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domingo, 10 de mayo de 2015
Las otras tablas de sangre (capitulo 2)
Por: Alberto Ezcurra Medrano
En 1826 se designó presidente a Rivadavia, se decretó el
cese de la provincia de Buenos Aires y se sancionó la constitución
unitaria. El triunfo rivadaviano fué amplio, pero breve, y su juicio lo
hace acertadamente González Calderón en los siguientes términos:
“Hay que decir, respecto de la actuación del señor Rivadavia
y del Congreso Constituyente de 1826, que arrastraron a la nación a la
más espantosa guerra civil, cuya consecuencia fue la dictadura
sangrienta. ¿Que se equivocaron de buena fe? ¿Que el país no estaba
preparado para practicar las instituciones teóricamente buenas que
pretendieron establecer? No se trata de eso cuando hay que discernir la
responsabilidad de nuestros antepasados por los acontecimientos o por
los hechos que su conducta ocasionó si se equivocaron; debe pensarse,
lógicamente, que carecieron de la visión genial del verdadero estadista;
si concibieron instituciones inadaptables a la idiosincrasia del país,
debe creerse, con fundamente que no tuvieron conciencia de lo que sus
deberes les exigían. Faltáronles a Rivadavia y al lucido círculo que lo
rodeaba esa visión nítida y exacta que caracteriza a los grandes
hombres de Estado y también el necesario dominio de las condiciones en
que debían legislar. Cuando desaparecieron de las elevadas esferas
oficiales, todo el edificio que se propusieron construir se deshizo
estrepitosamente, porque sus cimientos sólo se habían apoyado en el
terreno peligroso de las utopías políticas.” (17)
Antes de dictar la constitución de 1826, los unitarios
trataron de preparar el terreno para su aceptación unitarizando por la
fuerza algunas provincias. Tal fue la misión de Lamadrid, “gobernador
intruso” de Tucumán, como lo reconoce Zinny, y agente político de la
mayoría del Congreso, como dice González Calderón. Para cumplir el fin
que se había propuesto, Lamadrid inició una sangrienta campaña, teniendo
por aliados a Arenales en Salta y a Gutiérrez en Catamarca. Utilizó en
ella un grupo de desertores del ejército de Sucre, conocidos entonces
bajo el epíteto de “colombianos”, que a las órdenes del coronel Domingo
López Matute se habían puesto a su servicio. La actuación de estos
hombres en la batalla de Rincón fué cruel y sanguinaria, y después de la
derrota invadieron a Santiago del Estero cometiendo allí una larga
serie de incendios, degüellos y atrocidades de toda índole. (18) “La
bandera -comenta Bernardo Frías- cargó con el fruto de la máquina de que
se servía, y, ya en aquel año tan atrasado a Rosas, hemos leído en
papeles de la fecha, salidos del rincón lejano de Catamarca, aquello de
salvajes unitarios.” (19)
Terminada la guerra con el Brasil, los unitarios, que no
habían aprendido nada con el fracaso de su tentativa de 1826, procuraron
imponerse por la fuerza y volvieron a encender la guerra civil. Lavalle
asumió la dictadura y fusiló a Dorrego y a todos los oficiales tomados
prisioneros en Navarro y Las Palmitas. (20) Paul Groussac, historiador
netamente antirrosista, comenta así este gobierno: “A la víctima ilustre
de Navarro siguieron muchas otras, y la sentencia que precedió a las
ejecuciones de Mesa, Manrique, Cano y otros prisioneros de guerra no
borra su iniquidad. Mientras los diarios de Lavalle pisoteaban el
cadáver de Dorrego y ultrajaban odiosamente a sus amigos, los
redactores de La Gaceta Mercantil
eran llevados a un pontón, por un acróstico . Se deportaba a los
generales Balcarce, Martínez, Iriarte; a los ciudadanos Anchorena,
Aguirre, García Zúñiga, Wright, etcétera, por delitos de opinión. El
Pampero denunciaba al gobierno y, en su defecto, a los furores de la
plebe del arrabal, las propiedades de Rosas y demás . Y luego añade
Groussac el siguiente resumen y comentario: “Delaciones, adulaciones,
destierros, fusilamientos de adversarios, conato de despojo,
distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa; se ve
que Lavalle en materia de abusos -y aparte de su número y tamaño-, poco
dejaba que innovar al sucesor. Sin comparar, pues, la inconsciencia del
uno a la perversidad del otro, ni una dictadura de seis meses a una
tiranía de veinte años, queda explicado el doble fenómeno del despotismo
creciente, por desarrollo natural, al par que el de su impresión
decreciente en las almas pasivas, de muy antes desmoralizadas por la
semejanza de los actos, fuera cual fuera la diferencia de las personas.”
(21)
Dejando a un lado las sutiles diferenciaciones entre
inconsciencia y perversidad, dictadura y tiranía, según se trate de
Lavalle o de Rosas, nos parece ridículo pretender que en veinte años se
hubiesen cometido menos atrocidades que en seis meses. Sería preciso ver
lo que habría hechos Lavalle si hubiera tenido que gobernar veinte años
en las circunstancias en que gobernó Rosas. Y si nos atenemos
estrictamente a comparar los seis meses que gobernó Lavalle con seis
meses tomados al azar en el gobierno de Rosas, no creemos que el primero
salga muy favorecido.
“El año de gobierno de los unitarios militares -dice Eliseo
F. Lestrade- se caracteriza, para la demografía, como el año aciago,
pues no se vuelve a producir en lo sucesivo el hecho de morir mayor
número que el de nacidos.” En efecto, en 1829 mueren en la ciudad de
Buenos Aires 883 personas más de las que nacen; mientras que en 1840 y
1842, los años trágicos de la dictadura rosista, el aumento vegetativo
de la población es de 1.180 y 730 almas, respectivamente. (22)
Si esto ocurría en la ciudad, la campaña bonaerense no era
más favorecida. El coronel Estomba, hombre cuya exaltación concluyó en
locura, y que había sido enviado por Lavalle para unitarizar la
provincia, la recorría fusilando federales. Acerca de sus procedimientos
nos ilustra Manuel Bilbao cuando dice que dicho coronel “recorría la
campaña dominado de un furor tal que las ejecuciones las ordenaba a
cañón, poniendo a las víctimas en la boca de las piezas y disparando con
ellas.” (23) Así murió Segura, mayordomo de la estancia “Las Víboras”,
de los Anchorena, “por el delito de ignorar la situación de cierta
partida federal.” (24) A otros ciudadanos, por el mismo delito, los mata
a hachazos por sus propias manos. (25)
El fusilamiento a cañón, por otra parte, no era
procedimiento exclusivo de Estomba. He ahí el caso, referido por Arnold y
otros, y citado por Gálvez, del coronel Juan Apóstol Martínez, quien
“hace atar a la boca de un cañón a un paisano, que muere hecho pedazos, y
cavar sus propias fosas a varios prisioneros.” (26)
“Las tropas mandadas por Rauch -dice más adelante Gálvez-
matan a los hombres que encuentran en las calles de los pueblitos.
Calcúlese que más de mil hombres aparecen asesinados. Sólo en el caserío
llamado dejan siete fusilados. En la ciudad, en una tienda de la Recova,
un oficial unitario desenvuelve un papel y, sacando una oreja humana,
dice que es del manco Castro, y que tendrán igual suerte las de otros
federales. A una criatura de siete años la matan porque lleva una
divisa” (27).
Y a todo esto, el “sanguinario” Rosas aun no gobernaba.
Notas:
17 JUAN A. GONZALEZ
CALDERON, Derecho Constitucional
Argentino, t.I, pág. 129. A
quien quiera conocer otros aspectos menos “ideológicos” de la “aventura
presidencial” rivadaviana remitimos
a la Defensa
y pérdida de nuestra independencia económica, de JOSE MARIA ROSA.
18 CARLOS M.URIEN,
Quiroga, págs. 62 y 65.
19 BERNARDO
FRIAS, Tradiciones históricas, cuarta
tradición, pág. 7.
20 RICARDO FONT
EZCURRA, “En homenaje a la verdad
histórica” en Revista del Instituto de
Investigaciones Históricas Juan Manuel
de Rosas, N° 2/3, pág.13.
21 PAUL GROUSSAC,
Estudios de Historia Argentina, pág. 204.
22 ELISEO F. LESTRADE, “Rosas. Estudio sobre la
demografía de su época”, La
Prensa, , 15 de
noviembre de 1919. “No se conoce
- añade Lestrade - el número de
argentinos que emigraron a Montevideo
huyendo de las persecuciones, pero ese año de gobierno fué sangriento. “En los hechos
militares de las elecciones del 26 de julio de 1829 se produjeron 76 víctimas,
entre los muertos y heridos; las ejecuciones fueron numerosas, y, sobre todo
ese cuadro de dolor, una epidemia de viruela azotó a la población urbana”
23 MANUEL
BILBAO, Vindicación y memorias de
Antonino Reyes, pág. 65
24 MANUEL GALVEZ,
Vida de don Juan Manuel de Rosas, pág. 94
25 Ibídem, pág. 94 y
DERMIDIO T. GONZALEZ, El Hombre pág. 199
26 MANUEL GALVEZ,
ob. cit. pág. 94
27 ibídem, pag. 95