domingo, 15 de enero de 2017

1. La fecundidad en los pueblos antiguos

1. La fecundidad en los pueblos antiguos

 
Las ideas de los pueblos antiguos de Oriente sobre la población se hallan principalmente en los libros Sagrados, que no por su condición de sagrados dejan de constituir, a veces, interesantes fuentes históricas, a las que se puede recurrir. En estas obras se integran contenidos muy variados, se yuxtaponen doctrinas religiosas, preceptos morales y político - sociales, junto a las enseñazas teológicas y cosmológicas que se enlazan con vagas nociones extraídas de la tradición u obtenidas por la experiencia y referenciadas a ámbitos notablemente diferenciados: la moral, el derecho, el gobierno, las reglas de higiene, los deberes para con la divinidad, la sociedad, la familia y uno mismo. Las civilizaciones antiguas fundaban la potencialidad del poder de los clanes en el número de hijos, lo que conducía asimismo a una positiva consideración de la mujer como fuente de la vida y de las capacidades del clan. A tenor de lo anteriormente expuesto, podemos escudriñar el Libro IX, de las Leyes de Manú titulado “Leyes civiles y criminales, deberes de la casta comerciante y de la servil” que, de forma precisa, esboza unas máximas en las que se enaltece la natalidad, se alaba a las mujeres fértiles, se rechazan las conductas que no favorecen la reproducción y se establece un específico mandato de matrimoniarse. 


Hasta tal punto se exalta la natalidad entre los antiguos arios de Asia, se relaciona directamente el origen de todos los seres vivos con la procreación, elevándola a la categoría de prescripción religiosa.

“Ley 33: La ley considera a la mujer como la tierra y al marido como la semilla; de la unión de la semilla con la tierra toman origen todos los seres vivientes.
Ley 96: Las mujeres fueron creadas para traer al mundo hijos; los hombres, para perpetuar la especie; por esto, el cumplimiento en común de los deberes religiosos por el esposo con la esposa está prescrito en el Veda”

La mujer fértil gozaba de un positivo prestigio y el perpetuar los nacimientos de generación en generación era un valor de alto significado.

“Ley 26: Las mujeres que se unen a sus maridos con el sólo objetivo de criar hijos, gozan de la mayor dicha, son respetadas, lustre de la casa y verdaderas diosas de la fortuna; entre ellas y esta diosa no hay ninguna diferencia”

Para mayor fuerza del precepto precedente en la ley 81 queda recogido el repudio de la mujer por razón de su infertilidad:

“Ley 81: La mujer estéril debe ser reemplazada a los ochos años; a los diez, aquellas cuyos hijos se mueren; a los once, a la que sólo paren hijas […]”.

El incumplimiento de este imperativo precepto era causa de repudio, tanto si era por decisiones propias (padres que no casan a la hija o maridos que no tienen las obligadas relaciones sexuales en el período fértil de la mujer), como por motivos de esterilidad, atribuida siempre a la mujer, como también por fallecimiento de la prole:

“Ley 4: El padre que no case a su hija al llegar ésta a la edad, merece todo baldón, y lo mismo el marido que no se acerque a su mujer en las épocas convenientes…”.

Les resultaba insoportable que sus antepasados o ellos mismos se vieran privados un día de la condición de la felicidad de ultratumba. El que permanecía sin hijos o no casaba a los suyos, se le consideraba como un miserable y un criminal, ya que comprometía la felicidad de los Manes ancestrales, y debía resignarse a compartir sus sufrimientos19. La insistencia sobre el deber sagrado del matrimonio y los peligros de sus desobediencias está registrada en el libro IX de las Leyes de Manú en los siguientes decretos:

“Ley 106: Inmediatamente después del nacimiento del primogénito el hombre se transforma en padre de un hijo, y queda liberado de su deuda con los Manes; por tanto, este primogénito merece la totalidad del patrimonio.
Ley 138: Como un hijo libera (tra) a su padre del infierno, llamado Put, ha sido recibido el nombre de Putra (salvador del infierno), por el mismo Brama.
Ley 107: El hijo mediante el cual paga uno la deuda contraída y alcanza la inmortalidad, ha sido engendrado por el deber; los demás, al decir de los sabios, han sido engendrados por la pasión”.

A pesar de esta reiterada exaltación de la mujer por su capacidad de traer hijos al mundo, por su condición de madre y por razón de la necesaria cooperación con el hombre para perpetuar la especie, sin embargo, en las Leyes de Manú, se contempla la posibilidad del aborto desde la perspectiva eugenésica.

“Solamente para proteger la casta elevada de una mujer, que hubiese sido embarazada por un hombre de casta baja, se daba muerte al hijo, sea provocando el aborto o por suicidio de la mujer”.

Esta favorable consideración de la procreación y de los procedimientos para su éxito no era privativa de unos concretos pueblos. Semejante perspectiva la encontramos en los semitas, hasta el punto que en un libro de gran interés para la cultura judía, El Talmud, se recoge la obligación de que los hombres contraigan matrimonio y en caso contrario se le señala negativamente y a quien vive sólo a la edad de veinte años se le considera maldito por Dios, como lo está también un asesino.
En la Biblia, en el primer libro del Antiguo Testamento, en el libro del Génesis, es objeto de un tratamiento al más alto nivel y ello con reiteración. En el capítulo I, luego de la bellísima y poética descripción que se hace de la creación por parte de Dios, este se concentra en la creación de hombre a su imagen y semejanza, “a imagen de Dios los creó los creó varón y hembra” y a renglón seguido, en el versículo 28 les da el gran mandamiento de reproducirse: “Y echóles Dios su bendición y dijo: creced y multiplicaos, y llenad la tierra y enseñoreaos de ella”. Es de señalar que este mandato está en un contexto de unidad con los anteriores mandatos, que por la palabra de Dios, según el autor sagrado crea todas las cosas, luego como si reflexionara sobre ellas y las valoraba como buenas. Por consiguiente la necesidad de reproducirse los seres humanos se contempla aquí con una necesidad semejante a la que acaba de imprimirse al cosmos. La población, la reproducción y el crecimiento poblacional vuelve de nuevo a contemplarse en el Génesis en otro momento de la mayor solemnidad, estableciéndose la población como el especial contenido de la Primera Alianza o el pacto concertado por Yaveh con Abrahám, cuyo objeto es el crecimiento de la población hasta límites insospechados:

“Esta es mi alianza que voy a pactar contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. No te llamarás más Abram, sino Abraham, pues te tengo destinado a ser padre de una multitud de naciones. Yo te haré crecer sin límites, de ti saldrán naciones y reyes, de generación en generación”.
Para una mayor concreción de la promesa precedente, Dios manifiesta que los límites de la descendencia del patriarca es comparable con la innumerable cantidad de estrellas del cielo “Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia”. Por consiguiente, se entiende fácilmente que la virginidad prolongada no estuviera bien vista entre las mujeres de Israel, como queda claramente expresado en el dolor que experimenta la hija de Jefté, más por el deshonor de no haber conocido varón que por su muerte próxima y prematura. Para remedio de la situación se establece la Ley del Levirato, por la que, cuando una persona casada moría sin tener hijos, su hermano debía casarse con la viuda. Entonces los hijos de este segundo matrimonio, de acuerdo a la ley, venían a ser hijos del primer esposo. En el
Deuteronomio se relata una interesente descripción de la práctica de esta ley:

“Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no irá a casa de un extraño, sino que la tomará su cuñado para cumplir el deber cuñado. El primer hijo que de ella tenga retomará el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no borrará de Israel. En el caso de que el hombre se niegue a cumplir su deber de cuñado, ella se presentará a la puerta de la ciudad y dirá a los ancianos: Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer en mi favor su deber de cuñado. Entonces los ancianos lo llamarán y le hablarán. Si él porfía en decir: No quiero tomarla por mujer, su cuñada se acercará a él y en presencia de los jueces le sacará la sandalia de sus pies, le escupirá a la cara y le dirá estas palabra: Así se trata al hombre que no hace revivir el nombre de su hermano”.
La necesidad perentoria de conseguir descendencia, como factor de primordial importancia en la cultura judía, volvemos a encontrarla expresada en forma negativa, en el episodio de Onán, a quien se le inflige el supremo castigo de la muerte por no querer dar descendencia a Tamar, la viuda de su hermano, obstruyendo el curso normal del acto procreativo.
El énfasis en la necesidad de reproducirse, como condición de la sobrevivencia del grupo, como es obvio, va decayendo a medida que los grupos tienen unas poblaciones suficientemente numerosas. En cambio asistimos a la aparición de un nuevo concepto, que va a tener una larga y variada historia, vinculado con la población y que llega hasta la actualidad. Se trata de la relación entre la población y el poderío militar, o la relación de la población con las cuestiones de seguridad, de defensa frente a los enemigos exteriores, de conquista de territorios o de orgullo nacional, que comienzan a imponerse sobre las concepciones morales y religiosas vinculadas con la reproducción. Estas ideas van a estar presentes a lo largo de la historia humana tanto en los tiempos antiguos como en los tiempos recientes, cuando los estados modernos ponen en marcha la elaboración de instrumentos de medida de sus poblaciones, encontramos que los motivos primeros para la elaboración de los censos modernos se vinculan con motivos de seguridad, orgullo nacional, de poderío militar.
En la Biblia se hallan elocuentes relatos de variados intentos de control de la población de determinados grupos a fin de impedir que el crecimiento poblacional se transformara en factor de dominio o de alteración del statu quo vigente. Tal es el caso del crecimiento de las tribus judias asentadas en Egipto y que en un determinado momento se perciben como una verdadera amenaza para los egipcios, el pueblo hegemónico y dominador, como consecuencia del crecimiento poblacional. En el libro del Éxodo, I, versículos 8 al 22, se relatan las medidas que dicta el Faraón, para evitar el crecimiento poblacional de los judíos de las Sagradas Escrituras observamos como la máxima autoridad en Egipto, adopta medidas para impedir el crecimiento de los hebreos, que le servían de mano de obra, para así mantenerlos bajo control.

“Levantóse sobre Egipto un nuevo rey, que no conocía José. Él dice a su gente: ‘He aquí que el pueblo de los hijos de Israel se ha vuelto más numeroso y más poderoso que nosotros. Tenemos que obrar astutamente con él, para impedir que siga creciendo y que, si sobreviene una guerra, se una contra nosotros a nuestros enemigos y logre salir de esta tierra ... Entonces el Faraón ordenó a todo su pueblo, que fueran arrojados al río cuantos niños nacieran a los hebreos, preservando solo a las niñas”.
Ideas semejantes inspiraban también a otras poderosas naciones semitas, asentadas en el espacio, hoy denominado Oriente Medio, que alumbraron tempranamente legislaciones del mayor interés. Entre estos excelentes y más antiguos textos jurídicos, que conocemos, es obligada referencia al Código de Hammurabi, en donde aparecen estrictas leyes respecto de la obligación que incumbe al padre de casar a sus hijos, desde que tienen edad para ello y de dotarlos convenientemente. Esta búsqueda de la reproducción está contemplada en este texto legislativo en cuanto facilita y aprueba el matrimonio con otras mujeres y aun con las esclavas que le ofrezca su propia mujer, siempre con el objetivo de tener descendencia:

“144. Si un señor tomó (en matrimonio) a una mujer naditum y esta naditum le dio una esclava a su marido y ha tenido (con la esclava) hijos, (si) ese señor se ha propuesto tomar (en matrimonio) a una mujer sugetum, no se le autorizará a ese señor: no podrá tomar (en matrimonio) a una sugetum.
145. Si un señor tomó (en matrimonio) a una mujer naditum y ella no le dio hijos y él se propone tomar (en matrimonio) una mujer sugetum, ese señor puede tomar (en matrimonio) a la sugetum y hacerla entrar en su casa. Esa sugetum no tendrá la misma categoría que la nuditum”.

Este Código, promulgado en tiempos del rey Hammurabí de Babilonia, (emplazada en el territorio que en la actualidad se denomina Irak) cuyo reinado se establece entre el 1792 y el año 1750 antes de nuestra era y el Código probablemente fue promulgado en el 40º aniversario de su reinado, es decir en torno a 1753. La estela en que está escrito fue descubierta en la campaña de excavaciones que llevó a cabo Francia en 1901 – 1902. La estela fue trasladada al museo del Louvre, donde ocupa un lugar de honor, está labrada en un bloque de diorita negra bien pulimentada, de sección casi ovalada y que hubo de recomponerse a su hallazgo. El texto se halla grabado en caracteres cuneiformes y en lengua acadia y comprende en su totalidad 52 columnas, divididas en casillas con 3,600 líneas.
Constituye el primer intento de legislación, de que se tiene conocimiento, para ordenar el marco familiar y matrimonial, además de otros asuntos de la vida social, que indirectamente favoreció y organizó las relaciones en un marco de equidad y de justicia, afectando como es obvio también y de manera positiva a la fecundidad mediante la adecuada legislación. Los antiguos iranios, seguidores de Zoroastro, profesaban doctrinas semejantes que están recogidas en el libro sagrado Zend-Avest. A título de ejemplo, pueden servir los consejos religiosos concernientes al matrimonio y la paternidad:
“Cásate joven, dice, a fin de que tu hijo te suceda y la cadena de los seres no se interrumpa”, y al valor sagrado de la procreación en la mujer: “De ti, ¡oh mujer!, haré yo puro el cuerpo y la fortaleza; te haré a ti rica en hijos y rica en leche; rica en germen, en leche, en gordura, en tuétano y en posteridad. Para ti traeré un millar de manantiales limpios, que corran hacia los prados que dan alimento para los hijos”.