jueves, 29 de diciembre de 2016

DEMOCRACIA Y COMUNISMO (1937)

DEMOCRACIA Y COMUNISMO (1937) 

(Repost) – Por Leopoldo Lugones


EL ESCRITOR ANTE LA DEMOCRACIA

(Publicado en La Nación Bs.As. 27 de Junio de 1937, suplemento literario, 2ª. Sección p.3.)

  Definida la democracia según ahora existe, como el sistema de gobierno en el que el pueblo ejerce la soberanía mediante el sufragio universal con que designa sus mandatarios, este instrumento y aquella autoridad se han vuelto sinónimos, La crisis de dicho régimen, al generalizarse como un fenómeno universal que comprende a la sociedad entera, importa para el escritor servidor del pueblo, el deber de considerarla, empezando por definir en que consiste.
  Para ganar tiempo, resumámoslo en la expresión de una deficiencia que nadie discute: la democracia no satisface las esperanzas de adelanto social que se pusieron en ella. El sufragio universal resulta incapaz de constituir el gobierno equitativo, inteligente, eficaz y módico que requiere la sociedad para asegurarse su bienestar moral y material, su progreso y si defensa...

  …(Es) el gobierno más caro, hasta el extremo de que los pueblos que lo practican acaban por entregarse a una verdadera autofagia como lo estamos viendo en Francia y en los Estados Unidos, vale decir en las democracias modelos.

  No lo niega, ni podría hacerlo ante los hechos intergiversables, el ideólogo liberal que sigue creyendo en la democracia; con lo cual trátase de un caso de fe cuyo examen procede ahora.

  La fe en la democracia presupone la realidad del progreso indefinido, pues afirma que el sistema liberal o doctrina política de aquel nombre, es bueno y practicable aunque nunca se haya podido practicar por haber sido malos hasta hoy los hombres que lo practican; con lo cual bastará que sigan practicándolo malamente, para que se acaben por practicarlo bien, lo cual equivale a transformarse, así, de malos en buenos.

  Para quienes creemos que la bondad de un sistema político o social consiste ante todo en que sea practicable, lo cual significa la capacidad de realizar sus propósitos de bienestar común; que su persistente inadecuación a este objeto permite calificarlo de malo, y que la práctica del mal no ha de redundar en bien con prolongarse sino, al contrario, en mayor mal todavía; la fe que analizamos constituye un caso de optimismo frecuente que el demócrata en cuestión proclame su ateísmo como una expresión de superioridad intelectual . Entre Dios y el contrasentido irracional que acabamos de exponer, prefiere y profesa este último en nombre del racionalismo…

  Mientras tanto, lejos de perfeccionarse, la democracia tórnase más defectuosa cada vez, y el progreso indefinido yace en el panteón de las hipótesis archivadas.

  De consiguiente, afirma todavía el demócrata, lo que ha menester reformar es el hombre y no el sistema; en otros términos, acomodar el cuerpo al traje  no el traje al cuerpo, con disparatada inversión de relaciones naturales, lógicas y posibles, aunque el sentido común enseña que si un traje incomoda se lo reforma, para cambiarlo definitivamente por otro cuando así tampoco sirve.

  Pasa esto, por lo demás, con todos los sistemas, que siendo obras humanas, resultan perecederos como el hombre mismo, y con mayor motivo cuando son racionalistas, dado que la razón, facultad crítica en sí, rectifica y deroga sin cesar; mientras la perpetuación de la democracia, contradice la hipótesis del progreso indefinido que es de suyo una variación constante.

  Dentro de dicha hipótesis que, como hemos visto, es esencial a la formación y sostén de la fe democrática, el sistema promueve otro conflicto racional. Desarrollado, en efecto, según su propia lógica, lleva prácticamente, que es como vale, a la dictadura del proletariado, o incurre, mejor dicho, en su propia negación según sucede con todas las paradojas cuando se las somete a esa prueba clásica y e ilevantable; de suerte que, aun a pesar suyo, el objeto final de la democracia es el comunismo cuyo éxito requiere, sine qua non la mencionada tiranía. Y nada más sencillamente lógico, según se ve: la capacidad de todos para todo, reconocida y practicada con el sufragio universal, asienta en consecuencia que todo es de todos e impone la conclusión de que todos tienen derecho a todo por el mero hecho de nacer. Si el sufragio universal, bajo esta única condición, ya que ninguna requiere su ejercicio, constituye y da gobierno al Estado, que es el total, consecuencia y conclusión vienen al caso por la doble razón de que la parte cabe en el todo y de que quien puede lo más puede lo menos. El absurdo de confundir igualdad humana con capacidad política engendra la despótica monstruosidad del comunismo.

  Que éste lo sea,  no cabe duda después de la gigantesca experiencia risa y de sus horrendas repeticiones en Hungría y en España. No se trata pues, de dialéctica, sino de hechos con magnitud y repetición suficientes para constituir acabada certidumbre.

  En el desarrollo lógico que a todo sistema induce para su complemento natural, la democracia nos lleva al Paraíso Rojo; de suerte que cuando el burgués, según su cómodo principio: “ni facismo ni marxismo”, lo enuncia así para quedarse en la democracia, opta realmente por lo segundo. La democracia se encargará de llevarlo a él como un buque en marcha donde se hace la ilusión de la inmovilidad que es su propia poltronería.

  Por otra parte, el régimen hace crisis mortal en la indiferencia del descreimiento. El voto obligatorio fue la primera expresión de ese estado de ánimo. Los “frentes populares”, de invención comunista, son la segunda y más grave, pues nadie ignora que el comunismo aspira a apoderarse del gobierno mediante el sufragio universal, para acabar con la democracia.

  Que por lo demás, repito, se acaba sola. Basta ver, para no ir más lejos ni atenernos sino a lo propio, o sea lo que conocemos mejor, qué está pasando con asunto de tanta magnitud como la renovación de la Presidencia. Fuera de los políticos a quienes interesa como resultado profesional, la elección del futuro Presidente goza – o padece – de la  indiferencia pública. Lo que la gente quiere es que la dejen en paz, designando a cualquiera “porque todos son iguales”. Opinión que los políticos se han encargado de ratificar con su insignificancia. El soberano delega con una especie de insípida conformidad. No opino a mi vez; refiero como periodista. La “cuestión presidencial” tan solemne otrora, carece ya de importancia. Es lo mismo, dice el sufragante universal; y tan lo mismo, que si mañana el Presidente que ya está decidiera quedarse, la gente no lo hallaría mal y hasta lo consideraría quizás mejor. Ocupada en recuperarse de la crisis, la carencia de agitación electoral pareceríale una ventaja. Hay, sin duda, en esto su parte de positivismo sórdido; pero el descreimiento es lo principal, Se carece de entusiasmo porque se ha perdido la fe. Faltan, además, las personalidades vigorosas y atrayentes que el pueblo ha menester para encarnarla. Todos son iguales; y elegir es decidirse entre dos distintos; un acto de desigualdad, si bien se mira. La perfección de la democracia tiende hacia la reducción a cero.

  Para la suerte del sistema, esto es peor todavía que elegir mal, porque suprime hasta la reacción ante la amenaza que el error trae consigo. Es la extinción por abandono.

  Y nada cuesta ver por qué. La libertad negativa del racionalismo lleva en este carácter su espontánea anulación. El desenfreno del instinto en que acaba al fin de cuentas su atribución incondicional, no interesa sino al vicioso y al bribón. Corrompe también a los predispuestos; agrada a la mayoría; pero el grupo moralmente mejor, y con esto el más importante para la sociedad, tiene otra idea de albedrío. Lejos de confundirlo con antojo, lo condiciona al deber y al orden. Conceptúa la libertad como un estado de conciencia, no como un deseo instintivo de satisfacerse materialmente.

  Pues bien: la satisfacción material acaba pronto en hartura. El placer puramente instintivo concluye siempre en desencanto. La prosperidad no es un fin como creía el liberalismo, ni existe tampoco la prosperidad perpetua. Fundar en ella un sistema, es dar a éste por base un doble error del optimismo que constituye otro mayor a su vez cuando se vuelve sistemático.

  El fracaso pacifista ante la inexorabilidad de la guerra; la crisis capitalista, no menos que se ilusan los chorlitos de la especulación; el desastre experimental de las doctrinas extremas a que conduce la libertad racionalista, cuando se las pone en práctica; la inmoralidad suicida en que se desenfrena esa libertad, que al ser negativa, lleva en sí propia su inevitable anulación: he ahí, entre otros, pues los hay más, en efecto, los principales motivos de caducidad democrática.

  La ley de periodicidad, que lo rige todo, contradice la perpetuación del progreso y de los sistemas. Es lo que hemos visto por cuenta propia los hombres del siglo XIX con el liberalismo de la prosperidad, la paz y la democracia. Pero, mucho más claro aun con la ciencia que según el positivismo habrá de ir alejándose sin cesar de la metafísica, su iniciación ilusoria. ¡La metafísica que con vanagloria pueril, y en lo que a mí toca, con ignorancia contumaz, creíamos haber superado!

  Y bien, no. La más perfecta de las ciencias, la matemática, predilecta por cierto del filósofo Montpellier, remonta su vuelo con grandeza que él mismo no sospechó, para dilatarlo en trascendencia metafísica. Así el hombre se rehalla, dijera el genial astrónomo inglés (Eddington) a la orilla de lo desconocido; pero en esta recisión con que va buscandola dentro de sí, que es donde está, la divina chispa, la razón deja de ser su omnipotente numen, y con ello la expresión de su autoidolatría, con que efectúa aquella tarea de la propia iluminación.

  Así cae el racionalismo o sea el susodicho numen de la omnipotencia y de la soberbia, y con él la democracia que es una de sus creaciones. Por esto, porque se trata de una transformación espiritual, la consecuencia es irrefragable. Groseramente materialista, por otra parte, el régimen materialízase más aún con ese abandono del espíritu. Su desenlace, mejor dicho su final, puesto que se trata de maximalismo y extremismo según la propia definición de los sectarios, es un hundimiento en la bajeza del instinto; un repliegue concéntrico del cerebro en el vientre para autodevorarse así el ser degradado por ella, como todo lo absoluto se reduce a cero en los dominios de la materia y la razón. Por algo el hombre ideal de Rousseau, apóstol de la libertad incondicional, es el salvaje cabalísimo. El círculo vicioso de la paradoja que es ese concepto de la libertad, ciérrase en una doble negación del espíritu.

  ¿Qué simboliza, en efecto el estandarte de la dictadura proletaria enarbolada para redimir al mundo desde esa roja Moscú donde la estatua de Judas Iscariote conmemora el triunfo de la “patria proletaria” sobre el “prejuicio burgués”?

  Pues, el trabajo manual que es la materialidad extrema; la apoteosis del ganapán en que viene a consistir la redención consabida. Esta ingenua glorificación de la fuerza física aplicada a los oficios más toscos cuya herramienta blasonaría en consecuencia la “Nueva Civilización”, define un sistema. Fácilmente se infiere de ahí su sordidez y su ateísmo; pero, sin mencionar la máquina todopoderosa en que sus sectarios adoran a la Prosperidad, fuente para ellos de la dicha, la misma utilería rudimentaria del martillo y de la hoz no es invención de la mano, sino de la mente. La dictadura del proletariado y el sufragio universal podrán crear un tirano, un presidente, un falso dios, pero no un tornillo. A despecho del materialismo con sus pitecos y antropoides, científicos hasta la veneración, no somos bestias. El sectario más afanoso por ratificar con su degradación el linaje animal de que se envanece, lleva a pesar suyo un destello de inmortalidad en las alas que revuelca.

LEOPOLDO LUGONES “La misión del escritor. El ideal caballeresco” Ediciones Pasco Pags. 67 a 72.

Nacionalismo Católico San Juan Bautista