Una revolución conservadora
¿El populismo es conservador o progresista?
Para responder a esta pregunta debemos abandonar los esquemas preconcebidos, debemos reconsiderar lo que etiquetamos como “progresista” o “conservador”. Ante todo, debemos deshacernos de una falsa idea: la del carácter pretendidamente conservador del capitalismo neoliberal en el que vivimos.
Nada hay más revolucionario que el capitalismo. Eso es algo que en su día Marx vio perfectamente, cuando en el Manifiesto Comunista señalaba que la burguesía – el liberalismo, a todos los efectos–, en aras de su propia lógica, se ve obligada a revolucionar constantemente el conjunto de las relaciones sociales y “a pasar por encima de todas las relaciones feudales, patriarcales e idílicas”. Por eso, por mucho que la izquierda se gargarice en protestas anti-(neo) liberales y pretenciosos ejercicios de “teoría crítica”, con su dinámica progresista se ajusta perfectamente a los intereses del capitalismo. Lo que nos lleva a una conclusión inevitable.
Frente a la globalización neoliberal –precarización generalizada, inmigración en masa y sustitución de la democracia por la “gobernanza” – el populismo es necesariamente conservador. El populismo es una forma de resistencia frente a la completa absorción de la sociedad por el mercado.

En un excelente análisis del fenómeno, la filósofa francesa Chantal Delsol, pone de relieve la esencia conservadora del populismo histórico. “El populismo expresa – en la mayor parte de los casos de forma errática y violenta – un conservadurismo que no llega a formularse de manera coherente en los discursos oficiales (…) En los discursos populistas es posible encontrar, en versión simple o simplista, pero significativa, los temas conservadores bien conocidos desde Burke: la reivindicación del hombre real frente al hombre abstracto y desarraigado de la Ilustración; la crítica a los derechos del hombre por ser demasiado generales y sistemáticos; la crítica de la libertad descontextualizada de sus circunstancias, de sus límites y responsabilidades; la crítica de la igualdad que no tiene en cuenta la diversidad; la crítica de la fraternidad sin jerarquías de vínculos o de connivencias, como si todos los humanos fueran hermanos de leche. Todo eso conduce al desastre…”[1]
En la misma línea de Chantal Delsol, el también filósofo Vicent Coussedière señala que el populismo es “la expresión del conservadurismo del pueblo, de su adhesión a la imitación-costumbre más allá de toda forma partidista definitiva. El populismo es el partido de los conservadores que no tienen partido”.[2] Dicho de otra forma, el populismo tiene mucho de revolución conservadora.
¿Revolución conservadora? Todas las revoluciones – sean del signo que sean – lo son en cierto modo, en cuanto casi siempre arrancan de un momento conservador, de un movimiento de resistencia ante una situación que se juzga intolerable. No en vano la etimología de “revolución” es re + volvere: volver a un momento anterior.  “La mirada hacia el pasado y la conciencia de pérdida – señala el filósofo Renaud García –  continúan siendo elementos motores de la crítica social. En ese sentido hoy es el momento de rehabilitar el motivo romántico de la crítica social del capitalismo”.[3] Esa mirada hacia el pasado introduce un elemento épico en la acción política populista, ante la consternación de gestores y tecnócratas. Pero la épica es un terreno de juego del populismo. Como escribe el politólogo vasco Daniel Innerarity: “mientras que la democracia liberal requiere únicamente una sociedad de consumidores cultivados, la concepción cívica, populista de la democracia exige un mundo entero de héroes, como afirmaba Christopher Lasch (...) tipos que, de alguna manera, desarrollan en la sociedad moderna la virtud cívica asociada a la gloria marcial en la sociedad pre-moderna.[4] En sus más altas expresiones, el romanticismo es portador de valores de derecha. El populismo actualiza ese fondo romántico de derecha revolucionaria y subversiva.
La épica del populismo rompe con el imaginario progresista de la izquierda, lo que es una condición necesaria para contrarrestar el fundamentalismo del mercado. En una de sus fórmulas más acabadas, Jean-Claude Michéa afirma la imposibilidad de sobrepasar el capitalismo por la izquierda: “la idea de un anti-capitalismo de Izquierda (o de extrema izquierda) debe aparecernos tan improbable cono la de un catolicismo renovado o “refundado” que hiciese caso omiso de la naturaleza divina de Cristo o de la inmortalidad del alma”.[5] De forma intuitiva los nuevos populistas así lo han comprendido.   
Los tres momentos del populismo
Hoy ya no basta con transformar el mundo; sobre todo, debemos preservarlo. Después podremos transformarlo a fondo, incluso de una forma revolucionaria. Pero ante todo debemos ser conservadores en el sentido auténtico, en un sentido que ninguno de esos que se proclaman “conservadores” aceptaría.
GÜNTHER ANDERS

No solamente cierta sensibilidad conservadora no es incompatible con el espíritu revolucionario, sino que la historia nos enseña que aquella es una condición necesaria para éste, y que originariamente es el deseo de proteger las cosas antiguas lo que a menudo conduce a las transformaciones más radicales
JEAN-CLAUDE MICHÉA

En un escueto pero eficaz análisis del tema, el profesor Jorge Verstrynge distingue entre el “populismo defensivo” y el “populismo a secas”. El primero pretende re-volver a la situación antes de la degeneración social, es una reacción frente a eso que Christopher Lasch denominaba la “desafección” de las elites frente a sus pueblos. El segundo populismo es aquél que va más allá, y que pretende crear las condiciones no sólo para una regeneración, sino también para que esta sea eficaz y duradera.[6] Desarrollando la reflexión de Verstrynge, nosotros distinguimos tres oleadas de populismo:
- el “populismo defensivo” sería el populismo histórico: una reacción anti-elitista de defensa de identidades y formas de vida. Este es el populismo conservador al que se refieren Christopher Lasch y Chantal Delsol, y que hoy asoma de nuevo en muchos populismos de derechas. Es el populismo 1.0.
- el “populismo de izquierdas” que adopta dos formas principales: 1- en su versión latinoamericana incorpora el indigenismo y los saldos del marxismo revolucionario, y se presenta como un nacional-populismo; 2- en su versión occidental (Europa y mundo anglosajón) es objeto de teorización universitaria (los “estudios culturales”, Ernesto Laclau) y se configura como una izquierda liberal-libertaria y posmoderna. Es el populismo 2.0.
- el “populismo integral” es el que se dibuja en el horizonte. Este populismo combina valores de derecha con ideas de izquierda y adopta un enfoque de clase: el de los perdedores de la globalización. Es proteccionista en lo económico, defensor de la multipolaridad en lo geopolítico, contrario a la corrección política en lo cultural. Aboga por leyes electorales proporcionales, por referéndums y por iniciativas populares. Defiende la soberanía nacional frente a las organizaciones internacionales y el gobierno de los jueces. El apoyo que recibe de los obreros provoca un ataque de cuernos en la izquierda, que normalmente lo despacha con el comodín del “fascismo”. Este populismo asoma hoy en Francia (la Agrupación Nacional francesa, los Chalecos amarillos) o en Italia, con la cohabitación entre la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas. Es el populismo 3.0.
Nueve tesis sobre populismo 3.0
La ciencia política diseña tipologías del populismo e intenta que la realidad se adecúe a ellas. A nuestros efectos esta casuística carece de interés. Lo que nos importa aquí es aventurar las posibles metamorfosis de un fenómeno que, en los años venideros, podría redefinir el mapa político en occidente.[7]
Intentaremos sintetizar en nueve tesis lo que entendemos por populismo 3.0.
1) el populismo es conservador, pero también es transformador
El populismo es una defensa de las identidades enraizadas, una preservación de lo particular frente a lo universal. En ese sentido se trata de un fenómeno conservador. Pero la mera conservación es, de por sí, una ambición mediocre, una fórmula de mínimos abocada a la esterilidad. Por el contrario, el populismo es transformador y revolucionario, aspira a poner las bases duraderas para una regeneración.
2) el populismo es necesariamente un nacional-populismo
En una época en la que la derecha ha renunciado a la nación y en la que la izquierda ha renunciado al pueblo, el populismo se religa a ambas: a la soberanía del pueblo sobre sí mismo, a la soberanía de la nación frente a las demás naciones. Ambas formulaciones – procedentes de la revolución francesa – son hoy son reivindicaciones transversales. El populismo 3.0 es necesariamente un nacional-populismo.
3) El populismo es la expresión de una nueva lucha de clases
El populismo recupera un enfoque de clase. Frente a la idea posmarxista de que las clases no existen, frente a la idea liberal de que la lucha de clases está muerta, el populismo expresa la virtualidad de una y de otra. La lucha de clases no está obsoleta sino en plena metamorfosis. En la era de la globalización, la división fundamental no es ya entre poseedores del capital y poseedores de la fuerza de trabajo, sino entre nómadas y sedentarios. Los nómadas son las clases superiores capaces de proyectarse en la economía mundial, a las que se unen los migrantes que, al empujar hacia abajo los salarios, son instrumentales a los intereses de las clases superiores. Los sedentarios son las clases subalternas que, al estar enraizadas en sus territorios, soportan la carga de la solidaridad y la desestructuración social provocada por el multiculturalismo.
El populismo es el grito de protesta de las clases periféricas, de los proletarios autóctonos, de los culturalmente relegados, del precariado. El populismo aboga por una repolitización de la economía, por una nueva agenda social. El populismo es una izquierda purgada de la ideología progresista, es una izquierda consciente de que la historia no tiene un “sentido” y de que el mito del progreso es una herramienta del orden (neo) liberal.
4) el populismo no es moral
El populismo no es un moralismo político, ni un puritanismo que rechace la política en nombre de un pueblo supuestamente virtuoso. Todo lo contrario: el populismo rechaza la invasión de la política por la moral, aborrece de la moralina (el “buenismo”), se opone a esa moral universal que está al servicio del (neo) liberalismo. El populismo recupera la dimensión trágica de la política y afirma su autonomía frente a la moral.  Se trata en cierto modo de una vuelta a Maquiavelo: la política tiene una lógica propia más allá del Bien y del Mal. El populismo acompaña el tránsito global desde un moralismo (post) cristiano hacia un ethos pagano.   
5) el populismo no posmodernista, sino posmoderno
No hay rebeldía posible disociándose del mundo; el populismo es consciente de ello y por eso asume todas las herramientas de la posmodernidad: la importancia de la semántica, los juegos de lenguaje, las guerras culturales, las políticas de identidad, las técnicas de deconstrucción, la sociedad del espectáculo. Pero lo hace para retornar todas esas herramientas contra sus emisarios, aún a riesgo de ser retornado por ellas. El populismo está en su tiempo, pero no está poseído por el espíritu de su tiempo. Es posmoderno pero no es posmodernista. 
6) el populismo será una política de la identidad o no será
La globalización se acompaña de una re-etnización y una tribalización generalizadas. Hay ideas proscritas que retornarán con fuerza inconcebible. Ya está sucediendo, de hecho, en el crisol del multiculturalismo: el concepto de raza recupera su carga reivindicativa, la idea de identidad se asocia a vínculos gentilicios y de sangre – tal y como lo atestiguan las derivas “decoloniales” de la nueva izquierda–. El círculo de la modernidad se cierra y las miradas se vuelven hacia las realidades elementales.[8]   
El populismo cabalgará las nuevas contradicciones. Veremos alianzas de circunstancia que hoy son difíciles de imaginar. En la sociedad atomizada del neoliberalismo el individuo tiene una imperiosa necesidad de reconocimiento. Por eso la cuestión de la identidad será central. El populismo se construye sobre la idea de identidad del pueblo. Todo pueblo requiere necesariamente de narradores y de fronteras.[9] El populismo será una política de la identidad o no será.
7) el populismo es una guerra cultural
Las batallas del populismo son culturales antes que políticas. Más allá de sus programas de gobierno, el populismo propone un encuadre (framing) alternativo, una representación diferente de la realidad. El populismo es el colapso de la corrección política, es un cambio de paradigma cultural. El populismo es Gramsci en acción: no le basta con conquistar el gobierno, sino que aspira a ocupar el “Estado integral”: aparato político + sociedad civil. Más allá de la visión tecnocrática de la política, las “guerras culturales” son la tierra fértil del populismo. Frente al pensamiento único (neo) liberal, el populismo es una inyección de auténtico pluralismo, es un politeísmo de los valores.   
8) el populismo es el “después” del fin de la historia
El populismo es anti-utópico. Es un desmentido al cristianismo en su idea de hermandad universal, es un desmentido al comunismo en su idea de paraíso igualitario, es un desmentido al liberalismo en su idea de mercado universal, es un desmentido al capitalismo en su idea de crecimiento infinito. Sobre todo: es un desmentido a la idea de globalización como culminación y Sentido de la historia.
La globalización engendra reacciones que van en todas direcciones y que son imprevisibles. El populismo viene a demostrar que no todo se resuelve en términos de renta per cápita, de producto nacional bruto, de oportunidades de empleo, de costes y beneficios. Esos enfoques transaccionales no son los más determinantes para los votantes populistas. Éstos se guían por variables identitarias, por vínculos nacionales, por sentido de comunidad. Como ya se demostró en el Brexit, los votantes populistas están dispuestos a ser más pobres si con ello obtienen más voz a la hora de controlar su propio destino.[10]
El populismo es un acontecimiento post-Fukuyama; es un acontecimiento del “después” del fin de la historia. El populismo es el empuje de las naciones, de las identidades y de los pueblos. La existencia del populismo demuestra que la historia no ha terminado, que no terminará nunca y que además no tiene sentido.
9) el populismo es una denominación provisional
El populismo no es un corpus ideológico ni un sistema doctrinal cerrado. Hoy por hoy es sólo un cajón de sastre donde se arrojan los fenómenos políticos que rompen los moldes (neo) liberales. En ese sentido es un significante vacío, es una denominación provisional susceptible de transformarse en fórmulas inéditas. En este escenario surge el populismo 3.0.
Conclusión
La vida política en Occidente gira desde hace más de un siglo en torno a la polaridad derecha-izquierda. Esta polaridad responde a predisposiciones psicológicas y a sensibilidades culturales muy arraigadas, y no va a desaparecer sin más. Pero a lo que sí asistiremos es a sucesivas reconfiguraciones entre ambos polos, a un trasvase recíproco de ideas y valores. Los traumas de la globalización, el peso de los debates transversales, la creciente sed de identidad – étnica, racial, nacional, cultural, ideológica, sexual – son fenómenos que irán desdibujando esa polaridad hasta hacerla irreconocible.  
Desde su aparición hace más de cien años, el populismo ha sido un verso suelto o renglón torcido en la historia política de occidente. Vivimos una época de incertidumbre, en la que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Víctima de sus contradicciones, el sistema globalista trabaja contra sí mismo. El peso relativo de occidente se contrae, y con él su pretensión de encarnar la fórmula del fin de la historia. Se abre una brecha en la que se insertan los movimientos identitarios, los partidos soberanistas, las democracias iliberales. El populismo busca formas superadoras, transversales y mixtas. Busca convertirse en un populismo integral.
Asistimos al balbuceo de una nueva era, en la que episodios como la alianza entre populistas de derecha e izquierda (en Italia) o los chalecos amarillos (en Francia) son síntomas significativos. La polaridad entre derecha e izquierda cede el paso a la polaridad entre populistas y no-populistas. Las insurrecciones populares – ya sean electorales o ya sean tumultuarias – adquieren tintes de ensayo general. El imprevisto vuelve a dibujarse como un factor decisivo en la historia. Mal que les pese a las preciosas ridículas del posmodernismo, todos estos fenómenos confirman una evidencia: el pueblo existe y será peligroso seguir ignorándolo.
Frente a lo que nos dicen los voceros de sistema, el populismo no aboga por repetir fórmulas del pasado. El pueblo es una entidad básica, una entidad existencial. El populismo es por eso, más que un fenómeno nostálgico, un fenómeno radical. Para aventurar su significado filosófico tendríamos que remitirnos a un pensamiento de los orígenes, a eso que Heidegger llamaba el pensamiento de un “nuevo comienzo”. El populismo es, en ese sentido, un fenómeno característico de nuestra época, un síntoma más del cierre de la modernidad.
En una civilización en quiebra cada vez hay menos cosas por conservar y cada vez hay más cosas por (re)hacer, más cosas por (re) conquistar. Asistiremos al desarrollo de formas políticas inéditas. En esa encrucijada de incertidumbres se sitúa lo que denominamos – a falta de un nombre mejor – populismo 3.0.
[1] Chantal Delsol, Populisme, Les demeurés de L´histoire. Éditions du Rocher 2015, pp. 110-111. Hay traducción española : Populismos : una defensa de lo indefendible. Editorial Ariel 2015.
[2] Vincent Coussedière, Éloge du populisme. Elya éditions 2012, p. 61.  
[3] Renaud García, Le Désert de la Critique. Déconstruction et Politique. L´Échapée 2015, p. 80.  
[4] Daniel Innerarity, Política para perplejos. Galaxia Gutenberg 2018, p. 133.  
[5] Jean-Claude Michéa, Impasse Adam Smith. Brèves remarques sur l´imposibilité de dépasser le capitalisme sur sa gauche. Flammarion 2006, p. 17.  
[6] Jorge Verstrynge, Populismo, el veto de los pueblos. El Viejo Topo 2017, pp. 70-71.
[7] Por mucho que la ciencia política se esfuerce en definir el populismo, los vividores de moqueta institucional siempre lo tendrán claro: “populista” será todo aquello que se salga de la corrección política del momento. En España, un ejemplo característico es el del político Jose María Lassalle (PP), quien en un libro sobre el tema mete en el saco populista todo aquello que, ya sea por la izquierda o la derecha, pueda salirse del bipartidismo centrista por el que discurre su carrera política. Como amalgama de los tópicos más manidos, el libro de Lassalle toca fondo en todo lo publicado en español sobre el tema. José María Lassalle, Contra el Populismo. Cartografía de un totalitarismo posmoderno. Editorial Debate 2017. 
Para una tipología rigurosa sobre el fenómeno populista, merecen destacarse los trabajos del profesor de la Universidad de Florencia Marco Tarchi. “Qu´est-ce que le populisme?” Krisis nº 29. Febrero 2008 pp.2-21.
[8] Sobre la recuperación de la idea de “raza” por la extrema izquierda, señala Alain de Benoist: “vivimos en la era del «antiracismo», pero la teorización de este dogma se hace de forma mimética a la del racismo. Si bien identificarse por el color de la piel o los orígenes familiares es todavía considerado “racista”, en el caso de las «minorías», el rechazo a hacerlo puede ser también interpretado como un racismo que se sostiene sobre la negación de la identidad específica. En ese sentido, la izquierda identitaria y «decolonial» construye su discurso sobre la reivindicación de los grupos «racializados». Asistimos, en realidad, a un proceso acelerado de etnicización de las relaciones sociales”. Alain de Benoist: «Races, racismes et racialisation, la gauche en folie. Le nouveau régime de l´apartheid » en Éléménts pour la civilisation européenne nº 173, agosto-septiembre 2018, pp. 34-39; « Extension du domaine de la race. La schizophrénie de l´antiracisme», en Éléménts nº 175, diciembre-enero 2019, pp. 45-47.
[9]  Todo pueblo requiere de «conteurs et de contours», expresión de Régis Debray en su libro Éloge des Frontières, Gallimard 2010,  
[10] Sobre este punto, interesante análisis de los profesores británicos Roger Eatwell y Matthew Goodwin en National Populism. The Revolt Against Liberal Democracy. Penguin books 2018, p. 278.