sábado, 5 de mayo de 2018

Mayo del 68: una nueva izquierda burguesa. Por Agustín Laje




Mayo del 68: una nueva izquierda burguesa. Por Agustín Laje

En los 60, el malestar era moneda corriente en las izquierdas que procuraban desplegar una política radical en aquellos lugares del mundo que ya habían ingresado en la llamada “fase avanzada del capitalismo”. Y había, al menos, tres motivos para ello.


Primero, la clase obrera había sido integrada al sistema de mercado tras el sustancial aumento de riqueza que trajo la denominada “época de oro del capitalismo”. Segundo, en el proceso de trabajo, la energía mental pasó a ocupar un lugar cada vez más destacado en detrimento de la energía física, lo que afectó a la clase obrera en términos de cantidad, cohesión e identidad. Tercero, la propiedad se separó de la administración, lo que hizo que la estratificación social, lejos de simplificarse, se volviera más compleja.

De tal suerte, las esperanzas del advenimiento socialista se derrumbaban allí donde, conforme al marxismo clásico, debería llegar más rápido: en el mundo capitalista avanzado. Lo que se veía era exactamente lo contrario: socialismo en sociedades que ni siquiera se habían industrializado, como la cubana.

Pero la crisis de la izquierda pasaba, además, por otro lado. Stalin había muerto hacía no mucho, Khrushchev lo había condenado públicamente en 1956, y sus monstruosos crímenes ya eran tan patentes para todos que mirar para el costado no siempre era posible. La Unión Soviética, después de unas cuantas décadas de socialismo real, no se parecía al “reino de la libertad” que preanunciaba Marx; en rigor de verdad, parecía todo lo contrario.

Mayo del 68 no fue, en efecto, una simple reacción juvenil contra la “sociedad establecida” que la “expulsaba del sistema”, tal como se presenta a menudo. Fue, ante todo, la respuesta que la izquierda occidental se dio a sí misma con el objeto de reacomodarse en la historia, renovar discursos, luchas y estrategias allí donde ningún Che Guevara tendría jamás oportunidad alguna para hacer la revolución socialista: el Primer Mundo.

Si bien las rebeliones juveniles iniciaron en universidades norteamericanas, el epicentro pasó rápidamente a Francia. Los protagonistas del 68 no fueron las clases subalternas, sino estudiantes provenientes de la burguesía que, liderados políticamente por Daniel Cohn-Bendit e inspirados intelectualmente por Herbert Marcuse, se lanzaron a la aventura de “negar la totalidad”.

Si la izquierda tradicionalmente había puesto el foco en modificar la estructura económica de la sociedad, de lo que se trataba ahora para la nueva izquierda era de subvertir la superestructura cultural. El propio Cohn-Bendit, en diálogo con Jean-Paul Sartre, lo dejó bien claro: “Lo importante no es elaborar una reforma de la sociedad capitalista sino lanzar una experiencia de ruptura completa con esta sociedad; una experiencia que no dure pero que deje entrever una posibilidad: se percibe algo, fugitivamente, que luego se extingue”.

Efectivamente, la experiencia no duró mucho. Apenas algunas semanas. Pero el sistema cultural quedó marcado a fuego. Los estudiantes no buscaban ninguna reforma institucional, política o económica concreta: la crisis universitaria fue utilizada como la chispa necesaria para iniciar el fuego que debía convertir en cenizas a la sociedad. Las consignas que se pintaban en las paredes denotaban esta falta total de proyecto político: “¡El fuego realiza!”, “Olvídense de todo lo que han aprendido, comiencen a soñar”, “Decreto el estado de felicidad permanente”, “¡Roben!”, “¡La pasión de la destrucción es una alegría creadora!”, “Mis deseos son la realidad”, “La imaginación al poder”, “Acumulen rabia”, “Lo sagrado: ahí está el enemigo”, “No vamos a reivindicar nada, no vamos a pedir nada. Tomaremos, ocuparemos”, “Tomen sus deseos por realidades”, “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.

En el fondo resonaban Marcuse y el papel que este había asignado a la “fantasía” y la “imaginación” (en su Eros y civilización y, posteriormente, en Un ensayo sobre la liberación)como fuerzas subversivas de la negación. La nueva izquierda abandonaba así cualquier intento por presentar un proyecto positivo de sociedad; su proyecto es, sencillamente, la destrucción de la actual. El papel de la ciencia, que la vieja izquierda reclamaba para sí invocando el materialismo dialéctico, es apartado por completo; el arte y no la ciencia, la imaginación y no el pensamiento clarificado, son los encargados de conducir la destrucción. Ante la pregunta sobre la posibilidad de institucionalizar su movimiento, Cohn-Bendit respondía por entonces: “Es preciso evitar la creación inmediata de una organización o definir un programa que serían inevitablemente paralizantes. La única oportunidad del movimiento es justamente ese desorden”.

La experiencia del 68 no tiene nada que ver con una lucha de clases. Los motivos no son económicos sino culturales. El sujeto político no es el obrero: es el estudiante. La revuelta no se ajusta a ninguna contradicción entre clases; el análisis marxista clásico, por lo tanto, tacha de “aventurerismo” lo que está ocurriendo. Por esa razón el Partido Comunista Francés repudia en primera instancia a los estudiantes. Por esa razón, asimismo, los obreros se mantienen al margen durante varios días, mirando con indiferencia, a pesar de ser insistentemente convocados. Pero cuando la situación se hace insostenible, la clase obrera y la vieja izquierda se suben a un carro que ya estaba andando, aunque no con el fin de “negar a la sociedad”: el objetivo es apenas sacar réditos corporativos de una agitación de magnitudes alevosas que ya estaba en marcha.

Los estudiantes escriben en las paredes: “Una sociedad que ha abolido toda aventura hace de la abolición de esta sociedad la única aventura posible”, pero a los obreros no les interesa la aventura, solo quieren aprovechar la tormenta política para exigir salario mínimo. Los estudiantes escriben en las paredes: “Todo es nada” como forma de despreciar la abundancia, pero los obreros quieren más que nada, los bienes materiales los gratifican, y por ello aprovechan la situación para lograr beneficios corporativos que les provean de mayor abundancia. Los estudiantes escriben en las paredes: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre se compensa por la garantía de morir de aburrimiento”, pero ningún obrero se moviliza por el aburrimiento, sino por motivos económicos bien tangibles. Los estudiantes escriben en las paredes: “Hay que cambiar la vida”, pero los obreros solo quieren cambiar de automóvil. Ellos no desean pedir lo imposible, sino lo posible; desean lo concreto, no lo fantasioso. Y es por ello que, ni bien se da la oportunidad, firman acuerdos con el Gobierno de De Gaulle y se desmovilizan.

Se suele decir que el Mayo Francés fracasa porque no logra cambiar el sistema económico y político. Esta opinión se deriva de un mal análisis del fenómeno. Nadie puede fracasar en cosa que jamás se ha propuesto. Los objetivos fueron bien distintos. La cultura es el “pegamento”, al decir de Louis Althusser, que mantiene unido al edificio que los marxistas llaman sociedad. El cambio radical que se inició en mayo del 68 fue cultural: no apuntó directamente a las estructuras materiales, sino al pegamento que las mantenía unidas.

El terreno donde este cambio se opera, no obstante, es mucho más difícil de medir que el terreno económico y político. Los cambios en la dimensión cultural se producen, además, con mayor lentitud que en otras dimensiones: la revolución económica puede concretarse inmediatamente tras la conquista armada del Estado por una clase social determinada, pero la revolución cultural implica un proceso de largo plazo que no se agota en la coerción y, por ende, en la conquista del Estado, sino que necesita, diría Antonio Gramsci, altas dosis de hegemonía. Y los líderes estudiantiles tenían bien claro lo que buscaban. Como supo arremeter Cohn-Bendit: “Nada de esto tendrá lugar mañana mismo, pero algo hay que se ha puesto en marcha y que proseguirá”. Ese algo que se puso en marcha hoy es considerado por muchos historiadores como parte de un punto de inflexión que supuso el fin de una etapa y el inicio de otra: la posmodernidad.

Mayo del 68 plantea, en estos términos, una revolución moral, estética y sexual. Se trata de la negación de los valores que sostienen a toda una civilización, de una nueva forma de concebir y sentir el mundo y, por supuesto, de una desublimación radical que se expresa en un graffiti famoso de la época que decía así: “Cuanto más hago el amor, más quiero hacer la revolución, cuanto más hago la revolución, más quiero hacer el amor”. El 68 abandona los grandes relatos y lleva la política a la intimidad, disolviendo la frontera que separa lo público de lo privado: cosa tan íntima como la sexualidad, por ejemplo, se vuelve un asunto político; la relación con el padre deviene políticamente antagónica. Se trata de una protesta radical contra toda jerarquía, contra todo principio de autoridad y contra toda tradición. Pero es un cuestionamiento, también, a las formas ya oxidadas de una vieja izquierda desmovilizada, absorbida por el parlamentarismo, que no sabe, ni puede, ni quiere adaptarse a las nuevas condiciones de lucha de un mundo que ha cambiado.

Y el Estado reacciona conteniendo y reprimiendo la violencia juvenil, pero no puede desactivar la subversión cultural que se ha echado a andar. En efecto, esta última no le parte la cabeza (de momento) a ningún policía ni levanta barricadas con automóviles en llamas; tampoco condiciona la reelección del político de turno, ni amenaza con expropiar de la noche a la mañana al empresariado. Por lo tanto, nadie parece verla ni sentirla, aunque esté justo ahí, frente a todos. Avanza milimétricamente cada día y por eso no se nota o, si se nota, no incomoda.

Mientras sus colegas de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, miraban con desconfianza lo que sucedía, Marcuse se llenaba de esperanzas y dictaba conferencias para la juventud rebelde, decretando el abandono de la clase obrera como sujeto revolucionario. Por aquellos días, en Vancouver, este recomendaba que se movilice “a la clase media y no al proletariado” porque este “probablemente sea el último grupo social dispuesto a escuchar y el último que tenga motivos para hacerlo”.

Para Marcuse hay un antes y un después. El 68 es un punto de inflexión para la izquierda misma y su estrategia a futuro: “Pienso que hay una cosa que podemos afirmar con seguridad: se acabó la idea tradicional de revolución y la estrategia tradicional de revolución. Estas ideas son anticuadas”. La “New Left” norteamericana, la “nouvelle gauche” francesa y las nuevas izquierdas nacientes en las sociedades capitalistas avanzadas en general muestran el camino por el cual deb
e conducirse un proyecto izquierdista adecuado a los tiempos que corren: ese camino se llama cultura y su negación es la raison d’être.

A medio siglo de estos sucesos, pareciera sin embargo que estuviéramos escribiendo una columna de coyuntura. Mayo del 68 es más presente que pasado, y se expresa hoy en una juventud alienada que no sabe lo que quiere pero lo quiere ya; que no vacila en vestir la remera del Che Guevara mientras agita banderines de la diversidad sexual, sin advertir la patética contradicción; que se coloca un pañuelo verde en el cuello mientras corporaciones abortistas como Planned Parenthood se frotan las manos; que exclama “muerte al macho” allí donde desear la muerte al capital sigue siendo una expresión de deseo pero, admitámoslo, suena un poco demodé para quienes la rebeldía devino en el último grito de la moda burguesa.

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