El terrorismo se ha insertado profundamente en el campo de
las tragedias que le tocan vivir al mundo del siglo XXI. La sociedad es
víctima de este flagelo y es un hecho expresivo de violencia que se lo
puede ver con sus más variadas formas de expresión y crueldad, como los
terroristas de Hamas, Al Qaeda, ISIS, ETA del país Vasco, IRA de
Irlanda, el movimiento radical chiíta libanés Hezbollah que fomenta la
violencia y atiza las llamas del conflicto palestino-israelí, etc.
Este tema merece evocar una conferencia que se escuchó en la Universidad de Cambridge en 1998. El conferencista era el cardenal Joseph Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI. Habló sobre los supuestos fundamentos morales del terrorismo. Según Ratzinger, el terrorismo, sea cual sea su signo, es habitual que aparezca ligado a una moralidad desviada,
que cuando intenta justificarse a sí misma “se convierte en una cruel
parodia de los caminos y los métodos de la auténtica moral”. La moral,
dijo, para los terroristas no reside en el ser sino en una supuesta
realidad de futuro. O sea que la moral está en “lo que no es”.
Concretamente, para aquellos que utilizan el crimen como medio para (a
su entender) mejorar la historia, “moral” es lo que crea futuro. Y en
este accionar va incluido el asesinato. La moral retorcida del
terrorista, por lo tanto, sostiene que en su marcha hacia una
“humanización” total, todos los medios son legítimos. Aquella
conferencia de Ratzinger fue pronunciada cuando aún no se había
concretado el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Fue en
cierta forma una descripción de la mentalidad que puede llevar a
extremos tales como ese.
También es bueno indicar que las palabras de Ratzinger coincidieron
esencialmente con las expresiones utilizadas muchas veces por el papa
Juan Pablo II. Como cuando sentenció: “El
terrorista piensa que la verdad en la que cree es absoluta y supone que
eso le otorga legitimidad para destruir cualquier cosa, incluso vidas
inocentes”. O cuando expresó: “El terrorismo nace de la
convicción de que un hombre puede imponer a los otros su propia visión
de la verdad. Pero la verdad, aun cuando supuestamente se haya alcanzado
-y eso ocurre siempre de manera limitada y perfectible- jamás puede ser
impuesta a otros mediante el crimen, pues eso significa violar la
dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, de quien el
hombre es imagen”.
Ningún país del mundo, debe permitir que quienes se sintieran o se
sienten dueños de la verdad absoluta, los que mataron o matan al barrer,
esos fanáticos que invocando un futuro quimérico, encuentren amparo
físico o ideológico en las sociedades que ellos mismos eventualmente
luego destruirán. De la firmeza y
racionalidad de los gobiernos, depende la protección de sus ciudadanos y
así exterminar definitivamente el terrorismo, “la más triste y
aberrante profesión del planeta”.