uno de sus habituales exabruptos o se le imputan algunas de sus muchas causas por robo, antes de criticarla se cubrirá valorando “la militancia de las madres durante ´la última dictadura´”. Frase que le servirá de colchón para poder luego criticar algún aspecto “discutible” de la madre más conocida de los terroristas locales. Y si se anima, hasta podrá criticarla con mayor valentía, a condición de que previamente aclare que odia a Videla y de que “Carlotto es mucho más respetable que Bonafini” (como si hubiese diferencias importantes entre ambas energúmenas). Nadie le preguntó ni por Videla ni por Carlotto, pero el progresista necesita agregar estos contrastes de manual, temeroso de que lo corran por izquierda y quedar “estigmatizado”.
El progresista post-kirchnerista ahora es crítico del narco-indigenismo de Milagro Sala, pero atendiendo a su espíritu culposo y vergonzante, de inmediato reconocerá que “hay una deuda con los pueblos originarios”: como si dichos “pueblos” no hubiesen mejorado su calidad de vida en mil veces tras la llegada del Evangelizador español respecto del estado de barbarie, hambruna y salvajismo en el que ellos se hallaban antes del arribo de la Civilización a nuestras playas.
Si una víctima mata a un delincuente, el progresista cuestiona al delincuente pero enseguida se encarga de machacar contra la “reacción desmedida” que la víctima “pudo haber evitado”: el progresista es un garantista convencido o un garantista funcional. En cualquiera de sus formas no deja de prestarle gratuitos servicios a la izquierda criminológica.
Sólo se atreve a criticar con ahínco aquellas abstracciones en las que de antemano sabe que todo el mundo va a coincidir: el hambre infantil, la pobreza, el racismo, la inseguridad o las injusticias que hay en el mundo. Cuanto más vaga sea su crítica menos costo político va a pagar y más adhesiones especula en cosechar.
El progresista criticará y se indignará de modo genérico ante “la corrupción”: total ésta crítica abarcará a todos pero al mismo tiempo no abarcará a nadie. Y si un político conocido o de coyuntura es denunciado o se encuentra salpicado por la corrupción, el acicalado progresista no emitirá juicio de valor y con proverbial prudencia nos dirá (sin decir nada) la siguiente frase institucionalista: “es necesario que la justica investigue”.
El progresista es un especulador consecuente y cada opinión suya será dada no sin una calculada búsqueda de trepar en el sistema de reparto político. Como trampolín podrá integrar una ONG de buenas causas, militar en algún partido “presentable” o ser un “dirigente social” prolijo (de esos que le venden su imagen a la clase media y por ende no hacen piquetes ni rompen vidrios). Si le va bien, por su imprecisión discursiva y su buenismo militante podrá eventualmente ser o haber sido funcionario de Scioli, Massa, Macri, Stolbizer o Carrió indistintamente, alternativamente, sucesivamente, paralelamente o simultáneamente.
“Todos juntos tenemos que tirar del mismo carro” es una de sus frases de cabecera. Juntar “buenas voluntades” de ámbitos diversos sería el medio que él cree que le permitiría lograr que el carro imaginario sea algún día “tirado por todos”: pero comandado por él.
Portador de una cobardía ideológica sin precedentes, el progresista argentino post-kirchnerista oscilará en sus manifestaciones entre el centro-liberal y la socialdemocracia (cada vez más cerca de la socialdemocracia que del centro), aunque referirá respetuosamente respecto de los partidos de extrema izquierda, ideología que sin bien él “no comparte”, valorará el “compromiso social” de sus militantes.
Su pánico discursivo lo llevan llamar a Fidel Castro no como “dictador” sino como “comandante” o “líder cubano”. Casi no cuestiona el totalitarismo de facto de más de 57 años en Cuba pero si se habla de Alberto Fujimori (que gobernó de facto el Perú apenas un año y fue elegido por el voto varias veces), no duda en llamar a este último como “genocida” y de paso ganarse la palmada y aprobación reglamentaria del elegante euro-progresista Mario Vargas Llosa.
Si el progresista post-kirchnerista es de estirpe socialdemócrata, en las venideras elecciones americanas apoyará a Hillary Clinton. Pero si en cambio es un progresista del “centro-liberal”, como siente vergüenza de brindar apoyo a Hillary entonces sólo se limitará a criticar rabiosamente a Donal Trump sin agregar más nada: esa será su alegre y miserable contribución al gramscismo norteamericano.
En verdad, el progresista de última generación se siente más que cómodo con los gobernantes socialdemócratas que con cualquier otro en boga, pero no se dice chavista (los toscos rasgos del extinto dictador venezolano y su actual heredero no cuajan con su corrección formal) y entonces, éste se permite cuestionar los “excesos” del régimen bolivariano pero acusándolo de “fascista”, es decir atribuyéndole una ideología italiana extinguida en 1945 pero que el progresista moderno la hace resucitar, a fin de satanizar a Chávez y Maduro con un mote ajeno o lejano y con ello exculpar por completo a la ideología socialista, que es la verdadera responsable de las canalladas interpretadas por este par de socialistas confesos.
El progresista argentino pide con suma preocupación por la libertad del socialdemócrata venezolano Leopoldo López (quien se sometió a la cárcel chavista voluntariamente), pero su indecorosa corrección política le impedirá clamar por los 2000 militares octogenarios injustamente presos en la Argentina.
A pesar de denostar las pasiones nacionalistas, el progresista hinchará siempre por la selección Argentina de fútbol: aunque quizás ni le guste el fútbol. Esa toma de posiciones deportivas no le va a acarrear ningún enemigo y hasta va a conseguir algunos “Me Gusta” en su red social. Mutatis mutandis, exagerará alegría toda vez que “Las Leonas” en el hockey o un tenista criollo gane un partido, aunque quizás ni sepa que se estaba disputando ni le guste ni entienda nada de estos deportes: todo sea por conseguir retwitteos y congraciarse con la opinión dominante en el hashtag de la fecha.
Si bien el neo-progresista local suele provenir de cuna y linaje “gorila” rara vez criticará a Perón. Pero si lo hace, a su vez se encargará de reconocer las “reivindicaciones sociales” que el tirano extinto aparentemente le supo conseguir a “los trabajadores”: no nos olvidemos que los peronistas son muchos y no es aconsejable ganarse la desaprobación de un sector poblacional tan nutrido y siempre tan cercano al poder.
El progresista clama a favor de “la diversidad” y al respecto no opina nada sin consultarle al catecismo lingüístico de la ideología de género: con acrítico lenguaje neomarxista cuestionará enfáticamente todos los “femicidios”, pero jamás hará lo mismo cuando la víctima sea un varón. Con la moderación que lo caracteriza, considerará que las marchas “NiUnaMenos” encarnan un fin noble, aunque lamentará que en ella se infiltren “intereses políticos” o actos de violencia.
Es un timorato y huye de las tomas de posiciones comprometedoras. Y si bien suele ser abortista no se banca presentarse abiertamente como tal, entonces manifiesta su apoyo al infanticidio diciendo imprecisamente que “hay que discutir el aborto”: modo pusilánime pero efectivo de promoverlo.
Se muestra en contra de toda forma de discriminación: como si discriminar fuese un acto intrínsecamente malo y no un rasgo propio de la inteligencia humana que permite diferenciar, distinguir y elegir.
La Progredumbre
A la postre, cabe señalar que el progresista en cuanto escoria aislada no genera ningún peligro, pero como él es un esclavo del consenso nunca está aislado sino que participa, conforma e integra su cuota-parte de hegemonía cultural en boga. De modo que de la suma total de los progresistas surge la Progredumbre, mazacote ideológico viscoso y hediondo que dictamina hoy las bases del Pensamiento Único y por ende, quienes cuestionan dicho paradigma son enseguida sindicados como “exagerados” o “extremistas”. Esto explica en parte por qué el progresista evade todo contacto posible con quienes se rebelan contra el monopolio discursivo al que él adhiere, puesto que los insumisos ponen en evidencia su tibieza y lo obligan a hacer algo que lo incomoda muchísimo: tomar posiciones.
Ocurre que el sujeto progresista no suele avanzar caminando sino arrastrándose: pero no como un reptil sino como un gusano. Eso sí, su arrastre se halla siempre auxiliado y empujado por la corriente y con ella transita los caminos pavimentados por la teledirigida opinión dominante.
El progresista, que nada sabe de honra, entereza y honor, al fin de cuentas es un alcahuete de la hegemonía cultural a la cual asiste con indigno servilismo.
Finalmente y por si no hemos sido lo suficientemente claros en esta nota, culminaremos estas breves reflexiones exponiendo nuestro sentir respecto de la Progredumbre y el consiguiente tropel de correveidiles que la conforman:
Sentimos por ella un sano, legítimo, sentido, catártico y justísimo Desprecio.
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