La Argentina y el síndrome de los diagnósticos errados. Por María Zaldívar
A
un diagnóstico equivocado le sucede, indefectiblemente, una solución
incorrecta. La Argentina padece el síndrome de los diagnósticos errados.
Cuando se produjo la histórica
derrota peronista en 2015, Mauricio Macri atribuyó los problemas a que
el país no estaba en buenas manos. La solución a su diagnóstico fue “el
mejor equipo de los últimos 50 años”. Así fue como sus expectativas de
éxito estuvieron siempre depositadas en las personas; enderezábamos las
cosas cambiando a Timerman por Malcorra, a Garré por Bullrich y a
Kicillof por Prat Gay. El tiempo demostró que no era ese el fondo de la
cuestión.
Es importante que el ciudadano sepa que, desde hace varias décadas, los tres poderes del Estado vienen siendo una carga inmerecida para el escaso rédito que proveen a la calidad institucional (adjetivando
el beneficio aportado como “escaso” por ser magnánimos). Frente a esa
verdad casi de Perogrullo, hay que entender que cada día que pasa, cada
problema, tragedia o fracaso que sumamos es un día más en el que no se
hizo nada para cambiar el rumbo de desastre que lleva nuestro país.
El socialismo que transpira la
sociedad argentina es el mayor escollo para la transformación. Cuando el
individuo cree que el Estado le va a solucionar algo de todo lo que
está mal o cuando supone que una ley, por el mero hecho de su
promulgación y vigencia, va a modificar la realidad está alimentando el
sistema perverso que a su vez mantiene y que es, paradójicamente, la
fuente de sus principales conflictos.
Porque del Congreso también salen diagnósticos errados y, en consecuencia, soluciones deficientes.
La sociedad argentina muestra una violencia progresiva y salvaje. Los
entredichos se resuelven con insultos, piñas, palos y balas. No hay
proporción entre el episodio y sus consecuencias. No existen límites
para la respuesta. Pegan el alumno, el conductor, el patovica, el
piquetero y el ladrón. El destrato es un modo de convivencia. Destrata
el empleado público, el usuario, el diputado, la empresa de servicios
públicos, el funcionario y el chofer de colectivo. Porque la sociedad ha
perdido los parámetros de urbanidad elementales. Y la autoridad es mala
palabra.
El padre, el policía, el juez, la maestra dejaron de ser una guía, una referencia y, eventualmente, un límite.
La maestra reprende al alumno. El alumno es defendido por sus padres.
La directora reprende a la maestra por reprender al revoltoso. Moraleja:
ese ejemplo se instala en el sistema educativo, se propaga y da sus
“frutos”. La maestra no vuelve a castigar el exceso y sirve de
correctivo para que las demás maestras que tampoco lo HAGAN
¿Quién dice “basta”? ¿Cómo se educa
a una sociedad sin límites? ¿Por qué habría que respetar la vida o la
propiedad del prójimo si el otro no merece respeto? ¿Cómo se crece sin
la noción del bien y del mal? ¿Qué monstruo sale de allí?
Volviendo a los diagnósticos, el
Congreso (monumento moderno al desprecio por la excelencia) se apura a
sacar leyes, como si faltaran. Entre 1853 y el orden y limpieza
realizado en 2014 había 22.234 normas sancionadas. El Digesto
Jurídico las redujo a 3353; eso sin contar las leyes provinciales, las
ordenanzas municipales ni otras de menor rango pero que también se
aplican con carácter obligatorio (decretos, resoluciones, disposiciones,
circulares). La ley de Emergencia sancionada en diciembre pasado lleva
el número 27541. A todo ese festival de legislación hay que sumarle la
base de nuestra construcción jurídica: la Constitución Nacional que
debería alcanzar de marco.
Sin embargo, esa gente que se va
apelotonando en el Congreso no encuentra suficiente el bagaje normativo
vigente y arremete con leyes nuevas, innecesarias y, además, producto
de malos diagnósticos. Adefesios que quedan escritos y que responden
a adefesios que pasan. En la explicación de las cuestiones , ningún
atisbo de “mea culpa”. Como adolescentes, los dirigentes nos alivian; la
culpa siempre es de otro. Y en la “solución” van escogiendo “otros” de
manera alternada.
El reciente caso del joven muerto a
golpes por una banda de asesinos, movilizó a los diputados que se
esmeran por demostrar que las fortunas que cobran están bien pagas. Y a
las 25.000 leyes existentes quieren agregar una más: la ley Fernando.
El Congreso, una oda al diagnóstico
errado, se puso en marcha. Porque para el radical K Leandro Santoro el
problema es la superioridad física de quienes entrenan para deportes de
alto rendimiento, para Victoria Donda el problema es el patriarcado y
para Fernando Iglesias “es el peronismo, estúpido”.
Se habló de los jugadores de
rugby, de los clubes, de las clases sociales, de la policía pero nunca
del estado de la sociedad, de la responsabilidad de la clase dirigente
como conductora.
Ninguna mención a la formación que
cada chico debería recibir de su hogar, la función indelegable de los
padres, la violencia permitida, los planes de estudios, la educación
formal, el aflojamiento de la disciplina y la falta de autoridad
promovida por el propio estado.
Mientras nos entretienen con debates vacuos, ¿inventarán
un registro de rugbiers? ¿Les prohibirán salir a bailar? ¿Estará
permitido ir de a dos, máximo tres? ¿Se les cobrará un impuesto al
músculo?
Entre ignorantes, improvisados y
perversos en ese antro son legión. Fernando no está más y eso no lo
pueden subsanar. Pero si los legisladores realmente se tomaran la
situación en serio, si reconocieran la gravedad a la que han escalado
las cosas y la necesidad de salir de esta anomia, la tragedia de ese
jovencito que apenas asomaba a la vida podría ser la bisagra hacia una
sociedad civilizada.
No es el machismo, no es el
músculo, no es la clase social, no es el peronismo, no son los boliches,
la noche, la capacidad económica o el alcohol. Es la falta de valores,
la falta de familia, de maestra, de autoridad, de orden y de respeto.
Hace
décadas que la economía es la menor de nuestras pobrezas. Ese perfil
falsamente rupturista-progre que tiene muy poco de virtuoso y mucho de
falta de escrúpulos, nos ha transformado lentamente en una sociedad sin
principios ni fines, miserable, por momentos repugnante.
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