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- Categoría: INVESTIGACIONES
- Publicado: 21 Enero 2018
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El Poder Judicial
de la Nación, y la Corte Suprema, en particular, han transitado la
historia anteponiendo sus intereses corporativos por sobre los controles
que, razonablemente, debieran existir en un sistema republicano.
El ocultamiento de información a la que
la ciudadanía debiera tener acceso y el rechazo de todo tipo de
contralor sobre aspectos administrativos que no hacen a la función
esencial de juzgar, pero sí a la credibilidad en el sistema, han sido
una constante.
Cuando el 29 de setiembre de 1999 se
sancionó la ley de Ética en el Ejercicio de la Función Pública, el
Congreso había previsto un órgano de aplicación (Comisión Nacional de
Ética Pública) conformado por representantes de todos los poderes del
Estado y por algunos organismos autónomos de relevancia institucional.
La ventaja que tenía este sistema de
contralor es que ningún poder tenía supremacía de representantes para
controlar dicha Comisión, razón por la cual, dicho ente de control
resultaba inmejorable, en cuanto a independencia, a los efectos de
verificar el cumplimiento de las normas de ética pública en todos los
poderes del estado.
Lamentablemente, la Comisión Nacional de
Ética Pública jamás se constituyó, y gran parte de la responsabilidad,
en ese fracaso, es atribuible a la Corte Suprema, que se negó a integrar
dicho ente con su representante, porque consideró, en su Acordada
1/2000, que sólo la Corte podía controlar a los integrantes de la Corte y
de las instancias inferiores, y que ningún representante de la Corte
podía participar en el control de los funcionarios de otro poder.
De este modo, el organismo que
finalmente se hizo cargo de aplicar la ley de ética en el ejercicio de
la función pública fue la Oficina Anticorrupción, un ente cuyo titular
es designado y removido por el Poder Ejecutivo, razón por la cual,
además de carecer de la independencia propia de un ente de contralor,
sólo tiene competencia en el ámbito de dicho poder y de la
administración pública nacional.
Ganó así, la Corte, bajo la presidencia
del menemista Julio Nazareno, su primera batalla para eludir la
publicación y exhibición de las declaraciones juradas de sus miembros.
Lo hizo creando un engorroso sistema para acceder a las mismas, en el
que la última palabra la tenía el máximo tribunal.
Ya bajo la presidencia de Lorenzetti, la
Corte profundizó su pretendida autosuficiencia en materia de controles.
En efecto, previo a la sanción de la ley de acceso a la información
pública, exigía, mediante ejemplares sentencias, a los otros poderes del
estado, que respondieran las solicitudes de información de la
ciudadanía, respetando los estándares internacionales en la materia,
pero evitaba sostener sus dichos con los hechos, cuando los pedidos de
información iban dirigidos al máximo tribunal.
El pasado año, con el precedente de la
malograda Comisión Nacional de Ética Pública, y al sancionarse la ley de
acceso a la información, el Congreso evitó –pese a lo que sugieren los
organismos internacionales- crear un órgano de aplicación único, para
todos los poderes y conformado por representantes de todos los poderes.
Así, dispuso que cada poder crearía el suyo, garantizando la autonomía
funcional del mismo.
En este contexto, y cuando parecía que
el Poder Legislativo había dictado una ley a la medida de las abusivas
pretensiones del máximo tribunal, la Corte, en su último acuerdo del año
2017, dictó la Acordada 42/2017, por medio de la cual, apartándose de
la ley de acceso a la información pública, se negó a la constitución de
un organismo con autonomía funcional que decida, entre otras cosas, si
corresponde o no difundir la información que solicita un ciudadano a la
Corte. Dicha tarea, será cumplida por un órgano dependiente de la propia
Corte, cuyas decisiones podrán ser revisadas, en caso de apelación del
requirente de información, por el propio Lorenzetti. Es decir, por quien
podría ser el funcionario más perjudicado, en caso de que existiera
alguna información comprometedora, en relación al desempeño de los
miembros del máximo tribunal o de sus subordinados.
Si la función de control la ejerce el
controlado, no estamos ante un control. Por el contrario, estamos frente
a la posibilidad cierta de un encubrimiento. De este modo, la doctrina
según la cual, la Corte no admite controles independientes, con
fundamento en su potestad de establecer su propia administración, y en
evitar la intromisión de otros poderes del estado, constituye una
ofensa a la república. Porque el sistema republicano divide el poder
para que haya controles, y quien pretende controlarse a sí mismo, en
realidad, no se controla del modo republicano que exige nuestra
Constitución.
Lo dicho hasta aquí revela que la cabeza
del Poder Judicial exhibe una evidente necesidad de ocultar su espurio
funcionamiento. Sin embargo, la última acordada del año trae una novedad
auspiciosa, que no estuvo presente en otros pronunciamientos similares:
el quiebre de la unanimidad. En efecto, el Doctor Rosatti votó en
disidencia, postulando la creación de un órgano de aplicación con
autonomía funcional, tal como lo requiere la ley 25.275 de acceso a la
información pública.
Será la sociedad argentina, en
definitiva, quien deberá presionar y exigir para que cada vez haya más
Rossatis y menos Lorenzettis.
José Lucas Magioncalda
Abogado
Pte. Ciudadanos Libres por la Calidad Institucional Asociación Civil