El proceso jurídico de Cristo 12: la flagelación
Respecto de la lengua utilizada en el proceso,
creemos con Messori que debió desarrollarse en griego pero que, como
quizás muchos de los del pueblo no entendían dicha lengua, Pilato hizo
llevarse el fatídico jarro de agua para mostrar su “inocencia” ante el
caso (Sal 25,6: “Yo lavaré mis manos en la inocencia…”). También puede
tenerse en cuenta que, lo del jarro, debió haber sido un signo para
hacerse entender ante esa multitud enfurecida que apenas si permitía
hacerse oír.
Flagelación, escarnio y presentación al pueblo
Del juicio se pasó a la flagelación, donde hay bastante para decir.
San Juan utiliza el verbo griego mastigóo, mientras que Mateo y Marcos emplean flagheóo. Ambos son verbos sinónimos y tienen el significado de flagelar. Este tipo de pena se le aplicó a Jesús, un hombre de provincias. En cambio, si se hubiese tratado de un ciudadano romano habría sido azotado con varas flexibles. Si hubiese sido un militar, con un bastón rígido, pero tratándose de él, se lo azotó con el flagellum. Ricciotti lo define de este modo: “era un látigo recio con abundantes colas de cuero, de la que colgaban bolas metálicas o puntas afiladas (escorpiones)”.
Este castigo que los romanos impartían en todo su territorio, en las
provincias lo ejecutaban los soldados (o verdugos “profesionales”) y se
utilizaba para distintos fines:
-como instrumento inquisitivo (ej.: arrancar una confesión)
-como pena de muerte (fustarium, pena especialmente militar)
-como un castigo independiente
-como preludio de ejecución, tras haber sido dada la sentencia de muerte.
Dada la actitud de Pilato, al parecer debió haber querido usar dicha medida para salvar a Jesús de la muerte, utilizándola como pena independiente. El fundamento para este castigo no fue el delito de “alta traición” (al que sólo se le imponía la pena de muerte). A decir verdad, no se sabe con qué delito o razón justificó los azotes. San Lucas señala sus palabras (Lc 23,16): “Le corregiré y le soltaré”,
mostrando cómo entendía el procurador esta pena. También en San Marcos
la orden de la flagelación resulta un acto distinto de la entrega a la
crucifixión y, además, lo precede. San Juan dice simplemente: “lo tomó y mandó azotarle”, siendo claro que se trataba de una pena independiente, marcando incluso la separación real y temporal al decir con el adverbio temporal: “Entonces, se lo entregó para que lo crucificasen…”.
De la admiración de Pilato por la rápida muerte de Jesús se deduce que las heridas no eran mortales (no así de Santo Sudario…).
Poder azotar a un hombre que se presentaba como rey de los judíos
debió impresionar a los soldados y seguramente aprovecharon la ocasión
para manifestar su desprecio al representante de los judíos, ya que
odiaban y despreciaban a este pueblo.
Según del Derecho Romano, todo aquel que era entregado a los soldados para la flagelación quedaba enteramente a merced de sus verdugos perdiendo no sólo el status de ciudadano –y Jesús no lo tenía- sino hasta el de persona. Dice Ricciotti: “El que iba a ser flagelado era considerado como un hombre que había perdido su condición humana, una caricatura vacía de contenido y no protegida por la ley, un cuerpo sobre el que se podía herir a discreción”. Ello implica que la flagelación romana no estaba limitada a un número determinado de golpes, a diferencia de la judía estrictamente limitada a treinta y nueve, como recuerda San Pablo: “cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno…” (2Cor 11,24).
También en el relato aparece otro interesante detalle. Los tres evangelios se apresuran a advertir que los propios soldados “entretejieron” una corona de espinas. Lo que es muy posible según un experto francés, quien investigó una vieja costumbre practicada en Palestina: para encender el fuego o alimentar las llamas se empleaban fajos de sarmientos procedentes de un arbusto de la región cuyo nombre latino es Ziziphus y también recibe la cristiana denominación de Spina Christi. Tales fajos de arbustos seguramente estaban a mano de cualquier soldado para poder mantener el fuego en el patio del pretorio.
La posible pinchazón de los dedos, puede evitarse debido a que el Ziziphus, a diferencia de los ramos de rosas o acacias, tiene unas espinas flexibles que, si se manejan con habilidad, se pliegan al contacto con la piel, pudiéndose de este modo entrelazar una corona sin hacerse daño.
Mateo dice que a Jesús “le echaron por encima un manto escarlata”. Y este hecho se confirma por una obligación impuesta a los oficiales que actuaban fuera de Roma de llevar el sagum, precisamente un “manto escarlata”. Este manto formaba parte del vestuario militar y no sería tan difícil disponer de alguno usado o incluso reducido a jirones.
Marcos y Juan hablan de un “manto de púrpura”, pero los filólogos han demostrado que el término griego kókinnos (escarlata) se utilizó casi siempre para el color rojo en general, ya fuera rojo escarlata o rojo púrpura. Además dice Blinzler que “los soldados sabían que Jesús había dicho que era rey y por lo tanto, lo que hicieron fue burlarse de su realeza con una denigrante mascarada. Entre
los distintivos de los reyes helenísticos vasallos de Roma estaban la
clámide púrpura, el cetro y la corona de hojas de oro.
Únicamente un rey soberano podía llevar la diadema, una tira frontal de
lana blanca. Así pues, los soldados vistieron a Jesús con grotescas imitaciones de los tres distintivos reales”.
Por tanto hubo un manto, una caña (según Mateo fue puesta en la mano derecha, detalle que hace pensar en un testigo ocular y en un hecho difícil de olvidar) y una corona de espinas.
Por eso también se mofaron y burlaron de Jesús y lo disfrazaron como rey, saludándolo con la misma seña que se la hacía al César: “Salve, rey de los judíos”, incluso dice el evangelio que doblaban sus rodillas: proskínesis (en señal de veneración). Como si fuera poco, lo escupieron y golpearon con sus bastones mientras Jesús estaba sentado.
Pasada la flagelación, Pilato volvió a salir fuera y dijo: “Ved que os lo traigo para que veáis que no encuentro en él ningún motivo de crimen” (Jn 19,4). Era Jesús, coronado de espinas y con el manto púrpura: Ecce Homo!, “he aquí al hombre” (Jn 19,5), lo que equivalía a decir: ¡Mirad que clase de payaso queréis que tome en serio para mandarlo a la cruz como si fuera un auténtico peligro para Roma! Apelaba a la misericordia como falacia; queriendo demostrar su falta de peligrosidad, pensaba que, tras ver esta caricatura, el pueblo se persuadiría.