viernes, 19 de abril de 2019

La utopía democrática

martes, 9 de abril de 2019

La utopía democrática: Libertad e igualdad (2da parte) - Gonzalo Ibañez


Una dificultad. Las soluciones propuestas


Esta doctrina sobre el hombre y sus derechos es muy atractiva, cuando se considera a la persona tomada individualmente; pero las dificultades comienzan al tratar de compaginar los derechos de unos con los derechos de otros. Como lo dice Kant, el derecho también podría ser definido como «... el conjunto de condiciones por medio de las cuales el arbitrio de uno puede concordar con el de los otros, de acuerdo a una ley general de libertad» [1]. ¿Cuáles son estas condiciones?

En teoría, la dificultad no existe. Para el optimismo burgués —que constituye el telón de fondo del desarrollo de estas ideas— el desencadenamiento de las libertades individuales no debe preocupar, porque es ahí donde está la clave de todo progreso. No hay para qué preocuparse del interés común, pues la búsqueda de los intereses particulares acarrearán siempre el triunfo del primero: una mano invisible arreglará siempre las cosas, de modo que nunca haya contradicción entre los intereses particulares y el común.


Sin embargo, este optimismo no es compartido por todos. Más aún, teóricos del sistema dudan que las libertades individuales ejercidas sin límites puedan producir por sorpresa el triunfo del bien común. 

Desde luego, Hobbes, en su Leviatán, nos dice que es derecho común de todos los hombres, en el estado de naturaleza, el poder hacer todo lo necesario para la propia conservación personal. Pero, agrega, como el uso de este derecho no puede acarrear sino guerras, anarquía y destrucción, es preciso cederlo sin reservas a una autoridad común que lo asumirá en toda su extensión. Sólo ella puede entonces hacer lo que quiera. Lo que es más grave, esta renuncia constituye para Hobbes el único uso razonable de la libertad. En el estado de naturaleza, de soledad, los hombres gozamos entonces de todos los derechos que cada uno pueda imaginar. En el estado social, en cambio, naturalmente no gozamos de ninguno;  sólo de aquellos que nos conceda la autoridad, pues los hemos depositado irrevocablemente, por medio del pacto, en manos de este monstruo que es el Leviatán.

El punto de partida de Rousseau es más optimista. En el estado de naturaleza, en el cual cada uno vive aislado, todos somos buenos. Es la sociedad la que corrompe. Pero, puesto que ésta se ha hecho inevitable, hay que organizaría de modo tal que no entrabe las libertades y derechos propios al estado de naturaleza. De lo que se trata es de «... encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes» [2].

Ello se lograría mediante el expediente del pacto social. Sus cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola: «La enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera ...» [3]. Aparentemente, esta cláusula es peligrosísima. Sin embargo, nuestro autor nos pide calma; nada hay que temer pues, «... primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás..., dándose cada individuo a todos no se da a nadie, y como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que se cede, se gana la equivalencia de todo lo que se pierde y mayor fuerza para conservar lo que se tiene ...» [4]. La voluntad de los asociados se subsume en la «voluntad general», que viene a ser la expresión verdaderamente auténtica del querer de cada uno. Esta voluntad «... es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública ...». «El soberano, por la sola razón de serlo, es siempre lo que debe ser ...» [5].

Nuestra libertad y nuestros derechos están garantizados. Si alguno comete la locura de rebelarse contra la «volonté genérale», se rebela en el fondo contra sí mismo. Obligarlo a obedecer «... no significa otra cosa que obligarlo a ser libre» [6].

En Kant, el proceso ideológico es parecido. El punto de partida es la consideración de la persona humana como un absoluto, un fin en sí mismo: «... todo ser razonable existe como un fin en sí, y no como un medio ...» [7]. Conclusión capital: siendo la persona un fin para sí misma, no está obligada sino a las leyes que ella consienta en obedecer; es decir, «... una persona no puede ser sometida más que a las leyes que ella misma se da» [8]. Es el principio de la autonomía moral y jurídica, «... la voluntad de un solo individuo, respecto de una posesión exterior, y, por consiguiente, contingente, no puede ser una ley obligatoria para todos, porque chocaría con la libertad determinada según leyes generales» [9]. La dificultad que esta afirmación presenta en el campo de la vida social es fácilmente superable. En ese ámbito, las leyes han de ser producto de la voluntad común o colectiva: «La única voluntad capaz de obligar a todos es, pues, la que puede dar garantías a todos, la voluntad colectiva general (común), la voluntad omnipotente de todos» [10]. «El poder legislativo no puede pertenecer más que a la voluntad colectiva del pueblo. Y puesto que de él debe proceder todo derecho, no debe absolutamente poder hacer injusticia a nadie por sus leyes. Ahora bien, si alguno ordena algo contra otro, es siempre posible que le haga injusticia; pero nunca en lo que decreta para sí mismo (porque volenti no fit infurta). Por consiguiente, la voluntad concordante y conjunta de todos, en cuanto cada uno decide para todos y todos para cada uno, esto es, la voluntad colectiva del pueblo, puede únicamente ser legisladora» [11].

Contra esta voluntad nadie puede rebelarse; ella resume todas las voluntades particulares y así no hace injuria a nadie. Nadie atenta contra sí mismo. «No hay, pues, contra el poder legislativo, soberano de la ciudad, ninguna resistencia legítima de parte del pueblo; porque un estado jurídico no es posible más que por la sumisión a la voluntad universal legislativa... ningún derecho de sedición... menos todavía de rebelión... pertenece a todos contra él como persona singular o individual (el monarca), bajo pretexto de que abusa de su poder... La violencia ejercida en su persona, por consiguiente, el atentado a la vida del príncipe no es permitido» [12].

A pesar del marcado acento antirreligioso y especialmente anticatólico que estas ideas siempre presentaron, ellas no han dejado de fascinar a un número cada vez más importante de católicos. Entre ellos, quiero destacar a Jacques Maritain, principal representante de la corriente de pensamiento llamada «personalista».

Maritain esboza una crítica bastante aguda de las teorías individualistas que, con Kant y Rousseau, terminan por tratar al individuo humano «... como a un Dios y a hacer de todos los derechos que le son atribuidos los derechos absolutos e ilimitados de un Dios» [13]. Estos derechos encontrarían su fundamento «... en la afirmación de que el hombre no está sometido a ninguna otra ley que aquella que proviene de su propia voluntad y libertad... puesto que toda medida o regulación que emane del mundo de la naturaleza (en último término de la sabiduría creadora) destruiría al mismo tiempo su autonomía y suprema dignidad» [14].

Sería lógico, entonces, esperar de Maritain al menos los esbozos de una teoría contraria. Sin embargo, cae en los mismos errores. Su crítica no se refiere, en definitiva, tanto a los «derechos» en sí, sino a su fundamento. Para Rousseau y Kant en el estado «social», tal fundamento no es sino el pacto. Para Maritain, católico, ellos encontrarían su base en la calidad que tiene el hombre de «hijo de Dios», de criatura hecha «... a imagen y semejanza divinas ...». En lo que al fondo se refiere, la posición de Maritain es idéntica a la de los autores que él critica.

Desde luego, su punto de partida es el mismo: la consideración de la persona humana como un absoluto. Esta tendría «... una dignidad absoluta, porque ella está en una relación directa con el absoluto, en el cual solamente puede ella encontrar su total plenitud» [15]. Por eso Maritain considera como una derrota el hecho de que la persona «... sea sometida, como objetos especificadores de su conocimiento y de su querer, a realidades distintas de ella misma, y como medidas reguladoras de su acción, a leyes que él no ha hecho» [16].

De esta dignidad absoluta nacen los derechos. El bien que constituiría mi derecho me sería debido «... porque yo soy un yo, un sujeto (un soi[17]. La condición presupuesta es «... una dignidad o un valor absoluto en el sujeto de derecho. Este valor metafísico es absoluto, porque el sujeto de derecho es tomado no como parte de un todo, sino como siendo él mismo un todo... Lo que es debido al sujeto (soi) que se posee a sí mismo y que tiene un valor metafísico absoluto, le es debido como a un centro absoluto, y no en relación al mundo o al orden cósmico» [18].

Por eso, en definitiva, el derecho es «... una exigencia que emana de un sujeto (soi) en vistas de alguna cosa, como aquello que le es debido, y respecto del cual, los otros agentes morales están obligados en conciencia a no frustrarlo» [19]. Maritain señala una treintena de derechos, desde el derecho a la libertad personal, a la integridad corporal, a la seguridad, hasta el derecho a una igual admisibilidad a los empleos públicos y al libre acceso a las diversas profesiones, a la asistencia de la comunidad en la miseria y la cesantía, en la enfermedad y la vejez [20]. Todos temas muy importantes. Pero hay dos dificultades que nuestro autor deja sin solución.

En primer lugar, la lista de derechos que él presenta es fruto de su personal imaginación. A ella, según los gustos de cada uno, pueden agregarse o retirarse derechos sin mayor explicación. Es decir, Maritain no señala el criterio que él ha seguido para determinar estos derechos. En su caso, además, como en los de Rousseau y de Kant, atendido el carácter absoluto de la persona individual, sólo ésta puede determinar cuáles son sus derechos y cuál es su extensión. Cualquier ensayo de determinación exterior es un «abuso», un desprecio a esta dignidad absoluta.

Y con mayor razón —segunda dificultad— lo sería cualquier intento de limitación de estos derechos, aunque su finalidad no sea otra que ensayar de conciliarlos con los de las otras personas. Maritain es consciente del problema. Sostiene, por lo tanto, que, aun los derechos más importantes pueden sufrir algunas limitaciones en su ejercicio. Este estaría sometido «... a las posibilidades concretas de una sociedad dada, y puede ser contrario a la justicia reivindicar hic et nunc el uso de (un) derecho para cada uno y para todos, si ello no puede realizarse sino arruinando el cuerpo social» [21]. Si «... cada uno de los derechos humanos es por naturaleza absolutamente incondicional e incompatible con toda limitación, a la manera de un atributo divino, todo conflicto que los opone entre ellos sería irreconciliable. Pero, ¿quién no sabe, en realidad, que estos derechos, siendo humanos, son, como todo lo que es humano, sometidos a condicionamiento y a limitación, al menos, como lo hemos visto, en lo que toca a su ejercicio? Que los derechos diversos asignados al ser humano se limiten mutuamente, en particular que los derechos económicos y sociales, los derechos del hombre en tanto persona comprometida en la vida de la comunidad, no puedan encontrar lugar en la historia humana sin restringir en alguna medida las libertades y los derechos del hombre en tanto individuo, es cosa simplemente normal» [22].

Nada se soluciona, sin embargo, con decir que una limitación es «cosa simplemente normal» si, al mismo tiempo, no se da algún criterio para realizarla. La verdad es que Maritain no da ninguno. Atendida la dignidad «absoluta» del sujeto, el tratar de limitarlos es ya una pretensión inicua. Por eso nuestro autor, en definitiva, debe reconocer que «... la estimulación secreta que mantiene sin cesar la transformación de las sociedades, es el hecho de que el hombre posee derechos inalienables, pero está privado de la posibilidad de reivindicar justamente el ejercicio de algunos de estos derechos a causa del elemento inhumano que permanece en la estructura social de cada período» [23].

Las dificultades quedan todas sin solución. Maritain sostiene, además, que la posesión de estos derechos constituye un elemento indispensable de nuestra perfección. Sin embargo, es evidente que los bienes en que esos derechos se resuelven no alcanzan para satisfacer lo que todos desean. ¿Cómo impedir la lucha entre los hombres por su posesión? El suspenso en que Maritain, y los personalistas en general, dejan estas cuestiones es clara muestra del alto grado de irresponsabilidad y de demagogia con que siempre trataron los problemas políticos y jurídicos, aun los más graves.

Este rápido vistazo sobre las doctrinas que están detrás de la idea de una plena libertad e igualdad entre los hombres nos muestra un hecho fundamental. A la hora de resolver el problema que presenta la compaginación de estas libertades, representadas por los «derechos humados», o bien éstos quedan completamente descartados mediante la entrega de los individuos al arbitrio de una voluntad que, a pesar de todo, no es la de ellos, o bien la dificultad es contorneada artificialmente para dejarla sin solución.

La crítica marxista

Es difícil explicarse la resonancia de estas doctrinas, si se las analiza en abstracto. Son tan extravagantes, que es imposible no ver detrás del éxito que las ha acompañado, otros motivos que los puramente intelectuales. Como decíamos más arriba, apoyando estas teorías hay intereses políticos y económicos cuya justificación está pendiente.

Hobbes escribe para sostener el poder absoluto y sin contrapeso a que aspiraba Jacobo I en Inglaterra. Contra sus ideas se levanta, más tarde, Locke. Este autor dice que en el estado de naturaleza los hombres gozan de muchos derechos y que no es cierto que su uso engendre solo anarquía. En este estado, los hombres están «bien». Si pasan al estado civil o social es para estar «mejor». Por lo tanto, al momento del pacto, ellos no abandonan todos sus derechos en beneficio de la autoridad. Al contrario, conservan bastantes, en especial el de propiedad cuyo fundamento es el trabajo.

¿Qué ha sucedido? Simplemente que en Inglaterra se ha levantado una oligarquía propietaria contra el absolutismo de los Stuart. Esta oligarquía, en el fondo, quiere hacer del gobierno un instrumento al servicio de sus intereses. No se trata de que todos los hombres hayan conservado derechos en el «estado civil», sino solamente sus miembros. Sólo ellos son personas en el pleno sentido de la palabra.

La influencia de Rousseau sobre los acontecimientos de 1789 es de sobra conocida. ¿Quién es la voluntad general? No por supuesto la de la mayoría, sino la de aquellos que han triunfado en el afán por conquistar el poder: la burguesía. Al arbitrio real ella opone su arbitrio disfrazado de volonté genérale. Como señala Stucka, el teórico soviético de la filosofía marxista del derecho, «La gran revolución francesa comenzó, como es sabido, con la proclamación triunfal de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En realidad, este derecho de la gran revolución francesa —este derecho para toda la humanidad—fue solamente un derecho de clase del ciudadano, un código de la burguesía» [24], «... en el mundo burgués solamente el ciudadano —es decir, el hombre que tiene la calificación de propietario, el hombre dotado de propiedad privada— es reconocido como hombre en el verdadero sentido de la palabra» [25].

Maritain es fiel representante, por una parte, de sectores católicos pseudo-místicos que se sienten destinados a manejar el proceso revolucionario mundial para hacer la gran síntesis —hegeliana— entre todas estas ideas y el cristianismo y, por otra, de una cierta pequeña burguesía que se siente mal bajo el peso de la que triunfó en 1789. Ella ataca las ideas de ésta, pero sólo para presentarlas después, con ligeros retoques, como propias, esgrimiéndolas contra los grupos que las habían empleado primero.

Marx ha visto muy bien cómo, en la época moderna y contemporánea, las ideologías no son sino disfraces, a veces bien groseros, de intereses económicos y políticos. Su error consiste en querer hacer de una visión sociológica referida a un período de la historia, una filosofía de verdades universales. Es decir, no porque en alguna época las cosas hayan sucedido como lo dice Marx, ellas habrán de pasar siembre así.

Pero, en todo caso, el grado de su acierto es bastante grande. Él le saca la careta a este mundo moderno y llama las cosas por su nombre. Y lo que es tan importante como lo anterior, él vuelve las ideas contra sus inventores. Mucho escándalo se hace porque Marx trata a la religión de opio del pueblo: ¿qué son, sino eso, las religiones «nacionales» que brotan con la Reforma? Lenin dice —¡horror para muchos!— que la verdad de una proposición se mide por su eficacia práctica para alcanzar el poder: pero si eso está ya en el idealismo: ¡cada uno tiene su verdad!

Consideraciones finales

La conciliación de la libertad y de la igualdad predicadas por los autores «modernos» es una contradicción desde un punto de vista intelectual. Imposible impedir la lucha entre los hombres: las libertades son contradictorias. En el escenario no caben muchos absolutos, sólo uno.

Por eso, en el terreno práctico, esta utopía ha sido alimentada por aquellos que viéndose con fuerzas suficientes, pretenden el dominio de los poderes políticos y económicos. Escudándose tras el mito de la «voluntad popular» o de una plena libertad, buscan el beneficio de sus intereses. Los otros serán sus «servidores asalariados». El mito de «la» persona humana, llena de dignidades y de «derechos», sólo beneficia a quienes son capaces de llegar efectivamente a ser lo absoluto en la sociedad. La lucha de clases y de grupos es la única consecuencia de esta utopía.

Tal vez, como decía Hobbes, los hombres, cansados de tanto luchar, lleguen a algunos acuerdos. Pero no hay que equivocarse. Se trata de acuerdos tácticos, temporales. En el preciso instante en que a alguno de los «socios» se le presente una oportunidad de obtener una mejor tajada, el acuerdo cesará: «dos pasos hacia adelante, uno hacia atrás», fórmula leniniana, vieja como la humanidad. Sobre todo muy practicada por los sectores triunfantes en 1789.

La solución a las dificultades exige, por supuesto, dejar de lado la utopía. Para comenzar, olvidarnos de que somos unos «absolutos». Lo cual no quiere decir, como se teme, que las personas queden entregadas al arbitrio de las otras. Afirmar nuestra relatividad sólo significa, en el plano moral, afirmar que los hombres hemos sido hechos en vistas de un fin que nos trasciende: Dios. De Él, en definitiva, participaremos, pero sólo en la medida que lo sirvamos.

Servir a Dios implica, por otra parte, cumplir con nuestro rol en la creación y, más específicamente, en la sociedad política. Esta no es un invento de los hombres, sino un hecho natural, que tenemos que perfeccionar a partir de nosotros mismos, sus elementos. Es decir, el criterio próximo de moralidad no es nuestra propia voluntad, ni lo que nosotros creamos son nuestros intereses, sino el bien común. Como dice Santo Tomás: «... al bien de la multitud están ordenados, como a su fin, todos los bienes particulares que el hombre se procura, las ganancias de la riqueza, la salud, la elocuencia o a erudición» [26]. Significa, también, dejar de considerar el derecho como un poder o libertad de hacer lo que queramos. Modestamente, él no es sino la proporción que nos corresponde en el todo social, la parte que nos es debida en atención a nuestros méritos, a nuestras capacidades y al lugar que ocupamos dentro de la sociedad. Sólo sobre esta base podrá asentarse, por lo demás, una convivencia razonable entre los hombres.

Aceptar todo esto, parece difícil para muchos hombres de hoy. El orgullo humano soporta mal el reconocer que hemos sido hechos para servir y no para ser servidos. La dificultad no es tanto intelectual —no es que no se sepa qué hacer— sino moral: no se quiere hacerlo.

El saduceísmo práctico de una buena parte de la religiosidad contemporánea se mantiene: al lado de unas prácticas religiosas a veces intensas, el triunfo temporal sigue constituyendo el objetivo principal de esta vida. La falta de fe en la otra vida —la vida eterna—, y en todo lo que ella significa: juicio final, premios, castigos, etc.... es evidente.

Occidente se hizo sobre la base de esta creencia. Esta vida es camino para la otra: Dios conoce nuestro destino final, lo ha predestinado, pero eso no obsta para que de nuestra condenación o salvación seamos personalmente responsables por nuestras obras. Como dice San Pablo, si no hay resurrección, nada tiene sentido, nada vale la pena, sino gozar intensamente de los pocos años que pasaremos sobre esta tierra.

Desde luego, y con esto termino, el mundo moderno no es tan caótico y negativo como parecería desprenderse de las ideas que hemos comentado en el cuerpo de este trabajo. El terror mutuo al desencadenamiento de los poderes individuales ha conducido, a menudo, a los acuerdos a la Hobbes que hemos señalado más arriba. Más importante, el antiguo ideal no ha dejado nunca de subsistir y de seguir animando nuestra vida social.

En el plano de las ideas, sin embargo, las que reflejan el ideal contrario, individualista, ha logrado imponer las suyas casi sin contrapeso. En el plano moral, la ludia es aun considerable. Ello no obsta para que lenta, pero seguramente, el espíritu individualista —del cual el socialismo no es sino una nueva fase—se imponga entre nosotros. No podemos dejar de notar que la fuente de nuestra civilización se agota poco a poco.

Revista Verbo Nº 219-220. 1983, Págs. 1151-1163. Fund. Speiro.



[1] Principios Metafísicos del Derecho, Ed. francesa de Durand, París, 1853, pág. 43.

[2] «El Contrato Social», en Obras Selectas, trad. de Everando Velarde, El Ateneo, Buenos Aires, 1966, págs. 741-2.

[3] Id., pág. 742.

[4] Id-, id.

[5] Id., págs. 752 y 744.

[6] Id., pág. 745.

[7] Fundamentos de la Metafísica de las Costumbres; ed. francesa de Hatier, París, págs. 51-52.

[8] Principios metafísicos del Derecho, ed. cit., pág. 37.

[9] ld.f pág. 76.

[10] Id., id.

[11] Id., pág. 148.

[12] Id., págs. 157-158.

[13] UHomme et VEtat, P . U . F . , 1965, pág. 76.

[14] Id., id.

[15] «Les Droits de l'Homme et la Loi Naturelle», en Oeuvres choisies, t. II, Ed. Desclée de Brouwer, Paris, 1979, pág. 166.

[16] L'Idée thomiste de la Liberté, id., t. I , Paris, 1974, pág. 1218.

[17] Neuf Leçons sur les notions premières de la Philosophie morale, id., t. II, pág. 30.

[18] Id., págs. 631-632.

[19] Id., pág. 632.

[20] Les Droits de l'Homme et la Loi Naturelle, ed. cit., págs, 226 y siguientes.

[21] L'Homme et l'Etat, éd., cit., pág. 94.

[22] Id., pág. 98.

[23] Id., pág. 95.

[24] La Función revolucionaria del Derecho y el Estado, Ed. Península, Barcelona, 1969, pág. 31

[25] Id., id.

[26] Del Régimen de los Príncipes, Libro I , ch. X V .
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