viernes, 29 de diciembre de 2017

¿Iglesia de los pobres o riquezas de la Iglesia? (2-4)


¿Iglesia de los pobres o riquezas de la Iglesia? (2-4)

La verdadera riqueza de la Iglesia

Las obras de la Iglesia hacia los más necesitados nunca han sido discutidas por los historiadores de fuste, pues desde un principio la Barca de Pedro hizo su «opción por los pobres»; una opción preferencial no en clave marxista, es decir, no haciendo una dialéctica entre pobres ricos, sino al contrario: viendo en ambos un modo de santificarse. Tan pobre es el rico como pobre es el pobre, pues la única riqueza es Cristo. Sin embargo, supo la Esposa de Cristo, mostrar el amor hacia el prójimo por medio de las obras de misericordia; obras de misericordia que son materiales (dar de comer al hambriento, de beber al sediento, etc.) y espirituales (enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, etc.). ¿Por qué será que al mundo moderno le impactan más las primeras que las segundas? Por su materialismo; es por eso, creemos, que suele considerarse más «bueno» quien da un pedazo de pan que quien predica la Verdad que salva. Pero ese es otro tema.


La cuestión está en que la Iglesia hizo una cosa y la otra, y no una cosa sin la otra. Obró la caridad completa; pero como más nos impactan las obras materiales, vayamos a ellas.
Por ejemplo, los hospitales.
Bien señala Woods que el debate sobre si existieron en Roma y Grecia los hospitales como hoy los conocemos, continúa aún abierto; es cierto que, antiguamente, existían los lugares destinados al cuidado de los enfermos, sin embargo, éstos sólo se hallaban en el ámbito de la salud militar, es decir, para la cura de los soldados heridos en combate; la población civil entonces, quedaba fuera.
Fue la Iglesia la que, recién alrededor del siglo IV, comenzó a patrocinar la creación de los hospitales[1] de tal suerte que, cada ciudad contase con un centro de salud propio que albergase a los enfermos, viudas y huérfanos, tanto locales como extranjeros. Es decir, se preocupó por velar a Cristo en los enfermos.
Al respecto, el historiador de la medicina Fielding Garrison observa que, en la antigüedad, «la actitud hacia los enfermos y los infortunados no era de compasión, y el crédito de aliviar el sufrimiento humano a gran escala corresponde enteramente al mundo cristiano»[2]. En Roma, al parecer el primer hospital público conocido, fue obra de una devota cristiana llamada Fabiola quien, para cumplir con una penitencia, comenzó a recorrer las calles en busca de pobres y enfermos que necesitasen su cuidado[3]. «Narices mutiladas, ojos vacíos, pies medio quemados, manos entumecidas, vientres hinchados, caderas atrofiadas, piernas inflamadas y hervideros de gusanos que salían de las carnes comidas y pútridas», eran algunas de las dolencias que la matrona romana sanaba por caridad, al punto que «Roma quedaba pequeña para su misericordia», según dice San Jerónimo (Carta 77).
Con el tiempo fueron los monasterios[4] los que, además de cuidar la salud espiritual, eran el lugar obligado para el ejercicio de la caridad de la salud (de allí que todo monasterio poseyese una farmacia).
Señala Risse:

Tras la caída del Imperio romano, los monasterios se convirtieron durante siglos en proveedores de cuidados médicos organizados que no se ofrecían en ninguna otra parte de Europa. Tanto por su funcionamiento como por su ubicación, estas instituciones eran auténticos oasis de orden, piedad y estabilidad, donde la curación podía producirse. Con el fin de cultivar estas prácticas, los monasterios se transformaron también en centros de conocimiento médico entre los siglos V y X, el período clásico de la llamada medicina monástica, y emergieron en el Renacimiento Carolingio del siglo VII como principales centros de estudio y transmisión de los textos médicos antiguos[5].
La Iglesia (¡una vez más la Iglesia!) sería la encargada del cuidado de los necesitados, esta vez por medio de los monasterios donde se recibía al enfermo como al mismo Cristo[6]. Baste recordar que sólo la gran abadía benedictina de Cluny (devastada durante la Revolución Francesa) llegaría a atender hasta 17.000 pobres por año[7].
Con el tiempo, surgirán otras órdenes religiosas para el cuidado de los enfermos, como la de los Hermanos Hospitalarios, que darían su vida para atender a los heridos en las Cruzadas, tanto cristianos como musulmanes o judíos: «Son tantos los individuos de dentro y de fuera a los que la casa alimenta, y tantas las limosnas que ofrece a los pobres que se acercan hasta sus puertas o permanecen en el exterior, que aun quienes la dirigen y sostienen no pueden calcular la cuantía del gasto» —decía por entonces el sacerdote Juan de Würzburg[8]. La esmerada organización del Hospital de San Juan, junto a su decidida vocación de servicio a los enfermos, serviría como modelo para Europa, donde, tanto en pequeños pueblos como en grandes ciudades, surgirían centros de salud inspirados en el gran hospital de Jerusalén.
¡Ni qué hablar de la obra emprendida por San Francisco y Santa Clara de Asís! Una vez más será la Iglesia y sus hijos quien, como una madre, cobijará al más desamparado.
Para quien no se convenza de lo que venimos diciendo, quizás convenga ver el contraste, pues como señala Woods, «el alcance de la caridad de la Iglesia se aprecia a veces con mayor claridad cuando esta labor se interrumpe[9]», cosa que sucedió en la época de la Reforma protestante donde, separados del tronco de la Iglesia, la «caridad» fue muy diversa.
Enrique VIII, rey de Inglaterra, al prohibir la vida monástica confiscando sus bienes y distribuyéndolos entre los poderosos del reino, hizo que una enorme cantidad de la población se viese desprovista de la medicina monacal. Pero ¡qué digo! ¡no sólo de la medicina, sino de la misma economía que servía a los pobres!
Aunque no podemos detenernos sobre el tema, sólo digamos que las abadías y los monasterios engendraban vida en los pueblos aledaños pues «el monasterio era un propietario que nunca moría; sus tierras eran las de un señor inmortal; ni sus tierras ni sus casas cambiaban jamás de propietario; quienes las arrendaban no se hallaban sujetos a ninguna de las muchas (…) incertidumbres que afrontaban otros arrendatarios»[10]. Y la Reforma terminó con esto, no sólo con la vida de los monjes y de los pobres.
El individualismo que produjo el alejarse de la verdadera Iglesia trajo aparejado el enfriamiento de la caridad, como el mismo Lutero lamentaba:

Bajo el papado, la gente era al menos caritativa y no era preciso recurrir a la fuerza para obtener limosnas. Hoy, bajo el reinado del Evangelio (es decir, del protestantismo), en lugar de darse se roban los unos a los otros, y parece que nadie cree poseer nada hasta que se hace con la propiedad de su vecino[11].
Es que los países protestantes, lejos de acordarse de los pobres, se habían olvidado de ellos para pensar en acrecentar la propia riqueza. ¿Por qué? Porque veían en ellas un signo de predestinación (Calvino, por ejemplo, sostenía que, el poseer riquezas aquí en la tierra, era signo de que Dios lo quería en el Cielo, de allí que le mandara de antemano la felicidad de aquí abajo).
Fue la Iglesia, y no el paganismo ni el protestantismo, la que dio lugar a esas órdenes religiosas de los Trinitarios o de la Merced, que a partir del siglo XII se dedicaban específicamente a redimir a los esclavos y secuestrados del mundo musulmán; nunca se ha visto nada igual. Fue la Iglesia, y no el paganismo o el ateísmo marxista, la que, incluso hasta hoy, sigue asombrando al mundo con testimonios como el de la Madre Teresa de Calcuta o el de San Damián de Veuster, que en la India o en Molokai dieron un enorme testimonio de caridad.
En cuanto al cuidado social de los pobres, de un modo particular, los franciscanos fomentaron el nacimiento de cofradías con fines caritativo-sociales originando así a partir del siglo XV, los «Montes de Piedad»: cooperativas que brindaban ayuda crediticia en dinero y granos a campesinos y necesitados.
Pero no sólo los religiosos se han ocupado de Cristo en los pobres; hubo un tiempo, como decía el papa León XIII, en que la «filosofía del evangelio gobernaba los estados» (Immortale Dei, 9). ¿Qué gobernante moderno? ¿A qué presidente actual se lo puede llegar a ver siquiera haciendo lo que los antiguos gobernantes cristianos?

A lo largo de toda la Edad Media se suceden numerosos ejemplos de reyes y reinas y de otros miembros de familias regias de vida especialmente piadosa, muchos de ellos santos, que destacaron también por su caridad con los necesitados. Cabe recordar, entre otros, a Santa Isabel de Hungría (1207-1231), que se hizo terciaria franciscana y vivió con gran pobreza sirviendo a los menesterosos y a los enfermos en el hospital que había hecho construir, donde también recogía a los niños pobres, los cuales la llamaban ‘madre’ por el cariño con que les trataba. También Santa Isabel de Portugal (1271-1336) fundó varios hospitales y albergues para enfermos, niños pobres a los que se debía criar y enseñar un oficio, mujeres cuya economía había venido a menos, prostitutas redimidas… y ella misma atendía a los leprosos limpiándoles y besándoles las llagas; según decía, «Dios me ha hecho reina para tener más que dar» (…). San Luis de Francia (…) aparte de su espíritu de justicia, que le hizo recordar a los jueces el deber de tratar debidamente a los pobres y a los más débiles sin someterse a las presiones de los poderosos, concedió numerosas y cuantiosas limosnas y realizó varias fundaciones benéficas, como la de un gran refugio para los ciegos de París (Quinze-Vingts, así llamado porque podía acoger hasta trescientos ciegos indigentes), o bien otorgó ayudas a otras y reunió a las «mujeres arrepentidas» de la misma capital en el convento de las Hijas de Dios. San Luis obligó por ley a los reyes de Francia, a partir de él, a llevar a cabo cierta limosna en la Cuaresma, pero también mandó que determinados funcionarios del reino recorrieran las provincias para averiguar las injusticias y castigarlas y para informarse de las situaciones penosas de los labradores inválidos, las viudas de guerra y otros necesitados, en orden a subsanarlas. Asimismo, desde 1246 dio ejemplo a otros señores del reino con una medida de liberación de siervos: la elevación a la dignidad de hombres libres para los sujetos del derecho de «manos muertas» en Villeneuve-le Roi; y en los territorios dependientes directamente de la Corona fue promoviendo este ascenso social. En cuanto a San Fernando, Fernando III el Santo de Castilla y León (1199-1252), destacó por el buen trato hacia los moros vencidos en sus ingentes campañas de la Reconquista española, mientras que en la repoblación de las tierras ganadas favoreció un reparto equitativo de las propiedades (sistema de repartimientos). Fue generoso en las limosnas v apoyó las iniciativas benéficas en sus reinos; precisamente emprendió una labor de moderación de los precios y del gasto estatal y municipal, y promovió lo mismo entre los demás sectores del reino, de cara a poder hacer frente a las necesidades nacidas de la Reconquista y de la repoblación, así como para poder financiar construcciones, las obras de caridad en favor de los pobres y la redención de cautivos. Al final de la Edad Media, un caso singularmente notorio en España fue el reinado de los Reyes Católicos, pues sobre todo la reina Isabel fue una gran promotora de obras benéfico-sociales, tal como veremos en algunos otros puntos (en especial con relación a la renovación hospitalaria), y se destacó por el buen trato hacia los moros vencidos de Granada. Se conocen bien las cuentas de su limosnero, las cuales reflejan la generosidad de la reina. Por otro lado, las medidas de fuerza que ante ciertas circunstancias y revueltas hubo de adoptar, no hacen en realidad sino confirmar su espíritu de justicia y de servicio al bien común de sus reinos y súbditos, quienes le profesaron admiración y afecto sinceros. Del período, hay que recordar también la Sentencia de Guadalupe (1486), otorgada por su esposo Fernando el Católico y que trajo la liberación de la servidumbre de los payeses de remensa catalanes, convirtiéndoles progresivamente en un grupo próspero y estable[12].
Porque la Iglesia siempre ha estado con los pobres: ¿quiénes se ocuparon de los desamparados niños de Roma en el siglo XVI-XVII, sino San Cayetano, San Felipe Neri o San José de Calasanz? ¿Quiénes, sino San Vicente de Paul y Santa Luisa de Marillac, recogían a los lisiados, enfermos y mendigos de París? ¿Quién misionaba en medio de los esclavos, sino San Pedro Claver? ¿Quienes viajaron kilómetros y kilómetros hasta América para evangelizar un continente perdido, sino los primeros jesuitas, franciscanos, agustinos, etc.? ¿Quién era capaz de fundar hospitales y hacer un voto de morir al lado de los lechos de los enfermos, sino San Camilo de Lelis? ¿Qué militar partiría su manto con un mendigo, sino San Martín de Tours o daría de comer de su plato a los leprosos y andrajosos como San Eduardo, rey de Inglaterra, San Luis, rey de Francia, Santa Isabel de Portugal o Santa Isabel de Hungría?
—¡Momento, momento, momento! —nos dijo una vez un marxista cuando estábamos explicando esto cierta vez. ¡Es que la Iglesia chantajea a los pobres, pues… les compra la Fe!
—¿Cómo? —pregunté asombrado.
—Sí, se las compra pues, como contraprestación de su ayuda les exige que crean…; en cambio nosotros, los marxistas, somos más sinceros y desinteresados pues no damos nada ni pedimos nada a cambio, sino que sólo les enseñamos a desembarazarse de las estructuras y de la tiranía de los opresores.
Me encontré en la disyuntiva de recomenzar la clase o de callar simplemente; la ideología le había hecho olvidar; olvidar la historia, que es una de las peores amnesias. Y recordé en ese momento a algunos de mis hermanos en religión, sacerdotes y religiosas, que actualmente se encuentran en Medio Oriente, puntualmente en Gaza e Irak, allí donde se están desarrollando las matanzas más grandes de principios del siglo XXI. Las casas están destruidas, la gente (99% musulmana) sin techo, sin comida, sin ropa…, corre desesperadamente a buscar cobijo en la única iglesia católica que hay en todo el país. Allí, el único sacerdote (extranjero él) los recibe con los brazos abiertos. Son los mismos que, días; meses; años atrás, muchas veces los despreciaban por la calle, los insultaban, se burlaban de ellos. Ahora piden un techo para poder albergar a sus familias. Y los misioneros se los dan; devuelven bien por mal; y lo hacen sin pedir nada a cambio. Los musulmanes ven este testimonio directo de la caridad en la verdad; ven que los católicos no se vuelven musulmanes; ven que siguen predicando a Cristo con las obras; concretamente. Y esto hace que, incluso a riesgo de perder sus vidas, algunos seguidores del Corán, se conviertan ocultamente a Cristo. Simplemente por el testimonio de la caridad. Pues la Fe no se impone, se propone; y ella brilla en su propuesta a partir de las obras de misericordia, materiales y espirituales.
El cristiano da sin esperar nada a cambio, mientras que las ideologías, las religiones invertidas como el comunismo, en vez de liberar al hombre, lo llena de odio, lo vuelve un instrumento estructural de dominio. Lo «libera» de Dios para encadenarlo a los dioses del Estado y de la tiranía. Y si no, pregúntenle a los Castro, a los Stalin, a los Mao… ¡Qué hermosa libertad se vivió en los «paraísos comunistas»! Hay algo que sí da el comunismo, y es el odio, como el mismo «Che» Guevara decía: «El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal»[13].
Pero volvamos a la doctrina de la Iglesia; San Vicente de Paul, el gran apóstol de París, la resume espléndidamente:

Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales, ya que, con frecuencia, son rudos e incultos. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. Y así, aun cuando en su Pasión perdió casi la apariencia humana, haciéndose necio para los gentiles y escándalo para los judíos, sin embargo, se presentó a éstos como evangelizador de los pobres: Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres (…). El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración. Y no tengáis ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia si, por prestar algún servicio a los pobres, habéis dejado la oración; salir de la presencia de Dios por alguna de las causas enumeradas no es ningún desprecio a Dios, ya que es por Él por quien lo hacemos[14].
La Iglesia ha practicado las obras de misericordia corporales con los más pobres entre los pobres, a lo largo de los siglos y de modo sistemático, es decir, como una obra propia de su cosecha. ¡Y ni hablemos aquí de las obras de misericordia espirituales![15]
¡Sí señor! La Iglesia siempre fue de los pobres. Pero vayamos más al fondo, que es lo que nos preguntábamos al principio.


[1] Véase el interesante artículo de Horacio Boló, «La ciudad cristiana y el nacimiento de los hospitales» en Diálogo 52 (2009), 59-77.

[2] Fielding H. Garrison, An Introduction of the History of Medicine, W. B. Saunders, Filadelfia 1914, 118; citado en Alvin J. Schmidt, Under the Influence, op. cit.,131.

[3] Algunos refieren que no fue sino la misma Santa Elena (242-329), madre del emperador Constantino quien habría creado los primeros hospitales cristianos (cfr. Santiago Cantera, op. cit., 45)

[4] Horacio Boló, op. cit., 65-68.

[5] Guenter B. Risse, Mending Bodies, Saving Souls: A History of Hospitals, Oxford University Press, Nueva York 1999, 95.

[6] En la vida de la Santa Hildegarda de Bingen, Doctora de la Iglesia (siglo XI), hay un sinfín de anécdotas en las cuales se narran las muchas curaciones que hacía a los laicos con sus propias medicinas.

[7] Cfr. Santiago Cantera, op. cit., 64.

[8] Guenter B. Risse, op. cit.,138.

[9] Thomas E. Woods, op cit., 223.

[10] William Cobbett, A History of the Protestant Reformation in England and Ireland, TAN, Rockford, Ill. 1998, 112.

[11] Cajetan Baluffi, op. cit., 185.

[12] Santiago Cantera, op. cit., 101-103.

[13]  Ernesto Guevara, Mensaje a los pueblos del mundo (Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América latina), 16 de abril de 1967.

[14] San Vicente de Paúl, Carta  2546.

[15] De las obras de misericordia espirituales nos hemos dedicado en el primer tomo de nuestra obra, al hablar de las universidades y colegios fundados por la Iglesia (cfr. Javier Olivera Ravasi, Que no te la cuenten I, Buen Combate, Buenos Aires 2013, 45-60).