Pérdida de la gravitas
Fechada en la Festividad de Cristo Rey, Francisco dio a conocer su Carta Apostólica Misericordia et misera, popularmente famosa desde los mass media por su punto 12, obviamente tergiversado, y según el cual –para esos multimedios‒ “la Iglesia ahora perdona el aborto”.
Desde luego que este último enunciado es
una mezcla de malicia, de fraude y de ignorancia escandalosa,
perpetrada por los propagadores de noticias. Entre otras cosas porque no
existe un “ahora” eclesial dispensador de perdones opuesto
dialécticamente a un supuesto “otrora” negado al perdón.
Lo que sí y riesgosamente viene a
decirnos aquel mentado punto 12 es que se concede “a todos los
sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes
hayan procurado el pecado del aborto”, contrariando expresamente el
canon 1398 del Nuevo Código de Derecho Canónico, que ponía exigencias
mayores y más estrictas acordes con la gravedad del crimen cometido.
En la práctica, y bien escondido tras
los ropajes de la indulgencia, esto derivará en una banalización de tan
tremenda falta moral, en una relativización y des-solemnización tanto
del homicidio como de su eventual condonación sacramental. El cura
qualunque –falto como suele estar de cualquier seria formación católica‒
que reciba en confesión a un abortista dispensará la absolución al
homicida sin otra carga que traer a la parroquia algún alimento no
perecedero para los pobres. Lo mismo sucederá si se confiesa un
adulterio o una vida contranatura o la práctica activa del travestismo.
Alerta punitivo al tope, en cambio, si alguien llegase a reconocer, tras
la extinta celosía del confesionario, que se entusiasmó en una corrida
de toros (a favor del torero) o que contaminó la acera de su casa
arrojando algún residuo sin reciclar.
La gravitas, aquella noble virtud que
significaba peso, responsabilidad, severidad y seriedad, y que tan
vinculada a la piedad estaba, quedará excluida del horizonte del
penitente y del ministro. Es que la misma Carta Misericordia et Misera,
que en buena hora “recomienda mucho [al clero] la preparación de la
homilía y el cuidado de la predicación” [6], nada dice del celo que debe
tenerse para administrar correctamente el sacramento de la penitencia o
confesión, devenido hoy, en la generalidad de los casos, en un diálogo
insustancial,consensuado y mecánico con el clérigo de turno.
En la cosmovisión bergogliana –y hasta
aquí no cabe reproche‒ está claro que el confesionario no puede ser un
salón de torturas. Pero tampoco puede ser una cafetería en la que dos
conocidos se dan al charlismo amistoso y se despiden hasta próxima
ocasión. Con sapiencia decía Louis Veillot, que el respetuoso y
reverente atractivo de los tradicionales confesionarios, más consistía
en estar ellos salpicados de penas, vergüenzas y dolores que chorreados
con la sangre de un mártir. Es el estar rodeados de adoloridos
arrepentimientos lo que suscita su búsqueda en el alma sana. No el
parecerse a las cabinas de un cyber en la que se entra y se sale para hacer un poco de vida social y otro poco de humana catarsis.
La confesión tiene pautas, condiciones,
requisitos, exigencias. San Juan Nepomuceno es el Patrono de los
Confesores, no Frantz Fanon. Y desde siempre se enseñó en la doctrina
católica que existe la disciplina; esto es la posibilidad y la necesidad de una pena, de una sanción, de un castigo. Bienvenidas todas las formas del suaviter
que la prudencia del clérigo juzgue conveniente. Bienvenido incluso el
ritmo armónico y pedagógico de las fórmulas, tan descuidado. Mas
recuérdese que fue Santo Tomás el que escribió con acierto: “A los
hombres bien dispuestos se les induce más eficazmente a la virtud
recurriendo a la libre persuasión que a la coacción. Pero entre los mal dispuestos hay quienes sólo por la coacción pueden ser conducidos a la virtud”(Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 1).
El remedio de las dulzuras y de las
ternezas ilimitadas que se propone actualmente, puede ser la panacea con
que sueñe un demagogo, mientras reserva la crueldad para sus
impugnadores. Pero probado está que no es la terapia espiritual que
dispensaron los grandes pastores. Nadie propone la inclemencia o la
fiereza, pero tampoco esta liviandad ridícula de convertir la religión
en un muestrario de carantoñas, al sacerdote en un dispensador de
arrumacos y al sacramento de la penitencia en una gestión de lisonjas
tranquilizantes y sin consecuencias ulteriores.
El outlet de la misericordia y del perdón
La Iglesia Católica no necesitó la
llegada de Bergoglio ni para absolver a los pecadores ni para predicar
la misericordia. Aunque no necesitándolo, la llegada de este hombre
trivializó ambos conceptos, el de la misericordia y el del perdón, si es
que acaso no hizo algo más grave como desnaturalizarlos. Como en
aquellos establecimientos popularizados bajo el nombre de outlets, en
los que se ofertan mercancías baratas en razón de alguna deficiencia en
su manufactura o en su vigencia, así se pretende que funcionen ahora
los templos supuestamente católicos.
La justicia sin misericordia es cruel,
ya se sabía.Pero el énfasis propuesto en el presente es la consumación
de una misericordia sin justicia objetiva, conservándose en la mejor de
las suertes una jurisprudencia sentimental de alcance individual, según
el caso del que se trate. Y eso lleva fácilmente a la lenidad y a la
impunidad, que no son bienes. Un bien es la equidad, que perfecciona y
supera el rigor del derecho escrito. Pero su parodia es la laxitud, que
convierte a la bondadosa templanza habitual, de la que hablaban los clásicos, en garantía de condescendencia.
Que el perdón de Dios no tiene los
contornos ni los enredos de los perdones humanos, también se sabía. Que a
imitación del Señor el hombre debe practicar el perdón, prodigándose en
actos de caridad gratuitos y sobrenaturalmente encaminados, era lección
de catecúmenos. Y de las mejores y más nobles para la vida de
perfección espiritual. Pero se sabía asimismo que “todo el que hubiere
hablado contra el Hijo del Hombre será perdonado; mas si no obstante,
habla contra el Espíritu Santo, no alcanzará perdón ni en este siglo ni
en el venidero” (San Mateo, 12, 32). Y esta última enseñanza ha sido
prácticamente borrada en el magisterio bergogliano.
La misericordia que se nos propone en la Carta Misericordia et Misera
es aquella en cuyo centro “no aparece la ley y la justicia legal, sino
el amor de Dios” [1]. Y concordamos, mientras no se omita, como se
omite, que esto no significa una confrontación dialéctica en la que toda
justicia legal puede ser conculcada, sino que significa que toda
justicia legal, si quiere ser legítima, debe ordenarse al Derecho
Divino, porque “el Señor es justo y ama la justicia”, canta el Salmo
(11, 8); y si “Dios es para sí mismo Ley”, como recuerda el Aquinate,
cuanto más debe serlo para los que aman a Dios.
La de Francisco es una misericordia
sociológica, sin referencia a la Verdad sino a la solidaridad. Y el
perdón es una amnistía incondicionada e igualitarista, sobre cuyo
otorgamiento no pesa ya más el deber de la contrición y hasta el derecho
de la autoridad a denegarlo o postergarlo si tal contrición sincera y
reparadora no se constata.
Misericordia y perdón, en la perspectiva bergogliana obran al unísono como dos revoltosos sans culottes,
que abren las puertas de la Bastilla para que se escapen los
patibularios; y de ser posible que ocupen los principales cargos. Tantos
años de jesuitismo y de argentinismo pudieron ponerlo en óptimas
condiciones de aprender aquello que decía el Padre Leonardo Castellani:
Dios no es un cantor de tangos; que al pecador arrastrado por el fango
de todas las corrupciones le va a decir, mano ancha: pasá nomás, quedate.
No.Dios es más hidalgo, más señorial, más príncipe. Por eso en no pocas
ocasiones se le escucha cantar afligido: “Algún día has de llamar/ y no
te abriré la puerta/y me sentirás llorar”. Como en el tango arrabalero y
cursi, el dios bergogliano, le suplica al descarriado que se deje
perdonar. El “arrepentíos y convertíos” (San Mateo, 4, 17) ha sido
desplazado por el “dejate misericordear”. Desplazamiento acaso que cifra
la distancia, entera y trágica, entre escuchar la voz de la la
Revelación Divina o los bramidos del plebeyismo mundano.
Pero he aquí la angustiante paradoja.
Desnaturalizadas y traicionadas tan importantes categorías de la vida
espiritual y moral, como la misericordia y el perdón, en aras de la
dignidad humana que –como se sabe‒ es uno de los grandes neodogmas
conciliares, lo que resulta, tras visitar este outlet eclesial
de Francisco, no es una creatura más digna, sino un revoltijo de
homúnculos abajados por una fe sociomórfica. Por lo que bien hacía
patente Dionisio: “Es necesario ver que la justicia de Dios es verdadera
en el hecho de que da a cada uno lo que le corresponde según su
dignidad, y que mantiene la naturaleza de cada uno en su lugar y con su
poder correspondiente” (De Divine Nominibus, 8).
El género de la auto-ayuda como criterio docente
Alguna vez fue dicho por alguien y
parece más cierto con el paso de las horas: es difícil no ver en el
estilo pontifical de Bergoglio el influjo de los textos de autoayuda,
género en el que suele tenerse por precursor al norteamericano Dale
Carnagie, con su innoblemente famoso “Cómo ganar amigos e influenciar
sobre las personas”, editado por vez primera hacia 1940. Potenciada su
condición de best-seller perenne por la divulgación prolijamente ejecutada mediante la revistucha Reader´s Digest, pronto tuvo una legión de imitadores que continúan sin cesar.
Los
especialistas en la materia sostienen que los consumidores de estos
libelos son intelectos limitados y prácticos, que andan buscando
soluciones a problemas emocionales o a circunstancias adversas de la
vida. No admiten otras respuestas que no partan de la necesidad de las
buenas ondas y de las energías positivas, y son propensos a dejarse
convencer por aforismos o clisés, preferentemente breves, afectuosos,
simpáticos, presuntamente sanadores y en sintonía plena con el llamado
clima de época.
Bergoglio sabe entregar este material a
manos llenas. Recuérdese, no sin oprobio, que el siete de junio de 2015,
le dijo a la prensa reunida en el Vaticano: “Recen por mí y si alguno
no puede rezar porque no cree, al menos tírenme buena onda”. Causa
estupor y vergüenza ajena el recurso a tamaño tópico de la nadería
fraseológica dominante; y esto sin hacer análisis alguno de la inaudita
confusión de analogar la oración con el arrojo de hipotéticas
ondulaciones bienhechoras.
Misericordia et Misera no es
una excepción a estas predilecciones estilísticas. A cada rato
tropezamos con “mirar el futuro con esperanza” [1]; “romper el círculo
del egoísmo que nos envuelve” [3]; “la bondad” que “como un viento
impetuoso y saludable se ha esparcido por el mundo entero” [4]; “es
tiempo de mirar hacia adelante” [5]; “Dios sigue hablando hoy con
nosotros como sus amigos,se «entretiene con nosotros»” [6];ser “testigos
de la ternura paterna” [10];vencer “el círculo de la soledad”
[13];atender “la necesidad de consuelo” mediante “un abrazo que te hace
sentir comprendido, una caricia que hace percibir el amor” [13];
“participar activamente en la vida de la comunidad” [14];pedirle a esa
comunidad “iniciativas creativas que animen a los creyentes a ser
instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra” [7]; “poder así
caminar juntos”; percatarse “de cuánto bien hay en el mundo” [16]; ver
que “estos niños son los jóvenes del mañana” [19]; recibir “la caricia
de Dios” [21],y un penoso etcétera que podemos ahorrarnos, pero que más
nos acercan a las páginas de Bucay que a una lectio sagrada.
¿Cómo es posible que la inteligencia romana, que nos entregó páginas memorables como la Aeterni Patris o la Divini Cultus; cómo es posible que la Cátedra de Pedro que relumbró en In Praeclara o fulguró en la Quas Primas,
nos ofrezca ahora este repertorio baladí de formulaciones, antes
sacadas de un recetario para levantar la autoestima, que fruto del ruego
hímnico al Paráclito, Veni Sancte Spiritus, suplicando sus
dones? No; no es sólo la ortodoxia en su sentido legítimamente racional
lo que se ha perdido. Es también el dominio de la lengua apropiada para
el ministerio petrino. Señal de que el hombre anda algo incómodo en este
sublime mester.
Sin embargo, lo más confuso y a la par
lo más riesgoso, no es esta preferencia por los tópicos del género de la
autoayuda, sino ese aludido criterio horizontalista y sociomórfico que
domina esta docencia bergogliana como un acechante telón de fondo.
Un ejemplo atroz parece suficiente para retratarlo. Segun Misericordia et Misera,
la desnudez absoluta de Cristo en la Cruz, “revela de manera extrema la
solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque
no cuentan con lo necesario […]. Del mismo modo [la Iglesia] ha de
empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados […], no
mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que
impiden a las personas vivir dignamente. No tener trabajo y no recibir
un salario justo […], ser discriminado por la fe,la raza, la condición
social, estas y muchas otras son situaciones que atentan contra la
dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de
los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad”
[19].
Hay textos tutelares de los Padres de la Iglesia explicando el significado del vestido humano, de la pérdida de la stola prima
de raigambre adámica –desnudez entera de la gracia‒ y su reemplazo por
los harapos malolientes del pecado y de la apostasía. Cuando el padre de
la parábola del hijo pródigo ordena a sus criados que le coloquen el
vestido nuevo y limpio, no está ejecutando un acto de solidaridad sino
un ritual de purificación. No lo está llevando a la “feria americana”
parroquial para comprarle una prenda decorosa de ocasión. Lo está
revistiendo del Espíritu, dice Orígenes. Le está restituyendo, según el
Niceno, la túnica primera, bautismal y esponsalicia, que ahora merece
por haber retornado a la gracia. Se trata de un ornato para el alma, y
por lo tanto de una acción sacramental, antes que de un gesto de
beneficencia terrena.
Paralelamente, esos mismos Padres de la
Iglesia, seguidos después por los más empinados poetas de la
Cristiandad, han explicado el sentido de la desnudez de Nuestro Señor en
la Cruz. No queda desnudo para protestar contra la discriminación, ni
para reclamar una mejora de los salarios de los trabajadores, ni para
llamar la atención sobre la carestía de las indumentarias, ante la cual
se impone la colecta anual de Caritas. Va de suyo que no hay
que andar explicando que todas estas preocupaciones humanas y corpóreas
serán siempre necesarias, apremiantes y gratísimas a los ojos de Dios.
Pero la desnudez del Señor en la Cruz
obliga a un desciframiento más alto, a una alegorización más honda, a un
simbolismo más empinado, a una exégesis que arranca en los pliegos del
Antiguo Testamento y corona en el trono sangrante del Calvario. Es
desnudez de abandono y de entrega redentora. Es desnudez de herida
divina que cauteriza los dolores del hombre viejo. Es desnudez oblativa,
desapropiadora, donativa, amante. Es desnudez que reviste, dirá el
Apóstol (Romanos, 13, 14). Es traje de bodas, capa regia, túnica
salvífica y adventicia, según un giro expresivo de San Jerónimo. Sólo un
reduccionismo inmanentista de bajo vuelo puede acotar la desnudez del
Crucificado a los lindes de un compañerismo sindical por los
desposeídos.
La misma óptica horizontalista lo lleva a
explicar el acto divino ante Adán y Eva desnudos tras la caída, como un
gesto solidario mediante el cual, “la vergüenza quedó superada y la
dignidad fue restablecida”. “Sabemos que el Señor los castigó; sin
embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió»”
[19]. Otra vez, un dios del gremio textil sale en socorro de los que
andan escasos de prendas.
San Gregorio de Nyssa vio de otro modo
esta secuencia. Esas túnicas que Dios les entregó a nuestros primeros
padres, estaban hechas de animales muertos, indicándoles así que habían
roto voluntariamente la comunión divina para degradarse hasta el extremo
de ingresar al plano de la comunión animal. No eran una señal de la
dignidad recuperada y de la vergüenza vencida. Eran el símbolo mismo de
la indignidad y de la vergüenza por haber pecado a instancias mismas del
demonio. Pero era un ropaje provisorio y accidental, dirá el mismo
Niceno. Habrían de cambiarlo por las mejores galas inaugurales y
fundantes cuando llegara el tiempo de la Redención. Y para eso se
necesitaba el desabrigo y el desvestimiento completo de Cristo en la
Cruz.
Un plagio evidente
Movido por este género y este estilo que hemos tratado de describir con verdadera pesadumbre, al final del párrafo 16, la Misericordia et Misera
se despacha con un tópico por antonomasia de la sensiblería
bergogliana; tal vez el fruto más opimo de su monotematismo pastoral y
aún doctrinal. “Soy amado, luego existo”, dice textualmente la Carta
Apostólica.
¿De dónde procede este nuevo y extraño parafraseo cartesiano? ¿Cuál es el origen de este remedo o parodia del cogito ergo sum,
que enturbió las aguas de la metafísica y de la gnoseología y pretendió
tumbar la sensatez de la filosofía perenne? ¿Quién lanzó a rodar este
slogan emocionalista, patético y romántico, que hace depender el acto de
existir del amor y no el amor de la existencia previa de una creatura
capaz de amar?
Pues créase o no, un publicitado
fraseólogo español, Carlos Díaz Hernández, lleva publicados cuatro tomos
titulados “Soy amado, luego existo”, que le editó Desclée de Brouer a
partir del año 1999. No hay tiempo ni ganas aquí para dedicarse a este
personaje ruinoso, tenido por gurú del personalismo comunitario, del
anarquismo cristiano, del sincretismo religioso, de la “razón cálida” y
del modernismo catolicón. Sólo queremos llamar la atención sobre lo que
parece evidente y pocos han advertido. La extraña similitud de giros,
fraseos, muletillas, estribillos y cantilenas, entre el escritor de
marras y cuanto dice y escribe Francisco.
Irenismo espiritual absoluto;ecologismo
con ondas verdes de amor y de paz; bondades del comunismo;
equiparamiento de todas las creencias; utopías y periferias, ternuras y
caricias; amor y alegría por doquier desparramados; justificaciones
veladas del homosexualismo; reivindicación del franciscanismo en
perspectiva sociológica; pro semitismo exacerbado, recalcitrante y
obsecuente; misericordeo y humildeo solidario, sin condiciones
ni límites; bendiciones, perdones y augurios para todos, menos para los
fanáticos proselitistas; acogimiento del ateo, del agnóstico y salida al
encuentro universal y cósmico de la persona, sin marcar diferencias entre ellas; clasificación de los hombres según a qué huelan (sic).
Todo
el menú completo de fruslerías bergoglianas se hallarán en las
prolíficas y múltiples ocurrencias de este fulano, nacido en Cuenca, en
1944, encumbrado por la progresía española y americana; especie de Tucho
Fernández del primer mundo, y merecedor, como él, del dicterio
quijotesco, pronunciado cuando el caballero le recuerda a Sansón
Carrasco la peligrosa insania de aquellos que escriben y arrojan libros
de sí como si fuesen buñuelos.
“La fórmula que yo les propongo desde el personalismo comunitario es la siguiente: Soy amado, luego existo. En lugar del pienso, luego existo, soy amado, luego existo […] O qué tal: Me dueles, luego existo”. He aquí un gajo de la típica aforística diazhernandiana, desgranado en sus glosarios, que bien pudiera hallarse en la Laudato si o en Amoris Laetitia.
Pasó el tiempo en que los pontífices
abrevaban en los clásicos. Ahora, prefieren plagiar a los escritorzuelos
de bajo techado. Se nos fue la época de los papas rumiadores de
doctores de la Iglesia o sabios de Salamanca. Ha llegado con Bergoglio
el momento de calcar las ocurrencias de los sofistas. Lo más irritativo
es que a esto se lo llame hacer “teología de rodillas”. A no ser que,
dada la conocida afección futbolística de Francisco, el término aluda a
los rodillazos que, a modo de brutales infracciones suelen cometer los
jugadores imbuidos de torpeza cerril.
La colafización
Un antiguo ritual que pervivió al menos
hasta el siglo XII, tenía lugar los Viernes Santos en aldeas capitales
de Occidente. Las mayores autoridades de la comarca hacían comparecer en
público al hebreo más destacado del terruño, y en presencia del público
se le atestaba una simbólica bofetada, como para mantener viva la
memoria del crimen del deicidio y la repulsa consiguiente a la que se
haría acreedor todo aquel que del mismo no se retractase.
La ceremonia se llamaba la colafización.
Palabra que hunde su raíz etimológica en el griego,kolafiðzw, pasando
por el latín: colaphizo, y que en principio y simplificando significa
castigar. Varias fuentes documentales nos han quedado como registro de
tan significativo rito; y en tal sentido aconsejan los estudiosos volver
sobre las páginas insospechadas de Bernhard Blumenkranz, Les auteurs chrétiens latins du Moyen Âge sur les juifs et le judaïsme, publicado en el año 2007, en la Collection de la Revue des Études Juives.
No tema el lector inquieto, ni se
sobresalte el pío papólatra, que no estamos proponiendo una reedición
del llamado Ultraje de Anagni, sucedido a principios del siglo XIV. Aquí
no hay ningún Bonifacio VIII ni un Sciarra Colonna que le clave
irrespetuosamente su mano en el rostro, si es que acaso así sucedieron
los hechos.
Pero los símbolos tienen su valor y por
eso mismo los traemos a la memoria. Y lo que estamos queriendo
simbolizar es claro como el agua. Bergoglio merece un castigo, un
escarmiento, un correctivo, una penalidad, una sanción. Si ha de ser,
para empezar, una carta de cuatro cardenales, que lo sea. Si han de
seguirse, como de hecho ya ocurre, otros varios cardenales más que lo
cuestionan y objetan, que lo sea también. Si ha de ser un rebaño leal a
la Verdad, y por eso cada vez más perplejo y reacio a obedecerlo, y cada
vez más creciente, téngase por válido.Si ha de ser,al fin,un santo
varón solitario que se atreva a decir que el rey no sólo anda por las
calles engañando y nudo sino que ya no quiere oficiar de rey, qué
irrumpa pronto ese caballero fiel y veraz.
Tome las formas que tomare la soba, este
tránsito que está empeñado en dar del Iscariotismo a la Apostasía no
puede quedar impune. Escandaliza y perturba. Y si remitimos al ritual
colafizante, al modo de una alegoría, es porque ninguno como Bergoglio
ha judaizado tanto a la Iglesia como él. Ninguno, hasta donde llega la
memoria, se ha hecho socio y cómplice activo de la Sinagoga en la tarea
imperdonable de descristianizar día a día la Barca que le fue confiada.
Ninguno tan amable secuaz del pérfido enemigo bimilenario, motor y causa
eficiente del resto de los enemigos que advinieron y vienen, siempre
prontos para ultrajar a la Esposa.
Una afirmación, pues, ha de seguirse
como válida en estas trágicas circunstancias. Recibida bajo las formas
que fuere la colafización, no ha lugar para la proverbial respuesta: “Si
he hablado mal dime en qué, y si no por qué me pegas” (San Juan, 18,
23). El razonamiento en este caso es inverso: el golpe le llega
precisamente porque ha hablado mal. Y personalmente hace años que le
estamos diciendo en qué. Desde que escribimos La Iglesia traicionada,
hacia el ahora lejano 2009. Y aún antes también. ¿Para qué lado miraban
entonces los electores del Cónclave cuando en este rincón surero del
Sur de Hispanoamérica, se advertía con dolor las inconductas de tamaño
sujeto?
Recen en mi
Aprendimos de un monje –montañés
sapiente y artesano de la palabra laudante‒ a profundizar el sentido de
aquella perícopa joánica que dice: “Si ves a tu hermano pecar, reza por
él y le darás vida” (I San Juan, 5, 16). Y el susodicho monje nos hizo
conocer además las páginas del maestro copto Matta el Meskin, tituladas
“La oración por los demás: una grave responsabilidad”.
Hay en lo antedicho un misterio grande y
luminoso –como son los misterios verdaderos‒ asociado tal vez al dogma
de la Comunión de los Santos. Es el misterio de la sustitución vicaria.
Rezo por el otro que no sabe lo que tiene que pedir; que ignora o viola
lo que debe impetrar; que desconoce lo que le conviene suplicar cuando
ora, agradecer cuando ruega, hacerse perdonar cuando implora. Rezo por
el otro puesto en su pellejo, hecho su osamenta, transformado en su
cuero. Rezo por el otro no como destinatario sino como sustituto. No en
tanto receptor; antes bien como sucedáneo.
Junto a la justiciera colafización de
Bergoglio pedimos y ejecutamos esta clase de plegaria. Lo pedimos y lo
ejecutamos de todo corazón. Sincera y filialmente. No es el monocorde
“recen por mí” lo que habremos de hacer en estos tiempos límites. Sino
el “recen en mi”. Recen; recemos, poniéndonos en el lugar de este hombre
descarriado, devenido de pastor en lobo, de centinela en mercenario, de
bautizado en circunciso. Recemos pidiendo su conversión.
Y no hay en esto asomo de ironía,
mordacidad o guasa. Hay verdadera seriedad en las cosas, cuando las
cosas no admiten regreso ni solución ni cura, si no interviene la
Omnipotencia Suplicante, y acogiendo nuestra oración vicaria, la
deposita en las manos del Hijo. Como cuando pequeño, Ella dejó en sus
manos el saludo matutino y tempranero de un beso materno.
Misericordia et Misera
Lo mejor y más provechoso de esta Carta
Apostólica, sin dudas, es que nos remite al bellísimo pasaje
agustiniano, en el cual Cristo y la mujer adúltera se encuentran, a
instacias de los fariseos. Quieren poner a prueba la reacción del Señor
ante un caso flagrante de conducta pecaminosa y a la par ilegal.
Y El Señor habla y obra. Su conducta es
parenética y a la par perfomativa. Esto es, que exhorta y amonesta,
mientras realiza al hablar la acción evocada. Les dará a los sepulcros
blanqueados una lección que nunca olvidarán. Le ofrecerá a la
descarriada la única vía para no extraviarse. Y solos entrambos, huídos
los feraces verdugos, el Rey que absuelve, la desposada que llora; ella
que se marcha con el alma en vilo, y Él que se queda escribiendo sobre
la tierra. Para que la tierra sepa que su juicio es transitorio y
falible, y que por eso debe remitirse con seguridad y temor al juez que
está en lo Alto.
Los salmos se escuchaban en la escena:
“¡Aprended, jueces de la tierra!” (Salmo 2, 10). “Miró a la tierra y
ésta se estremeció” (Salmo 103, 32).
El silencio se apoderó del paisaje. La
inefabilidad señoreaba a sus anchas. Y la voz del Mesías retumbaba por
las columnatas del templo, resonando hasta en la cima del Monte de los
Olivos: el que esté libre de pecados que cause la primera herida con su
cascote vengativo. El que no tenga dolo que se atreva a la primera
sangradura. El incontaminado que lance con furia el ladrillo cercenante y
odioso. “Señor, si tú mismo no me condenas, estoy salvada”…
Hay un silbo de piedras en la tarde homicida,
una mujer temblando como cimbran los trigos
cuando arrecia la siega despojando de abrigos
al fruto de los surcos tras la siembra crecida.
Una mujer apenas. Ni siquiera está erguida,
los crueles fariseos son jueces y testigos,
cada puño un guijarro,los labios son castigos.
Ella es la imagen misma de una rosa abatida.
Varón de los perdones celestes y terrenos,
Señor de la clemencia, maestro de mercedes,
por tus palabras justas los rencores crujían.
La miraste con esos, tus ojos nazarenos,
la vida de la gracia le muestras y concedes.
E inclinado hacia el suelo tus dedos escribían.
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