viernes, 22 de mayo de 2020

LA CONCENTRACIÓN MONETARIA Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL

(Artículo tomado de la revista ULISES, junio de 1972)

LA CONCENTRACIÓN MONETARIA Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL
 Padre Julio Meinvielle

El problema de la moneda es fundamental para asegurar el ordenamiento de una estructura económica, pero es fundamental también  para un ordenamiento político-religioso del hombre.                                     
                                      A esto segundo  nos hemos de referir ahora.
     
LAS DOS ECONOMÍAS BÁSICAS. Existen  dos tipos  de economía diametralmente opuestas: una, la economía sana , en la que todo el proceso de financiación, comercialización y producción se orienta  en definitiva a asegurar un consumo de los diversos grupos  que componen una comunidad nacional que los habilite para una promoción de la vida humana en consonancia con las posibilidades  de un determinado momento histórico de la civilización; otra, en que el proceso de la economía, consumo, producción, comercialización y financiación  se orienta hacia la acumulación de la moneda  y del capital, con el consiguiente efecto de concentraciones del poder adquisitivo, efecto que se agrava cuando se ve  acompañado por la sobrevaluación política del signo monetario con respecto a las demás mercaderías.
     

La primera concepción económica la comprendió perfectamente el hombre en general en todas las civilizaciones, salvo en algunos períodos de capitalismo agrario, por ejemplo, en el imperio romano. En la era cristiana, los diversos actos de la economía  en las fases de financiación, comercialización, producción y consumo se realizaban bajo la defensa del justo precio. Justo precio que se medía en definitiva por el lugar que le correspondía a cada grupo productor en la escala social. De aquí las leyes severas contra la usura y la concepción de que el préstamo de dinero no podía producir rentas. El precio justo, como se sabe, no era un precio rígido. Oscilaba entre un máximo y un mínimo. De modo que se acomodaba a la flexibilidad de todas las cosas humanas. Además, los organismos profesionales o la autoridad pública cuidaban el mantenimiento del justo precio. Sería un error imaginar que en esta economía de estabilidad de los grupos sociales no era posible el progreso de los individuos.

     

Cuando se pasó de la sociedad medieval a la sociedad mercantil de los siglos XVI-XVII, en que el proceso económico alcanzó un ritmo más dinámico y en que, al mismo tiempo, la influencia de la moral cristiana fue declinando, la observancia del justo precio se hizo más azarosa y difícil, aunque no desapareció. A título de ejemplo tenemos en el siglo XVII la concepción de Johanes Joachin Becher,”              el economista más importante de la Alemania del siglo XVII”, quien dice: “Era tan necio entregar una industria a un individuo exclusivamente como ponerla al alcance de todos; dicho en otras palabras, el monopolio y la libre concurrencia eran igualmente incompatibles con un sano régimen industrial. La idea fundamental en que esto se inspira es la idea medieval de que cada cual debía disfrutar del sustento correspondiente a su situación social, idea además que era integrante de toda concepción un poco profunda del justum pretium”. Situación social determinada más por la capacidad e idoneidad natural del sujeto que por la presión externa del orden vigente, ya que no estaba cerrado el ascenso ontológico-social del mismo en atención a sus aptitudes. El monopolio privaba a muchas personas  del sustento adecuado a su condición social, dando a un solo individuo lo que podría servir para alimentar a muchos; por eso constituía un mal; y, a su vez, la competencia, posibilitada por un régimen monetario, prescindiendo de los principios de la verdadera moneda, y, que en consecuencia, otorgaba mayor poder adquisitivo a unos que a otros, hacía que el alimento de las grandes clases sociales fuera inferior al que con arreglo a su posición les correspondía, razón por la cual era también reprochable, desde el punto de vista económico social.

     

La cuestión cambia radicalmente con el paso de la economía mercantil a la mal llamada liberal. Entonces se establece y funda una doctrina completamente nueva, en que ya no se tiene en cuenta el fin del proceso económico, que es precisamente producir riqueza, sino proporcionar riqueza a todos los sectores de la población. Al olvidar este principio fundamental de la economía se establece este otro: que el fin de  la economía es la mera producción y acumulación de riquezas. Adam Smith titula su libro Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. El problema de la riqueza se independiza del enriquecimiento de los productores que integran una comunidad. Se busca el acrecentamiento de la riqueza en cuanto tal, sin que interese, en lo más mínimo, que el acrecentamiento de los que contribuyen a crearla crezca parejamente. Se concibe entonces como óptima una economía en que es opulenta  su riqueza, aunque ella esté concentrada en pocas manos en detrimento de una multitud de asalariados.


     

Y para ello Smith arbitra en el libro IV de su obra, una doctrina monetaria que si bien impugna  con acierto, calificándola  de idea propia del vulgo,  la tesis mercantilista que hacía consistir la riqueza en la moneda, en el oro o en la plata; en cambio, al sostener que los metales preciosos no son sino una mercadería más, análogas a todas las otras y que, consideradas como moneda no constituyen riqueza sino un mero instrumento para la circulación y estimar o valorar los demás productos en una unidad común, desembocan en la conclusión especulativa de que no siendo la   moneda metálica una mercadería sino un mero intermediario, y a semejanza de otros medios intermediarios o neutros –factores fijos de la producción-, cuanto más reducido sea su aprovisionamiento, a menor costo podrán obtenerse los demás productos, incluso la mano de obra.

      

De todo ello resulta que se propicia la adopción como moneda de una mercancía sobrevaluada respecto a todas las otras. La acumulación y concentración de tal mercadería viene a constituir el capital, según se lo conoce en la experiencia histórica, el cual por su propia dinámica, hubo de constituir la acumulación y concentración de los medios de producción, y por consiguiente de la riqueza,  con el efecto consiguiente de la erección de un orden social totalmente disimétrico.

     

Se llega a más todavía. Como se observa que a igual trabajo, la riqueza producida aumenta, si se aumenta el capital, se concentra toda la atención en el concepto del capital. Se intenta entonces aumentar el capital y para ello aumentar las utilidades. Y como a su vez el aumento de las utilidades también puede efectuarse a costa de la reducción de salarios, se llega a Los  principios de la Economía Política de David Ricardo, en que éste propicia  la reducción de  salarios para que aumenten las utilidades y con ello el capital. Sabido es que la conclusión de Ricardo al examinar toda la cuestión es la siguiente: “De esta manera he intentado demostrar, en primer lugar, que al registrarse un aumento en los salarios, ello no significó forzosamente un aumento en los precios de los artículos, sino que en cambio, invariablemente disminuirán las utilidades”.

     

Así entre salarios, que es la paga del trabajador, y las utilidades, que es la del empresario, habrá una tensión o conflicto. Los intereses de unos y de otros serían necesariamente encontrados o antagónicos, al revés de los que nos enseña la sabiduría tradicional de Aristóteles y Santo Tomás. Así cono estos establecían la reciprocidad en los cambios como ley fundamental del mercado para que este mantuviera la proporción de todos los productores en la integración de la ciudad, así aquellos preconizan la lucha de empresarios y asalariados como ley de la acumulación del capital. La mano de obra es una simple mercadería que se tratará de obtener al más bajo precio posible “El precio natural de la mano de obra es el precio necesario que permite a los trabajadores, uno con otro, substituir y perpetuar su raza sin incremento y disminución”. “El precio de mercado de la mano de obra es el precio que realmente se paga por ella, debido al juego natural de la proporción que existe entre la oferta y la demanda; la mano de obra es costosa cuando escasea, y barata cuando abunda…”. “Cuando el precio de mercado de la mano de obra es inferior a su precio natural la condición de los trabajadores es de lo más mísera; la pobreza les priva de aquellas comodidades que la costumbre convierte en necesidades absolutas”.

     

Al final del siglo XVII se inaugura el capitalismo mal llamado liberal. Capitalismo: una economía fuertemente dinámica que busca desarrollar el capital para crear con él una fuente perenne de nuevas riquezas o ingresos.  Liberal, o sea que los factores concurrentes a la creación de riqueza se mueven libres  de toda traba moral o de justicia, como si fueran puras mercaderías despojadas de toda significación. De un lado se presentan los capitalistas dueños del capital, es decir, de todos los instrumentos de producción: inmuebles, edificios, materias primas, maquinarias, dinero con que adelantar los pagos durante el tiempo que  se elabora la mercancía; del otro los obreros, sin otro capital que sus fuerzas, que deben ser reparadas día a día con la paga del salario. ¿Cuál es el resultado de la asociación de capital y trabajo?  La producción de mercancías que luego se venderán en el mercado. ¿Y que parte de estas mercancías corresponderá al trabajador y qué parte al capitalista? El capitalista se llevará una parte apreciable y el trabajador apenas podrá reparar sus fuerzas. Y mientras la acumulación del capital aumentaría con progresión geométrica, la situación del asalariado quedará estacionada, si éste no ha sucumbido a la desocupación que se presentará inexorable en las crisis periódicas.

     

Bajo la influencia del calvinismo, como lo ha demostrado Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, y bajo la judía, según consta en el notable libro de Werner Sombart “Los judíos y la vida económica” se busca como fin del proceso económico, no el consumo equitativo de todos los grupos sociales, sino la acumulación de capital en manos de los pocos hombres predestinados.

     

Se forma así una poderosa concentración del capital en pocas manos, en especial en manos de los financieros y banqueros que manejan la riqueza de las naciones y del mundo. Aquí habría que recordar la historia de la Banca de Inglaterra y de los Rotschild, que coincide con el esplendor del capitalismo mal llamado liberal durante el siglo XIX hasta la primera guerra mundial.

     

La conducta calvinista ha de coincidir con la invención y desarrollo –sin que esta coincidencia haya de considerarse necesaria- de nuevas técnicas de producción, las que aceleran, en consecuencia el desarrollo económico, el cual va a favorecer primera y directamente a aquella acumulación de capital o de riqueza  de una minoría –la minoría financiera sobre todo-, frente a una mayoría consumidora que no ha de progresar tanto o no ha de progresar nada. Se produce en consecuencia una disimetría en las economías nacionales y en la mundial. Disimetría de sectores, aún dentro de las economías nacionales, ya que el factor financiero ha de progresar más que el comercial, éste más que el industrial, éste, a su vez más que el agrícola. Disimetría entre empresarios y empleados-obreros. Disimetría entre centros económicos poderosos y periferia empobrecida. Además de estas disimetrías aparecen las crisis cíclicas, originadas en las mismas disimetrías económicas, y en causas monetarias, ya que la moneda en lugar de estar al servicio del proceso económico, sujeta a su servicio, como causa última motor, a todo el proceso económico.

     

Estos trastornos de funcionamiento del aparato económico en lo nacional y en lo mundial, se pone de manifiesto, sobre todo, a lo largo de todo el siglo XIX, hasta 1914 o 1929, cuando la vida económica internacional está regida por el Banco de Inglaterra.

     

A partir de 1929 debido a la nueva política económica-financiera inspirada fundamentalmente en Keynes y al contrapeso del sindicalismo, se atenúan las disimetrías en el orden interno de los grandes países capitalistas y dejan de hacer sentir su influjo las crisis cíclicas. Pero la disimetría se acentúa entre los grandes centros industriales y los países proveedores de materia prima, y aún dentro mismo de los grandes centros mundiales, entre Estados Unidos y Europa.

      

Se produce incluso una ruptura entre la Banca mundial que quiere continuar manteniendo bajo su dominio el desarrollo tecnológico y este desarrollo que quiere independizarse del freno que a su vuelo intenta ponerlo el capitalismo financiero. Este punto se torna clarísimo en la actual coyuntura. En efecto, Estados Unidos, con capacidad tecnológica y productiva para expandir inconmensurablemente sus bienes y servicios al exterior, se ve frenada por razones financieras, ya que esta expansión tecnológica y productiva se traduciría en una expansión de dólares en el exterior, la cual determinaría un mayor drenaje  de sus reservas oro y por lo mismo la agudización del conflicto dólar-oro. Por lo mismo, este conflicto, en manos del Poder Financiero mundial es un arma de combate para restringir el desenvolvimiento tecnológico y productivo de los Estados Unidos. Es difícil predecir las consecuencias de la lucha planteada entre tecnología y Poder Financiero. ¿Quién en definitiva prevalecerá sobre quien? Pero la lucha netamente planteada puede ser llevada y dirimida, en último termino, en el terreno militar.



      EL CAPITALISMO Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL. La actuación del capitalismo moderno se vincula esencialmente con la Revolución Mundial que agita modernamente a los pueblos. Se vincula esencialmente de diversas maneras. Primero, produciendo en todas partes y en escala mundial las injusticias pavorosas que constituyen el sistema capitalista mismo, que arrebata las riquezas que corresponden a todos y a cada uno de los grupos sociales para concentrarlos en pocas manos. El capitalismo es Revolución, es la Revolución. En su carácter propio desordena, desajusta, produce estragos sin cuenta y es el factor de la guerra de clases que hoy arrasa todas las regiones de la tierra y causa de la expansión de la civilización materialista, que destruye valores espirituales y siembra la destrucción de los vínculos morales de familias y pueblos.

     

En segundo lugar, el capitalismo es revolucionario porque produce la lucha de clases, sobre cuya dialéctica ha de operar luego el comunismo soliviantando al proletariado por la implantación  de la férrea dictadura  de los grandes jefes modernos de la Revolución, Lenin, Stalin, Mao Tse Tung y Fidel Castro. Bajo este aspecto el mundo de hoy se halla constituido por una gigantesca dialéctica, uno de cuyos polos  es la minoría privilegiada de los pueblos de Europa y de los Estados Unidos, y el otro, el polo de los pueblos hambrientos, que forman las dos terceras partes de la humanidad.

     

En tercer lugar, el capitalismo es revolucionario porque, como ha expuesto el doctor Carlos A. Voss, en un notable artículo, Presencia del 14/7/61, el Capitalismo Financiero Internacional ha pagado todas las revoluciones desde el siglo XVII hasta la revolución comunista de 1917. Debemos admitir que los datos  históricos al respecto son susceptibles de ser polemizados y, por ello, nos abstenemos de subrayar este punto.  Vamos a insistir, en cambio, en el actual conflicto entre el poder económico americano, fundado sobre el dólar y teniendo al presidente Johnson como protagonista principal, por una parte, y por otra el capitalismo financiero mundial, con el oro, como moneda-patrón y con De Gaule como protagonista principal. Y este ha de constituir el cuarto punto del carácter revolucionario que constituye la esencia del capitalismo



          EL CAPÌTALISMO AMERICANO Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL. Es muy posible que el capitalismo propiamente liberal, regido por la Banca de Inglaterra, haya ejercido un dominio sobre los pueblos más inhumano que el capitalismo que con posterioridad al año 1930 viene desarrollándose en los Estados Unidos y Europa. Pero aún cuando así fuera y aunque en el orden interno de las naciones capitalistas, tanto en los Estados Unidos como en Europa, se registrara una distribución más armónica de la riqueza, sin embargo la disimetría  irritante entre los países centro-económicos y los periféricos, lejos de atenuarse, se agravaba cada día con síntomas de agudización, tales que ya se habla abiertamente del Gobierno Mundial, el cual evidentemente sería ejercido por el Poder de la Alta Finanza que viene manejando la Revolución Mundial desde hace algunos siglos.

     

Un escritor de la envergadura y la significación en los planes mundiales  como Arnold Toynbee, se atrevió a hablar públicamente y sin empacho nada menos que en el Centro de Altos Estudios del Ejército en una conferencia que dio el 5 de octubre de 1966 sobre el tema: “El mundo hacia el cual viajamos”. En dicha conferencia se abogó claramente por un mundo sin Estados nacionales ni soberanía que debía ser regido por un gobierno mundial. Para ello abogó igualmente por la unión de los Estados Unidos y Rusia, aunque, como es de imaginar, no entró a discriminar que clase de personajes e intereses habían de estar detrás de las fachadas que estos países presentan.

     

El planteo de Toynbee viene a poner de relieve especial significación del libro de Pierre Virion publicado aquí en Buenos Aires con el título: “El Gobierno mundial y la contra-Iglesia”. Allí Virion señala que los planes novísimos de la Alta Masonería Mundial, elaborados a fines del siglo pasado y comienzos de éste por la Sinarquía de Saint-Yves d’Alveydre, y descubierto por la Policía francesa durante el gobierno de Petain,  detrás del cual se mueve la poderosa Banca  Rotschild. De acuerdo con estos planes se va rápidamente al gobierno mundial con el liderazgo de Europa y no precisamente  con el de los Estados Unidos. La unificación del mundo económico, cultural y político en los planes sinárquicos envolvería asimismo una religión universal esotérica que  daría unidad y razón de ser a todas las otras religiones que serían como expresión  exterior exotérica  del culto universal de la Humanidad. La Sinarquía unificará a los pueblos en una Tecnocracia, que sería asimismo una Satanocracia.

     

Tanto el tema de Toynbee –que es asimismo objeto de su último libro aparecido en Oxford- como el libro mencionado de Virión arrojan luz para la significación e interpretación de los hechos mundiales que se desarrollan en estos momentos.



            LAS DOS FRACTURAS DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL. En la actual etapa de la Revolución mundial el liberalismo no tiene ya vigencia.  Nos encontramos en un capítulo más avanzado en el cual las diferencias las establecen las modalidades de la sociedad-máquina que se trata de imponernos.  Por un lado tenemos el comunismo menchevique reformista, que poco a poco se va transformando en la ideología dominante tanto en Rusia como en Europa Occidental. Por el otro, el comunismo bolchevique, de tipo staliniano, que encuentra su representación en el régimen de Pekín y en los movimientos revolucionarios de los países subdesarrollados.

     

Esta fractura del comunismo ha determinado otra en el mundo llamado libre. En efecto, la cada vez más señalada integración de Europa Occidental y la Unión Soviética –la “Europa del Atlántico a los Urales” del general De Gaule- ha sido causa de que el Poder de la Banca Mundial haya iniciado un drenaje del oro atesorado en los Estados Unidos al continente europeo. Esta evasión se verifica a través de las Bancas centrales europeas que reclaman el pago en oro de los saldos deficitarios de los Estado Unidos y a través del atesoramiento privado que excede los doce mil millones de dólares en los últimos años. Lo concreto es que en esa forma los Estados Unidos han venido perdiendo 10.000 millones de dólares en los últimos años y que, como el proceso continúa se cierne la amenaza de tener que devaluar el dólar, lo que traería  una situación de grave quebranto par la economía de los Estados Unidos y del mundo.

     

Tal oposición entre el poder Financiero desplazado a Europa y los Estados Unidos ha alcanzado ya plena manifestación política con el retiro de Francia de la NATO y con las actitudes provocadoras y pro soviéticas del general De Gaule.

     

Pero la política dirigida contra el poderío de los Estados Unidos encuentra amplio eco en el seno mismo de la sociedad norteamericana.  El comunismo, tomando pié en el egoísmo de los diversos grupos azuza a los blancos contra los negros y agudiza la lucha de razas, confiando en que la misma provocará el derrumbe de la comunidad. Finalmente, las públicas revelaciones presentadas en el libro “Strike from Space”, de Phyllis Schlafley y el almirante Chester Ward, y en Sunday Visitor por el jesuíta Daniel Lyons, demuestra que dentro de la Secretaría de Defensa actúan grupos empeñados en destruir la capacidad bélica de los Estados Unidos.

    

Sin embargo, este programa “pro-europeo” del Poder de la Alta Finanza puede quedar desbaratado por la resultante natural de este sistema de fuerzas; aunque resulte aparentemente insólito, la reacción patriótica norteamericana, fuerte sobre todo en el oeste, llevará a una alianza de los Estados Unidos con China Roja contra el bloque Europa-Unión Soviética. En este sentido, diversas informaciones han dejado ya traslucir la existencia de un pacto de no agresión entre los gobiernos de Washington y Pekín. A este respecto, en La Nación, de Buenos Aires, el 6 de septiembre de 1966, en el cual refiere la opinión de un periodista soviético para quien el “endurecimiento” del comunismo chino sólo resultaba explicable en cuanto motivo de separación con Rusia y tendencia a capitalizar grandes sectores del comunismo y neutralismo internacionales que sirvieran luego para negociar con los Estados Unidos. Al día siguiente un telegrama de France-Press daba cuenta de las declaraciones del Ministro de Relaciones Exteriores chino en el que afirmaba que las relaciones con los Estados Unidos podrían volverse más cordiales. Muchas otras noticias coincidentes abalan esta suposición de nuevo bloque internacional.

     

Sea lo que fuere de estas apreciaciones, el hecho real para el pobre hombre de hoy que circula por las calles de nuestras ciudades es que se ve protagonista de hechos mundiales cuyo alcance y desenlace totalmente ignora y que le revelan la profundidad  de aquello de Disraeli, el gran primer ministro de la época victoriana, que escribía en 1844, en su novela Coningsby: “El mundo está manejado por otros personajes,  que no imaginan aquellos cuya mirada no llega hasta detrás de los bastidores”. Rathenau, el gran magnate de la electricidad, decía en 1906, mucho antes de su extraña promoción al poder en la Alemania republicana de 1918: “Trescientos hombres que se conocen entre sí y que buscan sucesores a su alrededor, dirigen los destinos económicos del mundo”. De aquí que nadie haya de extrañarse de la seguridad con que el banquero Warburg pudiera afirmar ante el Senado norteamericano en 1950: “Se lo quiera o no, tendremos Gobierno Mundial. La única cuestión que se plantea es la de saber si este Gobierno Mundial será establecido por persuasión o por la fuerza”. (Informe de la Foreing Association Doostep Savannagh).

     

Estremece pensar que en un mundo en que las bombas nucleares se almacenan en los depósitos de poderosas naciones, nuestra suerte y la del mundo se hallan a merced del poderoso capital internacional.

     

Es de esperar que el hombre de hoy reflexione y comprenda que la acumulación de dinero, lejos de ser un fin último de la vida humana, ha de ponerse humildemente al servicio de los fines inferiores del bienestar material y del desenvolvimiento tecnológico, para que éste, a su vez, sirva a los fines de la economía, de la política y de la cultura, para que, a su vez, estas encaminen al hombre al logro y obtención del verdadero fin último de todo hombre individual y de toda civilización auténtica. Una economía con la acumulación de la moneda como fin último no sólo se opone al Reino de Dios sino que incluso traba el desarrollo tecnológico y productivo y conspira en definitiva contra el mismo bienestar material del hombre.+



Julio Meinvielle,