GUERRA CONTRA DIOS
¿IGUALDAD ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER?
Mirando, día
tras día, las noticias y los eventos que se van desarrollando en este
disparatado mundo, no puedo dejar de quedar perpleja observando la
intervención de la mujer en todo ésto.
Siendo
mujer, esposa, madre, no puedo más que sentir dolor y vergüenza por esas
mujeres que tanto se denigran, tanto buscan desaparecer como femeninas;
se puede observar cuando se manifiestan cuánto odio hay en sus
corazones, tan apartadas de Dios sólo buscan declararle una guerra
incesante; reconociendo, eso sí, a la Iglesia Católica como verdadera,
ya que sus balas de cañón siempre apuntan hacia allí, reclamando un fin a
la violencia, cuando en realidad la ira es lo que las motiva, el
rechazo hacia la figura de Nuestra Santísima Madre es lo que más se
puede advertir en este último lapso.
El día 8 de
Marzo he podido observar, atónita, con indignación, impotencia y gran
pena, manifestaciones a modo de “huelga” o paro (como se dice aquí en
Argentina), ejemplos más que aberrantes en donde se ha blasfemado contra
Nuestra Santísima Madre; y en todo el mundo, como en España, con
parodias de las procesiones religiosas.
Tan denigrantes, tan faltas de
moralidad, de respeto, de temor de Dios, que realmente me da vergüenza
ajena colocar los enlaces de dichas noticias; por lo cual, no pienso
colaborar con tremendo pecado…
Lo curioso de todo ésto, lo encontré en el portal Periodista Digital, que fue lo que me motivó a realizar este artículo.
Ustedes se preguntarán ¿por qué? Y simplemente mi respuesta será a través de su título:
“La discriminación de la mujer en la Iglesia es real, y además, palpable. Es constitucional”
“¡Mujeres católicas, id a la huelga!”
“Urge ya movilizar a las mujeres católicas, a que, con todos los medios a su alcance, decidan declararse en huelga”
Veamos qué dice:
Quehaceres
importantes para la vida doméstica, no reguladas por leyes laborales o
profesionales, incapacidad para reunirse sin consentimiento de sus
propios maridos, costumbres ancestrales de entretenimiento del tiempo en
cuestiones carentes de interés o de contenido, —a tenor de lo que
pensaban los varones—, su condición de sumisas,…impidieron o dificultaron las huelgas femeninas.
Los tiempos están cambiando, y para el día ocho de marzo se anuncia con carácter universal, una convocatoria de huelga, más o menos simbólica o significativa, de mujeres reivindicadora de sus derechos fundamentales por su condición de personas, entre otros, el de la propia vida y la de sus hijos.
¿Cuál
es, o debería ser la actitud de la mujer, por mujer, y además como
parte integrante que es de “Nuestra Santa Madre la Iglesia”? ¿Alcanzó
en esta cuantos derechos y deberes les corresponde ejercer como
miembros activos, conscientes y adultos de la comunidad eclesial, en
santa y justa igualdad con el hombre-varón? Es posible que estas
sugerencias contribuyan al planteamiento de un tema de tan colosal
importancia:
La mujer en la Iglesia, en calidad de institución religiosa, y a la vez, de Estado político independiente, carece de los mismos derechos que el hombre. La
constitución eclesiástica —Código de Derecho Canónico— así lo
establece, avalado por argumentos proporcionados por la Biblia, los
Santos Padres, papas y obispos, teólogos “oficiales” y pastoralistas,
que jamás podrán aseverar que su reconocimiento y aceptación han de
tener y exigir la categoría de “dogma de fe”.
La discriminación de la mujer en la Iglesia es real, y además, palpable. Es constitucional.
No le será posible no solamente ejercer como sacerdote, sino, en la
práctica, acceder a los puestos de responsabilidad en la institución,
como Nuncio-Nuncia en las correspondientes embajadas, ni estar al
frente, o ser responsable, de dicasterios, organismos o instituciones a
las que el hombre, por serlo y por aquello de “vir baptizatus”, cuenta
con plenos derechos, “némine discrepante”.
Más aún, en el caso insólito de que a alguno o alguna se le ocurra mostrar su discrepancia con lo así establecido “por los siglos de los siglos”, es
decir, desde anteayer, les aguardan descalificaciones y condenas “en
esta vida y en la otra”, al margen, o sobre, cualquier interpretación
disculpadora o misericordiosa.
Así las cosas y ante panorama tan amargo y ensombrecido, nada razonable, que prescinde de los evangelios, urge ya movilizar a las mujeres católicas, a que, con todos los medios a su alcance, decidan declararse en huelga,
manifestarse y hacer uso de cuantas medidas legales se precisen para
llamar la atención y contribuir a solucionar el problema en beneficio
propio, de sus hijos e hijas, de toda la comunidad eclesial y como
ejemplo de la convivencia en general.
Con
ponderaciones evangélicas, una y más huelgas femeninas estarían
justificadas, a la vez que “indulgenciadas” y con bendiciones
religiosas, aun echando en falta las representaciones oficiales de los
estamentos jerárquicos.
Ni de irreflexivos, insensatos, frívolos o irreligiosos podrían
ser catalogados los convencimientos de que en semejantes huelgas y
manifestaciones se habrían hecho presentes personajes femeninos del
Antiguo y Nuevo Testamento. De entre sus mujeres, destacaría la
Santísima Virgen María, “Madre de Dios y madre nuestra”, la mayoría de
cuyos versículos de su canto “El Magníficat” habrían de utilizarse como
otros tantos eslóganes de radiante actualidad.
Aunque a algunos santos misóginos todavía
les escandalizaran tales gestos y adoctrinamientos, a otros seguramente
que les servirían de puntos de reflexión bíblica, al dictado de los
comportamientos exigidos e impuestos por los nuevos tiempos conciliares,
no faltando además las bendiciones fraternales del papa Francisco.
Mientras tato, es de esperar que los obispos católicos no “pasen” de largo de estas huelgas y manifestaciones,
que a algunos de ellos hasta se les ocurra “procesionar” entre sus
feligreses y feligresas, con o sin sus atuendos protocolarios, siendo
imprescindible adoctrinar, antes o después, a sus diocesanos acerca de
las enseñanzas seriamente teológicas, en las que jamás aparecerá la
mujer discriminada en relación con el hombre, candidata “ipso facto”, a
ser sujeto de la violencia machista.
Siendo
mínimamente consecuentes, las huelgas y las manifestaciones
extraordinarias, a favor de los derechos de la mujer en igualdad con el
hombre-varón, habrían de celebrarse también en los claustros de los monasterios de monjas, y
en los pasillos y estancias del resto de las comunidades religiosas en
la diversidad de denominaciones, fines y propósitos. Las normas y las
reglas dictadas por santos y santas fundadoras habrán de revisarse,
cristianizarse y humanizarse a la luz de los principios reivindicados
por el Vaticano II y por quienes participan de la organización de
nuestra referencia.
“¡Mujeres, y más, las católicas, a la huelga!”,
pudiera, y debiera, tener tanto o más ecos de piedad y de religión como
cualquier otra jaculatoria contenidas en los devocionarios todavía hoy
al uso…
***
Ustedes como yo, deben haber quedados con los ojos fuera de órbita.
Desencajen,
pues, la mandíbula y luego lean lo que la Verdadera Iglesia fundada por
Nuestro Señor Jesucristo nos enseña, no éste mamarracho del Concilio
Vaticano II, que lo único que ha hecho es llevar a la destrucción total
de la fe verdadera.
Una sociedad
bien ordenada no puede existir sin la diversidad y jerarquía de las
condiciones. La Iglesia no engaña al pueblo con el incentivo de la
igualdad absoluta de dones físicos, intelectuales y morales, con el
igualitarismo de condiciones sociales y de bienes. La Iglesia no engaña a
la mujer con la mentira de la liberación femenina, basada en una
igualdad antinatural. Estas igualdades son imposibles.
Por más que digan y hagan, los revolucionarios nunca podrán poner término a las naturales desigualdades.
Sólo la
Santa Iglesia establece la verdadera igualdad; sólo el catolicismo
iguala a los hombres enseñándoles su origen común, su naturaleza creada y
redimida por igual, su destino igualmente eterno de felicidad o de
desdicha.
Los revolucionarios se atribuyen resueltamente la invención y la defensa de la igualdad. Es la estrategia de Satanás:
reivindicar para sí y los suyos el prestigio de las palabras, mientras
trabaja por aniquilar las ideas y conceptos expresadas por ellas.
Los
revolucionarios hablan mucho de igualdad, y sólo aspiran a la más
absoluta como injusta dominación, en la cual unos pocos ejercerán un
tiránico gobierno sobre la gran masa de sometidos por la fuerza y el
miedo.
La Iglesia
Católica habla poco de igualdad, pero la practica. La realidad expresada
por esa palabra nunca faltó en los siglos verdaderamente cristianos,
cuando regía el derecho católico y la “filosofía del Evangelio gobernaba las Naciones”.
Esa realidad que responde a la palabra igualdad falta realmente en las
sociedades que apostatan del catolicismo y adoptan el nuevo derecho.
Si hoy nos
hemos ocupado de la igualdad, es para reivindicar lo que Jesucristo nos
legó, para devolver a las palabras el verdadero valor y el concepto
exacto que encierran, y para aquilatar en las ideas el brillo
obscurecido por la nube del error y el polvo de la falsa filosofía.
SER MUJER…
¿Qué es la mujer?
Dice Santo Tomás: “Del
corazón del hombre tomó Dios la substancia para formar a la mujer. No
la tomó de la cabeza, porque no fue hecha para dominar, ni de los pies,
porque tampoco debe estar sujeta a la esclavitud ni al desprecio. Fue
creada para amar y para ser amada por el hombre”(S.T. I, q.92, a.2 y 3).
¿De dónde
entonces tomó Dios a la mujer? Del costado de Adán, de su corazón…,
porque al igual que del corazón traspasado de Cristo brotó un torrente
de amor hacia los hombres que fueron los Sacramentos, la mujer, saliendo
del costado de Adán, nace para amar y ser amada.
Este
pensamiento de Santo Tomás nos enseña lo que la fe, la Iglesia ve en
cada una de ustedes: “un ser hecho para amar y ser amado”, para
colaborar con el hombre en la creación misma de Dios.
El género
humano ha llegado a tal grado de decadencia que todo lo embrolla, todo
lo confunde, todo lo degrada. El hombre moderno, y al decir hombre me
refiero tanto al sexo masculino como al femenino, ya no conoce su
grandeza, pisotea sus prerrogativas.
La creación
del hombre y de la mujer es la joya de Dios, la obra maestra de las
manos divinas, el primer hombre y la primera mujer, cada hombre, cada
mujer.
Varón y mujer forman una naturaleza humana: la naturaleza total humana.
¿Hay algo común y algo distinto en el varón y en la mujer?
Dos opiniones extremas —y ambas falsas— resumen todas las ideas que se han formado en este campo tan turbado por las pasiones:
Una es la del común de las gentes,
más expresada con los hechos que con las palabras; representa más una
actitud de vida que algo reflexivo: el hombre es propiamente un “animal
racional”, mientras que la mujer pasa a ser un animalito vistoso,
agradable a ratos. Y ésto no sólo lo profesan los hombres, sino lo más
asombroso es que, también las mujeres cuando se comportan no como lo que
son, sino como animalitos que sólo buscan satisfacer sus pasiones,
haciéndose agradables a los hombres…
Otra es la del feminismo, el cual enseña que no hay ninguna diferencia entre el hombre y la mujer.
Ambas posturas son falsas, fruto de intereses o resentimientos, y no de una sincera búsqueda de la verdad.
Esta se encuentra en un justo equilibrio, es decir, que hay entre el hombre y la mujer algo de común y algo de distinto.
Lo común:
la mujer, ante todo, es criatura racional como el varón. Es también
ante todo, persona humana y no la concupiscencia del hombre. Tiene el
mismo origen, ha sido redimida igualmente por Cristo y tiene un mismo
fin último que el hombre.
Lo distinto: son las dotes, los modales y aptitudes exclusivas de la mujer (físicas y espirituales), cuyo conjunto constituye la femineidad.
La mujer antes de Cristo
¿Qué era antes de la venida de Cristo la mujer?
Menos que
una esclava, porque el esclavo podía comprar su libertad…, mientras que
la mujer estaba bajo la tutela perpetua de sus parientes masculinos,
nada poseía en propiedad, de nada podía disponer por sí sino bajo la
autoridad de aquel que era su tutor, no intervenía para nada en el
gobierno de la familia, y mucho menos en los negocios industriales y
comerciales. No podía siquiera enterarse de las leyes que se trataban en
el Senado, y si llevaban una mala conducta, un tribunal formado por sus
conocidos podía condenarla hasta con la muerte…
¿Qué hacía
entonces para ocupar su tiempo? Lujo, fiestas, placeres, se rodeaban de
sus esclavas y esclavos, el peluquero, el perfumista, el confitero, con
todo lo que eso significa de vida degradada, concubinatos, divorcios,
adulterios…, para caer tiempo después en el otro extremo de obtener una
equiparación absoluta con el hombre.
Una madre,
cuenta Cicerón, provoca a su yerno para que se divorcie, y después
desvergonzadamente se casa con él cuando el matrimonio con su hija se ha
roto.
La menor
razón era causa suficiente para divorciarse. En una sátira se alude a
esto diciendo: “Partid, vuestro aspecto nos disgusta. ¡Os sonáis con
tanta frecuencia! Partid inmediatamente. Esperamos una nariz menos
húmeda que la vuestra”.
Y Séneca
decía que la castidad es una prueba de fealdad. Las mujeres cuentan su
edad no por los años sino por el número de sus maridos…
La Mujer después de Cristo
Pero viene Cristo, y la mujer se hace católica.
¡Qué diferencia entre la mujer pagana y la mujer cristiana!
La transcripción de un párrafo de Tertuliano, autor cristiano de los primeros siglos nos lo enseña:
“Esta mujer
va a visitar a los hermanos en los más pobres reductos; se levanta
durante la noche para rezar y asistir a las solemnidades de la Iglesia;
se acerca a la sagrada mesa o penetra en las prisiones para besar la
cadena de los mártires, para lavar los pies de los santos… En las
fiestas, están muy lejos de ellas los himnos profanos y los cantos
voluptuosos. A diferencia de las paganas, que llenas de comida y de
vino, no pueden digerir y vomitan para comenzar a comer de nuevo, invoca
a Jesucristo, y se prepara a la templanza por la salutación divina.
Nadie la ve en los espectáculos ni en las fiestas de los gentiles.
Permanece en su casa, y no se muestra afuera sino por graves motivos:
para visitar a los hermanos enfermos, para asistir a un santo
sacrificio, para escuchar la palabra de Dios. Nada de sortijas para las
manos que tiene que soportar el peso de las cadenas. Nada de perlas ni
esmeraldas para adornar una cabeza amenazada por la espada de la
persecución”.
Así era la
mujer cristiana en la primera edad del Cristianismo, así se preparaba la
mujer católica tanto para la muerte valerosa en el martirio, como para
una vida santa.
Así debe ser quien es mujer y católica en el mundo de hoy.
Y en su catolicismo, la mujer también es diferente al hombre, ella:
1) Tiene naturalmente más piedad que el hombre:
Es más
rezadora, hay normalmente más mujeres rezando en las iglesias que
hombres (desde los primeros tiempos: al pie de la Cruz, sólo San Juan y
el resto mujeres…, la Verónica).
2) Tiene naturalmente más fe que el hombre.
La mujer cree y necesita creer.
El hombre discute las verdades, para la mujer esas verdades forman un edificio con cada cosa en su lugar…
3) La mujer tiene naturalmente más corazón que el hombre.
En ella domina la sensibilidad y la delicadeza. Su corazón es teatro del dolor, sobre todo cuando es madre…
Todas estas armas dio Dios a la mujer para su misión mientras vive aquí en la tierra:
Tiene fe para convertir.
Tiene esperanza para consolar.
Tiene caridad para salvar almas.
***
Todo ésto es
lo que me hace sentir verdaderamente mujer; ésto debe reflejar nuestro
corazón (no lo que este mundo invertido y fuera de foco propone, no las
mentiras que nos quieren hacer creer), irradiar aquello que es propio de
nuestra naturaleza: somos así, como el Señor nos creó, y a Él queremos
servir y a María Santísima queremos imitar…