CARDENAL GOMÁ: LA FAMILIA
LA ARMADURA DE DIOS
CARDENAL DON ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS
ARZOBISPO DE TOLEDO — PRIMADO DE ESPAÑA
LA FAMILIA
CAPÍTULO III
LA SOCIEDAD CONYUGAL
UNIDAD DEL MATRIMONIO
TERCERA ENTREGA
El espíritu
manifiestamente dice que en los postrimeros tiempos apostatarán algunos
de la fe, dando oídos a espíritus de error y a doctrinas de demonios.
I Tim., IV, 1
Libertad de
contraer y libertad de elegir: he aquí la ley que proclamamos en el
capítulo anterior, por lo que respecta a la causa eficiente del
matrimonio, que es el contrato.
Pero el
hombre y la mujer, que son libres de contraer matrimonio y de hacerlo
con quien la prudencia les dicte, no lo son, ni en un ápice, por lo que
atañe a los caracteres o propiedades del vínculo conyugal. Son
prisioneros de la naturaleza y del sacramento.
Quiere decir
esto que el matrimonio, o no se contrae o, de hacerlo, debe ser
sometiéndose absolutamente a las condiciones impuestas por el mismo
Dios.
La razón es
que la sociedad conyugal es de derecho natural, estando ya terminadas
por su Autor, Dios, las propiedades que de su esencia derivan.
La ley
evangélica, tan profundamente humana como excelsamente divina, no ha
hecho en este punto más que consagrar las exigencias de la naturaleza.
Ha hecho más todavía. La protervia de los hombres y la relajación de
costumbres, en los tiempos anteriores a Jesucristo, habían exigido
cierta tolerancia en lo tocante a las propiedades naturales del
matrimonio, Jesucristo, al levantar el contrato y vínculo matrimonial a
la dignidad de sacramento, lo purificó de las antiguas lacras y lo
restituyó a su pureza primitiva.
Ofreceré a grandes rasgos en este capítulo la doctrina católica sobre la unidad e indisolubilidad
del matrimonio, que son las propiedades fundamentales de la sociedad
conyugal, derivando de ellas las lecciones del bien vivir en el seno del
hogar.
Gracias a
Dios, no se ha roto aún en el pueblo español la cadena de la tradición
cristiana en lo tocante al matrimonio: ni en el orden doctrinal, salvo
contadísimas excepciones ni en el legal hemos de lamentar las
claudicaciones de otros países católicos.
Pero los
tiempos evolucionan rápidamente en el orden material como en el
intelectual y moral. Soplan recios los vientos de todas las revoluciones
contra lo santamente constituido por veinte siglos de cristianismo; y
el matrimonio, obra de Dios, santificado por Jesucristo, nervio de la
sociedad y sostén de las razas, se ve hoy socavado en sus mismos
cimientos por las doctrinas de disolución que, predicadas hace tres
siglos por Lutero para halagar a los grandes, han invadido
paulatinamente la mentalidad de todas las capas sociales.
Se ha
verificado en este punto la profecía del Apóstol cuando, escribiendo a
Timoteo sobre el matrimonio, le decía las palabras que encabezan este
capítulo: Él espíritu manifiestamente dice que en los postrimeros
tiempos apostatarán algunos de la fe, dando oídos a espíritus de error y
a doctrinas de demonios.
Doctrinas de
demonios son las que atentan contra las dos grandes prerrogativas del
matrimonio cristiano, que son la unidad y la indisolubilidad, y las que
ponen estas mismas prerrogativas en manos de los poderes civiles, que no
tienen poder alguno para legislar en lo que es constitucional en el
matrimonio, y sí sólo en los derivados del mismo, en el orden civil y
político, sobre los que Jesucristo no legisló.
Doctrinas de
demonios son las que han infiltrado el corrosivo del divorcio en las
mismas profundidades del vínculo conyugal y lo han elevado a la
categoría de ley en casi todas las naciones cristianas.
Doctrinas de
demonios son las que, sin elevar a la categoría de tesis sociales las
exigencias de la libertad humana y del progreso moderno y de las
conveniencias domésticas y de los problemas de la natalidad, en orden a
la disolución del matrimonio, se han aliado con las bajas pasiones
humanas, en la literatura, en el teatro y en el cine, para rebajar el
valor moral y social del matrimonio cristiano, y relegarle a la
categoría de práctica anticuada, que sólo servirá dentro de poco para
los timoratos y atrasados.
¡Ay, del día
que así fuese! Las obras de Dios son intangibles; los pueblos que no
las respetan reciben fatalmente el contragolpe de su audaz necedad.
Jesucristo ha dicho que antes pasarán los cielos y la tierra que sus
palabras, y que no puede tocarse una tilde de su ley. La historia nos
dice, y los mismos hechos contemporáneos lo demuestran con elocuencia,
la suerte de los hombres y pueblos que no han respetado la ley de
Jesucristo en este punto vital de la familia. Ella ha sido hasta hoy el
más firme baluarte de la religión en nuestra patria; defendámosla del
enemigo que la acecha para asestar un golpe de muerte en su entraña
viva, que es el matrimonio, tal como lo estableció Dios, en el Paraíso y
en el Evangelio.
Trataremos en este capítulo los siguientes extremos:
LA UNIDAD Y
LA INDISOLUBILIDAD SON PROPIEDADES FUNDAMENTALES DEL MATRIMONIO, DE LAS
QUE DERIVAN PARA LOS CASADOS IMPERIOSOS DEBERES.
EL DIVORCIO O SEPARACIÓN LEGAL ES UN ATENTADO SACRÍLEGO CONTRA AQUELLAS PROPIEDADES, Y UNA PRÁCTICA ANTINATURAL.
UNIDAD DEL MATRIMONIO
La teología, la moral y el derecho cristianos han condensado las propiedades del matrimonio en esta frase: Uno con una, y para siempre.
Uno con una: he aquí la unidad. Para siempre: es la indisolubilidad.
Pero antes
de la exposición de la doctrina católica, conviene responder a un reparo
que podría turbar a los espíritus rectos y en el que se han amparado
algunos fautores del divorcio.
Si la unidad
y la indisolubilidad son de derecho natural y arrancan de la misma
esencia del matrimonio, ¿por qué los santos Patriarcas del Antiguo
Testamento tuvieron simultáneamente varias esposas, Abraham a Agar y
Sara, Jacob a Raquel y Lía, etc.? ¿Por qué concedió Moisés a los
israelitas la facultad del repudio, equivalente al divorcio legal de los
códigos modernos?
Respondamos, primero, sentado un principio que regula las cosas que son de derecho natural en orden a su derogación o dispensa.
Hay
preceptos de ley natural en los que no cabe absolutamente derogación
alguna: son aquellos cuya dispensa importaría un acto directo contra el
último fin, que es la posesión de Dios; así, jamás podrá ser autorizada
la idolatría o la blasfemia.
Otros
preceptos hay cuya transgresión no se opone directamente al fin último
del hombre, sino de modo indirecto, en cuanto su incumplimiento
destruiría el orden natural establecido por Dios para la conservación de
la sociedad humana; y en ellos puede Dios dispensar en casos
singulares, como consiente por milagro que se alteren en un caso
particular las leyes de la naturaleza.
Así facultó
Dios a los hebreos que quitaran a los egipcios lo que era de su
propiedad, y mandó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac, sin que
hubiese imputabilidad moral por robo en el primer caso ni por homicidio
en el segundo, aunque se hubiese realizado la occisión de Isaac.
Y aun hay
una tercera clase de preceptos de orden natural que consienten, no una
derogación singular y personal, sino general, y como constitutiva de un
privilegio, en pro de la misma sociedad, por razones que sólo Dios puede
autorizar: y son aquellos que se refieren no a un mal que deba evitarse
en la convivencia humana, sino a un bien que difícilmente se logrará si
el precepto no se cumple.
Tales son
los preceptos naturales de la unidad y de la indisolubilidad del
matrimonio, sin los cuales difícilmente se puede lograr el fin principal
del mismo, que es el bien de la prole en orden a su formación para el
logro del último fin.
Y este principio nos da la razón histórica de la poligamia de los patriarcas y del repudio de los judíos.
Dios había escogido a Abraham para constituirlo tronco de una generación numerosa: In gentem magnam.
Era la generación de los hijos del pueblo de Dios, que debía
expansionarse, no sólo para ser un pueblo fuerte, sino para preparar tos
caminos del Mesías futuro entre los pueblos de la gentilidad: sin la
poligamia de los antiguos troncos de familia no se hubiese llegado a
ello sino después de muchos siglos.
No se
desatendía por ello la educación de los hijos, que lo serían en la ley
del Señor, y se lograba un bien general en el orden de la Providencia,
que era la difusión de las promesas de redención del mundo entre la
gentilidad.
Cuanto al
libelo de repudio autorizado por Moisés, fue una concesión hecha a la
debilidad humana de unos hombres que, en contacto con países en que era
legal la más desenfrenada poligamia, difícilmente y no sin grave daño
del mismo pueblo de Dios, hubiesen soportado la ley de la unidad del
matrimonio sin una condescendencia que atenuara su rigor.
Con la
promulgación de la ley evangélica acabó todo privilegio, de orden
personal y general, en lo que atañe a la unidad e indisolubilidad del
matrimonio.
En cuanto a la unidad, de una manera absoluta; en cuanto a la indisolubilidad, con rarísimas excepciones que luego se apuntarán.
Ni los
mismos infieles tienen ya derecho a la poligamia: la ley dada por
Jesucristo es universal, y ha hecho revivir, en todo su rigor, la ley
natural que obliga a todos los hombres.
Más ha hecho
aún Jesucristo con respecto a la unidad del vínculo conyugal, porque al
elevarlo a la dignidad de Sacramento, representativo de la unión del
mismo Jesucristo con la Iglesia, lo ha hecho uno, con la unidad
singularísima de esta mística y santísima unión.
Y esta es
una nueva unidad, que podríamos llamar unidad cristiana, que se añade a
la simple unidad de derecho natural, y que no sufrirá derogación ni
privilegio.
Por lo
demás, son copiosas las razones de la unidad que refuerzan o explican
esta ley que arranca de la naturaleza y sobrenaturaleza de la sociedad
conyugal.
Uno con una.
Tales hizo Dios con Adán y Eva. Y como para significar más
profundamente esta unidad, no formó Dios a Eva del barro de la tierra,
inspirando en su rostro nuevo aliento de vida; sino que tomó una porción
del cuerpo vivo del primer marido y plasmó con ella la primera esposa;
como si fuese una prolongación del ser y de la vida de Adán.
Por esto
cuando un día, aprovechando los fariseos la lucha doctrinal que sobre el
divorcio se había entablado entre las dos escuelas teológicas del
tiempo de Jesús, se acercaron al divino Maestro para obligarle a que se
inclinara por uno de los dos bandos, enajenándose con ello la simpatía
del contrario, le preguntaron: ¿Es lícito al hombre dejar a su mujer por algún motivo? Y Jesús respondió, no según su criterio personal, sino apelando a la ley divina: ¿No
habéis leído que quien hizo al hombre en el principio, varón y hembra
los creó y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se juntará a
su mujer, y serán dos en una carne? Por lo mismo, ya no son dos, sino
una carne. No separe, pues, el hombre lo que Dios unió.
Y luego, promulgando definitivamente la ley evangélica de la unidad e indisolubilidad del matrimonio cristiano, añade: Yo
os digo que todo aquel que repudiare a su mujer, si no es por
fornicación y tomare otra, es adúltero; y el que tomare la dejada por
otro, es adúltero. No fuera adúltero aquel a quien la ley consintiera tener más de una mujer.
Tan
profundamente había grabado Dios en el corazón del hombre el sentimiento
de la unidad matrimonial, que hasta los mismos pueblos paganos la
consideraron como práctica de perfección moral y social.
Así, Tácito
dice de los Germanos: “Sus vírgenes se casan con un solo hombre, para
hacer con él un solo cuerpo y una sola vida.” En las Leyes de Manu,
en la India, se lee: “El hombre y la mujer no hacen sino una sola
persona… La esposa es la compañera del hombre, en vida y muerte.” El
mismo pueblo romano proclamaba en su Digesto que el matrimonio debía ser “la unión de dos vidas que no son más que una”.
Tal fue
siempre el sentir de la tradición cristiana: “La monogamia, dice Teófilo
de Antioquía, ha entrado en las costumbres cristianas”. “¡Acabóse la
poligamia, exclama triunfante Clemente de Alejandría, Jesucristo la ha
abolido!”. “Nosotros, dice Minucio Félix, no conocemos más que una forma
de lazo conyugal: una sola mujer, o ninguna”.
Fue preciso
llegar a los tiempos de Lutero, del adulador de los poderosos, del
relajado sacrílego que hizo su manceba de una virgen del Señor, para que
en famosa consulta se declarara podía concederse a Felipe, Landgrave de
Hesse, el poder pasar a segundas nupcias viviendo su legítima primera
esposa.
No: uno con una.
Es dogma de fe, definido por el Concilio de Trento contra Lutero. Pero
este dogma, al concretar este punto de la doctrina católica, no hace más
que añadir nueva fuerza a las razones de orden natural en pro de la
unidad del vínculo conyugal.
Porque, si
el matrimonio es contrato de entrega total y vínculo de amor, ¿cómo
puede un hombre partir su corazón entre muchas mujeres, o una mujer, en
la hipótesis de la repugnante poliandria, entre muchos hombres?
Si el fin
del matrimonio es la educación de la prole, ¿cómo se evitará la
preferencia de una porción de hijos, los de la mujer preferida, y la
consiguiente preterición de los demás?
La sociedad
conyugal es para la pacífica convivencia y el auxilio mutuo de los
esposos: ¿es posible vivir en paz entre las querellas inevitables que
suscitarán los celos?
¿Quién canalizará el instinto sexual, de sí explosivo y desordenado, e impedirá la decadencia de la familia y de la raza?
¿Qué será de
la delicadeza, de la abnegación, de esa natural elevación que en los
esposos y en los hijos produce el amor concentrado y único, el más
poderoso elemento educador de familias y pueblos?
Insistimos
en este punto cardinal de la unidad del matrimonio, porque de ella
deriva toda su dignidad y grandeza; la misma indisolubilidad es, en el
hecho de la vida, secuela de la unidad. Porque se claudica en el
concepto de la unidad, se ha hecho posible el criterio de la relajación
del vínculo conyugal y su traducción en ley en los códigos modernos.
Con ella
están íntimamente trabados los problemas de la natalidad y del divorcio,
de orden moral-social; y de su incomprensión y menosprecio ha venido
esta bochornosa promiscuación entre casados, que empieza por ser público
escándalo, sobre todo en las ciudades y que suele ser el paso a nivel
para dar estado colectivo a la idea del divorcio y motivo para
legitimarle.
¿Deberes que
para los esposos derivan de la unidad conyugal? El matrimonio se
origina de un contrato voluntario, en virtud del cual los esposos
cédense mutuamente ciertos derechos, los derechos que yo llamaría
conyugales, en forma total y absoluta. Luego toda la vida de los
cónyuges, desde las alturas del pensamiento hasta la más insignificante
acción corporal, viene condicionada por este contrato, en tal forma; que
todo lo que rebase el coto de esta unidad, en orden a aquellos
derechos, es un atentado contra los pactos hechos al contraer
matrimonio. Y al que falta al sagrado de los pactos, en todas las
lenguas se le llama con el mismo nombre: es un infiel.
El
matrimonio, dicen los juristas, es una sociedad de amistad. El esposo y
la esposa se conocieron un día; comprendieron que había entre ellos
natural simpatía y afinidad de caracteres; vieron que podían concurrir a
unos mismos y sagrados fines; se compenetraron, se amaron. Hasta aquí
no pasaron de amigos. Pero quisieron sellar a perpetuidad esta amistad, y
pactaron; pactaron entregarse uno a otro, sin reservarse nada de cuanto
pudiese contribuir al fin común que pretendían; este pacto engendró un
vínculo, el matrimonio; y este vínculo no hizo más que reforzar,
consagrar la amistad de los contrayentes con la solemnidad de un
juramento hecho ante Dios, con el sello de la misma sangre de Cristo,
que ha querido que tales pactos fuesen en la Iglesia un Sacramento. La
amistad, sin dejar de serlo, ha pasado a la categoría de unión conyugal,
y ha sido consagrada con la virtud divina de un Sacramento de la
Iglesia.
¿Con qué
derecho, pues, marido, con qué derecho, mujer, piensas lo que no puedes
pensar y miras lo que no puedes mirar, y deseas lo que no puedes tener
ni desear? Ningún derecho te asiste, porque el derecho, el natural y el
cristiano, te han encerrado, porque tú voluntariamente has contraído y
al contraer has perdido tu libertad en este punto, dentro los estrechos
límites del pacto; y al pacto no entrasteis más que dos: uno con una.
¡Ah!, yo
creo que hay muchos espíritus rectos que serían incapaces de claudicar
en este punto, no ya por virtud cristiana, sino por honradez natural,
por hombría de bien, si recordaran la santidad del juramento prestado y
la sangre del Redentor que lo selló. ¡Cómo!, dirían: yo, que considero
un crimen disponer en provecho mío de los bienes ajenos; yo que me
juzgaría un miserable si evadiera la responsabilidad de una sociedad
industrial o mercantil en la que voluntariamente entré; ¿yo he de
disponer de lo que no es mío, porque se lo di en plena posesión a mi
consorte? ¿Yo he de aceptar lo que no es mío, porque yo no tengo
potestad más que sobre mi consorte; y que tal vez sea de otro, por lo
que he de faltar doblemente a la justicia? ¿Cómo ante esta posible
bancarrota de mi conciencia no ha de protestar mi razón y mi voluntad, y
no se han de imponer a la pasión insana que quiere alterar la profunda
armonía de unos derechos que no se pueden enajenar?
Y no se
trata ya de las grandes caídas, que puedan ocasionar la ruina
irreparable de un hogar, o una ruidosa querella ante los tribunales, o
el público escándalo, no: los deberes que brotan de la unidad
matrimonial van más allá, en lo que atañe al fuero de la conciencia; van
hasta a reprobar las desviaciones del espíritu, en lo que atañe a la
unión conyugal, aunque quizás no se traduzcan a la luz de la vida
doméstica o social.
Jesucristo tiene una sentencia gravísima, que revela todo el alcance de los divinos preceptos en este punto: Oísteis — les dice a los fariseos que le tentaban— que
fue dicho a los antiguos: No adulterarás. Pues yo os digo que todo
aquel que pusiere los ojos en una mujer para codiciarla, ya cometió
adulterio en su corazón con ella.
Tal es la valla que puso Jesús alrededor del matrimonio cristiano para proteger la santidad de su unidad.
Después de
este precepto evangélico, decidme qué hay que sentir de este
desbordamiento pasional que, sin llegar a manifestaciones penables por
la ley civil o eclesiástica —que también la ley civil ha debido aliarse
con los cánones de la Iglesia para sostener la dignidad social del
matrimonio cristiano— supone la concurrencia a ciertos espectáculos, la
lectura de ciertos libros, las licencias de ciertas relaciones sociales,
contra las que ya no tiene fuerza para levantarse el sentimiento de la
dignidad conyugal en nuestros días, tan relajada.
Porque es
preciso denunciar las afrentas gravísimas que a la unidad conyugal han
inferido la licencia de nuestros días y la inconsciencia fatal con que
los hombres de hoy han dejado relajarse la rigidez del concepto
tradicional del matrimonio.
Considérase
la poligamia como un signo de decadencia de los pueblos; y, no obstante,
de hecho se practica entre nosotros, en forma más o menos clandestina,
según consienta el ambiente social en que se vive. Hombres sin
escrúpulo, quizás mujeres sin honor, que son capaces de abominar de una
civilización decadente, en la que se conservan las vergüenzas del harem,
y que hacen lo que es mil veces peor: despreciar la ley cristiana y la
sangre de Cristo que selló su unión con un cónyuge único, contra quien
se peca de infidelidad y de injusticia al promiscuar en ilícitos amores
con un tercero.
El mal se
extiende en la misma medida con que deja de execrarlo la pública
opinión, con la fuerza de expansión que le dan todos los elementos
modernos de corrupción aliados con los instintos groseros.
¡Daño
tremendo en que de aquí proviene a la sociedad cristiana! Hogares fríos,
a los que se ha robado un amor que se prodiga en ilícitos contubernios;
luchas enconadas entre quienes debieron ser una sola carne y un solo
espíritu, que es cosa sangrienta haber recibido un corazón con
juramentos de amor eterno y verlo luego entregado a una rival; familias
deshechas; hijos escandalizados; disipación de los bienes de fortuna, de
carácter, de salud; esa inquietud del vivir que produce siempre una
conciencia miedosa del crimen, o a lo menos de la pérdida del respecto
social, y que convierte la casa, de un cielo de paz y de ventura que
debiera ser, en antro donde anidan toda suerte de recelos y sospechas.
Veamos ahora el reverso de este cuadro.
Hemos dicho
que todo lo que exorbite del círculo de hierro de la unidad conyugal, en
orden a los fines del matrimonio, tiende, con mayor o menor eficacia, a
la disociación, no del sagrado vínculo, que es irrompible, como
veremos, sino de los espíritus de los cónyuges.
Ahora añado
que hay un exceso opuesto, que puede poner en peligro la unidad a
pretexto de fomentarla y defenderla. Hablo de la zelotipia, de esta
fuerza centrípeta que empuja al amante hacia su amado, no con la
discreción y con la santa libertad y magnanimidad del amor legítimo,
sino con las suspicacias y las cicaterías y las insufribles
impertinencias de este sentimiento que parece amor y que no es más que celos.
¡Oh, los
celos, los terribles celos! Ellos fueron los que en la legislación
mosaica introdujeron, porque Dios debió condescender con la protervia de
aquel pueblo, el rito terrible de las aguas amargas, a que debía
sujetarse la mujer acusada ante el sacerdote por los celos del marido
(Núm., V, 14 ss.).
Ellos los que dictaron aquella sentencia del hijo de Sirach: De tres cosas está mi corazón miedoso, y ante la cuarta mi rostro palideció de espanto
(Eccli, XXVI, 5) las tres cosas son: el odio de una ciudad contra un
ciudadano, la revolución y la calumnia; la cuarta es una mujer celosa: Pena de corazón y lágrimas causa la mujer celosa
(Eccli, XXVI, 8). La historia, como la ficción dramática, reflejo en
este punto de la historia, están llenas de las ruinas acumuladas en el
hogar conyugal por los celos.
Ellos son los que abren desmesuradamente el oído de los cónyuges para oír lo que no debieran: El oído celoso lo oye todo
(Sap., I, 10). Ellos los que dan malicia a los ojos y estimulan la
imaginación y engendran, como en nido de víboras, en el pecho del
infortunado que es víctima de ellos, el humor venenoso que saldrá al
exterior en forma de una palabra agria, de un gesto de ira, de una
actitud de sospecha, quizás en los momentos de mayor efusión del otro
cónyuge. Ellos los que cierran a cal y canto la casa y ahuyentan de ella
a parientes y amigos, porque los celos no son más que una forma
refinadísima del egoísmo.
El resultado
siempre es fatal para la paz y la unidad de los cónyuges. El amor se
hace huraño; el cónyuge inocente evita el contacto del celoso; se
aflojan los lazos de convivencia; y quizás, porque es grande la miseria
humana y son terribles las exigencias del corazón, quizás se forme fuera
del hogar un centro de atracción que arruine definitivamente la
concordia conyugal.
Uno con una.
Como Cristo es todo de la Iglesia y la Iglesia es toda de Cristo, así
debe ser en esta sociedad de amistad que llamamos la unión conyugal.
En el
engranaje de estas dos ruedas maestras de la familia, que son el esposo y
la esposa, no cabe, no digo un cuerpo extraño, sino ni un grano de
arena que pueda entorpecer la marcha armónica de dos seres que no deben
ser más que uno: Porque ya no son dos, sino una carne.
Uno con una;
pero, no ya moviéndose dentro el mezquino círculo de las menudencias
dictadas por un amor egoísta; sino con la santa libertad de la caridad,
que todo lo disimula, que todo lo sufre, que es el mejor aglutinante de
los espíritus y el óleo divino que suaviza las asperezas de la vida. Que
todas las cosas las hagáis en caridad, decía el Apóstol (I Cor., XVI,
14).
Este debe ser el ideal del matrimonio, para que no sufra la unidad.