La abolición del sentido común. Por Juan Manuel de Prada
Uno de los rasgos más estremecedores de
nuestra época es la abolición del sentido común. Aquella fábula del rey
desnudo, en la que un niño intrépido se atrevía a decir lo que todos
callaban, ha alcanzado hoy su paroxismo; sólo que el desenlace de esa
fábula sería hoy trágico, pues el rey de inmediato privaría de la patria
potestad a los padres de ese niño, que entregaría a una parejita
chunga, para que lo “reeducase”.
El desprestigio del sentido común no es
un fenómeno reciente. Todos los sistemas filosóficos prometeicos que han
querido negar la naturaleza de las cosas se han preocupado de
anatemizar el sentido común. Así, por ejemplo, Hegel (el Antiaristóteles
por excelencia) arremete en el prólogo de su Fenomenología del espíritu contra «el
sentido común y la inmediata revelación de la divinidad, que no se
preocupan de cultivarse con la filosofía» y que son «la grosería sin
forma ni gusto».
Resulta, en verdad, muy revelador que Hegel vitupere en
la misma frase la Revelación divina y el sentido común humano; prueba
inequívoca de que sabe misteriosamente –como sólo saben quienes creen y
tiemblan– que ambos se amamantan de la misma luz.
Y es que, en efecto, el sentido común no
es un amontonamiento informe de opiniones cazurras o tópicas sobre
esto, eso y aquello. El sentido común es el juicio sano que permite el
conocimiento de la verdad de las cosas; y es un sentido que tiene toda
persona, con independencia de que sea creyente o incrédula, si no ha
sido ofuscada por visiones culturales o ideológicas deformantes. Toda la
historia de la filosofía moderna ha sido un combate –a veces soterrado,
a veces furioso– contra el sentido común y contra los filósofos que lo
sostuvieron, empezando por Aristóteles. Y en nuestra época ese combate
se ha trasladado a la política, que nos impone construcciones abstractas
y utopías mórbidas con escaso o nulo anclaje en el orden real de las
cosas. Las ideologías modernas han logrado instaurar de este modo una
nueva barbarie (como siempre ocurre cuando se pierde contacto con la
realidad), sólo que esta vez se trata de una barbarie más incitante y
golosona, porque nos hace creer que somos soberanos.
No
pensemos bobaliconamente que esta abolición del sentido común propone a
cambio diversas “versiones relativistas” de la realidad. Por el
contrario, aunque ofrezcan aderezos variados, lo cierto es que las
ideologías en liza ofrecen las mismas definiciones dogmáticas que, por
supuesto, niegan el sentido común y postulan la subversión del orden
real de las cosas. Sus premisas no pueden ser discutidas; y quienes se
atreven a hacerlo son de inmediato señalados, desprestigiados,
estigmatizados, incluso civilmente eliminados. Y, entretanto, las
definiciones dogmáticas contrarias al orden real de las cosas son
proclamadas por “iluminados” de izquierdas y derechas con todos los
medios propagandísticos puestos a su servicio, hasta la abolición
completa del sentido común, hasta la conversión de los hombres en
bestias esclavizadas que, además, se creen grotescamente soberanas.
En estos momentos asistimos a la última
ofensiva contra el sentido común, con la imposición de leyes que atentan
contra la misma naturaleza humana, que la rectifican hasta convertirla
en una parodia (no en vano los clásicos llamaban al demonio “el simio de
Dios”) y que consagran la muerte civil de quienes osen rechistar. Sin
embargo, más acongojante aún que estas leyes que van a imponernos es el
remoloneo inane de la única institución que, por ser depositaria de la
Revelación divina, podría reavivar el sentido común entre los hombres
esclavizados. Ese remoloneo inane hiela la sangre en las venas.
Publicado en ABC el 14 de agosto de 2017.