viernes, 19 de abril de 2019

Pascuas de Fuego - Antonio Caponnetto


martes, 16 de abril de 2019





Pascuas de Fuego - Antonio Caponnetto









 
Ayer, Lunes de Pasión, aún de madrugada, me demoré en el Evangelio de San Lucas, XXIII, 31, cuando Jesús, casi al final del Vía Crucis, se encuentra con las mujeres que lloran.



Todo invita a la meditación en este breve pasaje, que no excede el renglón y medio.



El Señor, transido de dolores indecibles, formula la gran pregunta retórica de la Historia: si esto hacen con el leño verde, ¿qué será del seco? Cuya lectura –despojada de la belleza de la metáfora- significa tajantemente, que si tanto debe sufrir el Inocente por rescatar a los hombres de sus máculas, qué no merecerán los que, a sabiendas, desprecian o niegan la obra redentora.


En Juan XV, 6 se nos ofrece otra clave para aprovechar a Lucas: “Si alguno no permanece en Mí, es arrojado fuera como los sarmientos, y se seca; después los recogen y los echan al fuego, y se queman”.

Destino de brasa y de carbón ardiendo para los que se apartan de la Vid.

Y al fin, la Carta a los Hebreos, VI, 7, corona el mensaje, diferenciando la tierra que sabe aprovechar la lluvia fecunda, convocando a pastores y a labriegos leales, de aquella otra estéril y enzarzada, que sólo puede proveer tozas y cardos para una triste combustión.

Esto me sucedió en la madrugada de mi ciudad trinitaria del Lunes de Pasión del 2019.

Al rayar del mediodía llegaron las primeras noticias de la doliente hoguera de Notre Dame. Y me pareció que aquella lectura matutina venía en mi auxilio.

No sé, ni mucho me importa, qué dirán los especialistas, los investigadores y los detectives de cejijuntos semblantes. Sé, en primer lugar, que aquello no fue un incendio. Fue un ritual endemoniado. La dejaron arder durante largas horas, sin abreviar ni atemperar la agonía, para que nuestros corazones católicos se partieran de desconsuelos imborrables.

Festejaron los deicidas, con todo el sucio tropel de sus secuaces. Lleven mandiles, coranes, diosas razones, sinagogas o sanedrines. Lo mismo da. Son el leño seco que tortura al verde, los sarmientos que calcinan la Vid, el tronco yermo que descarga su rencor sobre el Brote Nuevo.

Y sé asimismo, que ese fuego es un castigo que tiene graves e imperdonables culpables en la mismísima intimidad de la Iglesia. Desde el impostor que repta los pisos vaticanos besando talones indignos y beatificando a tenebrosos terroristas, hasta la inmensa muchedumbre de clérigos felones, que han hecho de la contranatura un mester inicuo y de la burda herejía un oficio diario. Desde la jerarquía sin virilidad ni verdad ni decoro ni ciencia, ni Fe teologal, hasta la feligresía democratizada que puede apoyar a la vez a Barrabás o a Judas, según midan en las encuestas.

Al anochecer de ese Lunes de Pasión que estoy mentando –con el suplicio del fuego todavía en marcha- soñé que aparecía un Papa de verdad en los umbrales humeantes de Notre Dame. Y que solo, a paso lento pero firme, con clámide púrpura, tiara regia y anillo petrino, ingresaba decidido entre las llamas a rescatar las reliquias que allí habitan desde hace largos e inmensos siglos. Y que el Señor mismo, al verlo valeroso y fiel, le ponía en sus manos la Corona de Espinas, para que las tuviera en custodia. “Vuelvo pronto”, pareció escuchársele con nitidez al Señor, a pesar del crepitante ruido de las lenguas de fuego.

Tras el sueño, que fue sólo eso: el sueño de un viejo, amanecí hoy, Martes de Pasión, con estos pobres versos dictados por la memoria de la noche:

El leño verde

“Porque si esto hacen con el leño verde, ¿qué será del seco?
Ls. XXXII,31.

Camino al Calvario lo detuvo el llanto

 de ojos de mujeres buscando respuestas,

sedienta de sedes, ahogada en quebranto

su boca pregunta fundadas protestas.





Sabe que las ramas resecas se queman,

que al tuero marchito lo consume el fuego,

sarmientos sin vides entre llamas treman

como tiembla el pulso tras un largo ruego.





Y sabe que tierra de espinas y abrojos,

calcinan sus frutos, maldicen sus eras,

mientras Dios bendice lagares. Sus ojos

marcan los solsticios de las primaveras.





Por eso interroga mientras profetiza

a aquellas matronas de luto y de trigo,

si el Justo es tratado como una ceniza

no espere el culpable quedar sin castigo.





No lo espere nadie falsario o perjuro

ni ciudad, aldea, nación o comarca

que hayan desterrado del pilar o el muro

la Cruz que el espacio define y demarca.





La tierra que bebe la lluvia que cae,

es pródiga en surcos como madre fiel,

pero un vaticinio de ruinas recae:

quien niegue la Gracia beberá su hiel.





Es noche en la Iglesia, señorea el mundo,

vuélvenos el trono que a Pedro recuerde.

Danos parresía, Señor, y el rotundo

Amor sin medida por el Leño Verde.





Antonio Caponnetto