miércoles, 27 de diciembre de 2017

Los dos liberalismos Por Agustín Laje




La “familia” liberal es demasiado extensa. Tan extensa, que parece legítimo dudar de su condición de familia. Y es que en ella puede encontrarse todo, menos homogeneidad: pretender que Rousseau es lo mismo que Locke —ambos filósofos de las llamadas “revoluciones burguesas”— es desconocer por completo las tradiciones del pensamiento liberal.
Hay una inexorable multivocidad en el liberalismo. Por eso los “liberalómetros” jamás funcionan: procuran medir con una misma vara cosas medibles en distintas escalas. Y por eso, también, se hace cada vez más necesario complementar con otros términos aclaratorios la adhesión a determinado liberalismo: “liberalismo libertario”, “liberalismo conservador”, “liberalismo clásico”, “liberalismo igualitario”, “ordoliberalismo”, “liberalismo social”, etcétera. Amén de la distinción según el ámbito de la realidad social: “liberalismo político”, “liberalismo económico”, “liberalismo valórico”, etcétera.
Se dirá, por supuesto, que liberalismo hay uno solo: curiosamente, el verdadero siempre es al que nosotros adherimos. Esto nos recuerda a aquella irónica sentencia que Paul Ricoeur hiciera en Ideología y Utopía: “Lo ideológico nunca es la posición de uno mismo; es siempre la postura de algún otro, de los demás, es siempre la ideología de ellos”. Mutatis mutandis, el falso liberalismo siempre es el de los otros, nunca el mío.


En rigor, no creo que sea posible ganar una batalla por el “liberalismo”. Es decir: no creo que la multivocidad del término sea superada. La experiencia norteamericana de los liberals (izquierda) y los libertarians (derecha) me da la razón. Es preferible, en lugar de reclamar el “verdadero liberalismo”, arrojar consciencia sobre las diferencias entre esa “familia” que tiene poco de familiar, y reacomodar los significantes. Es lo que pretendo hacer aquí.
No es mi esfuerzo, sin embargo, nada novedoso. Las divisorias entre los tipos de liberalismo se dan en muchos planos, y Friedrich Hayek ya lo intentó en el terreno de la ontología en 1949 cuando escribió Individualismo: verdadero y falso. De un lado ponía a pensadores como Locke, Mandeville, Hume, Smith, Burke, Acton y Tocqueville, mientras que en el otro arrojaba a los fisiócratas, Rousseau y Descartes.
Más acá en el tiempo, otra gran divisoria puede advertirse en el terreno de la teoría de la justicia, con la polémica entre John Rawls con su libro Una teoría de la justicia, y Robert Nozick con su Anarquía, Estado y utopía. El primero, legitimador del Estado de bienestar, la academia lo considera “liberal igualitario”; el segundo, defensor del Estado mínimo, la academia lo considera “liberal libertario” o “liberal conservador”. Sus diferencias son tan amplias a pesar de ser considerados “liberales”, que en el terreno de la teoría política conciben dos tipos de Estado sustantivamente diferentes.
Pero en el contexto mundial actual, caracterizado por el “choque de civilizaciones” que supo anticipar Samuel Huntington, y una batalla cultural encabezada por el marxismo cultural hacia el interior de Occidente, pienso que no hemos determinado con exactitud cuál es la principal línea divisoria del liberalismo hoy, y gran parte del malestar que dentro de éste se vive se explica por aquello.
La experiencia del filósofo francés Raymond Aron puede servir para iluminar el caso. De joven fue socialista, pero pronto vivió su conversión hacia la defensa del libre mercado, la democracia limitada y, sobre todo, de los pilares morales y tradicionales de la civilización occidental, lo que lo llevó a ser un feroz opositor a las ideas del Mayo francés de 1968.
En los años ’30, Aron estudió en Berlín, lo que le permitió ver de primera mano la agonía de la República de Weimar y el surgimiento del nacional-socialismo. Más tarde dirá que esta experiencia lo curó del “progresismo superficial” y que le enseñó la falta de realismo que caracterizaba a la izquierda en Occidente. Pero Aron no buscaba tanto convencer al izquierdismo, cuyo espíritu advertía era tan totalitario como el del nacional-socialismo, sino a esos “liberales progresistas” que vivían alienados respecto de lo que hace falta para hacer funcionar la libertad.
Este es el aspecto que me interesa fundamentalmente del pensamiento de Aron: la libertad no es una abstracción, sino una tradición. Para él, las democracias occidentales si deseaban ser liberales, debían ser “conservadoras”, pues la libertad dependía de la conservación de una serie de valores que se fueron forjando con el tiempo en nuestra civilización. Aron compartía que no podía haber libertad política sin libertad económica; que el poder debía ser limitado; que el concepto de “soberanía del pueblo” era la puerta de ingreso de un nuevo despotismo; pero enriquecía sus análisis incorporando atención por los aspectos históricos y tradicionales de los órdenes políticos liberales: no en vano, la filosofía de la historia era su materia predilecta.
Creo que Aron ofrece una base para distinguir entre los dos liberalismos de nuestro tiempo: ese que es consciente de la importancia de la moral, la historia y la tradición, y ese otro que construye individuos abstractos —¿no se quejaban ya de esto desde Montesquieu y Burke a Hayek?— cuya libertad puede ser gozada al margen de cualquier regla moral y de cualquier valor tradicional: un liberalismo que, en una palabra, podríamos catalogar como “externo a la historia”.
El filósofo Étienne Mantoux supo decir que lo que Aron mostró fue “que se puede admirar la democracia sin fallar en el reconocimiento de sus faltas, que se puede amar la libertad sin caer en el sentimentalismo, y que aquel que ama bien castiga bien”, para luego mofarse de “esos liberales que tienen la cola entre las piernas”. En efecto, ya en esta época, Aron hacía ver a sus discípulos que había que dar lo que llamamos hoy “batalla cultural”, y descartar como aliados a esos que profesan un “moralismo abstracto”: los que tienen, al decir de Mantoux, el rabo entre las piernas.
Aron entendió la libertad como parte de una tradición histórica al chocarse personalmente nada menos que contra el nacional-socialismo. Otro tipo de choque —más grato— fue el de Alexis de Tocqueville, cuyo estudio del sistema norteamericano en La democracia en América le permitió comprender, de la misma manera, que la libertad funciona bajo condiciones que, lejos de ser abstractas, están cargadas de historia y tradición: la prodigiosa vida asociativa, el valor del localismo y los esfuerzos por combinar el espíritu de la libertad con el de la religión, eran los componentes más destacados por el pensador francés que, al decir de Daniel Mahoney, encarnó la idea de una “política de la prudencia”. ¿No podemos sumar en esta tradición a otros como Burke y Montesquieu, para quienes, al decir de Roger Scruton, “había un nosotros preexistente” que sentaba las bases de una organización política en libertad?
Todavía más: ¿No podemos sumar en esta familia liberal al propio Hayek, quien en Fundamentos de la libertad definiera a la libertad “no como un estado de naturaleza, sino como una creación de la civilización, que no surge de algo intencionalmente”, y advirtiera seguidamente que “es probable que una próspera sociedad libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales”, mientras que al final de su última obra, La fatal arrogancia, defendiera en calidad de agnóstico la religión y la institución familiar tradicional como pilares de esa civilización que apuntaló la libertad en Occidente?
En un contexto donde hacia afuera enfrentamos un “choque de civilizaciones” en el cual el islamismo viene ganando por escándalo, y hacia adentro vivenciamos una “batalla cultural” que tiene al marxismo cultural también ganando por escándalo, hacer patente la diferencia entre los dos liberalismos —uno relativista, progresista y “sentimentalista”, funcional al multiculturalismo y a otras máscaras del neomarxismo como la ideología de género; el otro consciente de la importancia de los marcos morales, tradicionales y “combativo” en la lucha cultural— parece, cuando menos, conveniente.
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