Macri y la "Guerra
Sucia": palabras incómodas para tiempos insinceros
Por
Fernando Morales
18 de
agosto de 2016
Creo no
equivocarme, querido amigo lector, si sostengo con vehemencia que el presidente
Mauricio Macri no ha de quedar en la historia ni por sus dotes como bailarín ni
por su capacidad oratoria. Lo primero no hace mella en el éxito o el fracaso de
su gestión, pero lo segundo a veces le puede complicar un poco la vida.
Las
frases vertidas por el mandatario en su reciente entrevista a BuzzFeed
en relación con la "guerra sucia" y la cantidad de desaparecidos
irritó a los sectores más opositores a su gestión y puso a los más afines a
Cambiemos a tratar de explicar lo que en realidad quiso decir.
Aquel día
en que, con tres o cuatro años, mi vieja me alzó en un brazo y con mi hermana
en su otra mano apresuró la huida de nuestra casa porque los azules iban a
bombardear el tanque que la empresa Gas del Estado tenía a pocas cuadras de mi
casa y que había sido copado por los colorados, no me lo voy a olvidar jamás.
La cosa no pasó a mayores, pero fue el primer enfrentamiento entre dos
facciones de argentinos que viví en mi vida y del que no me he olvidar. Ambos
bandos pertenecientes al Ejército Argentino firmaron luego la paz, pero eso no
fue una guerra, según lo explicaron cuando se amigaron.
Antes de
que me pudiera dar cuenta, llegó la preadolescencia, la adolescencia, los años
de secundario y los de desarrollo de la vida social con amigos y compañeros, ya
fuera de la mano de padres o madres. Eran los setenta, eran esos años.
Eran los
años de Héctor Cámpora en persona, de Raúl Alberto Lastiri y José López Rega,
de Domingo Perón y de Isabel. También de José Ignacio Rucci cosido a balazos,
del teniente coronel Larrabure muerto en condiciones infrahumanas, del capitán
Humberto Viola salvajemente asesinado; de Jorge Rafael Videla y
Emilio Eduardo Massera, que venían de ser un general y un almirante de la
"democracia" peronista. De los vuelos de la muerte y también de
los cabos y los agentes de la federal usados como blanco de tiro de los jóvenes
que se pasaban de "idealistas".
Eran los
años de mujeres que daban a luz en prisión y les robaban a sus hijos, y de
hijas como las del almirante Armando Lambruschini, que murieron sin que nadie
supiera por qué; de la misma forma en que morían ejecutivos de empresas que no
portaban armas e incluso ni eran argentinos.
Tiempos
en los que un Falcon verde con cuatro señores vestidos de civil podía indicar
la presencia de "los milicos", pero también tiempos en los que
cualquier otra marca de vehículo con dos personas o más a bordo podría
significar la entrada en acción de un "comando del ejército revolucionario
del pueblo".
Años
locos de los generales Ramón Camps y Luciano Menéndez, pero también de la
comandante Teresa y del oficial montonero Firmenich. Vuelos de la muerte
repudiables, pero partes de guerra como el que le muestro en esta columna para
que no lo olvidemos.
Cuarenta
años después, los argentinos seguimos enfrascados discutiendo más la semántica
de lo ocurrido que las razones por las que nos pasó lo que nos pasó. Podemos pararnos frente a
cualquier auditorio y negar hasta la existencia de Dios. Podemos optar por
cambiarnos desde el color de ojos, de pelo y hasta el sexo y en general será
tolerado por la sociedad, en virtud de la sacrosanta libertad de opinión, de
expresión, de género y algunas otras muy bien ganadas gestas libertarias. Pero
tenemos un severo problema (sobre todo, los que vivimos aquellos años) a la
hora de querer hablar el tema con una mínima racionalidad.
Es la
lengua española una de las más ricas en expresiones idiomáticas; siempre hay un
sinónimo a mano para evitar redundar en el uso de las palabras cuando
redactamos, por ejemplo, una columna como esta. Pero en este particular tema la
cosa se complica. Hablar de guerra sucia está comprobado que no se puede.
¿Podemos probar con conflicto armado? ¿Guerra revolucionaria? ¿Guerrilla y
exceso en la represión? ¿Enfrentamiento entre las fuerzas del orden y los
grupos insurgentes? ¡No, no y no!
¿Si
quisiéramos saber en forma más o menos exacta cuántos muertos causó esto que no
sabemos cómo nombrar pero que hacía que unos señores vestidos de verde a veces
se enfrentaran a tiros con otros señores que también usaban muchas veces
uniforme de combate y se ponían grados y sacaban partes de guerra y
"ajusticiaban" ciudadanos luego de "juicios
revolucionarios", podríamos preguntar? ¡No, no y no!
Está
decretado: Son 30 mil y —parafraseando a Máximo— sanseacabó. Y no es que se pretenda buscar,
en la reducción de la cifra, si es que esta fuere menor, una dispensa o una
reducción a la gravedad del hecho, pero si seguimos reclamando el esclarecimiento
de un número indeterminado de crímenes, sepamos de antemano que jamás lo
lograremos si no sabemos cuántos son.
El
principal asesino serial de Argentina (Robledo Puch) es tal vez el único
detenido que realmente cumplirá prisión hasta el último día de su vida. Hechos
aberrantes fueron los que cometió, entre ellos, once homicidios. No
cuatro, pero tampoco sesenta. Ricardo Barreda mató a su familia, no sólo a su
esposa, pero tampoco a todo el barrio. Otros mataron a sus padres, todo aberrante
y deleznable, pero acotado a lo estrictamente imputable a cada uno en cada
caso.
Indignada
se muestra buena parte de la sociedad por haber osado el Presidente ponerle un
nombre a lo que nadie quiere nombrar y por decir que no conoce una cifra que
nadie parece conocer, pero
que estamos obligados, por usos y costumbres, a mantener como inamovible.
¿Podríamos
sostener que por acción de los jóvenes y no tan jóvenes que tomaron la
metralla, pusieron bombas y varios otros actos de justicia popular, murieron 35
mil personas? Seguramente, no. ¿Cuántos serán? ¿Le importa a alguien cuántos
murieron de ese "otro lado" para el cual el idioma castellano no
tiene definición? ¿Qué pañuelo ponemos sobre la cabeza de la madre del capitán
Viola? ¿Qué leyenda sobre la frente del hijo del coronel Larrabure? ¿Qué venda
sobre los ojos de la familia Lambruschini o sobre Claudia Rucci?
Tan
dignos aquellos de compasión como lo son las señoras Donda, Hebe Pastor y
Estela Carlotto. ¿Quién marcha por ellos? ¿Qué organismo oficial se ocupa de su
padecer? ¿Quién les explica por qué, si no hubo algo que habrá que definir de
alguna forma, murieron como murieron?
Tiempos
complicados los de aquella adolescencia, tiempos raros en los que, a pesar de
todo, nuestros viejos salían a sentarse en la vereda mientras andábamos en
bici, tal vez porque la violencia era política y no social (no tengo la
respuesta). Pero, sin lugar a dudas, tiempos a los que jamás deberemos
regresar a fuerza de sincerarnos con nosotros mismos y con las nuevas
generaciones, a las que necesariamente habrá que contarles todo lo que
pasó, por mucho que le moleste a un grupo de señoras que no quiere recordar y a
un grupo de jóvenes que no quiere aprender.
El autor
es Capitán de Fragata (RN), maquinista naval superior (veterano de guerra de
Malvinas), licenciado en Administración Naviera.