El divorcio -
P. Leonardo Castellani
El argumento más
fuerte en pro del divorcio es que el señor Fulánez vive incómodo con la señora
de Fulánez, y es una crueldad no dejarlo casar con la señora de Mengánez. Pero
se da con frecuencia el caso que el señor Fulánez vive también incómodo sin la
señora de Fulánez y con la señora de Mengánez. Se da…
Los
sentimentales se enternecen sobre la mujer del asesino, que está en cadena
perpetua, porque no se puede divorciar del asesino; pero no se acuerdan de la
mujer del asesinado. Se emocionan de la desgracia de la mujer que se casa con
un demente o un contagioso; más la conclusión que de esa sana emoción nuestros
mayores hubiesen sacado, es que hay que tener mucho cuidado de no casarse con
un demente o un contagioso; y quien no tiene ese cuidado, que se aguante, y que
no haga culpable de él a las instituciones.
Cuando en
Inglaterra en 1917 los partidos de izquierda se afanaban en introducir la ley
Naquet que se estaba experimentando en Francia, Chesterton escribió el
regocijante librito La superstición del
divorcio, cuyo solo título es un hallazgo.
Efectivamente,
los partidarios del divorcio son tan inconsecuentes como los partidarios de la
”yetta”, la herradura, o del número 13: desean deshacer el vínculo matrimonial,
que encuentran es una esclavitud y una maldición, con el fin de contraerlo
después de nuevo. Los partidarios del matrimonio indisoluble y los del amor
libre son serios; los del divorcio son cómicos. Quieren atropellar la venerable
institución que durante 20 siglos ha constituido el núcleo de la civilización
cristiana, y ha formado la admirable raza blanca, para después someterse de
nuevo a ella: más lógico es suprimir simplemente el matrimonio.
En realidad lo
hacen o quieren hacer por respeto humano, por la “consideración social”: quieren gozar de la consideración que
merece un contrato difícil y honorable, haciéndolo al mismo tiempo fácil y
deshonorable. Quieren ser descasados y perderse al mismo tiempo en el ejército
respetable de los casados; quieren la igualdad de dos cosas por naturaleza
desiguales. Sienten que han hecho algo poco honroso porque si no ¿por qué
ocultarlo detrás de otro contrato?
Si el
matrimonio indisoluble es una cosa mala, reaccionaria y “medieval” ¿por qué lo
contraen? Y si se han equivocado y lo han contraído por irreflexión (cosa que
nunca hay que hacer con un contrato de esa laya) ¿por qué se quedan intranquilos,
y se ponen a ansiar que un juez, un escribano y si es posible un cura autorice
otra vez solemnemente la próxima equivocación?
Mas dejando
las bromas aparte y la dialéctica (las pasiones no tienen dialéctica) la
institución del matrimonio, base de la familia, no debe ser tratada por el
sentimentalismo. Es cuestión de razón sociológica.
El filósofo
Juan Bautista Vico descubrió el origen de la diferencia entre “patricios y
plebeyos” en la antigua Roma: ese origen radica en los “matrimonios sacros”:
patricios-patres.
Aquellos que
en el principio del tránsito del estado silvestre al estado cultural en las
tribus latinas, se sujetaron a la primitiva, elemental y sana religión de los
dioses Lares, cuyo núcleo, no solo moral sino hasta ritual, era el “matrimonio
sacro”, se convirtieron por el mismo hecho de la estabilidad de la familia, y
las benéficas consecuencias que de ella derivan, en un núcleo social superior.
A ellos fueron a pedir cobijo en sus percances los más atrasados súbditos de la
“Venus vaga”, que dice Horacio; y se convirtieron en “clientes”, es decir, en
un ceto* social inferior, que se imponía menos obligaciones y cargas, pero también
tenía menos derechos religiosos, políticos y sociales.
Algo parecido
puede encontrar el observador en nuestras provincias norteñas, como Salta o
Corrientes, donde la tradición es más pertinaz, y la sociedad más cercana a sus
leyes naturales.
Spengler y Toynbee
extendieron la ”ley de Vico” a todas las sociedades primitivas, notando
(curioso fenómeno) que la rotura del “matrimonio sacro”, y consiguiente
des-orden de la familia, coincide en la histórica con la rotura del derecho de
propiedad, y las guerras sociales. La propiedad pertenecía a los patricios, y
los plebeyos sólo gozaban de ella en cuanto se adherían a la “familia”,
constituida fuertemente en un núcleo indisoluble: y eso no por ley o
“privilegio” alguno sino como consecuencia natural de esa benéfica y roborante
indisolublez.
De ahí que
cuando el patriciado rompió por el divorcio legal la consistencia de ese
núcleo, parejamente el plebeyo atentó contra sus propiedades y exigió “igualdad
de derechos”. ¿Por qué no, si ya se habían hecho iguales? La diferencia entre
el patricio relajado y entregado ya a la “Venus vaga”, y el plebeyo con sus
uniones transitorias y sus hijos naturales, se había borrado.
El divorcio en
las clases altas y el comunismo en las bajas son dos fenómenos paralelos. Y los
dos, según Spengler (que no es ningún varón religioso) son índices fatales de
decadencia social y nacional. De hecho se dan siempre juntos.
También es
dado ver el vínculo sociológico entre el divorcio y la decadencia de una raza:
porque los que reciben el impacto de las consecuencias del divorcio son los
hijos. Los niños en este caso son los privilegiados; reciben el privilegio de
un nuevo padre o una nueva madre, y suelen quedar marcados para siempre por ese
sencillo hecho.
Los sentimientos de los niños son blanditos: el niño es
un emotivo constitucional. Y los sentimientos confusos y aturdidos provenientes
de la destrucción del hogar y substitución por otro, se imprimen en general
para toda la vida, y no con efectos saludables.
Recuerdo que cuando visité el Kaiserebertdorf de Viena (el gran reformatorio de menores instalado en el antiguo castillo de Francisco José) el ingeniero Von Waldsdorf me enseñó la estadística, hecha por ellos, de la proveniencia de los menores allí recluidos para su reeducación, por transgresiones de todo grado, desde el parricidio hasta la simple “vagancia”: y me hizo notar que un gran promedio (23%) provenían de hogares divorciados, en tanto (que cosa notable) ni uno solo de los menores criminales provenía de hogares bien constituido**; y eso que la guerra y su saña había pasado sobre el fino y educado “Reino del Este”, Osterreich.
Esto ha sido
constatado ya hasta el cansancio por los sociólogos. El sociólogo E. Faguet (que si ha habido un
liberal en el mundo es él) escribió de paso en su librito “El culto de la incompetencia”, constatando un efecto social de la
ley Naquet, lo siguiente: Se ha notado
que después de la ley de divorcio (que si fue necesaria, fue una triste
necesidad) se dan muchas más, pero incomparablemente más, demandas de divorcio
que se daba antes de la “separación”. ¿Depende esto de que, no dando la “separación”
sino una libertad relativa, o sea una semi-manumisiòn, se sentía que no valía
la pena por tan poco ponerse en movimiento? No lo creo; porque cuando se trata
de un yugo insoportable, es natural que se hagan tantos esfuerzos para
aflojarlo, bien ampliamente por cierto, como se harían para eliminarlo.
La verdad es,
creemos, que la existencia de la ley civil y su acuerdo con la ley religiosa,
daba a los individuos una mentalidad particular en cuanto al asunto del
casamiento: “hacía que lo considerasen
como algo sagrado, como un vínculo que era vergonzoso romper y que no había que
romper sino era absolutamente por fuerza, casi bajo pena de la misma vida. La
ley que estableció el divorcio ha sido lo que nuestros padres hubiesen nombrado
una “indiscreción” legal: ella ha suprimido un pudor. Salvo cuando el
sentimiento religioso es muy fuerte, no se tiene ahora vergüenza de divorciar:
sin escrúpulos se divorcian. Ha acontecido un despatarro: el pudor se ha ido
abajo, el deseo de libertad arriba. De este despatarro una ley ha sido causa:
una ley fruto de costumbres nuevas; pero que a su vez ha creado nuevas
costumbres o extendido, desparramado, dado a luz, las que estaban en trance de
hacerse.”
El buen burgués
Faguet deplora una cosa que la burguesía trajo. Fue durante la revolución
francesa, obra de la burguesía, cuando se forjó la primera ley de divorcio en
Occidente cristiano. Napoleón I dio el mal ejemplo (como Enrique VIII) de
romper con fraudes legales su propio matrimonio; pero no hizo legal el divorcio
para todos: eso le toco a la 3ª República.
El divorcio nació
vinculado con el Liberalismo y por lo tanto con el Capitalismo: los dirigentes
de la oligarquía plutocrática saben lo que hacen; no se ilusionan, no cometen
errores. Un profundo instinto les ha marcado el hogar doméstico como el
obstáculo de más consistencia en su inhumano “progreso”. Sin la familia fuerte,
quedamos desvalidos ante el avance del Estado superfuerte, que en este caso es
el Estado esclavista. La familia cristiana es la única fuerza actual capaz de
repeler el Capitalismo. Es una fuerza que ataca “de a dos en fondo”.
No sabemos si el divorcio es también actualmente, como en
Francia, una “triste necesidad” para la Argentina. Eso es cuestión de sociólogos
y políticos; nosotros nos limitamos en este artículo al desairado quehacer del
“teórico”.
En Italia, por
los “pactos lateranenses”, se han creado de hecho dos matrimonios: el “civil”
pasible de disolución de vínculo, para los no católicos, y el religioso
indisoluble, para los católicos, respetando el Estado así los dogmas del
Cristianismo, que reconoce como religión de los italianos. La objeción que oímos
allá contra legislación es aquesta: “¿Por
qué obligar a apostatar a gente que es católica a medias?”, porque
efectivamente, se obliga a juramento firmado de que “no son católicos” a los
que eligen el matrimonio de la “Venus vaga”. Es cierto que en materia de
Cristianismo hay muchos grados; y existen hoy por desgracia muchos que sólo son
cristianos “por el nombre que ostentan, el bautismo que profanan y la fe
nominal que no entienden ni practican”, como dice el amigo Ducadelia. Obligar a
estos a declararse de una vez, y declarar con su conducta si son o no son en
definitiva ¿es un bien o un mal? Ecco il problema… político.
Nuestros
Obispos sabrán resolverlo, confiemos en Dios. Nosotros, pobres doctores, sólo
sabemos enseñar modestamente que según la experiencia histórica el divorcio está
ligado en todas partes con la decadencia de las razas y el desorden de las
sociedades.
* Grupo
** He aquí la estadística del Ing. Heinrich von Waldford:
Huérfanos 6%. Sin padre conocido 18%. Madres solteras 13%. Divorciados 23%.
Viudas de guerra 0%. Padres alcoholistas 11%. Prostitutas 21%. Varios 7%. De
hogares bien constituido 0%. (L.C.)
Leonardo
Castellani: “Castellani por Castellani”, Mendoza, Ed. Jauja, 1999, pags. 321-325
Este artículo
fue publicado con el título Las pasiones no tienen dialéctica en Dinámica Social
Nª 47, julio de 1954, cuando Perón amenazaba con legalizar el divorcio. Luego
Castellani cambió ese título por el presente.
Enviado por Santiago Mondino
Nacionalismo Católico San Juan
Bautista