La apostasía, el máximo pecado
REZAMOS POR LOS QUE ABANDONARON LA IGLESIA CATÓLICA: LA ÚNICA VERDADERA
Judas es el primero de todos los apóstatas. Él creyó en
Jesús, y dejándolo todo, le siguió (en Caná «creyeron en Él sus
discípulos», Jn 2,11). Pero avanzando el ministerio profético del
Maestro, y acrecentándose de día en día el rechazo de los judíos, el
fracaso, la persecución y la inminencia de la cruz, abandonó la fe en Jesús y lo entregó a la muerte.
La
apostasía es el mal mayor que puede sufrir un hombre. No hay para un
cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica, apagar la luz y
volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la Mentira. Corruptio optimi pessima. Así lo entendieron los Apóstoles desde el principio:
«Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, su finales se hacen peores que sus principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel proverbio verdadero: “se volvió el perro a su vómito, y la cerda, lavada, vuelve a revolcarse en el barro”» (2Pe 2,20-22). De los renegados, herejes y apóstatas, dice San Juan: «muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,18-19).
La apostasía es el más grave de todos los pecados. Santo Tomás entiende la apostasía como el pecado de infidelidad (rechazo de la fe, negarse a creer) en su forma máxima, y señala la raíz de su más profunda maldad:
«La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (STh II-II,10, 1 ad3m). «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios… Por tanto, consta claramente que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (ib. 10,3). Y la apostasía es la forma extrema y absoluta de la infidelidad (ib. 12, 1 ad3m).
Las mismas consecuencias pésimas de la apostasía ponen de manifiesto el horror de este pecado. Santo Tomás las describe:
«“El justo vive de la fe” [Rm 1,17]. Y así, de igual modo que perdida la vida corporal, todos los miembros y partes del hombre pierden su disposición debida, muerta la vida de justicia, que es por la fe, se produce el desorden de todos los miembros. En la boca, que manifiesta el corazón; en seguida en los ojos, en los medios del movimiento; y por último, en la voluntad, que tiende al mal. De ello se sigue que el apóstata siembra discordia, intentando separar a los otros de la fe, como él se separó» (ib. 12, 1 ad2m).
El
fiel cristiano no puede perder la fe sin grave pecado. El hábito mental
de la fe, que Dios infunde en la persona por el sacramento del
Bautismo, no puede destruirse sin graves pecados del hombre. Dios, por
su parte, es fiel a sus propios dones: «los dones y la vocación de Dios
son irrevocables» (Rm 11,29). Así lo enseña Trento, citando a San
Agustín: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia, no los
abandona, si antes no es por ellos abandonado» (Dz 1537).
Por eso, enseña el concilio Vaticano I, «no es en manera alguna igual
la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido
a la verdad católica, y la de aquellos que, llevados de opiniones
humanas, siguen una religión falsa. Porque los que han recibido la fe
bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para
cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 3014).
Hubo
apóstatas ya en los primeros tiempos de la Iglesia. Como vimos, son
aludidos por los apóstoles. Pero los hubo sobre todo con ocasión de las
persecuciones, especialmente en la persecución de Decio (249-251). Y a
veces fueron muy numerosos estos cristianos lapsi (caídos),
que para escapar a la cárcel, al expolio de sus bienes, al exilio, a la
degradación social o incluso a la muerte, realizaban actos públicos de
idolatría, ofreciendo a los dioses sacrificios (sacrificati), incienso (thurificati) o consiguiendo certificados de idolatría (libelatici).
Y en esto ya advertía San Cipriano que «es criminal hacerse pasar por
apóstata, aunque interiormente no se haya incurrido en el crimen de la
apostasía» (Cta. 31).
La
Iglesia asigna a los apóstatas penas máximas, pero los recibe cuando
regresan por la penitencia. Siempre la Iglesia vio con horror el máximo
pecado de la apostasía, hasta el punto que los montanistas consideraban imperdonables los pecados de apostasía, adulterio y homicidio, y también los novacianos estimaban
irremisible, incluso en peligro de muerte, el pecado de la apostasía.
Pero ya en esos mismos años, en los que se forma la disciplina
eclesiástica de la penitencia, prevalece siempre el convencimiento de
que la Iglesia puede y debe perdonar toda clase de pecados,
también el de la apostasía (p. ej., Concilio de Cartago, 251). San
Clemente de Alejandría (+215) asegura que «para todos los que se
convierten a Dios de todo corazón están abiertas las puertas, y el Padre
recibe con alegría cordial al hijo que hace verdadera penitencia» (Quis
dives 39).
La Iglesia perdona al hijo apóstata que hace verdadera penitencia.
Siendo la apostasía el mayor de los pecados, siempre la Iglesia evitó
caer en un laxismo que redujera a mínimos la penitencia previa para la
reconciliación del apóstata con Dios y con la Iglesia. De hecho, como
veremos, las penas canónicas impuestas por los Concilios antiguos a los
apóstatas fueron máximas.
Y siguen siendo hoy gravísimas en el Código de la Iglesia las penas canónicas infligidas a los apóstatas. «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latæ sententiæ»
(c. 1364,1). Y «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser
que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento, 1º
a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos» (c. 1184).
El
ateísmo de masas es hoy un fenómeno nuevo en la historia. El concilio
Vaticano II advierte que «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves
de nuestro tiempo» (GS 19a).
«La negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas
pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se
presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un
cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra
expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente
la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de
la historia y de la misma legislación civil» (ib.
7c). Y eso tanto en el mundo marxista-comunista, más o menos pasado,
como en el mundo liberal de Occidente. Pero se da hoy un fenómeno
todavía más grave.
La
apostasía masiva de bautizados es hoy, paralelamente, un fenómeno nuevo
en la historia de la Iglesia; la apostasía, se entiende, explícita o
implícita, pública o solamente oculta. El hecho parece indiscutible,
pero precisamente porque habitualmente se silencia, debemos afrontarlo
aquí directamente. Vamos, pues, derechos al asunto. Imagínense ustedes a
un profesor católico de teología –imagínenlo
sin miedo, que no les va a pasar nada–, que, en un Seminario o en una
Facultad de Teología católica, después de negar la virginidad perpetua
de María, los relatos evangélicos de la infancia, los milagros, la
expulsión de demonios, la institución de la Eucaristía en la Cena, la
condición sacrificial y expiatoria de la Cruz, el sepulcro vacío, las
apariciones, la Ascensión y Pentecostés, afirma que Jesús nunca
pretendió ser Dios, sino que fue un hombre de fe, que jamás pensó en
fundar una Iglesia, etc. Y pregúntense ustedes, si les parece oportuno:
¿estamos ante un hereje o simplemente ante un apóstata de la fe? Y
tantos laicos, sacerdotes y religiosos –todos ellos bien ilustrados–,
que reciben y asimilan esas enseñanzas ¿han de ser considerados como
fieles católicos o más bien como herejes o apóstatas? La pregunta, deben
ustedes reconocerlo, tiene su importancia. ¿O no?
José María Iraburu, sacerdote
¿En verdad no habrá curas casados ni diaconisas? La exhortación post sinodal del Amazonía
Cuatro años atrás escribíamos en un post titulado «Perón y las diaconisas»
que, ese movimiento político argentino llamado «peronismo» (ni bueno ni
malo: «incorregible» según Borges) poseía entre el refranero atribuido a
su fundador la siguiente frase:
“Cuando quieras que nada suceda, crea una comisión para que profundice un tema”.
Y
cuatro años después aparecieron no sólo la Pachamama, las diaconisas y
la mar en coche, sino, ni más ni menos que un Sínodo para analizar y
rever ciertas cosas que parecían ya zanjadas por la Iglesia: curas
casados, diaconisas, caciques probati, etc.
Acaba de salir la Exhortación postsinodal del Amazonía y, al final de cuentas, al parecer, nos quedaremos sin todo eso.
Decimos «al parecer», porque apenas comenzado a leer el trabajo, en el punto cuarto, se nos dice, hablando acerca de la «Relatio» sinodal y sus planteos:
«Dios
quiera que toda la Iglesia se deje enriquecer e interpelar por ese
trabajo, que los pastores, consagrados, consagradas y fieles laicos de
la Amazonia se empeñen en su aplicación, y que pueda inspirar de algún modo a todas las personas de buena voluntad».
– «¿Qué pasará entonces?»
Todo
está por verse, aunque algunos ya enojados, se han ido pateando el
tablero al no encontrar soluciones más expeditivas (como el Cardenal
Marx, que renunció a ser nuevamente presidente de la Conferencia Episcopal Alemana).
O quizás, se cree una nueva comisión…
Esperemos equivocarnos. En serio.
Mientras tanto: Deo gratias.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
Post-post:
durante la presentación del documento, los encargados de la misma
plantearon acerca del carácter magisterial del documento preparatorio
(no del de QA):
«Al comienzo de Querida Amazonia,
dice (el Papa): ‘Quiero presentar oficialmente ese Documento que nos
ofrece las conclusiones del Sínodo’ (QA § 3) y anima a todos a leerlo
íntegramente.
Así
que, aparte de la autoridad magistral formal, esta presentación oficial
y el estímulo confieren al Documento Final una cierta autoridad moral.
Ignorarlo sería una falta de obediencia a la autoridad legítima del
Santo Padre, mientras que encontrar difícil uno u otro punto no podría
considerarse una falta de fe”.
Traducido:
los encargados oficiales de presentar el documento están diciendo que,
aún sin ser magisterio, si alguno ignorase el documento final del Sínodo
(no esta exhortación post-sinodal), por ejemplo, estando en contra ta
la posibilidad de los «viri probati», etc., estaría faltando a la
obediencia (Fuente oficial: http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2020/02/12/0094/00193.html).
Es decir: comienzan, desde el principio nomás, sacando agua para su molino.
Van los textos (aptos para optimistas) del nuevo documento.
89.
En las circunstancias específicas de la Amazonia, de manera especial en
sus selvas y lugares más remotos, hay que encontrar un modo de asegurar
ese ministerio sacerdotal. Los laicos podrán anunciar la Palabra,
enseñar, organizar sus comunidades, celebrar algunos sacramentos, buscar
distintos cauces para la piedad popular y desarrollar la multitud de
dones que el Espíritu derrama en ellos. Pero necesitan la celebración de
la Eucaristía porque ella «hace la Iglesia»,[130] y llegamos a decir
que «no se edifica ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y
centro en la celebración de la sagrada Eucaristía».[131] Si de verdad
creemos que esto es así, es urgente evitar que los pueblos amazónicos
estén privados de ese alimento de vida nueva y del sacramento del
perdón.
90.
Esta acuciante necesidad me lleva a exhortar a todos los Obispos, en
especial a los de América Latina, no sólo a promover la oración por las
vocaciones sacerdotales, sino también a ser más generosos, orientando a
los que muestran vocación misionera para que opten por la
Amazonia.[132] Al mismo tiempo conviene revisar a fondo la estructura y
el contenido tanto de la formación inicial como de la formación
permanente de los presbíteros, para que adquieran las actitudes y
capacidades que requiere el diálogo con las culturas amazónicas. Esta
formación debe ser eminentemente pastoral y favorecer el desarrollo de
la misericordia sacerdotal.[133]
100.
Esto nos invita a expandir la mirada para evitar reducir nuestra
comprensión de la Iglesia a estructuras funcionales. Ese reduccionismo
nos llevaría a pensar que se otorgaría a las mujeres un status y una
participación mayor en la Iglesia sólo si se les diera acceso al Orden
sagrado. Pero esta mirada en realidad limitaría las perspectivas, nos
orientaría a clericalizar a las mujeres, disminuiría el gran valor de lo
que ellas ya han dado y provocaría sutilmente un empobrecimiento de su
aporte indispensable.
103.
En una Iglesia sinodal las mujeres, que de hecho desempeñan un papel
central en las comunidades amazónicas, deberían poder acceder a
funciones e incluso a servicios eclesiales que no requieren el Orden
sagrado y permitan expresar mejor su lugar propio. Cabe recordar que
estos servicios implican una estabilidad, un reconocimiento público y el
envío por parte del obispo. Esto da lugar también a que las mujeres
tengan una incidencia real y efectiva en la organización, en las
decisiones más importantes y en la guía de las comunidades, pero sin
dejar de hacerlo con el estilo propio de su impronta femenina.