(Artículo
tomado de la revista ULISES, junio de 1972)
LA
CONCENTRACIÓN MONETARIA Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL
Padre Julio Meinvielle
El problema de la moneda es fundamental para
asegurar el ordenamiento de una estructura económica, pero es fundamental también para un ordenamiento político-religioso del
hombre.
A esto
segundo nos hemos de referir ahora.
LAS DOS ECONOMÍAS
BÁSICAS. Existen dos tipos de economía diametralmente opuestas: una, la
economía sana , en la que todo el proceso de financiación, comercialización y
producción se orienta en definitiva a
asegurar un consumo de los diversos grupos
que componen una comunidad nacional que los habilite para una promoción
de la vida humana en consonancia con las posibilidades de un determinado momento histórico de la
civilización; otra, en que el proceso de la economía, consumo, producción,
comercialización y financiación se
orienta hacia la acumulación de la moneda
y del capital, con el consiguiente efecto de concentraciones del poder
adquisitivo, efecto que se agrava cuando se ve
acompañado por la sobrevaluación política del signo monetario con
respecto a las demás mercaderías.
La primera
concepción económica la comprendió perfectamente el hombre en general en todas
las civilizaciones, salvo en algunos períodos de capitalismo agrario, por
ejemplo, en el imperio romano. En la era cristiana, los diversos actos de la
economía en las fases de financiación,
comercialización, producción y consumo se realizaban bajo la defensa del justo precio. Justo precio que se medía
en definitiva por el lugar que le correspondía a cada grupo productor en la
escala social. De aquí las leyes severas contra la usura y la concepción de que
el préstamo de dinero no podía producir rentas. El precio justo, como se sabe,
no era un precio rígido. Oscilaba entre un máximo y un mínimo. De modo que se
acomodaba a la flexibilidad de todas las cosas humanas. Además, los organismos
profesionales o la autoridad pública cuidaban el mantenimiento del justo
precio. Sería un error imaginar que en esta economía de estabilidad de los
grupos sociales no era posible el progreso de los individuos.
Cuando se pasó de la
sociedad medieval a la sociedad mercantil de los siglos XVI-XVII, en que el
proceso económico alcanzó un ritmo más dinámico y en que, al mismo tiempo, la
influencia de la moral cristiana fue declinando, la observancia del justo
precio se hizo más azarosa y difícil, aunque no desapareció. A título de
ejemplo tenemos en el siglo XVII la concepción de Johanes Joachin Becher,” el economista más importante de la Alemania del siglo XVII”,
quien dice: “Era tan necio entregar una industria a un individuo exclusivamente
como ponerla al alcance de todos; dicho en otras palabras, el monopolio y la
libre concurrencia eran igualmente incompatibles con un sano régimen
industrial. La idea fundamental en que esto se inspira es la idea medieval de
que cada cual debía disfrutar del sustento correspondiente a su situación
social, idea además que era integrante de toda concepción un poco profunda del justum pretium”. Situación social
determinada más por la capacidad e idoneidad natural del sujeto que por la
presión externa del orden vigente, ya que no estaba cerrado el ascenso
ontológico-social del mismo en atención a sus aptitudes. El monopolio privaba a
muchas personas del sustento adecuado a
su condición social, dando a un solo individuo lo que podría servir para
alimentar a muchos; por eso constituía un mal; y, a su vez, la competencia,
posibilitada por un régimen monetario, prescindiendo de los principios de la
verdadera moneda, y, que en consecuencia, otorgaba mayor poder adquisitivo a
unos que a otros, hacía que el alimento de las grandes clases sociales fuera
inferior al que con arreglo a su posición les correspondía, razón por la cual
era también reprochable, desde el punto de vista económico social.
La cuestión cambia radicalmente con el paso de la economía
mercantil a la mal llamada liberal. Entonces se establece y funda una doctrina
completamente nueva, en que ya no se tiene en cuenta el fin del proceso
económico, que es precisamente producir riqueza, sino proporcionar riqueza a
todos los sectores de la población. Al olvidar este principio fundamental de la
economía se establece este otro: que el fin de
la economía es la mera producción y acumulación de riquezas. Adam Smith
titula su libro Investigación sobre la
naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. El problema de la
riqueza se independiza del enriquecimiento de los productores que integran una
comunidad. Se busca el acrecentamiento de la riqueza en cuanto tal, sin que
interese, en lo más mínimo, que el acrecentamiento de los que contribuyen a
crearla crezca parejamente. Se concibe entonces como óptima una economía en que
es opulenta su riqueza, aunque ella esté
concentrada en pocas manos en detrimento de una multitud de asalariados.
Y para ello Smith
arbitra en el libro IV de su obra, una doctrina monetaria que si bien
impugna con acierto, calificándola de idea propia del vulgo, la tesis mercantilista que hacía consistir la
riqueza en la moneda, en el oro o en la plata; en cambio, al sostener que los metales
preciosos no son sino una mercadería más, análogas a todas las otras y que,
consideradas como moneda no constituyen riqueza sino un mero instrumento para
la circulación y estimar o valorar los demás productos en una unidad común,
desembocan en la conclusión especulativa de que no siendo la moneda metálica una mercadería sino un mero
intermediario, y a semejanza de otros medios intermediarios o neutros –factores
fijos de la producción-, cuanto más reducido sea su aprovisionamiento, a menor
costo podrán obtenerse los demás productos, incluso la mano de obra.
De todo ello
resulta que se propicia la adopción como moneda de una mercancía sobrevaluada
respecto a todas las otras. La acumulación y concentración de tal mercadería
viene a constituir el capital, según se lo conoce en la experiencia histórica,
el cual por su propia dinámica, hubo de constituir la acumulación y
concentración de los medios de producción, y por consiguiente de la
riqueza, con el efecto consiguiente de
la erección de un orden social totalmente disimétrico.
Se llega a más
todavía. Como se observa que a igual trabajo, la riqueza producida aumenta, si
se aumenta el capital, se concentra toda la atención en el concepto del capital. Se intenta entonces aumentar el
capital y para ello aumentar las utilidades. Y como a su vez el aumento de las
utilidades también puede efectuarse a costa de la reducción de salarios, se
llega a Los principios de la Economía Política
de David Ricardo, en que éste propicia la reducción de salarios para que aumenten las utilidades y
con ello el capital. Sabido es que la conclusión de Ricardo al examinar toda la
cuestión es la siguiente: “De esta manera he intentado demostrar, en primer
lugar, que al registrarse un aumento en los salarios, ello no significó
forzosamente un aumento en los precios de los artículos, sino que en cambio,
invariablemente disminuirán las utilidades”.
Así entre salarios,
que es la paga del trabajador, y las utilidades, que es la del empresario,
habrá una tensión o conflicto. Los intereses de unos y de otros serían
necesariamente encontrados o antagónicos, al revés de los que nos enseña la
sabiduría tradicional de Aristóteles y Santo Tomás. Así cono estos establecían
la reciprocidad en los cambios como ley fundamental del mercado para que este
mantuviera la proporción de todos los productores en la integración de la
ciudad, así aquellos preconizan la lucha de empresarios y asalariados como ley
de la acumulación del capital. La mano de obra es una simple mercadería que se
tratará de obtener al más bajo precio posible “El precio natural de la mano de
obra es el precio necesario que permite a los trabajadores, uno con otro,
substituir y perpetuar su raza sin incremento y disminución”. “El precio de mercado
de la mano de obra es el precio que realmente se paga por ella, debido al juego
natural de la proporción que existe entre la oferta y la demanda; la mano de
obra es costosa cuando escasea, y barata cuando abunda…”. “Cuando el precio de
mercado de la mano de obra es inferior a su precio natural la condición de los
trabajadores es de lo más mísera; la pobreza les priva de aquellas comodidades
que la costumbre convierte en necesidades absolutas”.
Al final del siglo
XVII se inaugura el capitalismo mal llamado liberal. Capitalismo: una economía
fuertemente dinámica que busca desarrollar el capital para crear con él una
fuente perenne de nuevas riquezas o ingresos.
Liberal, o sea que los factores concurrentes a la creación de riqueza se
mueven libres de toda traba moral o de
justicia, como si fueran puras mercaderías despojadas de toda significación. De
un lado se presentan los capitalistas dueños del capital, es decir, de todos
los instrumentos de producción: inmuebles, edificios, materias primas,
maquinarias, dinero con que adelantar los pagos durante el tiempo que se elabora la mercancía; del otro los
obreros, sin otro capital que sus fuerzas, que deben ser reparadas día a día
con la paga del salario. ¿Cuál es el resultado de la asociación de capital y trabajo? La producción de mercancías que luego se
venderán en el mercado. ¿Y que parte de estas mercancías corresponderá al
trabajador y qué parte al capitalista? El capitalista se llevará una parte
apreciable y el trabajador apenas podrá reparar sus fuerzas. Y mientras la
acumulación del capital aumentaría con progresión geométrica, la situación del
asalariado quedará estacionada, si éste no ha sucumbido a la desocupación que
se presentará inexorable en las crisis periódicas.
Bajo la influencia
del calvinismo, como lo ha demostrado Max Weber en “La ética protestante y el
espíritu del capitalismo”, y bajo la judía, según consta en el notable libro de
Werner Sombart “Los judíos y la vida económica” se busca como fin del proceso
económico, no el consumo equitativo de todos los grupos sociales, sino la
acumulación de capital en manos de los pocos hombres predestinados.
Se forma así una
poderosa concentración del capital en pocas manos, en especial en manos de los financieros
y banqueros que manejan la riqueza de las naciones y del mundo. Aquí habría que
recordar la historia de la Banca
de Inglaterra y de los Rotschild, que coincide con el esplendor del capitalismo
mal llamado liberal durante el siglo XIX hasta la primera guerra mundial.
La conducta
calvinista ha de coincidir con la invención y desarrollo –sin que esta coincidencia
haya de considerarse necesaria- de nuevas técnicas de producción, las que
aceleran, en consecuencia el desarrollo económico, el cual va a favorecer
primera y directamente a aquella acumulación de capital o de riqueza de una minoría –la minoría financiera sobre
todo-, frente a una mayoría consumidora que no ha de progresar tanto o no ha de
progresar nada. Se produce en consecuencia una disimetría en las economías
nacionales y en la mundial. Disimetría de sectores, aún dentro de las economías
nacionales, ya que el factor financiero ha de progresar más que el comercial,
éste más que el industrial, éste, a su vez más que el agrícola. Disimetría
entre empresarios y empleados-obreros. Disimetría entre centros económicos
poderosos y periferia empobrecida. Además de estas disimetrías aparecen las
crisis cíclicas, originadas en las mismas disimetrías económicas, y en causas
monetarias, ya que la moneda en lugar de estar al servicio del proceso
económico, sujeta a su servicio, como causa última motor, a todo el proceso
económico.
Estos trastornos de
funcionamiento del aparato económico en lo nacional y en lo mundial, se pone de
manifiesto, sobre todo, a lo largo de todo el siglo XIX, hasta 1914 o 1929,
cuando la vida económica internacional está regida por el Banco de Inglaterra.
A partir de 1929
debido a la nueva política económica-financiera inspirada fundamentalmente en
Keynes y al contrapeso del sindicalismo, se atenúan las disimetrías en el orden
interno de los grandes países capitalistas y dejan de hacer sentir su influjo
las crisis cíclicas. Pero la disimetría se acentúa entre los grandes centros
industriales y los países proveedores de materia prima, y aún dentro mismo de
los grandes centros mundiales, entre Estados Unidos y Europa.
Se produce incluso
una ruptura entre la Banca
mundial que quiere continuar manteniendo bajo su dominio el desarrollo
tecnológico y este desarrollo que quiere independizarse del freno que a su
vuelo intenta ponerlo el capitalismo financiero. Este punto se torna clarísimo
en la actual coyuntura. En efecto, Estados Unidos, con capacidad tecnológica y
productiva para expandir inconmensurablemente sus bienes y servicios al
exterior, se ve frenada por razones financieras, ya que esta expansión tecnológica
y productiva se traduciría en una expansión de dólares en el exterior, la cual
determinaría un mayor drenaje de sus
reservas oro y por lo mismo la agudización del conflicto dólar-oro. Por lo
mismo, este conflicto, en manos del Poder Financiero mundial es un arma de
combate para restringir el desenvolvimiento tecnológico y productivo de los
Estados Unidos. Es difícil predecir las consecuencias de la lucha planteada
entre tecnología y Poder Financiero. ¿Quién en definitiva prevalecerá sobre
quien? Pero la lucha netamente planteada puede ser llevada y dirimida, en
último termino, en el terreno militar.
EL CAPITALISMO Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL.
La actuación del capitalismo moderno se vincula esencialmente con la Revolución Mundial
que agita modernamente a los pueblos. Se vincula esencialmente de diversas
maneras. Primero, produciendo en todas partes y en escala mundial las
injusticias pavorosas que constituyen el sistema capitalista mismo, que
arrebata las riquezas que corresponden a todos y a cada uno de los grupos
sociales para concentrarlos en pocas manos. El capitalismo es Revolución, es la Revolución. En
su carácter propio desordena, desajusta, produce estragos sin cuenta y es el
factor de la guerra de clases que hoy arrasa todas las regiones de la tierra y causa
de la expansión de la civilización materialista, que destruye valores
espirituales y siembra la destrucción de los vínculos morales de familias y
pueblos.
En segundo lugar,
el capitalismo es revolucionario porque produce la lucha de clases, sobre cuya
dialéctica ha de operar luego el comunismo soliviantando al proletariado por la
implantación de la férrea dictadura de los grandes jefes modernos de la Revolución, Lenin,
Stalin, Mao Tse Tung y Fidel Castro. Bajo este aspecto el mundo de hoy se halla
constituido por una gigantesca dialéctica, uno de cuyos polos es la minoría privilegiada de los pueblos de
Europa y de los Estados Unidos, y el otro, el polo de los pueblos hambrientos,
que forman las dos terceras partes de la humanidad.
En tercer lugar, el
capitalismo es revolucionario porque, como ha expuesto el doctor Carlos A.
Voss, en un notable artículo, Presencia del 14/7/61, el Capitalismo Financiero
Internacional ha pagado todas las revoluciones desde el siglo XVII hasta la
revolución comunista de 1917. Debemos admitir que los datos históricos al respecto son susceptibles de
ser polemizados y, por ello, nos abstenemos de subrayar este punto. Vamos a insistir, en cambio, en el actual
conflicto entre el poder económico americano, fundado sobre el dólar y teniendo
al presidente Johnson como protagonista principal, por una parte, y por otra el
capitalismo financiero mundial, con el oro, como moneda-patrón y con De Gaule
como protagonista principal. Y este ha de constituir el cuarto punto del
carácter revolucionario que constituye la esencia del capitalismo
EL CAPÌTALISMO AMERICANO Y LA REVOLUCIÓN MUNDIAL.
Es muy posible que el capitalismo propiamente liberal, regido por la Banca de Inglaterra, haya
ejercido un dominio sobre los pueblos más inhumano que el capitalismo que con
posterioridad al año 1930 viene desarrollándose en los Estados Unidos y Europa.
Pero aún cuando así fuera y aunque en el orden interno de las naciones
capitalistas, tanto en los Estados Unidos como en Europa, se registrara una
distribución más armónica de la riqueza, sin embargo la disimetría irritante entre los países centro-económicos
y los periféricos, lejos de atenuarse, se agravaba cada día con síntomas de
agudización, tales que ya se habla abiertamente del Gobierno Mundial, el cual
evidentemente sería ejercido por el Poder de la Alta Finanza que
viene manejando la Revolución Mundial
desde hace algunos siglos.
Un escritor de la
envergadura y la significación en los planes mundiales como Arnold Toynbee, se atrevió a hablar
públicamente y sin empacho nada menos que en el Centro de Altos Estudios del
Ejército en una conferencia que dio el 5 de octubre de 1966 sobre el tema: “El
mundo hacia el cual viajamos”. En dicha conferencia se abogó claramente por un
mundo sin Estados nacionales ni soberanía que debía ser regido por un gobierno
mundial. Para ello abogó igualmente por la unión de los Estados Unidos y Rusia,
aunque, como es de imaginar, no entró a discriminar que clase de personajes e
intereses habían de estar detrás de las fachadas que estos países presentan.
El planteo de
Toynbee viene a poner de relieve especial significación del libro de Pierre
Virion publicado aquí en Buenos Aires con el título: “El Gobierno mundial y la
contra-Iglesia”. Allí Virion señala que los planes novísimos de la Alta Masonería
Mundial, elaborados a fines del siglo pasado y comienzos de éste por la Sinarquía de Saint-Yves
d’Alveydre, y descubierto por la
Policía francesa durante el gobierno de Petain, detrás del cual se mueve la poderosa
Banca Rotschild. De acuerdo con estos
planes se va rápidamente al gobierno mundial con el liderazgo de Europa y no
precisamente con el de los Estados Unidos.
La unificación del mundo económico, cultural y político en los planes sinárquicos
envolvería asimismo una religión universal esotérica que daría unidad y razón de ser a todas las otras
religiones que serían como expresión
exterior exotérica del culto
universal de la Humanidad.
La Sinarquía unificará a los pueblos en una Tecnocracia, que
sería asimismo una Satanocracia.
Tanto el tema de
Toynbee –que es asimismo objeto de su último libro aparecido en Oxford- como el
libro mencionado de Virión arrojan luz para la significación e interpretación
de los hechos mundiales que se desarrollan en estos momentos.
LAS DOS FRACTURAS DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL.
En la actual etapa de la
Revolución mundial el liberalismo no tiene ya vigencia. Nos encontramos en un capítulo más avanzado
en el cual las diferencias las establecen las modalidades de la
sociedad-máquina que se trata de imponernos.
Por un lado tenemos el comunismo menchevique reformista, que poco a poco
se va transformando en la ideología dominante tanto en Rusia como en Europa
Occidental. Por el otro, el comunismo bolchevique, de tipo staliniano, que
encuentra su representación en el régimen de Pekín y en los movimientos
revolucionarios de los países subdesarrollados.
Esta fractura del
comunismo ha determinado otra en el mundo llamado libre. En efecto, la cada vez
más señalada integración de Europa Occidental y la Unión Soviética –la “Europa del
Atlántico a los Urales” del general De Gaule- ha sido causa de que el Poder de la Banca Mundial haya iniciado un
drenaje del oro atesorado en los Estados Unidos al continente europeo. Esta
evasión se verifica a través de las Bancas centrales europeas que reclaman el
pago en oro de los saldos deficitarios de los Estado Unidos y a través del
atesoramiento privado que excede los doce mil millones de dólares en los últimos
años. Lo concreto es que en esa forma los Estados Unidos han venido perdiendo
10.000 millones de dólares en los últimos años y que, como el proceso continúa se
cierne la amenaza de tener que devaluar el dólar, lo que traería una situación de grave quebranto par la
economía de los Estados Unidos y del mundo.
Tal oposición entre
el poder Financiero desplazado a Europa y los Estados Unidos ha alcanzado ya
plena manifestación política con el retiro de Francia de la NATO y con las actitudes
provocadoras y pro soviéticas del general De Gaule.
Pero la política
dirigida contra el poderío de los Estados Unidos encuentra amplio eco en el
seno mismo de la sociedad norteamericana.
El comunismo, tomando pié en el egoísmo de los diversos grupos azuza a los
blancos contra los negros y agudiza la lucha de razas, confiando en que la
misma provocará el derrumbe de la comunidad. Finalmente, las públicas
revelaciones presentadas en el libro “Strike from Space”, de Phyllis Schlafley
y el almirante Chester Ward, y en Sunday Visitor por el jesuíta Daniel Lyons,
demuestra que dentro de la
Secretaría de Defensa actúan grupos empeñados en destruir la
capacidad bélica de los Estados Unidos.
Sin embargo, este
programa “pro-europeo” del Poder de la Alta Finanza puede quedar desbaratado por la
resultante natural de este sistema de fuerzas; aunque resulte aparentemente
insólito, la reacción patriótica norteamericana, fuerte sobre todo en el oeste,
llevará a una alianza de los Estados Unidos con China Roja contra el bloque
Europa-Unión Soviética. En este sentido, diversas informaciones han dejado ya
traslucir la existencia de un pacto de no agresión entre los gobiernos de
Washington y Pekín. A este respecto, en La Nación, de Buenos Aires, el 6 de septiembre de
1966, en el cual refiere la opinión de un periodista soviético para quien el
“endurecimiento” del comunismo chino sólo resultaba explicable en cuanto motivo
de separación con Rusia y tendencia a capitalizar grandes sectores del
comunismo y neutralismo internacionales que sirvieran luego para negociar con
los Estados Unidos. Al día siguiente un telegrama de France-Press daba cuenta
de las declaraciones del Ministro de Relaciones Exteriores chino en el que
afirmaba que las relaciones con los Estados Unidos podrían volverse más
cordiales. Muchas otras noticias coincidentes abalan esta suposición de nuevo
bloque internacional.
Sea lo que fuere de
estas apreciaciones, el hecho real para el pobre hombre de hoy que circula por
las calles de nuestras ciudades es que se ve protagonista de hechos mundiales
cuyo alcance y desenlace totalmente ignora y que le revelan la profundidad de aquello de Disraeli, el gran primer
ministro de la época victoriana, que escribía en 1844, en su novela Coningsby: “El mundo está manejado por otros
personajes, que no imaginan aquellos
cuya mirada no llega hasta detrás de los bastidores”. Rathenau, el gran
magnate de la electricidad, decía en 1906, mucho antes de su extraña promoción
al poder en la Alemania
republicana de 1918: “Trescientos hombres
que se conocen entre sí y que buscan sucesores a su alrededor, dirigen los
destinos económicos del mundo”. De aquí que nadie haya de extrañarse de la
seguridad con que el banquero Warburg pudiera afirmar ante el Senado
norteamericano en 1950: “Se lo quiera o
no, tendremos Gobierno Mundial. La única cuestión que se plantea es la de saber
si este Gobierno Mundial será establecido por persuasión o por la fuerza”.
(Informe de la Foreing Association
Doostep Savannagh).
Estremece pensar
que en un mundo en que las bombas nucleares se almacenan en los depósitos de
poderosas naciones, nuestra suerte y la del mundo se hallan a merced del
poderoso capital internacional.
Es de esperar que
el hombre de hoy reflexione y comprenda que la acumulación de dinero, lejos de
ser un fin último de la vida humana, ha de ponerse humildemente al servicio de
los fines inferiores del bienestar material y del desenvolvimiento tecnológico,
para que éste, a su vez, sirva a los fines de la economía, de la política y de
la cultura, para que, a su vez, estas encaminen al hombre al logro y obtención
del verdadero fin último de todo hombre individual y de toda civilización
auténtica. Una economía con la acumulación de la moneda como fin último no sólo
se opone al Reino de Dios sino que incluso traba el desarrollo tecnológico y
productivo y conspira en definitiva contra el mismo bienestar material del
hombre.+
Julio Meinvielle,