Elige: Ratzingeriano o Católico
1. LA HEREJÍA – LA GRAVE HEREJÍA – DEL “RATZINGERISMO”, DE LA
CUAL LA CUESTIÓN DEL PARTO VIRGINAL DE CRISTO ES SÓLO UN ASPECTO, Y NI
SIQUIERA EL MÁS GRAVE.
Una disputa es razonable
cuando los disputantes exponen según la razón sus propios argumentos,
consideran adecuadamente cada uno las razones del otro, las valoran, y después
las aceptan y por consiguiente callan, reconociendo explícitamente estar en el
error y agradeciendo la aclaración recibida, o demuestran con válidos
contraargumentos haber efectivamente considerado adecuadamente lo expuesto por
la contraparte, pero poder oponer sensatamente razones todavía más precisas,
que sólo en ese caso se exteriorizan, para alabanza y gloria de la más santa
verdad.
Nada de esto está sucediendo
o ha sucedido en la presente disputa, llamémosla así, desencadenada por un
artículo del que escribe, publicado en chiesaepostconcilio.blogspot.com el
18-10-18, pero también en finok.it y en radiospada.org, artículo extrapolado,
en su núcleo, de mi reciente estudio crítico sobre la errónea y extremadamente
peligrosa, y a lo largo de cincuenta años, jamás examinada por nadie, y mucho
menos censurada, teología de Joseph Ratzinger, titulado Al cuore di
Ratzinger. Al cuore del mondo (a partir de ahora: Al cuore; pro
manuscripto, Aurea Domus, Milano 20-11-17).
El artículo tenía como tema
un concepto elaborado por el muy eximio Pastor ya en 1967, planteado en primer
lugar a los alumnos de su curso de Teología dogmática en la Universidad de
Tubinga y más tarde en el libro que derivó de él, publicado en Alemania con el
título Einführung in das Christentum: Vorlesungen über das apostolische
Glaubensbekenntnis (“Introducción al cristianismo: conferencias sobre el
credo apostólico”), traducido en las ediciones italianas simplemente como Introduzione
al cristianesimo (a partir de ahora: Introducción).
En 2015 consideré, en efecto,
oportuno escribir Al cuore para advertir al eminente Sujeto y al mismo
tiempo a todos aquellos Pastores y fieles a los que podría llegar con mi
publicación, de la extrema peligrosidad, repito, de las insanas doctrinas
divulgadas, nunca retractadas, ante bien, directamente confirmadas por él antes
del 2000 y más tarde todavía en 2016, doctrinas que se presentan como
gravemente ofensivas a la majestad de Dios, tanto en su conjunto como en cada
uno de los once desviados teologúmenos que he considerado poder/deber advertir
en sus escritos.
Además de comprometerme con
la debida cautela en el frente teológico y filosófico, en todos estos años me
he esforzado para que el doble fin de mis observaciones, iniciadas con La
Chiesa ribaltata (Gondolin, Verona 2014), y continuadas con Street
Theology (Fede & Cultura, Verona 2016), fuese alcanzado, evidenciando
con la máxima atención toda la más sentida y necesaria caritas exigida por
una verdadera correctio filialis, que es el género literario que debe
emprenderse en estos casos, tanto más en este supuesto, ya sea por la cada vez
más veneranda edad de la Personalidad implicada in primis, ya sea por la
necesaria y al mismo tiempo urgente difusión pública de la cosa, ya sea,
finalmente, por el hecho de que las problemáticas elevadas no determinan simpliciter
la verdad o la falsedad de una teoría, sino la vida de todos: de él, de la
Iglesia, del mundo (además, obviamente, de la del que suscribe).
Todo esto no se ha hecho
porque nos creamos investidos de alguna missio divina, en absoluto, sino
sólo porque existe la banal pero objetiva e ineludible necesidad, fijada bien
por Ez 33, 7-9 (v. § 11) ante los ojos de todo cristiano – y, cerrados o
abiertos que los tenga, ella está siempre ahí –: de no incurrir, para salvar la
vida, en aquella “omisión de socorro”, digámoslo así, señalada ya en la p. 353
de Al cuore y después también en el artículo Amare Ratzinger,
publicado en Aurea Domus el 15-12-18.
Como en su tiempo Atanasio
contra Arrio, ciertamente hoy Dios no dejará solo al profesor mons. Antonio
Livi defendiendo, como inmediatamente se empeñó en hacer el muy conocido y
apreciado Filósofo de Prato, mi análisis crítico sobre la teología de la
eminente Personalidad eclesiástica involucrada, con importante, inmediata y
viva toma de posición (y de todos modos ahora se ora y se invita a orar a todos
para que el Señor conceda al Decano emérito de la Facultad de Filosofía de la
Pontificia Universidad Lateranense todavía mucho tiempo con nosotros, que
tenemos todavía mucha necesidad de su rara finura religiosa e intelectual):
habiendo leído bien mi ensayo, se expresó inmediata y netamente a su favor en
el artículo L’eresia al potere publicado el 2-1-18 en el blog de Sandro
Magister Settimo Cielo.
Y yo le agradezco una vez más
haber estado a mi lado tan valientemente en esta delicada pero necesaria toma
de posición doctrinal, y estoy seguro de que a él se unirán pronto todas
aquellas personalidades católicas, eclesiásticas y laicas, que todavía
reconocen en la Norma normans, como es precisamente indicado por las
Sagradas Escrituras (Gál 1, 8), el único camino que se debe mantener
para tener la vida, recogiendo alrededor de ella a Pastores, teólogos, obispos
y cardenales, y se confía también más arriba, porque ante la que mons. Livi
considera deber definir “herejía en el poder”, y que, de hecho, es una
muy elaborada y herética reductio ad nihilum del Misterio de la
Redención, sólo una extraordinaria y papal locutio ex cathedra puede
salvar a la Iglesia.
No se pierde tampoco la
esperanza de que mons. Georg Gäswein, Secretario personal del Gran Vigía, aun
solicitado varias veces por quien escribe desde noviembre de 2017 para que
hiciera ver aun sucintamente a su eximio Superior, de la manera más respetuosa
y gentil, la realidad total y completamente herética de la doctrina enseñada
por aquél desde hace cincuenta años, y habiendo recibido de él la más
perentoria negativa, haga caer un obstruccionismo que, a la luz de dicho Ez 33,
7-9, para su Superior y para él mismo podría revelarse, temo, más bien nocivo,
y no digo otras cosas.
¿O acaso no piensa Su
Excelencia que perseverando tan mal, precisamente quien niega la existencia de
ciertos lugares de castigo y quien así torpemente lo “cubre”, podrían
encontrarse un día precisamente en aquellos abismos demasiado ligeramente
negados?
2. UNA CUESTIÓN PRELIMINAR: EL LENGUAJE USADO POR EL
PROF. RATZINGER EN SU INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO ¿ES UN LENGUAJE
CATÓLICO O HERÉTICO?
Entramos ahora en el
contenido de la disputa. Se nos felicita con nuestros propios críticos, in
primis, por haber podido descubrir en ellos la honestidad intelectual de
reconocer que la prosa usada por su Maestro en Introducción “no
carece de oscuridad y tiende a ser complicada”, de modo que,
con la “exégesis confusa” que deriva de ella, sucede que “acaba…
oscureciendo incluso todo legítimo aspecto “fisico” en el nacimiento del
Señor o volviéndolo poco comprensible”.
¿Y cuál es el resultado de
este lenguaje que los mismos apologetas de su Autor reconocen oscuro,
complicado, confuso y poco comprensible?
Es lo que merece un arte del
hablar, o retórica, que Romano Amerio, v. Iota unum §§ 48-50, clavaba
como un estudiado idioma hecho de un cierto léxico muy elaborado y codificado,
utilizado por los neotéricos – así el célebre filósofo definía a los
modernistas – para permanecer en el vago decir y no decir, quedándose al máximo
en la equivocidad, en territorios donde se puede atribuir a las palabras, como
sin pudor explicaba el célebre dominico holandés p. Edward Schillebeeckx, que
hace cuarenta años hacía desplegarse al viento por toda la Iglesia las
doctrinas más modernistas, ya sea un significado católica pero sólo vagamente
correcto, ya sea un significado decididamente herético.
Se añadan a esto, en Introducción,
todos aquellos recursos (ofrecidos siempre por la retórica) que pongo de
manifiesto en mi estudio, al cual remito para tomar plena conciencia de ello,
recursos utilizados con extrema prudencia por el fino Teólogo, y se llegará a
los resultados de confusa y engañosa oscuridad, reconocida incluso por mis
confutadores. Sólo a medias, es verdad, pero vamos ya por buen camino.
Pero ¿cómo pueden permitirse
estos reconocer el lenguaje impropio, peligroso, no científico y, por lo tanto,
últimamente inconveniente, en un trabajo que querría, sin embargo, divulgar una
teología católica, o sea, que debería dar la vida, y todo esto no puede
reconocerlo en cambio quien hace brotar la atroz erroneidad de los conceptos
ocultos en ese mismo trabajo?
Y adviértase que quien es
censurado es precisamente el único que ha señalado al eminentísimo Autor de los
textos sobre los que eran dirigidas sus constataciones que la primera víctima
de las impropiedades lingüístico-doctrinales era precisamente él: el Autor de
dichas impropiedades.
Es un hecho que se plantea
una muy extraña discriminación, por la cual algunos pueden decir lo que a otros
es negado. Pero en una disputa, al menos entre católicos, es decir, en una
disputa que debería plantearse según la razón, ¿los términos utilizables por
unos no deberían ser indiferentemente utilizables también por los otros?
De todos modos, como está
abundantemente demostrado en un libro como Al cuore, cuyo número de
lectores es inversamente proporcional a la atención que debería suscitar, será
arrojada luz también sobre el lenguaje absconditus de Introducción,
si todavía sirven para algo los estudios gnoseológico-estéticos realizados en su
tiempo por quien escribe y cuyas conclusiones nos permiten demostrar que todo
pensamiento, concepto, noción, tiene un rostro completamente suyo, estudios
para los cuales más tarde el profesor Livi lo quiso hospedar en sus cursos de
Lógica y Gnoseología en la Lateranense, sector lingüístico-estético, y estudios
cuyos orígenes teoréticos deben ser individuados estrictamente en el complejo
por así decir “estético” tomístico-trinitario, y allí son incluidas, mísero
Umberto Eco: con todos sus estudios, no lo había comprendido.
Una cosa es cierta: el
profesor Ratzinger adscribe la filiación divina de Jesús exclusivamente
a lo que él llama “un proceso sucedido… en la eternidad de Dios”, y para
él el punto que debe mantenerse es precisamente este: que dicha ‘filiación
divina’ “no es un hecho biológico, sino ontológico; no es un proceso
sucedido en el tiempo, sino en la eternidad de Dios” (Introducción,
pp. 265-6 [de la edición italiana, ndt]).
Pues bien, sería útil
advertir, en el estudiadísimo lenguaje del Profesor de Dogmática en la
universidad de Tubinga, una particularidad verdaderamente especial: que el
Teólogo que más adelante en el libro no siente escrúpulo al albergar entre sus
maestros de referencia a dos estrellas del luteranismo como Bultmann y von Harnack,
defensores máximos de las heréticas categorías respectivamente del “Cristo de
la fe” y del “Jesús de la historia”, en las páginas en las que ilustra las
cuestiones inherentes al Misterio de la Encarnación de nuestro Señor, utiliza
sola y exclusivamente el nombre ‘Jesús’, y nunca el nombre ‘Cristo’, ni jamás
los dos nombres juntos.
Decisión precisa, inequívoca,
limpidísima: “Yo – dice el Teólogo entre líneas, pero con claridad palmaria –
estoy hablando exclusivamente de la naturaleza humana del Hijo de
Dios, estoy hablando precisamente del hombre dado a luz por María, la
hija de Ana y de Joaquín. No estoy hablando de ‘Cristo’, del Mesías que viene
del Cielo, del Hijo de Dios y, por lo tanto, no estoy hablando en absoluto de
la naturaleza divina que el nombre ‘Cristo’ significa de por sí”.
Esta particularidad lexical
del Profesor neotérico de Tubinga tiene un alcance teológico notable, porque si
es aproximada a aquellas frases que en un primer estudio aparecen oscuros,
confusos y neblinosos, improvisamente los pone a la luz, los hace explícitos y
límpidos a más no poder.
3. ¿DÓNDE TIENE SU RAÍZ PRECISAMENTE LA GRAVE
HERETICALIDAD DE JOSEPH RATZINGER RESPECTO A LA PATERNIDAD DE CRISTO?
Claro, porque hay una cosa
que debe ser recordada: que para el dogma católico, para el cual no existe
ninguna diferencia entre ‘Cristo’ y ‘Jesús’, es decir, entre fe e historia, ya
que la Persona a la que nos referimos en todos los casos, ya sea con los dos
nombres juntos, ya sea con uno de los dos indiferentemente, ya sea ‘Jesús’ o
‘Cristo’, es una única Persona, es una sola, es siempre la misma, en la cual fe
e historia coinciden de todos modos, ya que, v. p. ej. Jn 20,
26-9 y 21, 4-13, la historia, o sea, el acontecimiento, la realidad de los
hechos, confirma los datos de la fe, con la única distinción dada por sus dos
naturalezas: una naturaleza divina significada por el Mesías, por ‘Cristo’, y
una naturaleza humana significada por ‘Jesús’; es decir, una naturaleza en la
que el Hijo, el Verbo, es consustancial al Padre, por ser de origen divino, y
una naturaleza humana que tiene su origen en Adán y que llega de éste, para el
dogma, a la Virgen María, hija de Joaquín y Ana, desposada con José de Nazaret,
hijo de Helí.
Y por ahora detengámonos
aquí. En efecto, sobre estos términos todos estamos de acuerdo: incluso el
Autor de Introducción, aunque con un lenguaje más bien personalizado –
incluso quienes le apoyan reconocen p. ej. que el uso de conceptos como
‘ontología’ en vez de ‘consustancialidad’ debilita en vez de enriquecer la
noción de ‘filiación divina’ –, configura el mismo estado de cosas exigido por
el dogma católico: la ‘filiación divina’ de Jesucristo es para todos “un
proceso… sucedido en la eternidad de Dios”, bien se refiera al Verbo, el
Hijo consustancial del Altísimo Padre, coeterno por tanto y en todo igual al
Padre, bien se refiera a su paso de dicha realidad y estado divinos al Hombre
nacido en Belén de María de Nazaret.
Pero es aquí donde las
opiniones se dividen. En efecto, la pregunta que deberemos hacernos es: ¿cómo
sucede este paso de la consustancial divinidad del Verbo, del Hijo del Padre,
es decir, de la consustancial divinidad que el profesor Ratzinger llama
“filiación divina”, a la del “Hijo del hombre”, o sea, a la del Hijo de la
Virgen María, Jesucristo nuestro Señor?
El Teólogo lo explica
apoyándose en una noción que, a pesar de su centralidad, no satisface ni
siquiera a sus supporters, que la reconocen incluso ellos como oscura y
complicada. “La concepción de Jesús – estas son las palabras decisivas
de Introducción, p. 266 – no significa que nace un nuevo Dios-Hijo,
sino que Dios, en cuanto Hijo en el hombre-Jesús, atrae a sí la creatura hombre
de tal modo que esél mismo hombre” (negrita del
Autor, ndR).
Como dice el Ángel en Lc
1, 35 (“El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Aquel que ha de nacer será, por tanto, santo y será
llamado Hijo de Dios”), está sucediendo algo, en el sagrado seno de la
Virgen, que debe ser comprendido bien, porque es ahí y sólo ahí, en la
sacralidad de una maternidad que más pura no existe in saecula, donde
puede acaecer la concepción del Hombre-Dios, pero esto el Teólogo lo explica
con una figura visiblemente inadecuada, es decir, una figura que no puede
satisfacer a nadie, una simple “atracción” ejercida por Dios, o sea, por Dios
Hijo, “sobre el hombre-Jesús”.
El Profesor de Tubinga no
sólo no entiende los sucesos transmitidos por san Lucas, sino que no sabe
reconocer al Sagrado Texto el carácter sobrenatural, intangible y sumamente
veritativo que tiene: “No hay duda – continúa, en efecto, el
texto apenas leído de Introducción, p. 266, refiriéndose a Lc 1,
35, único texto citado en dichas páginas y por dos veces –: la fórmula de
la filiación divina ‘física’ de Jesús es extremadamente infeliz y ambigua”.
La grandeza, la inmensidad de
lo que está sucediendo es, en cambio, puesta a la luz por san Lucas – o sea, por
Dios a través de san Lucas – al máximo posible, de modo que prepara a los
hombres para acoger en su más formidable plenitud la asombrosa novedad que será
más tarde enunciada por san Pablo (y que veremos en breve): la novedad, en
Jesucristo, de una Nueva Creación, que podemos contemplar en ocho inefables,
sobrenaturales “inmensidades”:
– primera inmensidad (Lc 1, 26-7: “En el sexto mes, el ángel
Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una
virgen, desposada con un hombre de la casa de David, llamado José. La virgen se
llamaba María”): el Mensajero es el más alto en linaje que podría haber
descendido del cielo en ese momento, porque el Mediador entre Dios y los
hombres será precisamente Aquel cuya concepción, ese Ángel tiene la misión de
proponer a la Virgen; él es, por tanto, uno de los siete Ángeles mayores, o
Arcángeles, y sus palabras, las más importantes transmitidas jamás por un Ángel
en todo el Testamento, hacen estremecerse; sobre la extrema conveniencia de
todo ello, v. S. Th., III, 30, 2;
el profesor Ratzinger,
en su libro, no dice nada de ello;
– segunda inmensidad (Lc
1, 31. 38: “‘Mira, concebirás un hijo, lo darás a luz y lo llamarás Jesús’…
Entonces María dijo: ‘He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra’”): anuncia a la Virgen, es decir, a una jovencita nacida ya a su
vez con un milagro explícito y anunciado, y dedicada con la más profunda, firme
y pensada convicción a ser total y solamente de Dios, por tanto, a la
virginidad más pura y absoluta, que Ella, aun manteniendo, como Le garantizará
poco después, su propia virginidad, si acepta la petición de Aquel que quiere
ser su Esposo celeste, podría concebir un hijo; es decir, Le anuncia que a
discreción suya, o sea, si da su consentimiento, se realizará en Ella un
milagro de la mayor grandeza, un milagro comparable no sólo al de la creación
de la nada de todas las cosas, que sería ya mucho, más aún, muchísimo, sino,
como se verá, todavía más grande: el más grande posible;
el profesor Ratzinger
no cita ni la Inmaculada Concepción ni la disponibilidad de Dios a
adecuarse y condescender a un veredicto humano, y veredicto de mujer, es decir,
de una persona del sexo de quien en primer lugar, desobedeciéndole, Le había
insultado en su divina bondad/autoridad;
– tercera inmensidad (Lc 1, 32a: “Él será grande y será llamado
Hijo del Altísimo”): esta – excluida, como se verá, la octava inmensidad,
en la cual se realizará el milagro apenas mencionado –, la llamaré sin duda la
más grande de todas: el Ángel anuncia a la Virgen que la prole que Le nacerá “será
llamado Hijo del Altísimo” (y en el versículo 35 confirma: “será llamado
Hijo de Dios”); lo cual parece, sin embargo, inadecuado respecto al hecho
de serlo efectivamente, Hijo de Dios, porque una cosa es decir “será el
Hijo de Dios” y otra decir “será llamado Hijo de Dios”, porque se pude
decir esto de alguien, o llamarle así, aun no siéndolo en absoluto, como el
mismo Ratzinger señala que sucedió con Augusto (v. Introducción, pp.
211-3) y en los mitos paganos (v. idem, pp. 264-5);
pero no es lo mismo, porque
las palabras del Ángel nos dicen que el hijo que nacerá de su seno será
reconocido (=será llamado) Hijo de Dios, y esto, en efecto, sucederá con un
triple y universal testimonio:
el más decisivo, en primer
lugar, precisamente del Único que podía dar la más poderosa garantía de verdad
que se podría haber pretendido para el debido reconocimiento de la verdad, o
sea, del mismo Dios Padre, ya que, al ser Dios Padre la única Persona que
conoce al Hijo, Dios como Él y consustancial con Él (como subraya el mismo
Señor en Jn 10, 15), Él es el único que pueda dar testimonio de ello y
decir si Jesús es o no su Hijo, Dios como Él, testimonio que da desde el
principio hasta el fin de su vida pública: “Este – dice dos veces su voz
desde el cielo – es mi Hijo amado, en el cual me complazco” (Mt
3, 17 y 17, 5);
el segundo testimonio es el
que Él da de Sí mismo, y varias veces, el más importante de los cuales es el
dado a Caifás en el Sanedrín al completo, que Le pregunta: “Te conjuro por
el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”, a lo
que responde con el definitivo: “Tú lo dices” (Mt 26, 63-4): con
este testimonio se cierra la Antigua Alianza y se abre la Nueva;
el tercer testimonio es,
finalmente, el de los hombres, a lo largo de todo el Evangelio, pero sirven
especialmente: el del Centurión bajo la cruz: “Verdaderamente este era el
Hijo de Dios” (Mt 27, 54), y el de santo Tomás Apóstol, que reconoce
en el Resucitado: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28);
el hecho de que el Ángel diga
que el Concebido en el seno de la Virgen será “llamado Hijo del Altísimo”
(y después “Hijo de Dios”), desde el punto de vista epifánico es lo más
decisivo del Anuncio, porque primero, es el mismo Padre el que, siendo
el único que puede serlo, se hace Testigo ante el mundo de que ese hombre,
Jesús de Nazaret, es su Hijo consustancial, su único Hijo (y, en efecto,
todos nosotros bautizados en Cristo somos hijos suyos sólo en cuanto
copartícipes de aquella una y única filiación divina, pues no existen otras); segundo,
es el mismo Hijo, el Verbo, la Verdad, el que da testimonio sobre Sí mismo de
la más poderosa verdad testimoniable; tercero, es la Tierra entera la
que da testimonio de ello, en anticipo a todos los coros de los Cielos, que
pronto cantarán sobre ella lo único que se debe cantar;
el profesor Ratzinger
no habla mínimamente de ello: su lectura historicista del Evangelio hace que lo
aproxime a los textos de los mitos paganos o a los proféticos del Antiguo
Testamento, p. ej. Is 7, 14, a los cuales, sin embargo, atribuye
“trasfondos míticos” que, a su parecer, quitándoles indebidamente la inerrancia
a unas Sagradas e inerrantes Escrituras, que de mítico no tienen precisamente
nada, los asimila a los primeros;
– cuarta inmensidad (Lc 1,
32b), el Ángel Gabriel anuncia a María que el Hijo que va a concebir de tal modo
milagroso está destinado por Dios a subir a un trono: “el trono de David”,
lo que significa que Él reinará sobre el trono que le es propio, el trono del
Amado (la etimología de ‘David’ es ‘amado’), y Jesús, como atestado por el
mismo Padre, es el Amado de Dios (además, señalaría que es errónea y
semiherética la traducción que hacen universalmente, “predilecto” y no “amado”,
con respecto a los dos pasos de Mateo aportados más arriba, porque el
Verbo es el único Hijo de Dios Padre, el Cual no tiene más hijos que Él, y
nosotros que creemos en Él, bautizados en Él, somos acogidos en su única y
divina filiación sólo como hijos “adoptivos”, o sea, sólo por participación de
gracia: por lo tanto, Jesucristo es “el Hijo amado” y no sólo “el más amado
entre muchos amados”, los cuales, más bien, son amados solamente si son
reconocidos por el Padre como “hijos en su único Hijo”);
además, Jesús, más tarde, en
efecto, ha reinado y aún ahora reina, y reina para siempre: desde el principio
Él reina sobre todos los males, sobre todos los diablos y sobre la muerte;
después, con su resurrección y ascensión, pasando a la gloria divina, reina
sobre todo: sobre los pueblos, sobre las naciones, sobre los siglos y sobre las
almas en particular, como sólo Él sabe hacerlo, aunque lo rechacemos, o lo
ignoremos, o lo combatamos;
el profesor Ratzinger
tampoco menciona de esto ni lo más mínimo;
– quinta inmensidad (Lc 1, 33a), el Ángel anuncia después a María
que dicho trono, que a una persona humilde como la Virgen debía presentársele
desmesurado, “reinará… sobre a casa
de Jacob”, o sea, que Jesús, como Jacob, es, por su etimología, ‘El
Suplantador’, Aquel que toma el puesto’,
y verdaderamente Jesús toma el puesto del primogénito, o sea, de Adán (= ‘El Primer creado’), porque el Hijo
de Dios impone sobre la carne, sobre sus
instintos, sobre sus deseos, el reino de Dios, del espíritu y de la
razón, que Adán, pecando cediendo a las
pasiones, había perdido como Esaú;
el profesor Ratzinger
calla también sobre esto;
– sexta inmensidad (Lc 1,
33b), además, el Ángel anuncia a la Virgen que dicho reino, al contrario que
todos los reinos de la tierra, y especialmente al contrario que el reino de la
carne, de la muerte, del pecado, o sea, que el reino instaurado por Adán, “no
tendrá nunca fin”, y María ciertamente debe haber acogido también esta
promesa como especialísima, asombrosa, maravillosa, o sea, como una propuesta
ante la cual quedar humildemente impresionados, de modo que pregunta sólo, con
un hilo de voz: “¿Cómo es posible [todo esto]? No conozco varón [no tengo
relaciones conyugales]” (Lc 1, 34);
y aquí debe advertirse que
decir con tiempo de verbo presente de indicativo “no conozco varón” debe
entenderse, como se puede claramente imaginar considerando la santidad de la
persona de la Virgen María, su propósito, su voto (que también santo Tomás
consideraba cumplido, v. S. Th., III, 28, 4), “y no pretendo conocerlo”,
o sea, “y no pretendo tener” (relaciones conyugales);
el profesor Ratzinger
tampoco menciona nada de esto;
– séptima inmensidad (Lc 1, 35a), y aquí viene lo bueno, más aún,
lo maravilloso, porque ha llegado el momento para el Ángel de ilustrar a la
Virgen de qué manera nacería en Ella tan clamoroso esplendor, que no sólo
quiere respetar en todo la sacralidad de las purísimas decisiones de la Virgen,
sino que quiere ser también su más magnánima, sobreabundante y amorosísima
recompensa: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti”, Le dice, o sea,
Dios mismo será el Esposo necesario (como se verá en S. Th., III, 31,
5): no un hombre, no un Ángel, sino el mismo Dios creador, el ‘Espíritu Santo
Creador’ que de la nada hizo todas las cosas y ahora no sólo pondrá en Ti, ya
inmaculada y pura de todo pecado por su exquisita previsión, lo que habría
debido poner un hombre para permitirte concebir un hijo, sino que lo pondrá
como purissima et castissima Res, incontaminada del pecado original,
siendo de hecho, esta Prole que te nacerá, una Creación totalmente nueva:
un nuevo Adán, forjado en el seno inmaculado de la Virgen, por tanto, por lo
que se refiere a la “mitad masculina” del totalmente nuevo ‘Hijo del hombre’,
de la nada:
pero también sobre este eje
central el profesor Ratzinger permanece mudo;
– octava inmensidad
(Lc 1, 35b), “el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra”, y aquí el Ángel despliega a la Virgen
toda la grandiosidad del evento, frente a la cual incluso la creación de la
nada del principio activo masculino podría parecer como si fuera la raíz
cuadrada de un milagro: ¿qué hay más inconcebible, más prodigioso, más inefable
que la unión de dos naturalezas inconmensurables, como podrían ser p. ej. las
del Alfarero y de un vaso suyo, en una única persona, en una única entidad
inteligente y volente? Ya que la “sombra” evocada por el Ángel se
refiere a Dios y precisamente a su poder: hace presente a la mente del fiel la
vastedad inconmensurable del acto divino, el poder de un cetro ante el cual
todo está postrado, de una corona cuya majestad sublime de cuya voluntad es una
miríada de millones de veces más grande que la del más espléndido sol; y no he
dicho nada;
pero el profesor Ratzinger
también se abstiene absolutamente de esto: todo lo que dice al respecto del
nacimiento de Cristo Hijo de Dios está focalizado en el concepto para él
decisivo de que dicho nacimiento es “ontológico”, y no absolutamentísimamente
“biológico”; naturalmente, también en esto se equivoca, y dentro de poco
veremos por qué.
4. ¿Y SI, EN CAMBIO, TUVIERA RAZÓN EL PROFESOR
RATZINGER, Y NOSOTROS HUBIÉRAMOS INCURRIDO EN UN SOLEMNE TROPIEZO?
Estas ocho “inmensidades,
llamémoslas así, apenas enunciadas aquí de algún modo en lo humanamente
posible, que hallamos contenidas en el Anunucio del Ángel a la Bienaventurada
Virgen, son reducidas todavía más míseramente por el profesor Ratzinger a una
minúscula “atracción”. Menos que nada.
En efecto, la noción
‘atracción’ significa ‘tirar hacia sí alguna cosa’ y ello no agota para nada el
concepto que debe cubrir en todo lo que le es específico aquello que realiza
Dios en la Encarnación, para la cual el término preferido por la Escolástica es
‘asunción’, y los motivos de ello los explica santo Tomás en el artículo en el
que aclara las diferencias entre ‘asunción’ y ‘unión’, S. Th., III, 2,
8, en el que se invita a acceder vía web por ser demasiado largo para ser
citado. Ciertamente, ‘unión’ no es ‘atracción’, pero aquí se invita a
reflexionar sobre las razones aducidas por el Aquinate para elegir ‘asunción’,
que eliminan toda pretensión no sólo a ‘unión’, sino a todo otro término,
siempre absolutamente insuficiente si es confrontado a ‘asunción’.
La teología católica utiliza
el concepto de ‘asunción’ y derivados, como en santo Tomás, que, además del
artículo citado, dedica a dicha noción hasta cuatro cuestiones (v. S. Th.,
III, qq. 3-6), para un total de veinticuatro artículos, delineando así con
claridad la debida perspectiva que se debe tener del altísimo Misterio.
¿Por qué utilizar una noción
totalmente nueva como ‘atracción’ y no valerse de una noción tan bien plasmada
por la Tradición y especialmente una noción tan apropiada?
Y decir que él mismo, el
Profesor y Teólogo de Tubinga, pocas páginas antes, se había detenido con
importantes puntualizaciones en el fundamental concepto de “Nueva Creación”.
Y aquí me hago cargo, para permitir comprender bien la cosa, de ofrecer todo el
texto en el que, ilustrando el papel de la Bienaventurada Virgen en el misterio
del origen de Jesús, en las pp. 262-3, el Eximio explica:
“El origen de Jesús queda
en la zona del misterio… Jesús procedía de Nazaret. ¿Pero conocemos su
verdadero origen si sabemos el lugar geográfico de su nacimiento? El cuarto
evangelio recalca con particular interés que el origen real de Jesús es ‘el
Padre’, que de él procede totalmente y de modo distinto a cualquier otro
mensajero divino.
Los llamados evangelios de
la infancia, de Mateo y Lucas, nos presentan a Jesús procediendo del misterio
‘incognoscible’ de Dios.
Mateo y Lucas, pero
especialmente este último, describen el comienzo de la historia de Jesús con
palabras tomadas del Antiguo Testamento, para presentar lo que aquí sucede como
realización de toda la historia de la alianza de Dios con los hombres.
El saludo que el ángel
dirige a la virgen en el evangelio de Lucas se parece muchísimo al grito con el
que el profeta Sofonías saludaba a la Jerusalén liberada del final de los
tiempos (Sof 3,14) y asume las bendiciones con las que Israel celebró a sus
nobles mujeres (Jue 4,24; Jdt 13, 18s).
María es el santo resto de
Israel, el verdadero Sión adonde se dirigen todas las miradas de la esperanza.
En los estragos de la historia la esperanza recurre a ella. Según el texto
de Lucas, con ella comienza el nuevo Israel; no, no sólo comienza con ella,
sino que ella es el resto de Israel, la santa ‘hija de Sión’, donde comienza
por voluntad de Dios el nuevo inicio.
“El Espíritu Santo vendrá
sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu sombra, y por esto el hijo
engendrado será santo, será llamado hijo de Dios” (Lc 1,35).
El horizonte se
extiende aquí hasta la creación, superando la historia de la alianza con
Israel: en el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios es poder creador divino; él se cernía al principio sobre las aguas, él
transformó el caos en cosmos (Gn 1,2); con su venida surgen los seres
vivientes (Sal 104,30).
Lo que sucederá en
María será nueva creación: el Dios que de la nada llamó al ser, coloca un nuevo
inicio en medio de la humanidad.”
Por tanto, ¿nos encontramos
también para el profesor Ratzinger ante una “Nueva Creación”? Parecería
precisamente que sí. Y en efecto, como prueba, leemos también en la p. 265: “La
concepción de Jesús es una nueva creación,…”. Entonces nos hemos
equivocado del todo: hemos incurrido en un error garrafal, en un imperdonable
tropiezo.
En cambio, no es así. Porque
basta seguir más allá de la coma después de “creación” y debemos inmediatamente
volver a cambiar de opinión: “…no una procreación por parte de Dios”,
precisa el Teólogo.
En efecto, “Dios –
continúa – no se convierte así en el padre biológico de Jesús
y tanto el Nuevo Testamento como la teología de la iglesia [siempre en
minúscula en el texto, ndR] no han visto nunca sustancialmente en
esta narración y en el acontecimiento narrado en él el fundamento para la
verdadera divinidad de Jesús, para su ‘filiación divina’”.
¿Entonces existe o no, para
Joseph Ratzinger, con la concepción de Jesús, esta “Nueva Creación”?
¡Claro que existe! Sólo que
para el Historicista de Tubinga es total y solamente simbólica. De real, una
vez más, no hay nada: nada de biología, nada de materialidad, es decir, nada de
una prodigiosa intervención del Espíritu Santo sobre lo que en un parto no
virginal, sino fruto de una natural unión conyugal entre un varón y una mujer,
debería constituir la aportación masculina, sino que el Espíritu Santo,
precisamente para interrumpir el flujo de corrupción y muerte que desde Adán
infecta a todos los hombres de la tierra sin excepciones (salva, como sabemos,
la Bienaventurada Virgen), debidamente no permite, tomando milagrosamente su
puesto: en el horizonte ratzingeriano, la “Nueva Creación” es sólo
simbólica, es decir, de marca hegeliano-idealista, o sea, abstracta,
conceptual, y en absoluto y para nada realista, sustancial, o sea, católica.
Es sólo simbólica, para el
Teólogo, porque materialmente Dios, en el Espíritu Santo, según el
Profesor, no interviene en absoluto, como precisa él mismo claramente, sino que
interviene espiritualmente en la unión de “atracción” de las dos
naturalezas, y el Profesor deja aquí abierto el campo a toda hipótesis, como
hace todo científico respetable, sin excluir nada, más bien, considerando, aun per
absurdum, incluso la hipótesis más extrema, que no tendrá dificultad en
exponer pocas líneas después con ese desapego casi de entomólogo útil al
enunciado de sus propias tesis: “la doctrina de la divinidad de Jesús –
concluye, en efecto, en la p. 265 – no quedaría afectada aunque Jesús
hubiera nacido de un matrimonio humano”.
Por lo tanto, habría sido
también todo correcto, lo que habíamos leído, si no fuera porque en realidad
habíamos leído un texto que debía ser descodificado, como si hubiera sido
escrito por un entomólogo que nos estaba explicando los comportamientos de una
colonia de dípteros según los parámetros codificados a lo largo de los siglos
por su ciencia, quizá con la debida confrontación con otros criterios de juicio
adecuadamente actualizados, otros parámetros científicos, y otras cosas así.
Es necesario insistir en
advertir que precisamente que precisamente cuando el Teólogo debe afrontar el
momento decisivo en el cual se desarrollan los más santos arcanos con los que
acontece la Encarnación, el momento de la concepción de nuestro Señor, he aquí
que tienen razón precisamente mis opositores, los cuales opositores,
precisamente en el punto del tremendum, anotan: “la prosa de R. no
carece de oscuridad y tiende a ser complicada”, ya que “acaba (sin
quererlo) – dicen – oscureciendo incluso todo legítimo aspecto “físico”
en el nacimiento del Señor o volviéndolo poco comprensible”.
Pero no es verdad que el
Teólogo use una prosa oscura etcétera “sin quererlo”, como dicen, porque
su voluntad es precisamente la de cerrarse los ojos con sus propias manos, de
manera que no deba ver ante sí la nada abismal hacia la que se ha dirigido, sin
vacilaciones de ningún tipo, con sus pseudo-racionalistas elaboraciones
realizadas siguiendo el rastro de las Escuelas más modernistas entonces en
boga: una nada que lo engulle a él y a todos aquellos que por millones lo están
siguiendo desde hace cincuenta años, confiados y devotos estudiantes, pero que
son obispos, cardenales e incluso Papas – y me refiero precisamente al presente
Pontífice, como demuestro desde hace años aunque nadie lo quiere ver –, de modo
que tienen un autorizadísimo y reverendísimo Ciego que guía a otros
autorizadísimos y reverendísimos ciegos. Autorizadísimo y reverendísimo Uno y
autorizadísimos y reverendísimos los otros, ciertamente, pero de todos modos
todos ellos ciegos, ya sean el Guía o sus seguidores.
Y de todas formas Ciego
consciente, este es el hecho, así como conscientes son todos aquellos que, sean
Pastores o no, fascinados y felices, lo siguen confiados hacia el abismo de la
nada.
¿Y cuál es la nada de la que
hablamos? Es el teilhardismo evolucionista que causaba furor en al Iglesia hace
cincuenta años, que elimina todos los problemáticos saltos entre bien y mal y
las duras fracturas y recomposiciones entre Dios y hombre determinadas por el
dogma católico, o sea, por la Revelación entendida clásicamente, nivelando los
unos y las otras en un mucho más tranquilizante y manso continuum que
sube plácidamente del fango a Dios según la más lineal perspectiva
teilhardiana; es una Redencioncilla de nada, pequeña, una “Redención débil”,
falsa, diría “disneyana”, o, por decirlo rigurosamente, es una Redención de
la cual el prof. Ratzinger elimina sus términos fundantes: 1) el pecado como
ofensa a Dios; 2) el Dios que se ofende; 3) la gracia que abre el camino par
lavar la ofensa; 4) el digno Cordero sacrificial; 5) el Dios al que
sacrificarlo.
Es evidente y total, a partir
de aquí, la ruina que, en repetidas ocasiones y copiosamente, me esfuerzo en
ilustrar en Al cuore, a cuyas páginas remito, con la esperanza de que
sean finalmente sopesadas como merecen.
5. HE AQUÍ CÓMO SUCEDIÓ LA “SEGUNDA CREACIÓN”, O SEA,
DE QUÉ MODO DIOS VENCIÓ EL PECADO ORIGINAL.
DOMINUS REGNAVIT: CON TRECE ESTREPITOSOS MILAGROS, TODOS NEGADOS, O
DISTORSIONADOS, O NO CONSIDERADOS POR
RATZINGER.
Con la negación, o al menos
lo que llamaría la elusión lingüística de la realidad de una milagrosa
intervención del Espíritu Santo, por tanto con la negación o la elusión de una
intervención divina respecto a la concepción de la naturaleza de carne de
nuestro Señor, el Autor de Introducción cree que no tiene ninguna
necesidad de reconocer en Cristo al “Nuevo Adán”, lo cual constituye, sin
embargo, la segunda causa de la Encarnación (la primera es la comunicación de
la bondad de Dios para su mayor gloria, v. santo Tomás, S. Th., III, 1,
1), como explica san Pablo, es decir, siempre Dios, esta vez a través de san
Pablo: “Como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vivificados” (II
Cor 15, 22), con lo cual son sintetizadas eficazmente las enseñanzas
divinas tan bien desplegadas por el Apóstol en Rm 5, 12-21.
Pero la Nueva (Crística)
Creación, podemos llamarla así, al contrario que la Primera, la de Adán y Eva,
sucede en nueve momentos perfectamente separados y muy distintos también en sus
modalidades.
A estos nueve momentos
corresponden hasta trece milagros:
– primer momento,
primer milagro, que debe creerse de fide: el primer milagro sucede en el instante en el
que, para preparar el digno trono a Dios en la tierra, un Ángel anuncia a Ana,
una piadosa y anciana Betlemita de la estirpe de David, las insistentes
oraciones de la cual y de su Esposo Joaquín, levita y sacerdote del Templo,
fueron escuchadas y ahora concedidas: ella concebirá pronto y dará a luz “una
prole – como se lee en el protoevangelio apócrifo llamado “de Santiago” – de
la cual se hablará en todo el mundo”;
– segundo momento,
segundo y tercer milagros, que deben creerse de fide: el segundo milagro de este segundo momento es
aquel por el cual, aun habiendo superado largamente la edad fértil, Ana
concibe, en efecto, una niña: es la Virgen María; con semejante milagro Dios
interviene sobre la biología humana restaurando la fertilidad en una mujer en
la que había cesado o no había ni siquiera existido;
– el tercer milagro,
que sucede en el mismo instante, es el de la concepción inmaculada del alma de
la Concebida: Ella no fue contaminada por el pecado original que, sin embargo,
debería haberle transmitido su padre, único portador del principio activo, como
explica el Aquinate en S. Th., I-II, 81, 5: Si, pecando Eva, y no
Adán, sus hijos habrían contraído el pecado original; pero una mujer, aun no
transmitiendo el pecado original, lo recibe, de modo que era
necesario que la Virgen fuera preservada de él, y el motivo de esto nos lo da
el Angélico: “La purificación previa de la Bienaventurada Virgen no era
exigida para conjurar la transmisión del pecado original [transmitido sólo
por el principio activo masculino], sino porque era necesario
[“oportebat”] que la Madre de Dios resplandeciera con el máximo candor. En
efecto, ningún ser es digno receptáculo de Dios, si no es puro, según el
Salmista: “La santidad, Señor, conviene a tu casa (Sal 92, 5)” (S.
Th., I-II, 81, 5, ad 3);
– sobre el Privilegio
Mariano, en tiempos del Aquinate la cuestión, que parecía insuperable,
planteaba por un lado la universalidad de la Redención de Cristo y por
otro la previa santificación de la Virgen, de modo que el Angélico creerá
poder afirmar que “el cuerpo de la Virgen fue concebido en pecado original”
(S. Th., III, 14, 3, ad 1), ya que, como se ha visto, para él “la
purificación previa de la Bienaventurada Virgen no era exigida para conjurar la
transmisión del pecado original” (op. cit.);
pero cuando tratará de la
concepción de Cristo en su seno, tendrá más en cuenta al Damasceno y contradirá
lo dicho arriba: “Esa concepción [del cuerpo de carne de Cristo] tuvo tres
privilegios: ser sin pecado original; tener como objeto no un simple hombre,
sino el Hombre-Dios; ser virginal. … He aquí porqué el Damasceno señala, a
propósito del primero, que el Espíritu Santo “bajó a la Virgen para
purificarla”, es decir, para preservarla del pecado original, para que no
concibiera [a Cristo] en dicho pecado” (idem, 32, a, ad 1);
– será el papa Pío IX quien
recogerá el decisivo concepto adelantado por el Damasceno (“el Espíritu
Santo previno a la Virgen”, De Fide Orth., c. 4, Liber 3), y
el 8-12-1854 establecerá el dogma de la Inmaculada Concepción o Privilegio
Mariano en la Bula Ineffabilis Deus, Denz 2803-4, recurriendo
al concepto de “Redención preventiva” o “preservativa”, que habría ayudado
también al Aquinate a conservar la universalidad redentiva de Cristo sin negar
a la Virgen, sin embargo, su privilegio (en el § 7 se verán las consideraciones
más conclusivas);
– de tal manera la Iglesia
pudo establecer que dicha especial santificación o ser inmaculado, era
necesaria (oportebat) para que María misma, que habría debido
constituir el trono de Dios en la tierra, quedara preservada del pecado
original, y ello precisamente por el motivo señalado: Ella, que, aunque no
habría transmitido a su Hijo el pecado porque, como mujer, no podía ser
vehículo suyo, debía, sin embargo, en sus propias carnes ser digna de llevar
tal Flor, y dicha dignidad podía recibirla todavía y sólo por los méritos de su
Hijo, que en Ella habían actuado ante, de modo que las palabras de san
Agustín y de santo Tomás adquieren, como bien merecen, todavía más fuerza,
verdad, uniformidad y esplendor;
– tercer momento,
cuarto milagro, que debe creerse de fide: el cuarto milagro sucede en el momento en el
que el Arcángel Gabriel – se presume lo mismo deL anuncio precedente y del
siguiente – anuncia a Zacarías, sacerdote del Templo, que su mujer Isabel,
también ella muy anciana y estéril, concebirá pronto un hijo; no creyendo
Zacarías las palabras del Mensajero de Dios, le queda atada la lengua y pierde
la palabra, v. Lc 1, 8-22 (y quizá también el oído, porque en el momento
de la circuncisión de su hijo, Lc 1, 42 explica: “y le hacían señas
al padre para saber cómo se llamaba”);
el milagro es singular: es
uno de los rarísimos casos en los que Dios, en vez de sanar, curar y,
resumidamente, aportar integridad, armonía y mesura en un cuerpo que en alguna
parte suya o incluso del todo, las había perdido, realiza uno “prodigio
negativo”: quita salud, quita el bien, pero lo hace porque de dicha privación
hará brotar, más adelante, una mayor misericordia: la justicia de Dios, o sea,
el castigo de un sacerdote del Templo que había osado, precisamente él que como
sacerdote debería haberse fiado máximamente de su inmensa bondad, dudar de Él,
colmará pronto, como se verá pronto, a ese mismo sacerdote de una gracia mucho
mayor, hecha a él precisamente como sacerdote;
– cuarto momento,
quinto milagro, que debe creerse de fide: el quinto milagro sucede cuando la la anciana y
estéril Isabel, vuelto Zacarías del Templo, concibe efectivamente el hijo anunciado
por el Ángel a su marido poco tiempo antes;
– quinto momento, sexto
milagro, que debe creerse de fide: es el momento
del “Sí” de la Bienaventurada Virgen al anuncio del Ángel, o sea, de la
aceptación de su altísima solicitud; también aquí los milagros realizados son
dos, pero ahora hablamos del sexto milagro, la concepción carnal de
Jesús, “Nuevo Adán” (el séptimo, que sucede en el mismo instante y del
que hablaremos en el próximo párrafo, es el de la asunción en Él del Verbo
divino);
semejante concepción es
milagrosa porque sucede sin ninguna aportación masculina, como queda bien
ilustrado primero por san Agustín. “Llamo ‘celestial’ a Cristo porque no fue
concebido de semen humano” (Ad Orosium, Dialog. 65 quaest.,
q. 4) y después por santo Tomás y hasta en dos ocasiones: la primera para
exaltar la omnipotencia de Dios que puede formar la carne de un hombre incluso
en una virgen: “El poder divino pudo formar el cuerpo de Cristo de una
virgen sin el semen viril” (S. Th., III, 28, 1, ad 4); la segunda para
negar todavía más rotundamente toda aportación viril: “La carne de Cristo no
fue concebida de semen humano” (idem, 31, 1, ad 3);
añado que no es inverosímil,
más aún, es más que plausible, que Dios, como el rocío sobre el vellón de
Gedeón (v. Jc 6, 36-8), haya creado ex nihilo, de la nada, es
decir, exactamente como de la nada fue dada la “Primera Creación”, las células
humanas masculinas, o gametos, en el seno de la Virgen María, en lugar de las
que la Inmaculada debería haber acogido en su seno de un cónyuge terrenal si lo
que le fue propuesto y fue por la Bienaventurada aceptado no hubiera sido la
concepción prometida: 1) que le garantizaba su virginidad, 2) que sería llamado
“Hijo de Dios”, con todas las inmensidades enumeradas arriba;
– es precisamente santo Tomás
el que, habida cuenta de que “es ley natural que en la generación la mujer
suministre la materia y el hombre sea en cambio el principio activo”, puede
concluir con una óptima síntesis: “el carácter sobrenatural de la generación
de Cristo implica que en ella el principio activo haya sido la virtud
preternatural de Dios, mientras que su aspecto natural implica que la materia
con la que fue concebido su cuerpo sea igual a la materia que las demás mujeres
suministran para la concepción de la prole” (idem, 5);
– es exactamente en esto
en lo que se realiza la “Nueva Creación”: el prodigio que la Santísima Trinidad
realiza en la Bienaventurada Virgen creando ex nihilo, de la nada, las
células humanas masculinas incontaminadas por el pecado original, que en cambio
se habría insinuado en Ella si, como muy erróneamente repite plausible el prof.
Ratzinger, “Jesús hubiera nacido de un matrimonio humano”: muy erróneamente, repito, porque la presencia
del pecado original habría invalidado el divino diseño de la “Nueva Creación”
puesta en Cristo, frustrando toda su prolongada, maravillosa, finísima
preparación, a partir de la concepción de María en el seno estéril de Ana y
todo lo demás, pero el prof. Ratzinger, entre todas las realidades de
fide que rechaza (v. § 9), no cree en el pecado original, v. Al
cuore, §§ 52-3;
habría frustrado el diseño
divino porque el pecado original trasvasa a toda creatura humana, desde el
principio de los tiempos, además de la corrupción de las potencias del alma, la
corrupción de la materia, como sabe perfectamente toda la creación, que, v. Rm
8, 19-21, “espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; ella,
en efecto, fue sometida a la caducidad” precisamente por aquel pecado;
– con semejante “Segunda
santa Creación” se ha roto la mortal e irrompible cadena que desde Adán
arrastraba sin piedad a todos los hombres de la tierra, aparte de la Virgen, a
la horrible condenación eterna; la creación ex nihilo, por virtud del
Espíritu Santo, de los gametos masculinos inviolados por el pecado original,
derrocado de tal manera, y para siempre, el hijo del pecado, el hijo del
antiguo Adán, permite el nacimiento del Nuevo Adán en el seno inmaculado de
María, anulando la deuda contraída por el hombre con Dios y al mismo tiempo
anulando también sus merecidos castigos: pérdida de la integridad, expulsión
del Paraíso terrenal, y el incurrir “en aquellos defectos debidos a una
naturaleza destituida del don de la integridad. Y esto tanto en el cuerpo como
en el alma” (S. Th., II-II, 161, 2): la naturaleza humana de
Jesucristo, o sea, su cuerpo de carne, era por tanto ya de por sí la
“preadamítica” decididamente necesaria al Hombre que “debía poder ver
cara a cara a Dios sin morir”, configurándose en la misma Persona, o sea en una
única inteligencia y voluntad, con el Logos, con el Hijo de Dios;
– todavía quinto
momento, séptimo milagro, que debe creerse de fide: en el mismo instante de la concepción del cuerpo de
carne de Jesucristo sucede el séptimo milagro, su asunción en el Verbo,
v. S. Th., III, 33, 3: es el milagro de los milagros, el corazón de toda
la grandiosa y épica “lucha” entre Dios y hombre: ¿vencerá el amor de Dios o el
orgulloso independentismo del hombre? Aquí se realiza, con un vínculo más
estrecho y férreo imposible, el más indisoluble y poderoso lazo que pueda unir
a un hombre a Dios en una única Persona (v. idem, 2, 9: Si la unión
de las dos naturalezas es la mayor de las uniones): es la definitiva
Alianza entre Dios y hombre, por la cual las promesas de Dios a Moisés se
cumplen de la manera más estrepitosa, plena e inconcebible: la naturaleza de
Dios se desposa con la naturaleza del hombre dando lugar a la única Persona de
Jesucristo;
– sexto momento, octavo
milagro, que debe creerse de fide: el Ángel Gabriel, octavo milagro, aparece en
sueños a José, esposo de María Virgen, para decirle que no tema, porque el Niño
de quien su Esposa está a la espera “es obra del Espíritu Santo” (Mt 1,
20); atención: a menudo se relega la aparición de un ángel en sueños a algo
psíquico, subjetivo, y se rechaza reconocerlo como un milagro, pero no es así,
porque Dios utiliza siempre los medios más estrictamente necesarios, nunca
sobrepasando sus acciones sobrenaturales con adornos inútiles, de modo que
sucede que cuando se hace necesario un diálogo entre el interlocutor celestial
y el humano sucede el milagro de la aparición a la persona despierta y
consciente de las propias palabras y de los propios actos; cuando en cambio es
necesario que el interlocutor humano reciba sólo una noticia, se tiene el
milagro de la aparición en sueños, en la cual no necesita que el interlocutor
hable, pero sigue siendo un milagro;
– séptimo momento,
noveno y décimo milagros, que deben creerse de fide: es el momento en el que la Virgen María sube a la montaña
a visitar y ayudar a su anciana prima a la espera ya de seis meses, Isabel, y a
su llegada suceden en rápida sucesión dos milagros proféticos: el noveno
milagro, por el cual el nascituro advierte, profetizando ya en el seno
materno, la presencia ante sí de su Señor, y así, en el seno, adorándolo, se
postra; él es el Precursor: Precursor al adorar en el otro Nascituro al
Autor de la vida cuando ninguno de los dos ha nacido siquiera, por tanto oculto
el uno al otro; Precursor al adorarlo en las aguas del Jordán
inaugurando oficialmente así la Nueva Alianza de Dios con su pueblo; Precursor
en el martirio de la ofrenda de la sangre en vista a la inmolación de su Señor
y Dios y de su gloriosa Resurrección;
– al noveno le sigue
el décimo milagro: la madre del pequeño Precursor, santa Isabel,
como pone de relieve el Evangelista, “quedó llena de Espíritu Santo” (Lc
1, 41) y de Él recibe el don de la profecía que le hace exclamar: “Bendita
tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno. ¿Y cómo es que me es
concedido que la madre de mi Señor venga a mí?” (Idem, 42-3):
a ella le es milagrosamente abierto el conocimiento – que sin el don del
Espíritu Santo no habría tenido – de que Quien le estaba delante, aun oculto en
el seno de su joven Madre, era su Dios, su Creador y Señor;
– octavo momento,
undécimo milagro, que debe creerse de fide: es el momento del undécimo milagro, aquel en el
que se derrama sobre el dudoso Zacarías la piedad del Señor, que le restituye
el habla (y probablemente el oído, que, como se ve, le había sido igualmente
retirado); no sólo: porque el Señor es siempre generoso, de modo que, además de
restituirle el don de la integridad que le había quitado por justa y
correctiva, es decir, fuertemente pedagógica sanción, le da el don de la profecía,
de modo que puede comprender qué nombre dar al hijo del milagro, por lo que
también aquí el Evangelista anota: “Zacarías, su padre, quedo lleno de
Espíritu Santo y profetizó: ‘Bendito el Señor Dios de Israel, porque –
refiriéndose a Cristo, reconocido por su mujer Isabel, que ciertamente le había
narrado su doblemente milagroso encuentro con la Virgen – ha visitado y
redimido a su pueblo” (Idem, 67-8), salmodiando el “Benedictus”
o “Cántico de Zacarías”, que toda la Iglesia eleva cada mañana a Dios como
conclusión de las Laudes;
que a su hijo le fuera dado
el nombre que él escribió sobre una tablilla es importante, porque la
etimología de ‘Juan’ es ‘Don del Señor’, de modo que debía ser reconocido para
siempre, en el hombre que lo habría llevado, a Quien él debía su misma
existencia;
– noveno momento,
duodécimo y decimotercer milagro, que deben creerse de fide: en el momento
del parto de la Virgen se verifica después, consecuencia directa tanto
de la concepción inmaculada de la Virgen, como de la milagrosa
intervención de Dios en al concepción de la naturaleza humana de Cristo, por la
cual el pecado original es considerado extraño, o sea, literalmente fuera de
los muros de aquella mínima pero purísima Ciudadela, llamémosla así,
constituida por la carne santificada de María, cuya biología es la de una Nueva
Creación, y esto tanto en la Madre como en el Hijo;
la Nueva Creación da
inmediatamente sus frutos, el primero de los cuales – duodécimo milagro –
es la prohibición de todo dolor en el momento del santo parto, que era en
cambio la pena debida, como podemos leer en santo Tomás, “El dolor del parto
es consecuencia de la unión carnal con el varón. Por esto la Sagrada Escritura
(en Gén 3, 16), tras haber dicho:
‘Parirás con dolor’, añade: ‘Estarás sujeta al varón’. Pero, como
advierte san Agustín, la Virgen Madre de Dios quedó exenta de esta condena,
porque, ‘habiendo concebido a Cristo sin la suciedad del pecado [original] y
sin el detrimento del connubio con el varón, generó sin dolor y sin violar su
integridad, conservando intacto su candor virginal (in Sermone De Assumptione
Beatae Virginis)” (S. Th., III, 35, 6);
– en este sagrado momento se
realiza también el decimotercer y último milagro, ulterior y final
consecuencia del carácter inmaculado con respecto al pecado original de
Puérpera y Nascituro, por el que Ella da a luz al Nuevo Adán sin perder su
virginidad, como había profetizado Isaías, del cual el Aquinate advierte: “El
profeta no dice sólo: ‘Mirad, una virgen concebirá’, sino que añade: ‘Y dará a
luz un hijo’ (Is 7, 14)” (S. Th., III, 28, 2): santo Tomás
restituye así a las Sagradas Escrituras el valor infalible que el Profesor de
Tubinga, corriendo tras sus malos maestros histórico-críticos, les había
quitado colgándoles uno “misticista”.
6. PARA HACER CAMBIAR AL PROF. RATZINGER SU IDEA
BLASFEMA – QUE, SI LA VIRGEN HUBIERA QUEDADO ENCINTA DE UN HOMBRE, LA DOCTRINA
DE LA DIVINIDAD DE JESÚS NO QUEDARÍA AFECTADA –, ¿BASTARÁ SEÑALAR UN
MILAGRO/DOGMA O SON NECESARIOS LOS TRECE?
Con estos nueve momentos
tópicos, de todos modos, hemos podido casi tocar con la mano los trece
milagros que como un racimo de espléndidas estrellas – adviértase: único en
la historia de la salvación – abren ante nosotros el escenario de la Nueva
Creación, un racimo de estrepitoso esplendor que no se repetirá nunca más y
que aquí hemos recogido y contemplado en sus luces por primera vez, una a una,
en su inefable e inusitada belleza, solamente a través de la cual el hombre
puede: 1) aplacar a Dios de la justa indignación por la ofensa recibida; 2) ser
por Él perdonado; 3) y esperar incluso poder subir a su gloria. Aquí están en
síntesis:
– primer milagro: un Ángel
anuncia a Ana, una piadosa y anciana mujer de Belén casada con Joaquín,
sacerdote del Templo, que el Señor ha escuchado las oraciones de los dos
esposos y que ella concebirá una prole “de la que hablará todo el mundo”;
– segundo milagro: Ana,
aun siendo estéril, concibe efectivamente, como le había sido anunciado por el
Ángel, una niña: es la Virgen María;
– tercer milagro: el alma
de la Virgen concebida por Ana es sin pecado original: es la Inmaculada
Concepción;
– cuarto milagro: Dios
quita el habla a Zacarías, sacerdote y marido de Isabel, al haber él dudado del
anuncio del Ángel, que le dice que su mujer, estéril y anciana, será madre;
– quinto milagro: Isabel,
la anciana mujer de Zacarías, concibe efectivamente un hijo, como había
predicho el Ángel;
– sexto milagro: la Virgen
María, es desposada por José, queda encinta, pero sin relación humana: Dios mismo
crea en Ella el principio biológico activo masculino necesario para su
concepción;
– séptimo milagro: en el
mismo instante, Dios Hijo, el Verbo divino, el Logos, asume el cuerpo de
carne de Cristo, formando con él la única Persona de Jesús, el Mesías, el Hijo
de María Virgen;
– octavo milagro: el Ángel
Gabriel se aparece en sueños a José, desposado con la Virgen, para garantizarle
que la Prole que nacerá de María “es obra del Espíritu Santo” (Mt 1,
20);
– noveno milagro: María,
encinta de Jesús, va a visitar a su prima Isabel y el hijo de esta adora a
Jesús, aun estando en el seno de su madre y el Señor en el seno de la Virgen;
– décimo milagro: Isabel, “llena
de Espíritu Santo” (Lc 1, 41), “profetiza”, o sea, reconoce sin
haber tenido evidencia, que el Niño que su Prima espera es su Dios y Señor;
– undécimo milagro:
habiendo finalmente Zacarías reconocido que el hijo que le ha nacido es Don de
Dios (‘Juan’ significa ‘Don de Dios’), Dios restituye a su sacerdote la palabra
(y el oído);
– duodécimo milagro: la
Virgen María, Nueva Eva, da a luz sin dolor a Cristo, Nuevo Adán: son los dos
Primogénitos de la Nueva Creación, que permitirá, en Cristo, llevar a la gloria
de Dios a todos y sólo a los hombres de buena voluntad;
– decimotercer milagro: la
Virgen María da a luz a Cristo permaneciendo virgen, además de en la
concepción, también en el parto.
Pero, oh disputantes, ¿qué
habéis leído aquí, junto a la enumeración de cada milagro? Habéis leído que
debe creerse de fide, o sea, habéis leído que esos milagros no son
sólo hechos, sino hechos que deben creerse, y no sólo que
deben creerse, sino que deben creerse con pleno asentimiento, en
virtud de la autoridad de quien pide la fe, antes aún que por la razonabilidad
de las cosas que se deben creer, o sea, porque ese asenso lo pide Dios mismo, a
través y como lo enseña la Iglesia, precisamente como dice santo Tomás: “como
hace un discípulo con su maestro” (S. Th., II-II, 2, 3), es decir,
sin la mínima vacilación: estos mojones de piedra, este racimo de milagros, que
son hechos, que son verdades que deben creerse, articula con
firmeza eterna el recorrido inalterable que Dios mismo ha dispuesto para
nosotros para que Lo sigamos para llegar sanos y salvos a Él.
¿Cómo llamamos a estos hechos
que deben creerse, esta estelas? “Doctrina católica”, así es como los
llamamos. O bien Dogma.
Pues bien, el Profesor de
Tubinga, precisamente con respecto a los artículos del Credo que se
refieren a la Natividad afirma con inequívoca firmeza: “la doctrina de la
divinidad de Jesús no quedaría afectada aunque Jesús hubiera nacido de un
matrimonio humano”.
Esto es absolutamente
falso: aparte del hecho de que ninguno de estos trece milagros es
reconocido, en el texto del profesor Ratzinger, como milagro que es, toda
la doctrina que sostienen es afectada gravemente por el Teólogo tanto por dicho falto reconocimiento suyo, como
también, como se verá, precisamente por el hecho por él hipotetizado, y nunca
recusado, de un posible nacimiento de Jesús de un matrimonio meramente humano,
cuya realidad, si fuera cierta, los volatilizaría a todos los trece,
demostrándose uno más inútil y/o más inverosímil que el otro.
Pero con la volatilización
de los trece asombrosos milagros el profesor Ratzinger volatilizaría también la
misma Encarnación, la credibilidad de la Iglesia, la credibilidad de Dios, y
finalmente, puesta su incredibilidad, obviamente su misma existencia. La
de Dios, digo.
Que ninguno de estos trece
milagros sea legitimado como tal por el Teólogo de Tubinga significa que por él
no es legitimado o no es considerado verosímil ni siquiera uno de los trece
artículos de fide relativos, porque, si lo fuera, ello quedaría
invalidado, afectado gravemente por la hipótesis sacrílega, la que considera
que Jesucristo, el Hijo de Dios, podría haber nacido también de un matrimonio
humano.
La pregunta, la tremenda
pregunta que nace de ello, es entonces:
Cristo, que con su cuerpo
glorioso resucita invicto tras haber aplastado a la muerte, haber acabado con
todas potencias de la corrupción espiritual y material y haber vencido para
siempre al Infierno con todos sus demonios, ¿podría haber nacido también de un
semen humano, de una unión sexual de varón y mujer, de María y José?
Digo: el Cristo
Glorioso que está ahora a la derecha del Trono de Dios, ¿podría haber sido uno
de nosotros? El Cristo que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, ¿podría
haber sido afectado por el pecado original? ¿Es acaso este el Cristo Pantocrátor
que estamos todos adorando?
7. PARA RATZINGER, LA BIENAVENTURADA VIRGEN NO ES
‘MADRE DE DIOS’ Y, PARA HABER ENGENDRADO A DIOS, NO ES NECESARIO NI SIQUIERA
QUE FUERA ‘LA VIRGEN’.
Pues bien, debe advertirse,
en especial, que los dos mojones más altos, entre los trece que hemos visto,
puestos en el camino que lleva al hombre del pecado a la gloria de Dios,
mojones o estelas que, sin embargo, son destrozados por la hipótesis que
conocemos, propuesta por el Teólogo de Tubinga, se refieren uno a la maternidad
de María y el otro a la filiación de Cristo. Están estrechamente correlacionados
el uno con el otro y también aquí los veremos juntos.
El Doctor Angélico dedica dos
artículos, distintos entre ellos, a la maternidad de María, de manera que pasa
gradualmente de la justificación más fácil de su título de ‘Madre de Cristo’ (S.
Th., III, 35, 3) a la más misteriosa y discutida de ‘Madre de Dios’ (Idem,
4).
Para nuestra discusión la
primera de las dos cuestiones no crea problema: todos reconocen a María como
‘Madre de Cristo’.
El segundo, en cambio, tiene
que ver con ello, es precisamente su corazón, porque ser ‘Madre de Dios’ se
coloca directamente en oposición tanto a la perentoria y triple exclusión que
hace Ratzinger de que la concepción de Jesús se realice con una intervención de
Dios sobre María, como con su convicción de que, aunque hubiera sido fruto de
una unión conyugal humana, no habría afectado a la doctrina de la “filiación
divina” de Cristo.
Estas son las tres
afirmaciones del Profesor de Tubinga Joseph Ratzinger que excluyen una
intervención de Dios sobre María – una intervención “biológica”, como la
llama él, o sea, el milagroso acto prefigurado por el dogma que se verá más
adelante, expuesto en el Credo con las palabras “et incarnatus est de
Spiritu Sancto, ex Maria Virgine” –:
– la primera (tiene como sujeto los antiguos textos paganos
griegos y romanos): “[En los cuales] la divinidad aparece casi siempre
como una potencia fecundante, generadora, o sea, bajo un aspecto más o
menos sexual y, por tanto, como ‘padre’ en sentido físico del niño redentor. Nada
de esto… en el Nuevo Testamento” (Introducción, p. 265);
– la segunda: “La concepción de Jesús es una nueva creación, no
una procreación por parte de Dios. Dios no se convierte así en el padre
biológico de Jesús” (Idem, inmediatamente después de la
precedente);
– la tercera: “La filiación divina es precisamente el
enérgico rechazo de una concepción biológica del origen de Jesús de Dios” (Idem,
p. 268).
En la primera afirmación, el
Teólogo, inmerso casi antropológicamente en el método profundamente modernista,
para nada científico, confusIonario, superficial, desorientador y herético,
llamado histórico-crítico, aunque de palabra lo rechaza, no distingue
dos mundos entre ellos absolutamente inaccesibles: por una parte, los
auténticos actos sexuales realizados en los mitos paganos a los que se refiere,
a menudo actos obscenos en los que son molestados incluso animales de todo
género que con toda perversidad se unen a las míseras deseadas en lascivas
analogías con el acto conyugal humano, mitos y fantasías, por tanto, que no
deberían ser ni siquiera considerados, y, por otra, un evento que, por
su sublimidad, merecería una separación más neta imposible, es decir, la
intervención totalmente espiritual, milagrosa, indecible del único y verdadero
Dios, que, en el más santo respeto de la sagrada Virgen María, desarrollando
todo su poder de Padre creador, con arcana operación del Espíritu crea
precisamente – a mi parecer ex nihilo, pero esto no es decisivo –, el
principio biológico activo que en la naturaleza es propio sólo del varón,
análogamente a los modos con los que más tarde el Hombre nacido de la Virgen,
Jesucristo, con el poder creador de la Santísima Trinidad, dará la vista a los
ciegos de nacimiento, a los mudos la lengua y el habla, a los leprosos la
salud, a los muertos la vida.
La segunda y la tercera
afirmación son secas y claras: se comprenden por sí solas. Las tres eliminan
toda posibilidad de reconocer a la Virgen el título de ‘Madre de Dios’, porque
las tres desconocen abiertamente a Dios toda paternidad biológica, todo “poder
fecundante, generador” y, por tanto, toda participación de Dios en la
concepción de Jesús, el hijo de María. Pero si Dios no es el “Padre
biológico” del hombre Jesús, tampoco María es ‘Madre de Dios’.
En tiempos de santo Tomás, los
casos que negaban “que la Bienaventurada Virgen es Madre de Dios” eran
dos: aquel por el cual “la humanidad [de Cristo] hubiera sido concebida y
nacido antes de que el hombre fuera Hijo de Dios, como sostuvo Fotino; o bien
en el caso de que la humanidad, como decía Nestorio, no hubiera sido asumida en
la única persona o hipóstasis del Verbo de Dios”.
Pues bien, el profesor
Ratzinger aporta un tercero: aquel por el cual, para hallar la verdad doctrinal
de la filiación divina de Cristo no sería necesario que Él, como hombre, sea
fruto de una concepción sucedida sin ninguna relación viril humana, o sea, no
sería necesario el quinto milagro: la arcana intervención de Dios en el seno de
la Virgen, como establece el dogma: el papa san Martín I, en el concilio Lateranense
I (a. D. 649-55), fulminó con el anatema a quien pone en duda o considera
superflua la virginidad de María, Madre de Dios: “Si alguno no confiesa, de
acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por madre de Dios a
la santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos
tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y
verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e
incorruptiblemente [incorruptibiliter] le engendró, permaneciendo ella, aun
después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado [“condemnatus
sit”]” (Condena de errores sobre la Trinidad y Cristo, Can. 3, Denz
503).
En la misma línea, la Const.
Dogmática del papa Pablo IV Cum quorundam hominum, 7-8-1555, Denz
1880, que define: “[Queriendo] amonestar, a todos y a cada uno
individualmente, a aquellos que hasta hoy han afirmado, enseñado o creído que…
nuestro Señor… no fue concebido en el seno de la Bienaventurada y siempre
Virgen María en virtud del Espíritu Santo, sino como los demás hombres del
semen de José; …o que la misma Bienaventurada Virgen María… no ha persistido en
la integridad de la virginidad siempre, es decir, antes del parto, en el parto
y después del parto, perpetuamente; Nos pedimos y exhortamos en nombre de Dios
Padre omnipotente y del Hijo y del Espíritu Santo, en fuerza de la autoridad
apostólica…”, concluyendo con las fórmulas anatematizadoras rituales.
Al contrario, si se sacan las
conclusiones de las tres afirmaciones de Ratzinger, y que él se guarda bien de
sacar, la aportación biológica de Dios a la Bienaventurada Virgen debería haber
recibido necesariamente una aportación humana, y con ello habría engendrado un
ser humano como todos los demás – precisamente como dice Ratzinger –, el cual
ser humano se distinguiría de los demás únicamente por ser después “atraído” a
la “filiación divina” por inescrutable diseño de Dios, y precisamente de Dios
Hijo.
Pero el hecho de que María es
Madre de Dios debe ser vinculado fuertemente a su concepción inmaculada:
el Espíritu Santo forma en María a la Nueva Eva porque Dios quiere prepararse
el digno trono a su “descenso” a la tierra (en realidad una asunción) de modo
que conforme el alma de la mujer que deberá dar a luz al Hijo de manera que, incontaminada
por el veneno adamítico, pueda vivir total y solamente destinada a recibirlo:
la Nueva Eva está no sólo limpia de pecado, sino, estando así limpia,
está destinada total y solamente a Dios: María no pronuncia las santas palabras
“hágase en mí según tu palabra” sólo ante el Ángel, sino que las
pronuncia en cada momento de su vida, como si dijera en todo momento “Hágase en
mí lo que Tú quieres”. Así, Dios prepara a la creatura y la creatura responde a
Dios en perfecta conformidad a la voluntad de Dios.
Es aquí donde Ratzinger se equivoca fortiter, se equivoca
como nadie podría/debería equivocarse: al hipotetizar como posible que
María, para engendrar al Hijo de Dios, podría haberse unido
conyugalmente de modo humano, rompe con un desgarro inaudito una tensión
y una inclinación de pureza, en el perfecto encuentro de dos voluntades: la de Dios y la de María,
no sólo existenciales, sino esenciales, ontológicas, de una creatura
pura del más mínimo fomes, o incluso sólo de atención a la carne, que el
toque humano habría ruinosamente dañado y comprometido para siempre.
Enrico Maria Radaelli
(traducido por Marianus el eremita)
(traducido por Marianus el eremita)