La miseria moral de nuestra democracia. Por Mario Caponnetto
Pasaron, por fin, las Paso, las tan
ansiadas y temidas elecciones “primarias”. Los resultados han suscitado,
y seguirán suscitando sin duda en los próximos días, los comentarios
más variopintos. Hay de todo: Cristina Kirchner que asegura que ganó y
le robaron los votos, Macri y sus acólitos que exultan de triunfo, Massa
que suma a todos los no Cambiemos y afirma sin hesitar que el
Gobierno fue seriamente derrotado, el módico Randazzo que anunció el
comienzo de la recuperación del peronismo… Sin contar los sesudos
análisis de politólogos, analistas, periodistas y encuestadores que
tuercen y retuercen a gusto los nudos y crudos datos de la aritmética
electoral hoy informatizada y digitalizada.
Tan disímiles interpretaciones han
rebasado el mero plano de la opinión y del análisis al transformarse en
una nueva disputa en la que el kirchnerismo, una vez más, exhibe su
vocación por la discordia y la demogresca (según feliz neologismo
acuñado por el periodista español Juan Manuel de Prada). La riña entre
la ex presidente y el gobierno de Cambiemos es por un puñado de
votos, en la Provincia de Buenos Aires, que según los augures
kirchneristas darían la victoria a su jefa y según los oficialistas no
revisten importancia alguna pues punto más o punto menos las elecciones
ya están definidas y el soberano esta vez parece haber dado su apoyo al
macrismo.
La pregunta que nos planteamos a estas
alturas es si por fuera de las disputas y más allá de los criterios
habituales a los que nos tienen acostumbrados los formadores de opinión y
los gurúes de la democracia es posible formular algún juicio diverso
más cercano a la razón y al buen sentido. Nuestra respuesta es que sí,
que cabría formular tal juicio si se aplicasen al presente caso no los
clichés al uso sino los principios rectores de la Ciencia Política. Por
eso, una vez más, ante la borrachera electoral nos hemos vuelto a las
venerables páginas de la Política de Aristóteles.
Es sabido que para el Filósofo la
Política es parte de la Ética o, más propiamente, la culminación de la
Ética. Ésta, por su parte, es una ciencia práctica cuyo fin es ordenar
los actos humanos a su fin propio que no es otro que el bien. A la
Política le corresponde ordenar a los hombres a la consecución del mayor
de los bienes de este mundo que es el bien común temporal entendido, no
sólo por Aristóteles sino por todo la filosofía clásica y cristiana, en
términos de vida virtuosa. Si el fin del hombre individualmente
considerado es alcanzar la mayor virtud, no distinto es el fin de la
vida política. El fin de la Polis, enseña Aristóteles, es el mismo que
el del individuo: alcanzar la vida virtuosa. El gran estadista
portugués, Oliveira Salazar recogía esta enseñanza perenne cuando
afirmaba que los portugueses debían procurar ser mejores antes que estar
mejor. El mismo Hegel, en esto asombrosamente aristotélico, sostenía el
carácter radicalmente ético del Estado.
Pero
las democracias al uso han dado por tierra con este criterio
eminentemente ético de la política. Ellas, hijas de la Revolución, han
eliminado por completo del horizonte político toda idea de virtud. A lo
sumo reclaman, en el mejor de los casos, una honestidad en el manejo de
los bienes públicos pero más por un sentido de corrección administrativa
que por un genuino sentido de virtud. Más aún, hasta la misma palabra
virtud ha sido desterrada del lenguaje político sustituyéndola por
“valores”, “transparencia” y otras vaguedades por el estilo. Lo único
que cuenta en estas democracias es el número. Pero, y volvemos a
Aristóteles, el número y el bien no comunican en nada.
Pues bien, si se analizan las recientes
elecciones a la luz de este sentido ético de la política no será difícil
concluir que la virtud no ha triunfado en ninguna parte y el vicio se
ha impuesto por doquier. Comencemos por Cristina Kirchner: una
delincuente que debiera estar hace tiempo en la cárcel, responsable del
mayor latrocinio que registra la larga y rica historia del latrocinio
nacional, que ha dejado tras doce años de desgobierno un cúmulo inédito
de ruinas, no sólo sigue impunemente libre sino que se da el lujo de
presentarse como candidata a una banca en el Senado y, si nada la
detiene, a partir de las próximas elecciones de octubre accederá a esa
banca. Primera o segunda, ¿qué importancia tiene? Voto más, voto menos,
la soberanía popular la ungirá con esa elevada magistratura. Ahora, ¿qué
decir de una sociedad que tolera semejante enormidad? ¿Qué pensar del
resto de la clase política y dirigente que guarda silencio cómplice ante
tamaño atentado a la moral pública? Una sociedad mínimamente sana no
toleraría esta situación de radical injusticia y reaccionaría con toda
su fuerza. El solo hecho de que Cristina sea candidata basta y sobra
para desnudar la miseria moral de esta democracia.
Pero
¿y los otros candidatos de la llamada oposición? No son mejores si se
tiene en cuenta que casi todos ellos son peronistas reciclados, esto es,
antiguos compañeros de ruta y colaboradores del kirchnerismo,
corresponsables con él del desastre nacional.
En cuanto al oficialismo, lejos de ser
una solución es parte del problema. Macri y sus acólitos carecen de toda
solvencia política y no van más allá de un craso sentido ingenieril de
la cosa pública. Por otra parte, y esto es lo más grave, sirven por
igual los dictados de la tiranía del Nuevo Orden: ideología de género,
promoción de la contranatura elevada a política de estado, derechos
humanos con su secuela de presos políticos, ecología, sometimiento a la
usura internacional, cultura de la muerte y un largo etcétera.
Lo que queda del resto de la pipirijaina
política (según el buen decir de Anzoátegui) son los grupúsculos de la
izquierda anacrónica y patética cuyo formidable poder de agitación
social no corre parejo con la magra cosecha de votos, las sectas
humanistas y ecologistas y, cerrando el cuadro, los representantes del
grotesco como “los candidatos del Papa” o viejos futbolistas que blanden
garrotes.
Por fuera del “sistema” se alinean
finalmente las organizaciones subversivas de piqueteros, los cuadros y
la tropa de la guerra social y los nuevos malones del indigenismo
mapuche.
En suma: la Patria agoniza mientras los políticos se disputan el pobre botín de unos pocos miles de papeletas.