Hay algo peor que el incendio de una iglesia: su abandono. Un templo que no se usa acabará siendo una ruina. Que Nuestra Señora de París arda es una tragedia que tiene fácil remedio, se restaura según el modelo de Viollet-le-Duc y en poco tiempo volverá a estar en pie. Después de las guerras mundiales, los europeos sabemos cómo reconstruir los monumentos víctimas de nuestros dos grandes suicidios colectivos. La catedral de París sufrió mucho más entre 1792 y 1799, cuando fue profanada y saqueada por los jacobinos y sus sucesores, que la dejaron en tal estado que se hizo necesaria su restauración en el siglo XIX. El Museo de Cluny, en el mismo París, muy cerca de la catedral, es una buena muestra del vandalismo democrático del que tratamos hace muy poco en un artículo; allí se recogen los restos de los monumentos religiosos víctimas de la secularización. Por cierto, es curioso que los progres que donan grandes fortunas para restaurar lamaserías budistas en el Tíbet carezcan de la misma sensibilidad para el arte cristiano, el de sus antepasados.