domingo, 21 de abril de 2019
Revelaciones de Catalina Emmerick sobre la Resurrección de Jesús
La noche antes de la Resurrección
Cuando
se acabó el sábado, Juan vino con las santas mujeres, lloró con ellas, y las
consoló. Se fue poco después; entonces Pedro y Santiago el Menor vinieron a
verlas con la misma intención, pero estuvieron poco con ellas. Las santas
mujeres; mostraron otra vez su dolor envolviéndose en sus mantos y sentándose
en la ceniza.
Mientras
la Virgen Santísima oraba interiormente, llena de un ardiente deseo de ver a Jesús,
un ángel vino a decirla que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque el
Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo: se envolvió en su
manto y dejo a las santas mujeres sin decir a nadie nada. La vi ir de prisa a
la puerta pequeña de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al
volver del sepulcro.
Podían ser las nueve de la noche: la Virgen se acercaba a pasos precipitados hacia la puerta, cuando la vi pararse en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad, y el alma del Salvador resplandeciente bajó hasta María, acompañada de una multitud de almas de Patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos, y mostrando a la Virgen, dijo: “María, mi Madre”. Pareció que la abrazaba, y desapareció. La Virgen se arrodilló y beso la tierra en el sitio donde había aparecido. Sus rodillas y sus pies quedaron impresos sobre la piedra, y se volvió llena de un consuelo inefable a las santas mujeres que encontró ocupadas en preparar ungüentos y aromas. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado; consoló a las otras, y las fortaleció en la fe.
Cuando
María volvió, vi a las santas mujeres cerca de una mesa larga cubierta con un
paño que llegaba al suelo. Encima había muchos manojos de hierbas que ellas
arreglaban, mezclándolas; tenían botes de bálsamo y agua de nardo, y además
flores frescas, entre las cuales había, me parece, una iris rayada y una
azucena. Mientras la ausencia de la Virgen, Magdalena, María de Cleofás,
Salomé, Juana y María Salomé, habían ido a comprar todo esto a la ciudad. Al
día siguiente querían cubrir con ello el cuerpo del Salvador.
La Noche de la Resurrección
Pronto
vi el sepulcro del Señor; todo estaba tranquilo alrededor; había seis o siete
guardias de pie, o sentados. Casio está siempre en contemplación. El santo
Cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre los ángeles que
yo había visto constantemente en adoración a la cabeza y a los pies del
Salvador, desde que se le puso en el sepulcro. Esos ángeles parecían
sacerdotes; su propia postura y sus brazos cruzados sobre el pecho me
recordaban los querubines del Arca de la Alianza, más no les vi las alas. El
Santo Sepulcro, todo entero, me recordó muchas veces el Arca de la Alianza en
diversas épocas de su historia. Quizás la luz y la presencia de los ángeles
eran visibles para Casio, pues estaba en contemplación delante de la puerta del
sepulcro como quien adora al Santísimo Sacramento.
Vi el
alma del Señor, acompañada de las almas de los Patriarcas, entrar en el
sepulcro por medio del peñasco, y mostrarles todas las heridas de su sagrado
Cuerpo. La mortaja se abrió, y el cuerpo apareció cubierto de llagas; era lo
mismo que su la Divinidad que habitaba en él hubiese mostrado a esas almas de
un modo misterioso toda la extensión de su martirio. Me pareció transparente, y
se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas estaban llenas de respeto
mezclado de terror y de viva compasión.
En
seguida tuve una visión misteriosa, que no puedo explicar ni contar bien
claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente
unida a su cuerpo, salía del sepulcro en Él y con Él; me pareció ver a los dos
ángeles que adoraban a las extremidades del sepulcro, levantar el sagrado
cuerpo desnudo, cubierto de heridas, y subir hasta el cielo de en medio de la
roca que se conmovía; Jesús parecía presentar su cuerpo lacerado delante del
Trono de su Padre celestial, en medio de los coros innumerables de ángeles prosternados:
quizás así como las almas de los profetas entraron momentáneamente en sus
cuerpos, después de la muerte de Jesús, sin volver a la vida en realidad, pues
se separaron de nuevo sin el menor esfuerzo.
En ese
momento hubo una conmoción en la peña: cuatro de los guardias habían ido por
algo a la ciudad; los otros tres cayeron casi sin conocimiento. Atribuyeron eso
a un temblor de tierra. Casi estaba conmovido, pues veía algo de lo que pasaba,
aunque no era claro para él. Pero se quedó en su sitio esperando lo que iba a
suceder. Mientras tanto, los soldados ausentes volvieron.
Vi de
nuevo a las santas mujeres, que habían acabado de preparar sus aromas y se
habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir sólo se
reclinaron sobre los cobertores enrollados. Querían ir al sepulcro antes de
amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús; pero la Virgen, llena de nuevo
valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó, diciéndoles que
podían descansar y sin temor ir al sepulcro, que no les sucedería ningún mal. Entonces
se permitieron un poco de reposo. Serían las once de la noche cuando la Virgen,
llevada de amor y por un deseo irresistible, se levantó, se puso un manto
pardo, y salió sola de la casa. Yo decía: "¿Cómo dejaran a esta Santa
Madre, tan acabada, tan afligida, ir sola entre tanto peligro?" Fue a la
casa de Caifás, al palacio de Pilatos, corrió todo el camino de la cruz por las
calles desiertas, parándose en los sitios donde el Salvador había sufrido los
mayores dolores o pésimos tratamientos. Parecía que buscaba un objeto perdido;
con frecuencia se prosternaba en el suelo, tocaba las piedras o las besaba,
como si hubiese habido sangre del Salvador. Estaba llena de amor inefable, y
todos los sitios santificados se le aparecían luminosos. Yo la acompañé todo el
camino, y sentí todo lo que Ella sintió, según la medida de mis fuerzas.
Fue
así hasta el Calvario, y conforme se iba acercando, se paró de pronto. Vi a Jesús
con su sagrado cuerpo aparecerse delante de la Virgen, precedido de un ángel,
teniendo a ambos lados a los dos ángeles del sepulcro, y seguido de una
multitud de almas libertadas. El cuerpo de Jesús estaba resplandeciente; yo no
veía en Él ningún movimiento; pero salió de Él una voz que anunció a su Madre
lo que había hecho en el limbo, y le dijo que iba a resucitar y a venir a ella
con su cuerpo transfigurado, que debía esperarle cerca de la piedra donde se
había caído en el Calvario.
La
aparición se dirigió del lado de la ciudad, y la Virgen se fue a arrodillar al sitio
que le había sido designado. Podía ser media noche, porque la Virgen había
estado mucho tiempo en el camino de la cruz. Vi al Salvador con su escolta
celestial seguir el mismo camino: todo el suplicio de Jesús fue mostrado a las
almas con las menores circunstancias. Los ángeles recogían todas las partes de
su sustancia sagrada que le habían sido arrancadas del cuerpo.
Me
pareció después que el cuerpo del Señor reposaba otra vez en el sepulcro, y que
los ángeles le restituían de un modo misterioso todo lo que los verdugos y los
instrumentos del suplicio le habían arrancado. Lo vi otra vez resplandeciente
en su mortaja, con los dos ángeles en adoración a la cabeza y a los pies. No
puedo expresar como sucedió todo eso, pues no lo alcanza nuestra razón: además,
lo que me parece claro e inteligible cuando lo veo, se vuelve oscuro cuando
quiero expresarlo con palabras.
Cuando
el cielo comenzó a relucir al Oriente, vi a Magdalena, María, hija de Cleofás,
Juana Chusa y Salomé, salir del Cenáculo envueltas en sus mantos.
Llevaban
aromas, y una de ellas una luz encendida, pero oculta debajo de sus vestidos.
Las vi dirigirse tímidamente hacia la puerta de José de Arimatea.
Resurrección del Señor
Vi
como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el
alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo Santísimo.
Vi los miembros moverse, y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su
divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.
Me
pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de
debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba
contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del
Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón, y pegó
tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció.
He
visto con frecuencia esta visión en la Resurrección, y he visto una serpiente igual,
que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del
paraíso; todavía era más horrorosa. Pienso que esto se refiere a la profecía:
"El Hijo de la Mujer quebrantara la cabeza de la serpiente". Todo eso
me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor
romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús,
resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló: un ángel
parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro sobre ella. Los soldados
cayeron como muertos, y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida.
Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, toco los lienzos solos,
y se retiró con la intención de anunciar a Pilatos lo sucedido. Sin embargo,
esperó un poco, porque había sentido el terremoto, y había visto al ángel echar
la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.
En el
momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador
resucitado se apareció a su madre en el Calvario. Estaba hermoso y radiante. Su
vestido, parecido a un manto, flotaba tras de Sí, y parecía de un blanco
azulado, como el humo visto al sol. Sus heridas estaban resplandecientes; se
podía meter el dedo en las aberturas de las manos: salían rayos de la palma de
la mano a la punta de los dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante
la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre que se prosterno
para besar sus pies; mas Él la levantó, y desapareció. Se veían relucir faroles
a lo lejos, cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía al Oriente encima
de Jerusalén.
Las santas mujeres en el sepulcro
Las
santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando nuestro Señor resucitó;
pero no vieron nada de los prodigios que habían sucedido en el sepulcro.
Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron la víspera, a
causa del sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos levantará
la piedra de la entrada?" Querían echar agua de nardo y aceite odorífero
sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al Señor lo más
precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura. La que había
llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino una mujer rica de
Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus aromas sobre la piedra,
y esperar que algún discípulo viniera a levantarla.
Los
guardias estaban tendidos en el suelo como atacados de una apoplejía: la piedra
estaba echada a la derecha, de modo que se podía abrir la puerta sin dificultad.
Los lienzos que habían servido para envolver el cuerpo de Jesús estaban sobre
el sepulcro. La grande sábana estaba en su sitio, pero con los aromas sólo: las
vendas estaban sobre el borde anterior del sepulcro. Los paños con que María
había envuelto la cabeza de su Hijo, en el mismo sitio.
Vi a
las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los soldados
tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo, y se alejaron un poco. Pero
Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto, y
Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resueltas, se quedaron
a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se volvió
con Salomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el suelo,
entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la piedra quitada; pero las puertas
estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emoción, y vio apartados los
lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente, y un ángel estaba sentado a la
derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel; mas
salió perturbada del huerto, y corrió rápidamente adonde estaban reunidos los
discípulos. No sé tampoco si el ángel hablo a María Salomé, que se había
quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto detrás
de Magdalena, y reunirse a las otras dos mujeres, anunciándoles lo que había
sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se
atrevieron a entrar en el huerto. Casio, que había esperado un rato alrededor,
pensando quizás ver a Jesús, fue a contarlo todo a Pilatos. Al salir, dijo a
las santas mujeres todo lo que había visto, y las exhortó a que fueran a asegurarse
por sus propios ojos. Ellas se animaron, y entraron en el huerto. Estando en la
entrada del sepulcro, vieron dos ángeles vestidos de blanco con trajes
sacerdotales. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las manos,
se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran miedo;
que no buscaran al Crucificado, porque había resucitado y estaba lleno de vida.
Les enseñó el sitio vacío, les mando que dijeran a los discípulos lo que habían
visto y oído; añadiendo que Jesús les precedería en Galilea, y que debían acordarse de sus palabras: "El
Hijo del hombre será entregado a las manos de los pecadores; lo crucificarán, y
resucitará al tercer día". Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas
mujeres, temblando, pero llenas de gozo, se volvieron hacia la ciudad: iban
conmovidas; no se apresuraban, y se paraban de cuando en cuando para mirar si
veían al Señor o si Magdalena volvía.
Mientras
tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí, y llamó con fuerza
a la puerta. Algunos discípulos estaban todavía acostados durmiendo; otros se
hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena les dijo desde afuera:
"Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos adónde le han puesto".
Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron
en la casa, y dijeron algunas palabras a los otros discípulos; después la
siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el huerto,
y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor. Estaba cubierta de
rocío; su manto habíase desprendido de la cabeza y de los hombros, y sus largos
cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba sola, no se atrevió a
bajar a la gruta, y se paró un instante a la entrada. Se arrodilló para mirar
dentro del sepulcro por entre las puertas, y al echar atrás sus cabellos, que
le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados a las
extremidades del sepulcro, y oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer,
por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor (pues no veía más que una
cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo de Jesús no
estaba allí: "Se han llevado a mi Señor, y no sé a dónde lo han puesto".
Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, se salió, y se puso a
buscar acá y allá Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía confusamente
que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía distraerla:
diríase que no veía que eran ángeles, y no podía pensar más que en Jesús.
"¡Jesús no está allí! ¿A dónde está Jesús?" La vi errante de un lado
a otro como una persona extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos lados
sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos, y después lo partió en
dos, echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez pasos del
sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la ciudad,
aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del crepúsculo,
y corriendo de ese lado, oyó estas palabras: "Mujer, ¿por qué lloras?"
Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que la hablaba tenía una
azada en la mano, y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de
corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la parábola que
Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes de su Pasión. No
estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre vestido de blanco,
visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: "¿A quién buscas?"
Ella respondió: "Si tú lo has tomado, dime donde está, y yo iré por
Él". Y en seguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con
el timbre habitual de su voz: "¡María!" Ella conoció el acento, y,
olvidando la crucifixión, muerte y sepultura, le dijo como otras veces:
¡Rabboni! (Maestro)". Se puso de rodillas, y extendió los brazos a los
pies de Jesús. Más el Salvador, deteniéndola, le dijo: "¡No me toques,
pues aún no he subido hacia mi Padre! Vete a decir a mis hermanos que subo
hacia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios y el suyo". Y desapareció.
Supe
por qué Jesús había dicho: "¡No me toques!"; pero no me acuerdo bien distintamente.
Yo pienso que hablo así a causa de la impetuosidad de Magdalena, demasiado
absorta en el pensamiento de que vivía de la misma vida que antes, y creía que
todo estaba como antes. En cuanto a las palabras de Jesús: "Todavía no he
subido hacia mi Padre", me fue explicado que no se había presentado aún a
su Padre después de su Resurrección, y que todavía no le había dado gracias por
su victoria sobre la muerte y por la obra cumplida de la Redención. Fue lo
mismo que decir que las primicias de la alegría pertenecían a Dios; que ella
debía primero volver en sí y dar gracias a Dios por el cumplimiento del
misterio de la Redención, pues había querido besar sus pies como antes; no se
acordó más que de su amado, y olvidaba con la violencia de su amor el milagro
que tenía ante sus ojos. Magdalena, después de la resurrección del Señor, se levantó
de prisa, y, como si hubiese visto un sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio
sentados a los dos ángeles, que le dijeron lo que habían dicho a las otras dos
mujeres sobre la resurrección de Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo
que había visto, busco a sus compañeras, y las encontró en el camino que
conduce al Gólgota. Ellas andaban errantes, llenas de temor, esperando la
vuelta de Magdalena, y con vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte.
Toda esta escena no duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la
mañana cuando el Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan
entraba, y después Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miro por la
puerta entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llego entonces, y bajo a la
gruta, adonde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo siguió; y a
esta vista creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que
estaba en las Escrituras, veíanlo claro: y hasta entonces no lo habían comprendido.
Pedro tomo los lienzos bajo su capa, y se volvieron corriendo.
Yo he
visto el sepulcro con ellos y con Magdalena, y siempre he visto los dos ángeles
sentados a la cabeza y a los pies, como en todo el tiempo que Jesús estuvo en
el sepulcro. Me parece que Pedro no los vio. Más tarde vi a Juan decir a los
discípulos de Emaús, que mirando desde arriba, había visto un ángel. Quizás el
espanto que le causo esta visión fue causa de que dejase a Pedro pasar
adelante, y quizás no habla de ello en el Evangelio por humildad, por no decir
que había visto más que Pedro.
Entonces
vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles. Estaban
aterrados: salieron pronto del huerto, y llegaron presto a la puerta de la
ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres, y les contó
que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus compañeras
le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles. Entonces Magdalena
corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto, pensando, sin duda,
encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les apareció, vestido de
blanco, y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se echaron a sus pies, mas
Él les dijo algunas palabras, y parecía indicarles algo con la mano, y desapareció.
Entonces corrieron al Cenáculo, y contaron a los discípulos que habían visto al
Señor. Estos no querían creer ni a ellas ni a Magdalena, y calificaron cuanto
les decían de sueños de mujeres, hasta la vuelta de Pedro y de Juan.
Al
volverse Juan y Pedro, encontraron a Santiago el Menor y a Tadeo, que los habían
seguido, y estaban muy conmovidos, pues el Señor se les había aparecido cerca
del Cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y de Juan, y me
parece que Pedro lo vio, pues me pareció haber sentido un terror súbito. No sé
si Juan lo conocería.
Relación de los guardias del sepulcro
Casio
fue a ver a Pilatos una hora después de la Resurrección. El gobernador romano
estaba aún acostado, y mando entrar a Casio. Le contó con grande emoción todo
lo que había visto: le habló de la conmoción de la peña, de la piedra alzada
por un ángel, y de los lienzos allí aislados en que Jesús fuera envuelto;
añadió que Jesús era ciertamente el Mesías, el Hijo de Dios, y que había
resucitado verdaderamente. Pilatos escuchó esta relación con terror secreto;
pero, sin demostrarlo, dijo a Casio: "Tú eres un supersticioso; has hecho
una necedad en ponerte cerca del sepulcro del Galileo; sus dioses se han
apoderado de ti, y te han hecho ver todas esas visiones fantásticas: te aconsejo
que no cuentes eso a los príncipes de los sacerdotes, porque podría costarte
caro". Hizo como si creyera que el cuerpo de Jesús había sido escondido
por los discípulos, y que los guardias contarían la cosa de otro modo, sea por
excusarse de su negligencia, o ya por haberse dejado engañar con hechizos.
Habiendo hablado así, Casio salió, y Pilatos fue a sacrificar a sus dioses.
Presto
vinieron cuatro soldados a hacer la misma relación a Pilatos; más no se explicó
con ellos, y los mando a Caifás. Vi parte de la guardia en un gran patio cerca
del templo, donde se habían juntado muchos judíos ancianos. Después de algunas
deliberaciones, tomaron a los soldados uno por uno, y a tuerza de dinero o de
amenazas, los forzaron a que dijeran que los discípulos se habían llevado el
cuerpo de Jesús mientras dormían. Los soldados respondieron que sus compañeros,
que habían ido a casa de Pilatos, podrían desmentirlos, y los fariseos les
prometieron que lo compondrían todo con el gobernador. Más cuando los cuatro
guardias llegaron, no quisieron negar lo que habían dicho en casa de Pilatos.
Se había extendido la voz de que José de Arimatea había salido milagrosamente
de la prisión: y como los fariseos daban a entender que esos soldados habían
sido sobornados para dejar llevar el cuerpo de Jesús, éstos respondieron que ni
ellos podían presentar su cuerpo, ni los guardias de la prisión podían presentar
a José de Arimatea. Perseveraron en lo que habían dicho, y hablaron tan
libremente del juicio inicuo de la antevíspera y del modo como se había
interrumpido la Pascua, que los pusieron en la cárcel. Los otros esparcieron la
voz de que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús, y este embuste
fue extendido por los fariseos, los saduceos y los herodianos, y divulgado por
todas las sinagogas, acompañándolo de injurias contra Jesús.
Sin
embargo, la intriga no tuvo efecto generalmente, pues después de la resurrección
de Jesús, muchos justos de la ley antigua se aparecieron a multitud de sus
descendientes que eran capaces de recibir la gracia, y los excitaron a que se
convirtiesen a Jesús. Muchos discípulos, dispersados por el país y
atemorizados, vieron también apariciones semejantes, que los consolaron y los
confirmaron en la fe.
La
aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros después de la muerte de
Jesús, no se parecía en nada a la resurrección del Señor. Jesús resucitó con su
cuerpo renovado y glorificado, que no estaba sujeto a la muerte, y con el cual
subió al Cielo en presencia de sus amigos. Mas esos cuerpos que habían salido
del sepulcro eran cadáveres sin movimiento, dados por vestido a las almas que
de ellos se cubrieran, para volverlos a dejar en la tierra hasta que resuciten,
como nosotros todos, el día del juicio. Estaban menos resucitados que Lázaro,
que vivió realmente y murió por segunda vez.
Visiones
y revelaciones de la Ven. Ana Catalina Emmerick Tomo XI – Ed. Surgite176-184.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista