viernes, 19 de abril de 2019

LA ECONOMÍA Y LOS NACIONALISMOS II



jueves, 4 de abril de 2019

LA ECONOMÍA Y LOS NACIONALISMOS II

NACIONAL SINDICALISMO COMO ALTERNATIVA AL CAPITALISMO


Analizar el Nacionalsindicalismo como alternativa real y posible al sistema económico capitalista requiere hacer un pequeño sacrificio: estudiar el capitalismo y sus fallos fundamentales. Esta tarea nos servirá para comprender mejor la necesidad de un nuevo sistema económico y monetario mucho más justo, un sistema que no puede ser otro que el sindicalista del que explicaré las características fundamentales. Además de esto, terminaré mi exposición apuntando una serie de ideas en un terreno tan importante como totalmente inexplorado en el Nacionalsindicalismo, y en el que modestamente creo ser el único hasta ahora que ha tenido el atrevimiento –o la osadía, con los riesgos que ello supone– de hacer propuestas concretas: cómo realizar una transición económica desde el capitalismo.

¿QUÉ ES EL CAPITALISMO?
Para empezar se impone definir con brevedad, pero al mismo tiempo con precisión, lo que es el capitalismo. Sus defensores siempre dan de él unas definiciones que sólo resaltan los aspectos positivos del mismo y que suelen omitir los negativos. El Premio Nobel de Economía Paul A. Samuelson nos da una definición cuanto menos curiosa: “La capacidad de los individuos para poseer capital y beneficiarse de él es lo que da su nombre al capitalismo”. Esta es la definición que nos ofrece en su universalmente conocida obra “Economía”, texto fundamental en todo el mundo y con el cual yo mismo estudié economía en la universidad. Samuelson nos plantea en su definición dos cosas que deberían movernos a la reflexión.

  
En primer lugar nos habla de una supuesta posesión privada del capital que resulta engañosa por muchas razones: confunde la propiedad privada con la propiedad capitalista (que, como veremos más adelante, es esencialmente anónima); da por sentado un derecho general a la posesión del capital y a beneficiarse de él por parte de todos los individuos, lo cual poco o nada tiene que ver con la dinámica capitalista que opera precisamente en sentido contrario (tendencia a la concentración de capitales); etc. Se trata, pues, de un sofisma que, sin embargo, no oculta una realidad que sí es típicamente capitalista: el individualismo, el egoísmo individual como nota esencial y definidora de dicho sistema económico y el materialismo como principio filosófico del mismo. Para los nacionalsindicalistas, empero, esta definición no es en absoluto aceptable por insuficiente y parcial.
El capitalismo es un sistema económico basado en la supremacía del capital (entendido como conjunto de bienes cuyo destino es producir), siendo el dueño de éste el titular de los medios de producción. Se trata pues de un régimen de propiedad social y de relación laboral basado en la “sociedad anónima” que, por tanto, no da valor al trabajo como fuente ineludible de producción y propiedad, sino como uno más de los factores de la producción.
La base de todo ello está, por un lado, en el sistema de salariado, y por consiguiente en la relación bilateral del trabajo, y por otro, y como consecuencia lógica, en el sistema de interés.
El mercado libre se propugna como la fórmula ideal de distribución de los productos y de fijación de los precios según la ley de la oferta y la demanda, y surge “la bolsa” como lugar en el que compran y venden las acciones, obligaciones, deuda pública y divisas.
La agonía del liberalismo, especialmente tras el crack de 1929, supuso la introducción de mecanismos ajenos a la filosofía liberal (variante keynesiana o “estado del bienestar”), pero que se mostraron imprescindibles para apuntalar el sistema económico capitalista. Es así como se acepta el papel del Estado como un agente activo en la economía para la corrección de los desajustes (algo inadmisible para un verdadero liberal).

ALGUNAS ACLARACIONES NECESARIAS
Pero llegados a este punto conviene aclarar una serie de conceptos como el de economía, así como que otros como los de capitalismo, liberalismo, neoliberalismo, libre mercado o globalización económica no son ni muchísimo menos equivalentes.
La economía, según la definición académica del ya citado Paul A. Samuelson, “es el estudio de la manera en que las sociedades utilizan los recursos escasos para producir mercancías valiosas y distribuirlas entre los diferentes individuos”. Sin embargo esta definición, por muy académica que sea, es sumamente imperfecta desde el momento mismo en que se ciñe al concepto de escasez. Es cierto que hay bienes escasos, como sucede con los metales preciosos, pero no es menos cierto que otros bienes son abundantes (recordemos que los alimentos que se producen en el mundo, por ejemplo, no sólo son más que suficientes para alimentar a todos los habitantes del planeta, sino que incluso se destruyen excedentes para mantener los precios del mercado de los mismos dentro de ciertos límites; en este caso lo relevante no es la escasez, sino el problema de la distribución). Es decir, que no sólo la escasez, sino ¡también la abundancia resulta ser un problema económico! Y no sólo eso, el profesor Samuelson (y todos los economistas que siguen sus planteamientos) sostiene que si lo relevante no fuera el concepto de escasez, los bienes serían gratuitos, lo que es a todas luces falso. Con sus ejemplos de las arenas del desierto o del agua del mar como bienes abundantes, y por ello no económicos, olvida algo esencial: un bien económico puede ser abundante e incluso ilimitado y, al mismo tiempo, ser un bien económico. Para ello basta con que el acceso a ese bien tenga ciertas limitaciones o esté sujeto a ciertos condicionamientos, como es el caso de la misma arena cuando se necesita para la construcción (lo que requiere su transporte, distribución, etc.) o del agua no sólo potable, sino incluso la misma marina cuando se necesita y debe ser desalada, por ejemplo. Además, ¿cómo puede decirse que los bienes ilimitados son por definición bienes no económicos? Eso significaría, por ejemplo, que las energías renovables e ilimitadas (la solar, la eólica, la maremotriz, etc.) estarían al margen de la economía, lo cual es absurdo. Además, la definición clásica de la economía no resalta como es debido un aspecto fundamental: el aumento de la productividad lleva consigo necesariamente un aumento constante de la producción de bienes económicos y de los productos financieros (muchos de ellos completamente ficticios). Y es que una cosa es la escasez y otra muy diferente las limitaciones de la producción y del acceso a los bienes, lo cual no significa que necesariamente esos bienes no existan y deban ser producidos o que sean escasos.
Respecto al liberalismo económico, tiene su origen en 1776, cuando Adam Smith publicó su libro “Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”, donde estudia los mecanismos de fijación de precios, el funcionamiento del mercado (donde él ve la “mano invisible” que extrae un bien común del interés particular de los individuos, es decir, que del egoísmo individual –extraña virtud, la verdad, y que él reconoce como motor de la economía– surge el equilibrio que trae el bien común), etc… A él siguieron J.B. Say, quien en 1803 formuló la “ley de los mercados” que lleva su nombre y según la cual la oferta crea su propia demanda cuando los precios varían para equilibrar la demanda y la oferta agregadas, D. Ricardo (1817), J.S. Mill (1848) y A. Marshall (1890).
Estos pensadores liberales sostienen que los precios y los salarios son flexibles, por lo que la economía se desplaza muy deprisa a un equilibrio a largo plazo. Creen que los salarios y los precios flexibles eliminan rápidamente cualquier exceso de oferta o demanda y restablecen el pleno empleo y la plena utilización de la capacidad. La política macroeconómica no puede desempeñar ningún papel corrector de las perturbaciones reales, pues eso sería introducir elementos extraños que alterarían las leyes económicas, aunque sí puede, mediante la política monetaria y fiscal, influir en el nivel de precios y en el PIB real.
El liberalismo tuvo una época de indudable esplendor, pero acabó degenerando en el fenómeno del capitalismo salvaje (el capitalismo en realidad es muy anterior, al menos en sus características esenciales), incumpliendo incluso sus propios principios (estaba lejos ya aquel idílico mercado libre con numerosas ofertas y demandas y pronto se tendió a la concentración de capitales y a las empresas precio-determinantes (las que tienen tal poder de condicionamiento del mercado, que pueden permitirse el lujo de imponer los precios); de la misma manera, la teoría clásica del valor, que afirmaba que las medidas del valor son el trabajo –esfuerzo empleado en la producción de un bien– y el cansancio –lo que se ahorra uno con el uso de ese producto–, pronto se vio superada por la realidad de un mercado que no tenía muy en cuenta esas medidas).
De esta distinción entre liberalismo y capitalismo nace en buena medida la nuestra entre propiedad privada y propiedad capitalista. Recordemos que José Antonio Primo de Rivera consideraba que mientras la propiedad privada es un atributo elemental humano, una proyección directa del Hombre sobre sus cosas, la propiedad capitalista es exactamente lo contrario: la propiedad inhumana, anónima y explotadora de los que se llevan sin trabajar la mejor parte de la producción (los intereses, los dividendos, las rentas, etc.), utilizando el capital no como un instrumento al servicio de la producción, sino como un instrumento técnico de dominación económica que alcanza la categoría de factor fundamental de la producción, y con unos supuestos derechos propios que le elevan incluso por encima del trabajo.
En cuanto al neoliberalismo, es una tendencia actual a volver a aquellos primeros principios del pensamiento liberal, dada la insuficiencia del sistema para encontrar soluciones a problemas de la envergadura del desempleo, la inflación, las burbujas financieras, etc., soluciones que no se encuentran y que se pretenden encontrar a cambio de grandes sacrificios. Se trata pues de una política económica, no de un sistema económico (como lo es el capitalista).
Respecto al libre mercado, ya hemos dicho que es una fórmula de distribución de la producción y de fijación de los precios, por lo que tanto podría haber una intervención estatal en ese mercado (regulándolo o actuando como un agente económico activo) dentro del sistema capitalista, como podría darse un modelo de mercado en un sistema no capitalista. Por ello rechazamos la tendencia que hay en muchos economistas a distinguir los sistemas económicos según sean “de libre mercado” o “de dirección central”. Eso es elevar lo que no es sino una característica más, pero no esencial, a la consideración de elemento clave diferenciador.
En cuanto a la globalización (aunque la palabra mundialización parece más correcta), no se trata sino de un fenómeno de internacionalización de la economía cada vez mayor, pero que no deja de ser un proceso comenzado hace mucho tiempo –nada novedoso pues–. Por eso resulta un poco ridículo eso de ser “antiglobalización”. ¿Qué quiere decir eso, que se está a favor de la autarquía, de una internacionalización mínima, o que se es anticapitalista? ¿Porqué no llamar a cada cosa por su nombre? Claro que los “antiglobalizadores” lo que en realidad quieren no es que las naciones sean libres e independientes, sino que se realice una globalización distinta y a su gusto. Evidentemente son personas que viven alejadas de la realidad y que en el fondo le están haciendo el juego a los grandes capitalistas y a su modelo uniformador de la humanidad (lo que por otra parte tampoco parece responder a los principios democráticos que unos y otros dicen defender). Frente a la mundialización es necesario reivindicar la Soberanía Nacional y la relocalización económica.
Otra aclaración fundamental que conviene tener presente es la distinción entre empresario y capitalista. El empresario es aquel que con su talento emprende y dirige un negocio, pero que no deja de ser un trabajador más. El capitalista es el que fundamenta su título de propiedad de los medios de producción en el hecho de ser el dueño del capital. El capitalista puede ser empresario al mismo tiempo (cosa muy normal), pero no siempre es así. De hecho en la economía actual es cada vez más frecuente ver a empresarios no capitalistas que actúan como meros gestores contratados por una junta de accionistas. Para nosotros el empresario es un trabajador más y es, por lo tanto, necesario para la empresa. El capitalista no.
Otro concepto que, llegados a este punto, conviene aclarar es que no hay un único tipo de crecimiento, sino al menos tres: el exponencial (es el que sigue el sistema monetario actual basado en el interés y el interés compuesto, y supone un crecimiento de magnitudes cada vez mayores), el lineal o mecánico (es un crecimiento constante) y el natural (crecimiento rápido inicial que se va desacelerando y termina estabilizándose en lo cuantitativo, aunque pueda seguir aumentando en lo cualitativo). La dinámica capitalista exige un crecimiento monetario de tipo exponencial (lo cual a largo plazo es insostenible) para poder retroalimentarse y, en cambio, el Nacionalsindicalismo necesariamente tendrá que entrar en una dinámica de crecimiento económico de tipo natural.
El siguiente gráfico ilustra perfectamente los distintos tipos de crecimiento: Crecimiento
(crecimiento exponencial)
(crecimiento lineal) (crecimiento natural)
Las bases del capitalismo: sociedad anónima, salariado, plusvalía e interés
El capitalismo es el modelo económico final del pensamiento moderno que se formó a raíz del liberalismo económico, y dicho modelo se sustenta básicamente en la propiedad capitalista (gracias fundamentalmente a la “sociedad anónima”), el trabajo mediante el sistema de salariado, la asignación de la plusvalía al capital, y el incentivo del interés. Veamos cada una de estas bases del sistema capitalista.
1.- La sociedad anónima. El progresivo triunfo del maquinismo supuso la aparición de nuevas formas de propiedad. Desplazada la propiedad privada tradicional, se hacía necesaria la aportación cada vez mayor de capital fijo para sostener la gran industria, y la sociedad individual se ve relegada a un segundo plano por la sociedad mercantil. Hay muchos tipos de sociedad mercantil, si bien el modelo típico es el de la “sociedad anónima”. En ella los socios aportan cualquier derecho de contenido patrimonial y el capital, que es lo único que da derecho a la propiedad de los medios de producción, está dividido en acciones. Éstas son títulos al portador, lo que permite su fácil enajenación y el anonimato de los propietarios. Existe un capital mínimo para su constitución y los socios sólo responden de su aportación.
Las especiales características de la sociedad anónima la convirtieron en el medio ideal para la creación de las grandes empresas; con ella el hombre ya no es el propietario; ahora la propiedad es una abstracción representada por trozos de papel (las acciones), algo impersonal, sin rostro ni sentimientos.
Sin embargo, el desarrollo de la sociedad anónima ha servido también para establecer de forma cada vez más clara la separación entre los capitalistas (los propietarios de las acciones) y los empresarios (directivos, hombres de empresa contratados para gestionar y dirigir la labor empresarial). Este es uno de los fenómenos más significativos del capitalismo moderno y confirma nuestras ideas acerca de la armonización de empresarios, técnicos y obreros, siendo todos ellos trabajadores en un mismo plano frente a los parásitos capitalistas (lo que no significa que no sea imprescindible el capital, sino sólo que éste debe ser suministrado de forma alternativa para poder cumplir su función social).
2.- El salariado. El sistema de salariado es, junto al interés y el modelo de empresa, la base del sistema capitalista. En el capitalismo el salario es el precio del trabajo; el trabajo se compra y se vende a un precio determinado; no es el fruto del trabajo lo que se vende, sino el trabajo en sí mismo, ya que se considera que el fruto del trabajo nunca forma parte del patrimonio del trabajador al haber comprado el capitalista su trabajo a priori. Muestra de ello es el hecho de que, aunque los resultados de la producción fueran negativos, el trabajador seguiría teniendo derecho a cobrar su salario. Y de la misma manera, aunque la productividad del trabajador fuera muy elevada, seguiría cobrando el mismo salario.
Para el Nacionalsindicalismo resulta evidente que en el sistema de salariado el trabajador se vende a sí mismo. No en vano el contrato de salariado tiene su origen en el arrendamiento de esclavos romano. La cruel expresión “mercado de trabajo” no hace sino reflejar la imperante idea del trabajador como un elemento más de la producción, como un factor productivo que se compra y se vende. Por eso nosotros rechazamos tal expresión de forma rotunda y sin reservas.
Conviene aclarar que el “salariado” es el nombre de este sistema retributivo, que el “asalariado” es la persona que lo padece, y que el “salario” es la retribución propiamente dicha, y que el sistema de salariado sustituyó al sistema de compañía, anterior y mucho más justo. El sistema de compañía se fundamenta en la idea de que todos los que aportan algo (capital, conocimientos, trabajo) deben ir a partes iguales tanto en pérdidas como en ganancias. Es un sistema que respeta más la dignidad humana que el de salariado, pero tiene inconvenientes como el de poner capital y trabajo en un mismo nivel y, sobre todo, que el obrero no puede esperar a que la empresa gane ni puede vivir cuando la empresa pierde.
En cuanto al sistema de salariado, los falangistas no podemos dejar de calificarlo como inmoral, disolvente y antieconómico.
Es inmoral porque el trabajador se vende a sí mismo, lo que atenta gravemente contra la dignidad humana. Ciertamente, puede no ser inmoral desde el punto de vista religioso, pero para ello deberían cumplirse una serie de exigencias morales (ampliamente explicadas –y consideradas como innegociables por las partes– por los Papas en diversas encíclicas y que, resumidamente, exigen el respeto a la dignidad humana, la relación de justicia social y el salario familiar, lo cual no se da en el sistema convencional de salariado prácticamente en ningún caso).
Es disolvente porque establece una relación bilateral de trabajo que divide a la sociedad en dos grupos: el de los que venden su trabajo y el de los que lo compran. Y aquí resulta imposible no recordar las palabras de León XIII en su encíclica “Rerum Novarum”: “el trabajo no es vil mercancía, sino que hay que reconocer en él la dignidad humana del obrero, y no ha de ser comprado ni vendido como cualquier mercancía”.
Finalmente, es antieconómico porque el asalariado se siente completamente desligado de la función que realiza, del fruto de su trabajo (lo que los marxistas llaman “alienación”), lo que supone también normalmente un menor interés en esforzarse, en la búsqueda de la excelencia y la productividad.
3.- La plusvalía. La plusvalía es la diferencia de valor entre el producto manufacturado y lo que costó su fabricación (materias primas, energía, salarios, etc.). Es, en definitiva, el valor añadido que crea el trabajador, y en el actual sistema dicha plusvalía queda en manos del capitalista.
Al ser la plusvalía un “beneficio extra”, en principio no puede derivarse del simple intercambio de mercancías, ya que los intercambios se establecen normalmente sobre la base de valores más o menos equivalentes. Tampoco deriva la plusvalía de los aumentos de precios, ya que estos aumentos suponen ganancias y pérdidas entre los vendedores y los compradores que tienden a neutralizarse entre sí. ¿Cómo se obtiene entonces la plusvalía? Para que se produzca una plusvalía es imprescindible que el capitalista encuentre en el mercado alguna otra “mercancía” que pueda operar sobre el valor inicial de un bien como “fuente de valor”, es decir, que pueda aumentar el valor de un bien gracias a la incorporación al proceso productivo de esa otra “mercancía” que crea esa plusvalía, ese valor extra. Obviamente, esa “mercancía” es el trabajo humano. Pues bien, el capitalista compra el trabajo del obrero como si de una mercancía más se tratara (de ahí viene precisamente el inhumano concepto de “mercado de trabajo”), y la paga con el “salario”. Pero sucede algo curioso: el costo del trabajo (salario) no equivale a su aportación real de plusvalor, es decir, el trabajador crea más plusvalor del que recibe en forma de salario. Si al trabajador se le pagara exactamente el valor que con su trabajo ha aportado a las cosas, entonces el capitalista no tendría negocio ninguno en el proceso productivo, cuando es cierto que él también aporta valor con su trabajo empresarial (organizando el trabajo, innovando, buscando mercado, etc.). La diferencia entre uno y otro, es decir, lo que el capitalista se apropia en su totalidad indebidamente (por no ser él quien lo genera exclusivamente –aunque sí parcialmente como fruto de su necesaria actividad empresarial–, sino principalmente el trabajador), ese producto excedente o ganancia adicional es la plusvalía.
Pues bien, del concepto de plusvalía deriva también la llamada “Tasa de Explotación” (TE), que es la relación existente entre la plusvalía (Pl) y el salario efectivamente recibido por el trabajador –en el lenguaje marxista es denominada técnicamente “capital variable” (V)–, de suerte que TE=Pl/V. Pero como resulta que hay otro factor a tener en cuenta para establecer la efectiva “Tasa de Ganancia” del capitalista, que es el capital constante (C) o fijo –es decir, las inversiones en maquinaria, instalaciones, materias primas, etc. – , resulta que la fórmula anterior debe ser completada para reflejar adecuadamente esa composición orgánica (CO) del capital (CO=C+V). Por lo tanto la fórmula que, según Marx, refleja adecuadamente la Tasa de Ganancia –es decir, la relación entre la plusvalía y la composición orgánica del capital– es la siguiente: TG=Pl/(C+V).
Los economistas antimarxistas han tratado de demostrar no sólo lo inadecuado del concepto de “plusvalía”, sino también la incorrección de la fórmula de la Tasa de Ganancia, y la verdad es que argumentos no les faltan, ya que, para empezar, Marx comete un error casi de principiante al utilizar razonamientos microeconómicos a la macroeconomía (al hablar de la modificación de la composición orgánica del capital –CO–, por ejemplo, un aumento de C no es simplemente eso en el conjunto de la economía, como lo sería para un empresario particular, ya que para los suministradores de maquinaria, C en realidad es un producto o mercancía traducible, por tanto, en V y Pl; ello llevaría a considerar errónea la fórmula marxista de la Tasa de Ganancia, que sería más bien la siguiente: TG=Pl/[(Pl+V)+V, lo cual tampoco sería demasiado razonable…).
Pese a ello yo creo que siguen siendo conceptos útiles y esencialmente correctos, pero no sería honesto ocultar que son imperfectos y criticables en muchos aspectos, especialmente en su poco convincente formulación científica.
Para los falangistas, pues, la plusvalía es fruto de la producción, y por lo tanto no es creación del capital, sino del trabajo (tanto obrero como empresarial). El capital por sí mismo no genera plusvalías. Necesita la intervención humana del trabajador (manual, intelectual, empresarial) para tener un valor añadido y por eso él es su legítimo propietario.
Sin embargo no sería correcto afirmar que el Nacionalsindicalismo pretende que esa plusvalía se abone directamente al trabajador. José Antonio Primo de Rivera, que habló inicialmente de asignar la plusvalía “al productor encuadrado en sus Sindicatos” (21-XI-35), precisó más adelante sus palabras, posiblemente influido por los ataques que recibe el concepto de plusvalía por parte de los economistas y por el hecho de que un sistema fiscal progresivo en relación con uno muy adelantado de servicios y seguros sociales consigue de igual modo un reparto eficaz (según opina el economista Juan Velarde Fuertes). Y es que no parece muy serio un reparto de dinero líquido de esas dimensiones, con unas posibles consecuencias desastrosas para la economía (inflación, devaluación de la moneda, etc.), aunque también es cierto que las consecuencias con un sistema monetario distinto al actual podrían ser distintas, algo difícil de evaluar con rigor a priori. Por eso José Antonio, sin por eso contradecir sus palabras anteriores, precisa que “la plusvalía de la producción debe atribuirse no al capital, sino al Sindicato Nacional productor” (30-IV-36). Así esa plusvalía será administrada en beneficio directo de los trabajadores a través de su Sindicato (un sindicato unitario que poco o nada tiene que ver con al actual modelo sindical clasista y dividido), pudiendo ser empleado para labores de capitalización, financiación, obras sociales, etc., pero no suponiendo su reparto directo –aparte de la cantidad destinada a la retribución del trabajador, claro está–. En este sentido fue muy interesante la “Ley de Propiedad Social” de la empresa en el Perú de Juan Velasco Alvarado a finales de los años setenta del pasado siglo XX (uno de los ejemplos más recientes).
4.- El interés. El hombre, olvidando el origen y la finalidad del dinero, pronto encontró en él otra manera de vivir sin trabajar: prestar al que no tiene. Así nació la dictadura del dinero, es decir, el capitalismo financiero anónimo y explotador. Lo que sucede es que en realidad nadie vive sin trabajo, pues quien vive de tal manera lo que en realidad hace es vivir del trabajo de los demás (él no trabajará, pero otro lo hará por él).
De poco sirvió la ofensiva que desde la Antigüedad se emprendió contra lo que se denominó “usura”. Aristóteles, Platón, Cicerón, Catón, Plutarco o Séneca fueron algunos de los ilustres pensadores que la condenaron sin paliativos, lo mismo que todas las grandes religiones. Así los judíos tienen prohibida la usura entre ellos, aunque siguiendo sus preceptos sí que la pueden practicar con aquéllos que consideran enemigos. Por ello apelan siempre al versículo que dice: “No exijas interés alguno de tus hermanos ni por dinero, ni por víveres, ni por ninguna otra cosa que se suele prestar a interés. No obligues a tu hermano a pagar interés, ya se trate de un préstamo de dinero, de víveres, o de cualquier otra cosa que pueda producir interés” (Deuteronomio 23, 20-21).
Siguiendo el precepto evangélico de Jesucristo (“haced el bien y prestad sin esperar remuneración” (Lucas 6,35) –la argumentación contraria que algunos esgrimen apoyándose en Mateo 25, 14-30 carece de la solidez necesaria al comparar un mandato de Cristo con las palabras que en una parábola dice un judío que, lógicamente, se guía por las anteriores palabras del Deuteronomio–), la Iglesia condenó siempre la usura, extendiendo a toda la cristiandad la prohibición canónica –que había sido sancionada en el Concilio de Nicea (año 325)– en 443, siendo Papa León I el Magno. Hasta tal punto fue condenada esta práctica que el Concilio de Letrán (1179) dispuso con total claridad: “nosotros ordenamos que los usureros manifiestos no sean admitidos a la comunión, y que, si mueren en pecado, no sean enterrados cristianamente, y que ningún sacerdote les acepte las limosnas”. El propio Papa Alejandro III agravó la severidad de las penas llegando a dictaminar la nulidad de los testamentos de los usureros (en esa época lo relativo a la liquidación de las herencias se hallaba bajo la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos).
Santo Tomás de Aquino (siguiendo en buena medida los argumentos de Aristóteles), en su “Tratado de la Justicia” de la “Suma Teológica”, II-II, cuestión 78 dice que el préstamo con interés, “lo cual se llama usura”, es injusto e inmoral. Es injusto porque “se vende lo que no existe”, ya que el dinero sólo sirve “para hacer las conmutaciones”. Es por ello que “está uno obligado a restituir el dinero que ganó por usura”, ya que sólo hay que devolver tanto como se prestó. En cuanto a su inmoralidad, está claro que la usura se basa en la necesidad del prójimo, con quien hay que practicar la caridad. Por eso “quien da el interés que le exige el usurero, no lo da voluntariamente de suyo, sino presionado por la necesidad, en cuanto necesita recibir el préstamo que no le concedería quien tiene el dinero, a no ser mediante una ganancia usurera”.
En 1745 el Papa Benedicto XIV volvería a recordar la validez de esta doctrina, al igual que lo harían más tarde Pío VIII (1829-1830) y Gregorio XVI (1831-1846), pero la realidad es que se trataba ya de una época en la que sus condenas caían ya en saco roto. La realidad económica capitalista que imponía la mentalidad protestante se iba imponiendo inexorablemente y a partir de entonces la Iglesia, que no puede permanecer ajena a dicha realidad, adapta su condena a la usura –que permanece plenamente vigente– de tal forma que en la práctica se permite en determinadas circunstancias y con ciertas condiciones, y siempre por razones extrínsecas al contrato (de otro modo, en un entorno capitalista como el actual un católico apenas podría desenvolverse y además, salvo que se cambiara el sistema económico, el bien común podría verse afectado si determinados grupos sociales –caso de los católicos– se automarginaran de las prácticas económicas generales), siendo principalmente las siguientes: el daño emergente (privación del prestamista), el lucro cesante (beneficios que se podrían haber obtenido invirtiendo el dinero), el riesgo posible (peligro de no poder recuperar lo prestado), la ley civil (se supone que regula el ámbito económico en orden al bien común), y la pena convencional (multa o penalización al prestatario por su morosidad notable y culpable, aunque en todo caso debe ser moderada y proporcionada a la culpa). Con estas argumentaciones la Iglesia diferencia el interés –que excusa, pero no justifica moralmente– de la usura, pasando ésta a ser la práctica abusiva en la exigencia de intereses.
Aquí conviene precisar que aunque el concepto de capital –incluso el de interés– no se limita al dinero (capital es el conjunto de bienes cuyo destino es producir: dinero, tierra, instalaciones, maquinaria, patentes, etc.), tampoco se extiende a todo tipo de bienes. Así, por ejemplo, un apartamento no tiene por finalidad el producir nada, sino servir de vivienda a una o varias personas. Eso supone que pedir un precio por prestar dinero sí sería pedir un interés, mientras que cobrar un alquiler no lo sería (el bien en este caso se usa para vivir, no se consume para producir –como sucede con el dinero o con los productos alimenticios, que son bienes fungibles–, por lo que sería un interés, sino una renta). Por eso algunos moralistas consideran importante diferenciar entre los bienes fungibles –consumibles–, con los que nunca sería lícito pedir un interés por el hecho de que se gastan con su uso –se consumen–, de los bienes no fungibles, ya que como estos no se consumen, sino que se usan, sí es posible moralmente ceder su uso a cambio de una renta –que ya no sería, por tanto, un interés en sentido estricto– por la utilidad que supone disponer de él (a costa de privarse el dueño de su uso) sin tener que desembolsar su precio real de adquisición. Así pues, esa diferencia entre la cesión de un bien para su consumo (aunque se consuma para producir, como sucede con el dinero), o para su uso (como sucede con una vivienda), serviría como criterio de distinción entre lo inmoral (el interés) y lo moralmente aceptable (la renta). Todo ello independientemente de que el bien común pueda exigir la adopción de medidas limitadoras de la renta (o incluso expropiatorias), como sucedería si hubiera un problema social grave de escasez de vivienda y un mercado inmobiliario distorsionado agravara el problema, pues la doble finalidad –privada y social– de la propiedad hace que su titularidad privada no sea un derecho absoluto. El problema de esta distinción estriba en que no incluiría en el concepto de interés la retribución del capital no fungible (por ejemplo, una tierra o las instalaciones alquiladas de una nave industrial), lo que obliga a recurrir únicamente a la crítica siguiendo el principio más subjetivo del bien común, no pudiendo acudir a un criterio definitorio más objetivo.
En la evolución de la doctrina de la Iglesia respecto al interés en sentido estricto, por paradójico que pueda parecer, tuvo una importancia decisiva la herejía protestante, que considero el germen del pensamiento moderno, y muy en concreto Calvino, quien consideraba que la moralidad de la exigencia de intereses dependía de las circunstancias de cada caso concreto y de cada época. Con ello abrió una puerta que ya no ha podido ser cerrada ni siquiera por el pensamiento católico, pues su exigencia de que los intereses debían ser moderados no dejaba de ser otra apreciación subjetiva, y por lo tanto variable y opinable según las circunstancias. El primero que se decidió a traspasar la puerta que abrió Calvino fue C. Salmasius (1588-1653), quien en su obra “De la usura” defendió la idea de que el préstamo con interés es en realidad un arrendamiento de dinero y que éste es vendible, siendo su precio el que se determine por la libre voluntad de las partes.
Después de él fue William Petty quien en 1662 (“Tratado de las tasas y contribuciones”) argumentó que si alguien dispone de dinero querrá obtener con él el mismo rendimiento que el que hubiera obtenido de haberlo invertido en tierra. Con ello Petty pretendía vincular la existencia del interés a la renta de la tierra (argumento insuficiente para los falangistas, ya que hemos señalado la diferencia entre el interés por un bien fungible y la renta por un bien no fungible, además de que también abogamos por la cancelación del pago de estas rentas si el bien común lo aconseja). También incluyó el argumento del riesgo: cuanto más elevado es el riesgo más justificado está el interés alto como una suerte de seguro que compense los impagos.
Pero sería el fisiócrata francés Anne Robert Jacques Turgot (Ministro de Luis XVI y famoso por su frase “laissez faire, laissez passer” –dejar hacer, dejar pasar–), tan cara al liberalismo y al pensamiento moderno, quien ya en el siglo XVIII, en su obra “Memoria sobre los préstamos de dinero”, haría la crítica más completa a la condena del interés. Él asume los argumentos anteriores, pero añade otros que no pueden obviarse:
1.- Acepta que si bien no puede exigirse la devolución de algo de valor mayor al de lo que se prestó, el valor es algo que sólo lo puede determinar la persona que libremente acepta el contrato.
2.- Afirma que el prestador da dinero a cambio de una simple promesa, y ese retardo debe ser compensado con el pago de un interés (esto enlaza con la idea desenterrada por Böhm-Bawerk, en su “Historia de las Teorías del Interés”, de considerar al interés del dinero como un “precio del tiempo”, ya que en realidad sólo se cobra en función del tiempo transcurrido, como si el tiempo fuera propiedad particular del prestamista).
3.- Turgot sostiene que todas las cosas son susceptibles de alquiler, y no sólo aquéllas cuyo uso se diferencia de la cosa en sí misma, dado que en todos los casos el propietario cede el uso de la misma y lo recupera más tarde.
4.- Afirma que el prestatario no es el dueño del dinero hasta que no lo ha pagado (es decir, hasta que no lo ha devuelto con su correspondiente interés).
5.- Finalmente, considera que el dinero que se presta y el que se devuelve no son cosas exactamente iguales, lo que justifica en base a que en tal caso no tendría sentido solicitar un préstamo.
Para los nacionalsindicalistas resulta relativamente sencilla la refutación de todas estas argumentaciones desde el momento en que proponemos un sistema económico distinto al capitalista. Los argumentos de la Iglesia que excusan –sin por ello legitimar– el interés pierden su sentido en un entorno económico en el que el incentivo al capital sea otro (en ese contexto la exigencia de intereses atentaría contra el bien común de forma absolutamente incuestionable). Y respecto a los argumentos de Salmasius, Petty y Turgot, hay que reconocer que tienen un fundamento sólido, pero sólo en un entorno económico capitalista donde, por definición, tanto la propiedad privada como el propio dinero se han degenerado respecto a su verdadera naturaleza (a fin de cuentas los billetes no dejan de ser meros pagarés sin valor real).
Para empezar es un error considerar el dinero oficial como propiedad privada (el dinero oficial es un bien público que emite el Estado para facilitar las actividades económicas, pero en realidad no tiene apenas valor intrínseco: su valor está en los bienes reales que lo respaldan), lo que significa que una cosa es su posesión y uso –en realidad más bien consumo–, y otra su propiedad (de la misma manera que nadie puede apropiarse de una autopista o de un embalse –por utilizar un símil joseantoniano–, y mucho menos exigir a otros un precio por su uso); el argumento del riesgo tampoco parece suficiente teniendo en cuenta la exigencia de garantías reales que acompaña a los préstamos; en cuanto al precio del tiempo…¿cómo puede venderse algo así y quién es su legítimo propietario?; el argumento de que el valor de las cosas lo determina uno mismo cuando es libre, aún dándolo por válido resulta inaplicable al caso, pues está claro que quien pide un préstamo lo hace normalmente empujado por una necesidad, lo que en cierta forma le coacciona (ya José Antonio denunció esto cuando criticó las libertades formales del estado liberal); en cuanto a que no hay que separar el uso de la cosa usada, debiendo tratarse todos los bienes de la misma manera, parece un argumento artificioso, pues es obvio que un bien que se consume con el uso y otro que no se consume tienen características diferentes que admiten un tratamiento diferente; y respecto a lo de que el dinero que se presta y el que se devuelve no son exactamente iguales, tiene razón Turgot: no son las mismas monedas y se devuelve una cantidad mayor… Lo que se esconde detrás de este último argumento no es sino una falacia, ya que lo que realmente pretende es compilar en él la mayor parte de los anteriores argumentos (además de contradecirse con la idea de que todos los bienes deben tratarse de igual manera porque son igualmente usables).
Lo cierto es que en un entorno económico libre de intereses y con la banca nacionalizada, el dinero cumpliría únicamente el fin para el que nació, por lo que el sentido que los anteriores argumentos tienen en el sistema capitalista no sería aplicable.
Hasta aquí hemos visto como el dinero, inserto en la dinámica capitalista, se convierte en un instrumento técnico más de ejercer el dominio, tal y como denunció José Antonio Primo de Rivera (ejemplificándolo de forma magistral en su discurso del 17 de noviembre de 1935), pero conviene analizar con más detalle hasta qué punto la existencia de intereses en la economía resulta un problema más que otra cosa. Veamos por qué.
Ciertamente, el interés es el fundamento del actual sistema monetario, pero al mismo tiempo es también su mayor problema, ya que obliga a un crecimiento monetario de tipo exponencial. En efecto, el interés compuesto hace que el dinero se duplique a intervalos regulares (a un 1% se duplica a los 72 años; a un 3% en 24; a un 6% en 12; a un 12% en 6; etc.) y eso hace matemáticamente imposible el pago continuado de intereses. ¿Cómo se soluciona esta evidente contradicción? Pues recurriendo a la injusticia social, a la expoliación de los países subdesarrollados, a la sobreexplotación de la naturaleza, a las guerras –que suponen negocios por un lado y por otro destrucción para poder volver a empezar–, a las crisis más o menos periódicas que sirven para reconducir una situación insostenible, etc.
Para acabar con todos esos problemas es necesario, pues, instaurar un nuevo sistema monetario libre de la servidumbre del interés pero que tenga otro mecanismo eficaz para garantizar la circulación monetaria y, al mismo tiempo, facilitar el intercambio de bienes y servicios, el ahorro y el préstamo (eso puede hacerse estableciendo una tasa de uso o de circulación).
Antes de seguir con otros temas hay algunos errores muy comunes sobre el interés que conviene aclarar.
El primer error importante consiste en creer que los intereses sólo se pagan en los préstamos. Lo cierto es que en todo precio se paga un interés encubierto: el coste del capital (suele ser entorno al 50% del precio final, por lo que un sistema económico libre de intereses permitiría mantener el nivel de vida trabajando la mitad o bien trabajando lo mismo tener el doble de riqueza –siempre que sea capaz de asegurar la circulación monetaria–).
También es un error creer que los intereses son iguales para todos, cuando lo cierto es que alrededor del 80% de la población paga más intereses de los que recibe, un 10% recibe ligeramente más, y tan sólo el otro 10% recibe casi todo lo que paga de más el 80% (datos de Alemania en la década de 1990). Esto supone mantener permanentemente engañado a ese 80% de la población con la ilusión del cobro de unos modestos intereses por sus ahorros, cuando la realidad es que sin ellos percatarse están pagando muchos más intereses por otro lado que los que ellos cobran por sus ahorros (me recuerda al negocio de la lotería: uno compra participaciones a precios asequibles con la ilusión de que le puede tocar un premio o, al menos, un reintegro; pero claro, según el índice de probabilidades para cuando le pueda tocar algún premio ya habrá pagado varias veces el importe del mismo…; con el interés pasa algo similar, sólo que como siempre hay un premio mínimo y no se es consciente de que la participación siempre tiene un valor mayor que el premio recibido, nos encontramos con ¡un negocio seguro y un timo perfecto!). Es el sistema de intereses lo que mantiene el proceso de concentración de la riqueza, con lo que hoy está claro que la plusvalía, cuyo origen está en la producción, se distribuye más en la fase de circulación de bienes y servicios –y cada vez en mayor medida en la del dinero–.
La especulación es la causa fundamental de que el volumen de dinero utilizado en el mundo para las transacciones sea hoy entre 15 y 20 veces mayor de lo realmente necesario para financiar el comercio internacional real.
Tampoco es cierto que las subidas salariales sean la principal causa de la inflación, pues el interés, como hemos visto, incide mucho más. No olvidemos tampoco que el Estado recurre muchas veces a la inflación para paliar sus deudas, pero a costa de ese 80% de la población que paga más de lo que recibe y que no puede invertir en valores resistentes a la inflación al mismo nivel que el 10% más rico.
Sólo el crecimiento económico exponencial logra que la mayor parte de la población soporte las deficiencias del sistema económico basado en el interés.

FALLOS DEL SISTEMA ECONÓMICO CAPITALISTA
José Antonio Primo de Rivera, aceptando los análisis marxistas en este campo, puso en evidencia el fracaso social del capitalismo y su fracaso técnico. Las causas de su fracaso social son:
A) La aglomeración del capital, producida por la gran industria que, aparte del capital variable, necesita grandes cantidades de capital fijo (instalaciones, maquinaria, etc.), capital que sólo puede amortizar produciendo en grandes cantidades a precios muy bajos (lo que arruina las pequeñas industrias y termina por absorberlas); es lo que se denomina “economías de escala”, que suponen destrucción neta de puestos de trabajo. A esto hay que añadir que la necesidad de un crecimiento exponencial de la producción para satisfacer el crecimiento exponencial de la masa monetaria requerida para pagar los intereses, provoca enormes distorsiones y muchas de las llamadas “burbujas financieras”, tan dañinas (su estallido termina siendo inevitable tarde o temprano) e impropias de una economía sana.
B) La proletarización: la aparición del problema social, es decir, de la relación bilateral del trabajo con todo lo que eso supone de inmoral, disolvente y antieconómico.
C) La desocupación: generada por el desplazamiento del hombre por la máquina con las consiguientes “economías de escala” y por el fenómeno del subconsumo.
En cuanto a su fracaso técnico, las causas son:
D) Crisis periódicas: son intrínsecas al propio sistema. Sus contradicciones internas provocan la tendencia a la caída de la tasa de ganancia (la superproducción y la saturación de los mercados intensifican la competencia; el pleno empleo fortalece las reivindicaciones obreras aumentando los “costes laborales”, etc.) lo que provoca cierres y despidos (lo que a su vez supone una caída de la demanda), es decir, crisis. Sin embargo, aunque las causas de las crisis son endógenas, las causas del crecimiento siempre son exógenas, es decir, ajenas a la propia esencia del sistema capitalista.
E) Necesidad del Estado: la insuficiencia del sistema ha hecho necesaria la intervención estatal para buscar una salida a la incapacidad de la demanda para hacer frente a la superproducción intrínseca a la naturaleza acumulativa del capitalismo. Así pronto se pasó de aquél liberalismo que no quería intervencionismo del estado a la necesidad de que éste le lanzara un salvavidas (el cual está provocando la crisis fiscal del Estado que se explica en el punto N).
F) Fin de la libre concurrencia: la naturaleza acumulativa del capitalismo (causa A) tiende a poner la producción en manos de unas cuantas entidades poderosas. Esta tendencia al oligopolio hace imposible aquél libre mercado idílico de los liberales y aparecen incluso las denominadas “empresas precio-determinantes” (aquellas con un dominio tal de la oferta que pueden sustraerse de la ley de la oferta y la demanda y establecer los precios que más les interesen en ese mercado).
Pero hay otras muchas causas del fracaso capitalista:
G) El subconsumo: se produce cuando los capitalistas no logran vender las mercancías en sus valores de producción, dado que ésta crece más rápidamente que la demanda. En estos casos sólo hay dos opciones: o se prosigue saturando el mercado de productos que no es capaz de absorber, lo que hace caer la tasa de ganancia y provoca la crisis, o el propio sistema controla la producción, manteniendo recursos ociosos, lo que deriva en estancamiento. El subconsumo es inevitable que se termine produciendo en el sistema capitalista por serle intrínseco, y sólo se puede solucionar con un adecuado proceso de planificación.
H) La naturaleza abstracta del dinero y el cáncer del interés: el dinero ha dejado de estar respaldado por un valor real. Hoy sólo se basa en la confianza. El sistema basado en el interés, lo cual ya de entrada lastra el sistema monetario e impide que el dinero pueda cumplir con su misión, se ha visto agudizado con este proceso de desnaturalización, aunque es necesario resaltar que tampoco el patrón oro respondía a lo que tenía que ser el dinero: la plasmación monetaria de la producción real. Y es que todo lo que no sea respaldar el dinero con la producción real, es decir, con el trabajo, es un error que, como decíamos anteriormente, crea “burbujas financieras” dañinas.
I) Las patologías sociales en el interior del sistema: el sistema capitalista se basa en la presunción del comportamiento racional del hombre, pero éste se mueve muchas veces por impulsos; no consume siempre que puede; hay muchos marginados del sistema; hay mucho “consumo asistido” por el Estado; el paro estructural no es eliminable por los métodos habituales y hay una gran cantidad de asistencia social, lo cual, a largo plazo, puede acabar reduciendo profundamente el consumo y traer una tremenda crisis.
J) La burocratización del Estado: dada la complejidad de la sociedad moderna, el Estado se muestra cada vez más lento e ineficiente para legislar y gestionar adecuadamente la economía; el exceso de estatalismo ha acabado con los cuerpos sociales intermedios, asumiendo el Estado cada vez más competencias, abarcándolo todo, regulándolo todo y tendiendo al totalitarismo.
K) La frontera ecológica: las necesidades expansivas de la economía capitalista nos han llevado a un nivel tal de contaminación del planeta, que ya no es posible sobrepasar mucho más y que, necesariamente debe actuar como límite al crecimiento, al menos que se lleve a cabo una ambiciosa y costosísima política ecológica. No es posible una economía capitalista que no tienda a la expansión constante de la producción, y esta tendencia a largo plazo supone nuestro suicido ecológico.
L) La mundialización de la economía: su objetivo ha sido especializar a los distintos países, especialmente a los pobres, en determinados ramos de producción, evitando su autosuficiencia al depender de la tecnología y las manufacturas “occidentales”, al tiempo que los organismos internacionales de que se sirve el capitalismo (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio) obligan a esos países a unas políticas de ajuste permanentes que no sirven sino a los intereses de los más ricos. Es la nueva versión del colonialismo, sólo que más cruel, pues más de 800 millones de personas se mueren de hambre mientras se trata de limitar la producción de alimentos o, incluso, se llega a la eliminación de “excedentes” para no alterar las sacralizadas leyes del mercado. Increíble, pero cierto.
M) La injusticia social: es la consecuencia de todo lo anterior, de las desigualdades que el keynesismo ha pretendido eliminar en las economías occidentales, pero que el fenómeno de la mundialización (lo que con menos propiedad llaman algunos “globalización”) ha internacionalizado, reproduciendo aquellos problemas, en origen locales o nacionales, a nivel mundial. Es decir, que como no era posible eliminar el problema, se ha recurrido a su exportación.
N) La crisis fiscal del Estado: James O ́conor ha estudiado este fenómeno partiendo de la idea de que el capitalismo es una forma de producción de suma cero (afirmación, todo hay que decirlo, sólo parcialmente correcta), es decir, que las ganancias de unos se producen a expensas de lo que otros pierden (lo que suele ser en gran medida cierto en el modo de producción capitalista, aunque no en todos los casos, ya que el incremento de productividad implica un resultado final mayor que el de la mera suma del momento inicial). Así el sistema, para mantenerse, tiene que recurrir al Estado, cumpliendo dos funciones fundamentales:
1.- De legitimación: con el objeto de mantener la paz social.
2.- De acumulación: con el objeto de mantener la rentabilidad del capital.
Pero todo esto amenaza con resquebrajarse, ya que, por un lado la clase trabajadora necesita una cantidad creciente de gasto social y el Estado acaba por no poder hacer frente a esos gastos de legitimación; y por otro lado el Estado llega un momento en que ya no puede favorecer la acumulación de capital privado, cayendo los beneficios, los salarios y la inversión. Entonces se busca una salida en la colaboración aún más estrecha entre el Estado y el capital privado. Es en ese momento cuando el fenómeno de las privatizaciones supone la asunción por parte del capital privado de funciones tradicionalmente reservadas al Estado y de la realización de los grandes proyectos de infraestructuras (fenómeno de vivísima actualidad en España).

EL NACIONALSINDICALISMO
Una vez hemos examinado el capitalismo y sus principales fallos como sistema económico, llega el momento de exponer, aunque sea brevemente, la que, hoy por hoy, se presenta como la única alternativa real y total al Sistema. No voy a exponerlo en detalle, pues ello llevaría demasiado tiempo, pero al menos sí quiero dar una completa visión de conjunto. Eso sí, en cualquier caso hay que tener en cuenta que la Revolución Económica no es sino sólo una parte de la Revolución Nacionalsindicalista, una revolución que aspira a implantar una verdadera Justicia Social, pero siempre sobre la base de la primacía de lo espiritual, que es al fin y al cabo lo que da verdadero sentido a nuestra existencia. Partiendo de ello, podríamos resumir el modelo económico nacionalsindicalista en los siguientes puntos:
– La soberanía nacional siempre será ficticia si no viene acompañada de una efectiva y real soberanía económica. Esto no es sinónimo de autarquía, sino de independencia. No se trata de dejar de comerciar ni de aislarnos del mundo, sino de poder tomar las medidas económicas y monetarias que, sin necesidad de perjudicar a los países más desfavorecidos, mejor convengan a nuestra nación. Este tipo de medidas en el sistema capitalista siempre suponen perjuicio para otros, pero entiendo que en un sistema económico sindicalista no sería así, ya que la explotación que no permitiremos aquí tampoco la vamos a practicar de cara al exterior. Otra cosa es que no permitir nuestra explotación económica pueda perjudicar a los explotadores… Recuperar nuestra soberanía económica y monetaria resulta, pues, un deber ineludible para nosotros.
– Creemos que el Hombre debe ser el eje sobre el que gire todo el sistema y, por tanto, es el Hombre la referencia obligada también en economía. La economía debe servir para mejorar la vida del Hombre, y no puede ser el Hombre el que esté al servicio de la economía, como sucede en la actualidad.
– Creemos, pues, que partiendo del Hombre, debe ser su trabajo –con su doble sentido material y espiritual– la base y el fundamento de la economía, el mayor título de dignidad social –debiendo tener preeminencia sobre los demás aspectos de la economía (capital, etc.)–, y debiendo ser considerado no sólo como un derecho, sino también como un deber social. El vago y el zángano no tienen cabida en nuestro modelo de sociedad.
– Rechazamos la propiedad capitalista y defendemos la propiedad natural de los bienes: la propiedad debe ajustarse a la lógica derivada de la doble finalidad de los mismos, individual y social, en la proporción apropiada según su naturaleza. Ello nos lleva a propugnar los siguientes tipos de propiedad: individual (bienes de uso y consumo), familiar (vivienda, pequeño negocio, etc.), comunal o municipal (pastos, cotos, etc.), sindical (empresas, organismos de asistencia sociolaboral, etc.) y nacional (recursos naturales, empresas estratégicas y militares, etc.).
– El Sindicato: unitario y aglutinador obligatorio y democrático de todos los trabajadores: directivos, técnicos y obreros; será el órgano económico sobre el que se fundamentará todo el entramado económico; estará organizado por ramas de producción y con criterios geográficos (ámbitos comarcales, provinciales, regionales y nacional); así mismo tendrá el rango oficial de Órgano Autónomo del Estado y tendrá presencia en todos los órganos de participación política (y en todos los niveles), junto con las demás entidades naturales y de convivencia social que deben encauzar la verdadera (y, por lo tanto, orgánica) representación del pueblo en las instituciones.
– Los medios de producción (y la plusvalía) serán de quienes directamente los utilizan para trabajar a través del Sindicato de Empresa.
– La planificación económica del Gobierno, como norma general y salvo situaciones excepcionales, sólo puede ser indicativa, correspondiendo la planificación general de la producción al Sindicato Nacional según las directrices que emanen del Estado en orden al bien común.
– El mercado mixto (es decir, intervenido pero no dirigido) será el método de distribución de los productos (lo que limitará la planificación), aunque se estimularán las cooperativas de distribución y consumo (en ello tendrán un especial interés los propios trabajadores, por lo que es de suponer que el Sindicato pondrá un especial empeño en su promoción).
– Se nacionalizarán:
• El sistema monetario.
• El sistema bancario.
• Los recursos naturales.
• Las empresas de interés nacional.
• Los servicios públicos.
• Los seguros.
– La política monetaria estará basada en el dinero natural (sin intereses, con tasa de uso y con respaldo basado en el trabajo y en la productividad real), lo que favorecerá la reducción de costes (en este caso del capital) y la competitividad (aparte de posibilitar una realista reducción de la jornada laboral, algo no factible en el sistema actual, pese a los avances de la técnica, por culpa de la propia dinámica capitalista).
– La capitalización de la empresa se realizará a través de las aportaciones de los propios trabajadores (empresarios incluidos), de la Banca Sindical (cuyos fondos se nutrirían de la parte de la plusvalía destinada a tal fin y del ahorro de los propios trabajadores, que necesariamente se canalizarían a través de ella) y de subvenciones (en caso de situaciones económicas difíciles, por interés nacional y siempre de forma excepcional, podrían autorizarse los préstamos personales con derecho a un interés pactado y sin derecho a propiedad; los préstamos personales sólo serían lícitos en esas situaciones para ser concedidos a quienes se les hayan negado los oficiales y las subvenciones; los préstamos personales sin interés superior al IPC serían lícitos en todo caso).
– Reforma Agraria sobre la base de la reordenación del campo siguiendo una búsqueda racional de unidades económicas de cultivo y suprimiendo el pago de las rentas para, posteriormente, expropiar las tierras para asignárselas a los agricultores según cada caso (desde la propiedad individual a la sindical, pasando por la familiar y la comunal o municipal), ya que cada tipo de explotación agraria tiene sus propias características.
– Las competencias sobre protección social del trabajador serán del Sindicato Nacional, aunque el Estado estará obligado a actuar siempre de forma subsidiaria para así evitar que puedan producirse situaciones de desamparo.
– El Estado atenderá a los parados involuntarios mientras estén en dicha situación, aunque exigiéndoseles contrapartidas (realizando tareas de interés social o nacional) para no estar subvencionando el paro voluntario sin pretenderlo.
Una transición posible hacia el nacionalsindicalismo
Un tema sobre el que ningún economista que defienda el Nacionalsindicalismo se ha atrevido a tratar con un mínimo de profundidad y rigor, es el difícil tema de cómo realizar una transición económica desde el capitalismo. Yo modestamente me he atrevido a esbozar una serie de ideas al respecto. Espero y deseo que algún economista con más capacidad y conocimiento se atreva a recoger el guante y profundice más y mejor en tan difícil tarea. Nada me gustaría más.
Desde mi punto de vista dos son las posibilidades de transición del sistema capitalista al sindicalista: la revolucionaria y la reformista.
David Scheweikcart, en su libro “Más allá del capitalismo”, publicado en España en 1997, planteó una hipotética transición en EE.UU. hacia lo que él llama la “Democracia Económica”, y que no es otra cosa que una economía autogestionaria basada en el cooperativismo. Si bien la realidad económica de los EE.UU. y la Democracia Económica no son idénticas a la realidad española y a nuestro modelo de sindicalismo, hay grandes similitudes, por lo que su estudio, con las debidas adaptaciones, resulta muy útil.
1.- Transición reformista: Es lo que Scheweickart llama “vía lenta” y supone una transición progresiva consistente en la adopción de doce medidas fundamentales:
A) Creación de cooperativas, ya sea partiendo de cero o transformando las empresas ya existentes. No sería algo repentino, sino algo a fomentar para que se vaya generalizando poco a poco.
B) En un primer momento se aumentarían por medio de leyes la participación en la gestión y en los beneficios de las empresas.
C) Reforzamiento del papel del movimiento sindical para que actúe como motor del cambio.
D) Control social de la inversión de la siguiente forma:
1.- Sustituyendo las rentas de la propiedad como fuente de los fondos de inversión por impuestos.
2.- Obligando al capital a invertir en su región (relocalización).
3.- Obligando a los inversores a dar prioridad a lo acordado democráticamente en las empresas frente a las prioridades del mercado.
E) Puesta en práctica de una política monetaria de bajos tipos de interés que beneficie a la producción y rebaje la presión de la deuda pública.
F) Establecimiento de un impuesto de uso sobre la actividad del capital (en lugar de gravar el consumo o la renta).
G) Impedir y castigar las previsibles fugas de capital.
H) Aumento progresivo de la participación obrera en la gestión y en los beneficios hasta llegar al
100% en ambos casos, pero no la propiedad. Ésta seguirá siendo de los mismos capitalistas, pero
será finalmente un título sin valor ninguno.
I) Creación de una red de bancos públicos municipales o comarcales.
J) Políticas proteccionistas y reducción del comercio con el exterior, enfocando la producción hacia
el interior (en otros países el sistema de salariado supone una competencia injusta).
K) Supresión progresiva del salariado.
L) Traspaso de los fondos privados de pensiones (que son ingentes sumas de dinero invertidas en
los mercados de valores) a la Seguridad Social, lo que garantizaría esas pensiones y pondría en manos del Estado la propiedad de gran parte de la riqueza productiva de la nación.
A estas doce medidas parece necesario añadir otra que Scheweikcart no contempla, pero que parece
necesaria como continuación lógica y necesaria de la medida E, tal y como apunta Margrit Kennedy (“Dinero sin inflación ni tasas de interés”):
M) Transformación del sistema monetario sustituyendo el interés por la tasa de uso o de circulación (el dinero libre de intereses tendría una tasa de crecimiento natural), lo que evitaría los problemas inflacionistas y la consiguiente devaluación de la moneda.
Pero esta transición reformista plantea demasiados problemas. En primer lugar tropezaríamos con la resistencia de los capitalistas, que intentarían fugarse con sus capitales y cerrar sus empresas antes de que su título de propiedad no tenga valor. Además, actualmente el movimiento sindical no tiene el vigor necesario para ser motor del cambio y no es partidario de la autogestión obrera, ya que, según ellos, acaba con la solidaridad y la conciencia de clase y supone el fin de los sindicatos tradicionales y sus prebendas.
Además este cambio progresivo en un solo país, si bien es posible, será difícil si se le añaden los demás problemas y hay hostilidad exterior (como es previsible). El fenómeno de la mundialización económica (lo que otros llaman “globalización”) haría necesario, antes de comenzar con las reformas, un aumento del ahorro interno, cambiar las pautas y los montos de consumo tanto privado como público, tener controlados los mercados financieros y reorientar nuestra política internacional hacia países que no estén interesados en boicotearnos. Hay que añadir las dificultades que pueden surgir en caso de un ataque financiero desde el exterior, aunque España, en caso de hundimiento de su moneda tiene la ventaja de que vería revaluadas sus reservas de divisas (abundantes gracias al turismo), si bien este efecto sólo tiene una incidencia importante a corto plazo.
Finalmente, las políticas proteccionistas perjudican la innovación tecnológica y a los países subdesarrollados que ven reducidos sus mercados. Todo esto hace pensar a Scheweickart que, si bien es posible, tal reforma es sumamente improbable que se pueda completar, pues ningún partido político podría concitar durante el tiempo necesario el apoyo preciso para culminarla.
2.- Transición revolucionaria: Se trataría de un cambio radical y repentino que no permita ni vueltas atrás ni frenos a causa de las dilaciones reformistas (en estas situaciones las vueltas atrás y las revoluciones a medias tienen siempre consecuencias mucho peores que cualquier otra alternativa). Debería constar de dos primeras fases, según el nivel de prioridad de las medidas, y otra de consolidación, aunque antes se haría necesaria una fase previa de preparación enfocada a garantizar el suministro necesario de materias primas, energía y alimentos (para lo cual sería preciso establecer las oportunas alianzas político- económicas con los países que pudieran asegurarnos dichos suministros), así como a aumentar el ahorro interno y las demás medidas previas ya apuntadas en el modelo de transición reformista. Después de esta fase previa de preparación ya podríamos afrontar las fases de la transición propiamente dicha.

• Primera fase (primeros días de la transición):

A) Medidas previas de control del ahorro interno y de control de los mercados financieros
(bloqueo temporal de cuentas no corrientes, suspensión de las cotizaciones en Bolsa, etc.).
B) Supresión del pago de las rentas de los productores.
C) Autogestión inmediata de todas las medianas y grandes empresas, pero manteniendo los directivos temporalmente.
D) Nacionalización del sistema bancario y de los seguros.
E) Establecimiento de una política arancelaria proteccionista como precaución comercial.
F) Ajustes secundarios: Habría que tratar por separado las hipotecas de vivienda, las rentas de alquiler y los créditos al consumo, habría que adoptar medidas como el traspaso a la Seguridad Social de los planes de pensiones privados que dependen de ingresos accionariales; se compensaría a los pequeños accionistas y rentistas para evitar la enajenación de miles de acciones y obligaciones; etc.
• Segunda fase (siguientes semanas y meses):
A) Supresión del salariado.
B) Proceso de sindicalización de las empresas.
C) Estructuración del sindicalismo unitario vertical y territorial.
D) Pago de indemnizaciones a los antiguos propietarios a base de los beneficios que vayan generando las empresas.
E) Posible reducción del comercio con el exterior, reduciendo las importaciones y creando nuevos hábitos de consumo si es necesario (Krugman ha demostrado en 1990 que si se redujera el comercio mundial un 50%, la renta mundial sólo se reduciría un 2 ́5%).
F) Creación de un impuesto sobre el uso de los activos de capital (para compensar la falta del ahorro por la supresión de los tipos de interés y para reducir la inflación).
• Tercera fase:
 Sería en realidad una continuación de la segunda (incluyendo el nuevo sistema monetario –medida M de la transición reformista– como continuación lógica de la medida F de la fase anterior) y culminaría con la adopción de todas las medidas necesarias para completar el sistema nacionalsindicalista.
Las consecuencias de esta transición revolucionaria en la primera fase no serían tan perniciosas como las de la reformista, pues no se da tiempo a los capitalistas a defenderse cuando aún están fuertes. Al día siguiente de la Revolución casi todos seguirían trabajando en lo mismo que antes y los directivos seguirían dirigiendo las empresas. Se seguiría fabricando y vendiendo como antes y sólo se quedarían en paro los capitalistas y los financieros. Los verdaderos efectos se empezarían a notar al final de la segunda fase, pero los instrumentos de poder y de control económico estarán ya en manos del Estado y del Sindicato. Un cambio similar al descrito Scheweickart lo ve como posible, pero no factible, si no se dan unas circunstancias revolucionarias. En una democracia liberal cuesta imaginarse tal perspectiva (ya se vio en la Suecia de 1976).
Lo importante es que el pueblo desee el cambio y lo apoye. Un pueblo dispuesto a producir riqueza puede salir adelante por encima de todas las dificultades que, sin duda se le opondrán.
En buena medida los problemas ya planteados se mostrarán de forma permanente, pero su incidencia será cada vez menor a medida que se superen las fases iniciales de la transición revolucionaria, pero dependería mucho de la hostilidad que puedan mostrar las demás naciones y los centros de poder económico mundial. Un hipotético bloqueo económico podría tener efectos desastrosos, especialmente si incluyese a los países que nos exportan energía y materias primas. Ello hace imprescindible buscar, antes de lanzarse al cambio revolucionario, las alianzas internacionales precisas para garantizar la viabilidad del cambio. Evidentemente ningún país de la Unión Europea o los EEUU estaría interesado en apoyar un cambio de sistema en España (si acaso en boicotearlo), pues sus intereses chocan con tal circunstancia. Sólo los países sin un interés directo en inversiones capitalistas en la economía española (más allá del interés meramente comercial) y que basen su política internacional en el respeto a la soberanía nacional de las demás naciones, podrían ser los aliados potenciales de una España Nacionalsindicalista (sin que ello suponga identificación ideológica mutua, por supuesto, sino sólo alianza estratégica). Hoy por hoy las opciones de alianza estratégica internacional no son pocas, y pasan principalmente por los países de la alianza de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y sus aliados, en gran medida de Hispanoamérica, lo que coloca a España en una posición privilegiada para buscar esa alianza), que es hacia los que entiendo que interesa reorientar nuestra estrategia de política internacional de alianzas.
Sería preciso enfocar la política energética hacia la autosuficiencia, especialmente desarrollando las energías alternativas, pero hay que ser consciente de que, hoy por hoy, la autarquía es inviable. Tendríamos que intentar no marginarnos totalmente del comercio internacional (pese a que en buena medida posiblemente haya que hacerlo) y optimizar los recursos nacionales. Pero, la verdad es que no es posible establecer claramente todas las consecuencias económicas de la aplicación del Nacionalsindicalismo en un medio hostil. Dependería ya de cuestiones de política internacional ajenas a la propia economía, pero con indudable incidencia en ella.
Lo que no podemos cuestionar los falangistas, después de llegar a la conclusión de que el actual sistema capitalista es la causa de los principales males de la humanidad, del suicidio del planeta y de nuestra patria, es que la sustitución del capitalismo por un sistema económico más justo es una alta tarea moral absolutamente necesaria. Sostener otra cosa es un delito de lesa humanidad y contra España.

Jorge Garrido San Román
 Madrid, 11 de abril de 2015