SAN JUAN
Antonio Caponnetto
Algunos están señalando culpables, y los hay.
Desde hace largas décadas venimos asistiendo a un proceso inexorable cuanto
cruel, de inmovilización y desmovilización de las Fuerzas Armadas Argentinas.
No les han ahorrado
agravios, ultrajes, vejámenes, hostilizaciones físicas y espirituales. No se
las ha dejado de injuriar y de presentarlas a las nuevas generaciones como un
hato brutal de genocidas.
La prisión retiene
a muchos que deberían ser tenidos por héroes, y de la libertad hacen gala el
grueso de los enemigos de Dios y de la Patria.
El menosprecio, claro, les ha ensuciado el
alma y es lo más grave. Pero les ha enfermado la materia, que hoy significa el
derrumbe de sus armamentos, y la dolorosa patencia de constatar nuestra poca
valía física.
Tanta, que ante
dramas como el del hundimiento del Submarino San Juan, rogamos el auxilio a los
mismos que asesinaron ayer a los nuestros en la gran batalla del Atlántico Sur.
Y no lo llamamos menoscabo a la soberanía sino solidaridad internacionalista. ¡Cuántas
malditas elipsis van y vienen, sustituyendo a la palabra veraz que defina como
un tajo!
No son exculpables
de este drama las empinadas cúpulas castrenses, cómplices de aquellos
precitados enemigos; pero peor aún: verdugos de sus propios camaradas.
Le entregaron sus
fueros, sus galones, sus heridas, sus años de servicio; y al final los dejaron
morir entre herrumbres, ante el gozo caínico de los cernícalos marxistas.
Mucho menos son
exculpables los políticos, desde un mediano antaño hasta el reciente hogaño. Si
sus nombres no damos es porque todos tienen el mismo y excecrable nombre:
democracia.
A otros, que culpas
no mentan, se les ha dado por comparaciones que tienen su asidero. La más
certera: tener en vilo a una sociedad por un desaparecido ficto, que apareció
al fin para exhibir la nadidad crapulosa de su talla de anarquista blasfemo, y
que no guarde proporción alguna ese vivir con el corazón en vilo por los que
hasta hoy son una cuarentena larga de desaparecidos reales y honorables. Subleva
tanta inequidad manifiesta.
No negamos las
razones de los unos y los otros que aquí quedan retratados. Si sirviera para
algo, les llegue nuestro apoyo.
Sálvese no obstante
un desacuerdo que no es de poca monta: la palabra justiciera que castigue a los
infames, cargada de pasión y de vehemencia, no puede ser sinónimo de
coprolalia, de exabruptalidad y de guturalidad.
Esta moda malsana
no vuelve más eficaz nuestra santa ira. La vulgariza y la destina al olvido.
Se preguntaba
Hölderlin para qué los poetas en tiempos de angustia. Ellos –dice el germano-
son semejantes a los sacerdotes del dios de las viñas, que en las noches
sagradas andan de un lagar al otro custodiando las semillas y las siembras.
Ellos nos sirven de testigos mientras llegue la hora en que aparezcan muchos
héroes, crecidos en la cuna del bronce. A menudo, un frágil navío no puede
contenerlos, pero después la vida no es sino soñar con ellos. Porque es mejor
soñar con los héroes, que vivir sin ellos y en constante espera.
Sería pertinente recordar estas enseñanzas a
los que ahora no cesan de rezumar rencores, resentimientos y angustias sin
horizontes sobrenaturales. A los que ahora no cesan su verborrea vacua y huera
de todo horizonte sobrenatural y trascendente.
Stella Maris
permita que estén vivos. Pero si los tripulantes del Submarino San Juan han
muerto, su sangre no fue vanamente derramada.
Brotará al unísono,
como la voz imprecante e impetrante de un nuevo Jonás, para espetarle al rostro
de la ciudad apóstata y crepuscular, que no se puede vivir sin héroes y sin
santos. Que no se debe vivir sustituyendo a aquéllos por los paródicos próceres
del espectáculo, y escupiendo a los otros en nombre del secularismo.
Sin duda emergerá
del mar esa sangre inocente para limpiar tanta hediondez política, tanta
falsedad histórica, tanto orgullo nefando por la contranataura; tanto pacifismo
budista y tanto veneno cultural y espiritual desparramado a mansalva.
Si nuestros
pastores fueran católicos; ya mismo, y en comunión con el Pontífice –que se
supone que aún recuerda que nació en estos lares y que fue bautizado en la Fe
Verdadera- deberían repetir sin pérdida de tiempo una antiquísima costumbre de
la España Medieval, que fue costumbre también de otras patrias cristianas.
Ante situaciones
como las que estamos padeciendo se exorcizaba el océano furioso, acción
litúrgica que hacían solemnemente delante de los marinos todos, formados
marcialmente cual peregrinos épicos, recitando precisamente el Prólogo del
Evangelio de SAN JUAN. Y a continuación, esa brava marinería, arrojaba
reliquias veneradas a las olas.
A ver si hay un capellán católico e
hispanocriollo en estos lares, que nos convoque a esta acción urgente y urgida.
Allí estaremos entonces. Junto a los familiares, los deudos, los que aguardan
sin arriar la esperanza, y los que ya han anclado la esperanza en la proa
celeste. Allí estaremos, bandera azul y blanca enarbolada, Cruz en alto.
Porque es mejor
exorcizar el océano que confiar en la tecnología de los gringos hipócritas. Y
es más eficaz aún que toda la parafernalia de la tierra, el entonar a coro,
junto a los mojones de un puerto trinitario, las estrofas imbatibles e invictas
del Salve Regina.
Antonio Caponnetto
Nacionalismo
Católico San Juan Bautista