El proceso jurídico de Cristo (6): algunas nulidades
El año pasado, llegando la Semana Santa, publicamos algunas entradas sobre el proceso jurídico de Cristo aquí:
Este año, culminando con la serie, ofrecemos el resto del trabajo.
Espero que sea de provecho espiritual e intelectual.
P. Javier Olivera Ravasi
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La visita a Caifás, los testigos falsos y la sentencia del Sanedrín
Es muy probable que Anás y Caifás vivieran en alas diferentes de un mismo palacio[1] pues San Lucas es el único que describe la triple negación de Pedro (“no lo conozco”) pronunciada en presencia de Jesús, cuando éste estaba custodiado en el patio o atravesándolo en ese momento. Es decir que el interrogatorio de Anás, las negaciones de Pedro y el diálogo con Caifás ocurren en distintas alas de un mismo edificio. Según Marcos, Jesús fue presentado a Caifás en una “sala del piso alto”
(Mc. 14, 66). La visita empezó de noche, en el patio donde estaba
encendido el fuego porque hacía frío y a toda prisa a causa de la
inminencia de la Pascua.
En casa del Sumo Sacerdote Caifás, estaban, “todos los príncipes de los sacerdotes, los ancianos y los escribas” (Mc. 14,63), es decir, las tres castas que formaban el Gran Sanedrín. Seguramente que a causa de la hora y por la prontitud de los acontecimientos, no hayan estado los 71 miembros reunidos; la Mishna dice que bastaban 23 para tomar una resolución.
Dice San Marcos: “Los príncipes… buscaban un falso testimonio contra Jesús y no lo encontraban aunque se habían presentado muchos falsos testigos” (Mc. 14, 55 y Mt. 26,59). Según Blinzler, en el proceso judío no existía fiscal oficial, por lo que los testigos servían de acusadores, de allí que se sobreentienda que éstos ya estaban preparados al llegar de noche. Gran número de testigos fueron llamados pero “discrepaban” o “no estaban concordes” entre sí, por lo que sus declaraciones serían declaradas inválidas en un intervalo de sinceridad.
Es importante tener en cuenta que los jueces estaban obligados a
analizar atentamente las declaraciones de los testigos que hacían de
acusadores; en especial el Sumo Sacerdote debía examinar con extremo
cuidado la calidad de los testigos y la verdad de sus testimonios (Deut. 19,18: “cuando después de un examen muy profundo, hubierais reconocido que el testigo…”). Además, el acusado no podía ser condenado por una sola declaración, siendo, además, su propio abogado defensor (la ley judía no menciona abogados para los acusados; cada uno se defendía a sí mismo) y los mismos asistentes podían tomar la palabra a favor del acusado (cosa que era tenida como un acto de piedad).
Los testigos, antes de declarar, debían prometer decir en conciencia la verdad a los jueces (Mishna IV, nº 5): “piensa que una gran responsabilidad pesa sobre ti…”, por lo que fue necesario el soborno para conseguir falsos testimonios. Y un soborno no menor ya que la pena para el testigo falso era la misma con la que debía ser condenado el acusado en caso de ser encontrado culpable, según el libro del Deuteronomio (19, 18): “le tratarán como él intentaba tratar a su hermano, ojo por ojo, diente por diente”.
En el caso de Jesús, se presentaron dos que declararon juntos, cosa
que iba también contra la ley, como señala el libro de Daniel en el caso
de la casta Susana y los vejetes abusadores (Dan 13, 51: “separadles unos de otros y yo os examinaré”).
Si una vez separados los testimonios no coincidían o se contradecían
sobre un mismo hecho y contra el acusado, debían ser descartados. Los
primeros dos no funcionaron, pero los sumos sacerdotes se procuraron
otros, según Mateo: “le hemos oído decir: “Yo destruiré este templo...” (Mt 26,60-61), cuando las verdaderas palabras de Cristo habían sido: “destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días”. Así siguieron los “testimonios”, con palabras hipotéticas e insuficientes para constituir un cargo serio contra el acusado.
Eran también falsas las deposiciones porque
reproducían las palabras de Jesús en sentido diverso del verdaderamente
dicho. Cristo, al pronunciar las palabras del templo, hacía alusión al
templo “vivo de su sagrado cuerpo”, y en manera alguna tuvo
intención de designar el templo material de Jerusalén. Esto lo aclara
San Juan al afirmar expresamente: “El entendía hablar del templo de su cuerpo” (Jn. 2, 21). Pero veamos un poco más esto de “destruir el templo”. Para ello seguiremos el análisis etimológico que hacen los hermanos Lemann (los dos ex–rabinos ya citados) sobre el significado de las palabras y su contenido.
Cristo usó la palabra solvite, término que los testigos interpretaron en el sentido de destruid, pero que en su acepción obvia y natural, significa propiamente romper los lazos: “Romped los lazos del templo”. Locución que se refiere a un cuerpo animado, templo viviente cuyos lazos se pueden romper por la muerte, y de ninguna manera templo material. La palabra griega catalyoo, según el clásico diccionario Bailly significa: disolver, destruir, trastocar, vg. pólin, dêemon es decir voltear la democracia, el poder o alguien del poder; en segundo lugar significa, dejar ir, también: hacer cesar, terminar, poner fin a (vg. ton bíon) y por último alude a desatar caballos y cabellos.
También el término utilizado lýoo significa en primer lugar desatar, en sentido propio “a alguien de las cadenas”, etc; por extensión: dejar ir; y en segundo lugar, disolver
una píldora, de allí romper una asamblea, un puente, las filas del
ejército, las rodillas (matar), terminar, corromper, resolver un
problema, explicar.
Pero por si aún nos queda alguna duda, la frase final de Jesús es: “…y en tres días lo resucitaré” (excitabo). Nuevamente el verbo utilizado tiene una connotación viva; Bailly dice del verbo utilizado, egeíroo: 1) hacer levantar, de allí despertar, vg. del sueño, a los muertos (utilizado en Mt. 10,8, Jn 5, 21); en segundo lugar se alude a erigir (vg. una construcción) y por último, excitar, impulsar, (vg. al trabajo). Cristo no dice: “lo reedificaré”, aedificabo,
que sería en un sentido material. Si hubiera aludido al templo
material, se habría servido de las palabras destruir y edificar; pero
como pensaba en un templo místico, en Su Sagrado Cuerpo, empleó los
términos romper los lazos y resucitar.
Nos dicen los Evangelios que el propio Caifás interrogó a Jesús (Jn 23, 29), cosa que agrega una nueva nulidad (¿y ya van…?), pues el mismo juez es “juez y parte al mismo tiempo”, como se dice en los tribunales. Toda legislación y especialmente la hebrea prohibía que el juez acusase al que se presume inocente: “si un testigo se encarga de acusar a un hombre de haber violado la ley, en esta diferencia que tendrán entre sí, se presentarán los dos ante el señor, en presencia de los sacerdotes y jueces que entonces estén en ejercicio” (Deut. 19,16). Es decir, el acusador y el juez deben ser distintos; pero la suerte estaba echada y, como había dicho Caifás: “es necesario que uno muera por todos” (Jn 18,14).
Caifás volvió a preguntar directamente sobre su propio testimonio mesiánico:- “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?” (Mc 14,61); tengamos en cuenta que el sumo sacerdote sustituye la palabra “Dios” porque no podía pronunciarla, poniendo la palabra Bendito como una aposición de Mesías, a modo de título honorífico. Vale tener en cuenta que el judaísmo farisaico aguardaba un Mesías completamente humano,
de allí que la pregunta apuntase a la pretensión mesiánica de Jesús, y
no a su filiación divina. Este momento es un punto culminante del
interrogatorio, Mateo cita a Caifás: “Te conjuro por el Dios vivo que me digas…”, es decir, intentando forzar a Cristo con un Sí o un No inmediato. Pero el Mesías contestará de manera distinta: “Yo Soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre… venir sobre las nubes…. (Mc, 14,62).
En realidad, cualquiera fuese la respuesta de Cristo, la condena estaba escrita: si Jesús negaba ser el Mesías, sería condenado por impostor y si confesaba serlo, moriría por blasfemia.
Y aquí encontramos una nueva nulidad pues, el juramento era obligatorio sólo para los testigos pero estaba prohibido para el acusado (“nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”,
dicen los abogados). De lo contrario se lo ponía en la situación de
“perjurar” o de “incriminarse”; lo mismo decía la Mishna: “tenemos por fundamento que ninguno puede perjudicarse a sí mismo”.
Fue todo al revés aquí: ningún juramento se pidió a los testigos, pero sí al acusado.
Y vino el delito de lesa mesianidad; Cristo confiesa ser el Mesías y los testigos sobran ahora; “había cometido el delito de blasfemia[2]” (ofensa o injuria contra Dios) que la ley judía castigaba con la pena de muerte por lapidación.
Caifás rasgó sus vestiduras: “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?”; y vinieron los maltratos, golpes, escupitajos (Mc.14,65) y se decidió entregar a Jesús al procurador romano. Todo esto fue llegando al amanecer[3].
El gesto de indignación de rasgarse las vestiduras, ya sea espontáneo o fingido, constituía un acto obligado, con una reglamentación específica, sobre todo ante casos de blasfemia. Incluso Marcos (Mc 14,64) acompaña el acto con un: “Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?”, y Mateo (Mt 26,65) dice: “¡Ha blasfemado!”. Evidentemente estamos ante una relación entre la causa (la expresión de blasfemia) y el efecto (rasgarse las vestiduras) que no es una fantasía de los evangelistas, sino que era algo contemplado en las normas religiosas y jurídicas documentadas por fuentes primitivas.
Como el derecho criminal judío no preveía una apelación, la sentencia era confirmada inmediatamente pero -como
hemos visto al inicio- los judíos no podían ejecutar una sentencia de
muerte decidieron acudir a la jurisdicción romana en la persona del
procurador.
Remarquemos que el hecho que sirvió de base jurídica a la sentencia del tribunal fue el testimonio mesiánico de Jesús sobre sí mismo que interpretaron como blasfemia. Esta primera sentencia
del Tribunal es fundamental en el proceso, pues de ella deriva la
responsabilidad de los judíos en la crucifixión. Blinzler, el gran
erudito del tema, cree que el Sanedrín dictó una formal sentencia de muerte: “y todos sentenciaron que él era reo de muerte” (Mc 14,64). Vale tener en cuenta que la palabra griega katekrinon
no se refiere a un simple veredicto sino a una verdadera sentencia, de
allí que (Mt 27,3) cuando Jesús era conducido a Pilato, Judas se
arrepintiese al oír que su maestro “había sido sentenciado” (katekrite).
[1] Mc 14, 66 dice: “Mientras Pedro estaba abajo en el patio…” con la palabra griega káto, o sea, abajo, claro indicio de un recuerdo personal
de Pedro, que habla bajo la pluma de Marcos, nos indica que la
comparecencia de Jesús ante Anás no estaba una planta bajo sino en una planta superior.
[2] Etimológicamente “blasfemia” proviene del verbo griego femí, decir, y del adjetivo melcos, que significa vano, inútil. Lo que equivale a decir una “expresión desgraciada, vana o infortunada”.
[3]
El distinto orden de los acontecimientos según San Lucas (22):
Prendimiento y conducción ante el Sumo Pontífice, negación de Pedro,
ultraje, reunión del Sanedrín al amanecer e interrogatorio de Jesús
sobre su mesianidad, etc. Se explica como una técnica literaria, donde
se da a la narración un carácter seguido y se reduce a un solo relato el
proceso del Sanedrín, que en Mc se divide en dos. El interrogatorio lo
pasa por alto porque no tuvo ningún resultado, solo da una noticia
sumaria del proceso para no complicar a sus oyentes que no conocían el
derecho judío.