sábado, 11 de febrero de 2017

ROBERTO BRASILLACH Y EL SUEÑO DE UNA NUEVA EUROPA

Aniversarios



ROBERTO BRASILLACH Y EL SUEÑO
DE UNA NUEVA EUROPA

Cada 6 de enero, aniversario de su fusilamiento en 1945, en el sombrío Fuerte de Montrouge, no puedo sustraerme al recuerdo de Roberto Brasillach, el joven y brillante intelectual francés ‒poeta, dramaturgo, novelista, crítico literario, conocedor profundo de los clásicos, periodista combativo‒ asesinado por orden de De Gaulle en la convulsa Francia que siguió a la llamada “Liberación” tras la derrota y retirada alemana.
Es curioso: no soy un conocedor a fondo de su obra (he leído sus Escritos en Prisión que incluyen los Poemas de Fresnes y alguna que otra página) ni puede decirse que me sienta identificado plenamente con su ideario político; sin embargo, su memoria se torna recurrente año tras año. ¿Qué me une a este hombre que representó, en su hora, lo mejor de la juventud francesa y europea que creyó ver en los movimientos nacionalistas del Viejo Continente de la primera mitad del siglo XX el sueño de una nueva Europa, grande, fiel a sus mejores tradiciones y libre de aquellos dos flagelos que la aherrojaban, el comunismo y la democracia? Precisamente el hecho de que haya estado animado de ese gran sueño (que los acontecimientos que culminaron con la aplastante victoria aliada en la Segunda Guerra se encargarían de disipar), el sueño de la Gran Europa que, al decir de Gonzague de Reynold, no es un mercado sino una pasión. Un sueño así, de grandeza, para Argentina, animó mi juventud y sigue alimentando la esperanza de mi vejez. Quizás sea esa capacidad de soñar ‒y hablo de sueños esperanzados no de utopías‒ la que me une, como hilo invisible pero firme, al reiterado recuerdo de Roberto Brasillach.

A Brasillach lo fusilaron, en un juicio paródico y burdo, acusado de traidor a Francia y de “colaboracionista”. Sólo la ofuscación ideológica y el odio ilimitado de aquella democracia aliada al comunismo pudieron incurrir en semejante acusación tan injusta cuanto falaz. Brasillach, alistado en 1940 en el Ejército Francés, había luchado contra la Alemania nazi. Mantenido en un campo de concentración alemán tras la derrota francesa, fue liberado en marzo de 1941. Es a partir de aquí cuando termina por comprender que lo que amenaza con desintegrar a Francia, y con ella a Europa, es la democracia con sus políticos venales y su ingénita incapacidad de auténtico orden. También el comunismo (aliado a la democracia) se cierne como un peligro de muerte. La advertencia de este doble peligro, junto con su amor entrañable a Francia, lleva al joven intelectual (que por entonces ya tenía en su haber varias obras escritas: Presencia de Virgilio, Como el tiempo pasa, Los cadetes del Alcázar y una historia de la guerra de España escrita en colaboración con Maurice Bardeche) a entender que sólo en el fascismo era posible hallar la clave de un Nuevo Orden que restaurara a Europa, y a Francia con ella; pensó, así, que era posible que Francia y Alemania se unieran en la consecución de ese Orden Nuevo que llevaría a Europa a la grandeza. Éste fue su ideario, al que prestó todo el poder de su palabra inflamada y poética, el que plasmó en los numerosos escritos con los que llenaba las páginas de sus publicaciones. Jamás colaboró con el Ejército Alemán ni se puso al servicio de los invasores.1 En esto, pues, consistió su “traición” a Francia: en haberla amado y soñado grande y parte de una Europa nueva. Por eso, las únicas “pruebas” sobre las que se dictó su sentencia fueron, justamente, sus escritos. Su delito fue pensar una Francia posible por fuera de la democracia y del comunismo.


De hecho su adhesión al fascismo ya venía desde 1934, concretamente desde la célebre manifestación del 6 de febrero de aquel año cuando una multitud convocada por ligas de ex combatientes y diversas organizaciones políticas ganó las calles de París, hastiada de los escándalos que envolvían al régimen republicano. Este acontecimiento, conocido como la Manifestación de la Rue Royale, fue violentamente reprimido por las fuerzas del orden, con un saldo de varios muertos.2 Brasillach y otros intelectuales de su generación vieron en este episodio el germen de aquel sueño al que hicimos referencia, una suerte de revolución destinada a iniciar la reconquista de Francia. Así escribía Brasillach respecto de estos acontecimientos: Una instintiva y magnífica rebelión [...] Una noche de sacrificio, que queda en nuestra memoria con su olor, su frío viento, sus pálidas siluetas corriendo, sus grupos humanos al borde de las aceras, su esperanza invencible en una Revolución Nacional, el nacimiento exacto del Nacionalismo Social de nuestro país.3  Palabras, sin duda, fruto de un noble espíritu exaltado y de un entusiasmo quizás en buena medida ajeno a la realidad pero incuestionablemente animado de un profundo amor a Francia.


Por eso a la hora de juzgar el fascismo de Brasillach, y el de toda aquella generación, es preciso despojarse de los clichés antifascistas al uso, ese antifascismo que, según el acertado juicio de Augusto Del Noce, no tiene en cuenta al fascismo histórico sino a un fascismo demonológico inventado por la propaganda de los vencedores de la Segunda Guerra.4 Fue el de Brasillach un fascismo que algunos clasifican de “romántico” o de poético. Lo segundo, es posible; lo primero me atrevo a negarlo. Brasillach no fue un romántico sino un hombre clásico. Lo demuestra su temprana frecuentación de los griegos en los que bebió el más recio y aquilatado clasicismo. Por otra parte, su paso por la Acción Francesa de Maurras dejó una profunda huella en su formación intelectual que lo puso al abrigo de cualquier desvarío romántico. Lo que él reivindicó siempre fue un retorno al sentido clásico de la política al que añadía una cierta estética política nutrida de un sentido heroico de servicio y de entrega generosa, sin límite. Por eso, su “conversión” al fascismo tuvo que ver menos con aquel régimen político (aunque no ocultó su admiración por el fascismo italiano y hasta por el régimen nacionalsocialista) que con aquella idea de una Europa Grande y de una Francia fiel a sus orígenes que él creyó ver encarnada en el fascismo. Se ha dicho, también, que Brasillach fue un rebelde. Hasta cierto punto podemos admitir esta adjetivación. Pero en todo caso, su rebeldía nada tiene que ver con ese espíritu revolucionario, corrosivo e insustancial de las rebeldías al uso: la suya fue la rebeldía de un alma enamorada del bien, de la belleza y de la justicia frente al desorden de las democracias y el bolchevismo. Sólo en esta perspectiva ha de entenderse el fascismo de Brasillach.


Por eso, al correr de los hechos históricos, su decepción respecto de los fascismos imperantes se hizo inevitable. Las sucesivas derrotas del Eje, el fracaso del Gobierno de Vichy (del que había sido fugaz funcionario) marcarán profundamente su ánimo y lo llevarán a afirmar: “estos son tiempos de desilusiones”. La vista de aquella Francia dividida y de aquella Europa convulsa y trágica será para el joven poeta, a partir de 1943 cuando la suerte de la guerra ya estaba echada, el derrumbe de todos aquellos bellos sueños elaborados con tanto esfuerzo. Comienza aquí la etapa final del periplo intelectual de Brasillach. El fin de la guerra, ya próximo, la liberación de París, señalan el inicio de su camino hacia la muerte que él asumirá con profundo sentido cristiano. Porque Brasillach fue, como dijimos, un hombre clásico, su periplo intelectual no podía sino concluir en Jesucristo, y en Jesucristo crucificado.


“Encerrado entre cuatro muros de cemento y sin más esperanza que la de morir bien”. Con estas palabras, Jean Anouilh, el célebre dramaturgo francés que trató, sin éxito, de salvar a Brasillach de la pena de muerte, describió sus últimas horas en la prisión de Fresnes.5 Pero ese “morir bien” fue una muerte cristiana, no estoica. Preso, pide que le traigan los Evangelios que lee, repasa y medita. El 3 de febrero de 1945, apenas tres días antes de ser conducido ante el pelotón de fusilamiento, escribe Brasillach su poema Getsemaní en el que recorre el relato de la agonía de Cristo en el Huerto de los Olivos según los cuatro evangelistas, San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan. Poema conmovedor y sublime que no puede leerse sin un desgarro del alma. Atrás quedó la poesía ardiente y combativa; atrás quedó la prosa que anunciaba la alegría de un Orden Nuevo. De aquello ya no queda siquiera un eco. Ahora, el alma en total desnudez, despojada de todo brillo, en la noche oscura, atenazada de angustia, exclama:


La noche es larga, la noche dura

Oh noche, olor de la agonía.


Luego, en plena configuración con la agonía de Cristo, su voz se hace oración:


Que se haga tu voluntad,

La tuya, Padre, no la mía.


Y para que nada falte a la imitación de la agonía de Cristo, la voz del poeta continúa en un crescendo de angustia:


Los míos aún duermen […]

El sudor brota de mi cuerpo,

La sangre fluye de las venas.

¿Es un ángel que viene a mí?

Sus manos son dulces y fuertes,

[…] Me habla y me consuela.


Y cierra el poema:


Si vienen jueces y vendidos,

Padre, yo podría jurarles

Que ninguno se ha perdido

De los que se me habían confiado.

Yo habré prevenido contra la aventura

A los que me habrán sabido escuchar,

La noche es larga, la noche dura,

Pero yo guardo en ella este orgullo.

Por larga y por dura que ella sea,

En recuerdo de la agonía,

Señor, y de la noche oscura,

¡Sálvame de Getsemaní! 6


Al llegar la mañana de aquel fatídico 6 de febrero Brasillach es trasladado de la Prisión de Fresnes al Fuerte de Montrouge donde tendrá lugar la ejecución. Jacques Isorni, su abogado defensor, nos ha dejado el relato de los momentos finales. Al salir de la prisión, Brasillach, con voz queda se dirige al Comisario del Gobierno, Reboul, con estas palabras:


No culpo a usted, Sr. Reboul, sé que cree que ha actuado conforme a su deber; pero quiero decirle que yo no he hecho otra cosa que servir a mi patria. Sé que usted es un cristiano como yo. El único y mismo Dios nos juzgará. ¿Puedo pedirte un favor?


El Comisario se inclina y el condenado formula su último pedido; pide por su familia, por la libertad de su cuñado Brasillach detenido desde hacía seis meses:


Mi hermana lo necesita. Pido que hagan todo lo posible para asegurar su liberación; él fue el compañero de toda mi juventud.


‒ Lo prometo, es la escueta respuesta del Comisario.


¿Consiente usted en estrechar mi mano?, replica Brasillach acompañando la palabra con el gesto.7


Así, transfigurado en Cristo, marchó a la muerte aquel hombre brillante cuya lucidez había previsto el desastre al que se encaminaba Francia y con ella Europa, esa Europa y esa Francia cuya grandeza tanto había anhelado. Pocos minutos después, doce descargas de fusilería terminaban con la vida terrena de Roberto Brasillach. Todo se había consumado.


Escribimos estas líneas en momentos en que ‒para algunos observadores‒ Europa y América parecen despertar del letargo de siete décadas en el que las sumió la pax surgida tras la victoria de los Aliados. Esta pax ‒coronada con la globalización, el multiculturalismo, la idolatría de los derechos humanos, la imposición de la democracia y la apostasía de las naciones otrora cristianas‒ parece haber llegado a un punto crítico; y si bien, no estamos autorizados a proclamar su desmoronamiento sí, cuanto menos, a señalar notorias grietas en lo que hasta hace poco aparecía con la fuerza y la arrogancia de un edificio monolítico.


¿Vuelven los sueños de otra Europa? ¿Vuelven los nacionalismos? Es prematuro abrir juicio. No sabemos si prevalecen los motivos para un módico entusiasmo o para una mirada escéptica, mas se nos impone estar atentos ante el actual panorama político sobre todo europeo. Pero, de cualquier manera, las trágicas experiencias del siglo XX deben servirnos de aleccionamiento. No habrá un Nuevo Orden que pueda reemplazar, con razonable posibilidad de éxito, a este viejo desorden que empieza a crujir, si la nueva empresa no está animada de un espíritu ecuménico, es decir, católico. Por fuera de este espíritu, tarde o temprano, aguardarán nuevos fracasos. La experiencia del siglo XX es tan contundente cuanto irrecusable.


El periplo de Brasillach puede servirnos de metáfora: si todos los legítimos sueños de grandeza no culminan en la Cruz de Cristo ninguna resurrección de Europa, y del mundo que a ella debe su existencia histórica, será posible. Así, sólo así, tiene sentido haber traído, en este día, la feliz memoria del poeta de Fresnes.
Mario Caponnetto
Mar del Plata, 6 de febrero de 2017
LXXIIº Aniversario del fusilamiento de Roberto Brasillach
NOTAS:
1. Uno de los cargos de la acusación fue que Brasillach había vestido el uniforme del Ejército Alemán. La “prueba” era una foto en la que supuestamente aparecía Brasillach vistiendo el feldgrau alemán. Pero luego se comprobó que el hombre de esa incierta foto no era Brasillach sino otro que se le parecía vagamente. Pese a ello, el “tribunal” mantuvo el cargo sobre el que se fundó la sentencia de muerte. Brasillach se enroló jamás en la Whermacht ni en ninguno de sus servicios; tampoco fue trabajador voluntario en Alemania. En cambio, sí lo fue el Secretario General del Partido Comunista Francés, Georges Marchais.
2. El 6 de febrero de 1934 tuvo lugar en París una multitudinaria manifestación contra el régimen parlamentario imperante cuyos escándalos políticos y corrupción venían desde tiempo atrás alimentando el descontento social. Entre las organizaciones de derecha que protagonizaron los hechos se destacan la Acción Francesa, fundada por Charles Maurras en 1899, las Juventudes Patrióticas, lideradas por Pierre  Tauttinger y la Unión Nacional de Ex Combatientes. Curiosamente, el Partido Comunista Francés participó también de la manifestación, desde luego con consignas y motivaciones bien distintas de las organizaciones de derecha. Estos hechos tuvieron una gran repercusión en la vida política francesa inmediatamente posterior. Brasillach recordó y homenajeó siempre, cada 6 de febrero, a los “caídos en la Rue Royale”. Algunos han pretendido que la coincidencia de la fecha de la manifestación y la del fusilamiento de Brasillach (once años después, el mismo día) se debió a un expreso designio de los jueces que ordenaron la ejecución.
3. Citado por Erik Norling, “El Fascismo como poesía y movimiento romántico”, en Robert Brasillach, Carta a un soldado de la quinta del sesenta. Seguido de Poemas de Fresnes, Barcelona, 2009.
4. Cfr. Augusto Del Noce, Italia y el Eurocomunismo: una estrategia para Occidente, Madrid, 1977, 48-49.
5. Jean Anouilh (1910-1987), dramaturgo francés autor, entre otras, de la célebre obra Antígona. Contemporáneo de Brasillach y próximo a sus ideas (aunque no formó parte del Régimen de Vichy) se esforzó por lograr que se anulara la sentencia de muerte contra Brasillach. Respecto de los esfuerzos de Anouilh en pro de la libertad de Brasillach, véase Anca Visdei, Jean Anouilh. Une biographie, París, 2012.
6. Robert Brasillach, Escritos en prisión. Poemas de Fresnes, traducción y notas de Joaquín Bochaca, Barcelona, 1977.
7. Cfr. Jacques Isorni, Les dernières instants de Robert Brasillach, avant son assassinat, décrits par me Jacques Isorni. Fait à Paris le 6 février 1945, en  http://www.jeune-nation.com/culture/in-memoriam/15752-les-derniers-instants-de-robert-brasillach-avant-son-assassinat-legal.