La Santa Sede y la Gobernanza Mundial. Algunos antecedentes de la actual política vaticana
Mucho
se habla, sobre todo en estos días, del Nuevo Orden Mundial o
Globalización (así, con mayúsculas). Sin embargo, no siempre se repara
adecuadamente en sus orígenes, naturaleza y propósitos. Por empezar,
preferimos llamarlo Gobernanza Mundial -pues de eso se trata, en definitiva, ya que de orden, propiamente, no tiene nada-; es una Gobernanza más de hecho que de jure,
claramente identificada con grupos y personas concretas que no ocultan
su identidad ni sus fines y que, en última ratio, responde a una
ideología o Pensamiento Único que intenta plasmarse en un Sistema cuya vigencia se concibe a escala planetaria.
Los
mentores y fautores de esta Gobernanza son hombres, animados de las
peores intenciones sin duda y en los que, incluso, no puede descartarse
alguna inspiración no humana; pero son hombres falibles y, por tanto, no
tienen ni el control de todos los resortes del poder, ni está en sus
manos predecir el curso de todos los acontecimientos ni, menos aún, les
pertenece la última palabra. Sin embargo son un serio peligro que se
cierne sobre las naciones otrora integrantes de lo que aún se sigue
llamado la Civilización Occidental. Por eso es importante conocerlos y
denunciarlos oportunamente.
El inicio de esta Gobernanza Mundial,
al menos como se viene configurando en estas dos décadas del presente
siglo, se remonta al año 1989, año clave de la historia contemporánea,
con la caída del Muro de Berlín y la aparente desaparición del comunismo
soviético. El mundo celebró la caída del muro como una suerte de
renacimiento y, en algún sentido, no se equivocaba. Pero no fueron
muchos los que advirtieron que otro muro ya había vuelto a encerrar a
los hombres. Y en eso tal vez consistió su gravedad inusitada: que
pareció que todo funcionaba, que cada cosa volvía a su lugar, que un
promisorio futuro de libertad, de paz y prosperidad era inevitable
aunque detrás de estas esperanzas demasiado terrenas, de esa normalidad
simulada donde todo marchaba idealmente, era el hombre el que comenzaba
a desaparecer.
La Iglesia Católica vio, en su momento, con más
que aceptable realismo, lo que sucedía y qué podía esperarse en el
próximo e inmediato devenir. Juan Pablo II, en efecto, en su Encíclica Centesimus annus,
publicada el 1 de mayo de 1991, cuyo capítulo tercero estaba destinado a
comentar los sucesos de 1989, a la par que saludaba con cauto optimismo
algunos aspectos positivos de la nueva situación internacional no
dejaba de advertir algunos potenciales y serios peligros. En líneas
generales, la Encíclica apelaba a un equilibrio entre la afirmación de
la soberanía de las naciones -y la consecuente reivindicación de los
procesos nacionales que llevaron a la liberación del comunismo- y un
cierto orden internacional, especialmente europeo, capaz de garantizar
las condiciones de una adecuada convivencia y pacífica resolución de los
conflictos. Va de suyo que el pensamiento del Papa se orientaba a
cubrir el enorme vacío que dejaba el comunismo con un recto orden
mundial fundado, en definitiva, sobre una visión cristiana del hombre y
en conformidad con la historia y la tradición fundacional de Europa[1]. Nada de ello ocurrió, por supuesto, y las cosas tomaron un rumbo diametralmente opuesto.
A
casi tres décadas de este histórico documento pontificio, el Vaticano
de estos tiempos no parece estar en demasiada consonancia con lo que
entonces se afirmaba y esperaba. Por cierto que no se trata de materia
dogmática sino de cuestiones históricas y políticas, eminentemente
contingentes y, por ende, sujetas a cambios. Sin embargo, se aprecian
ciertos cambios o giros que producen, por decir lo menos, cierta
perplejidad. La santa Sede, en efecto, bajo la conducción del actual
Sumo Pontífice, no parece por momentos del todo ajena a los objetivos de
la Gobernanza Mundial y, en ocasiones, hasta se diría que, en cierto
modo, los promueve. Algo de esto nos llega a cada rato desde Roma. De
repente hay límites que ya no están, senderos apenas transitables,
verdades que se han vuelto evanescentes.
Distintos hechos tomados
casi al azar y solo a modo de ejemplo, ayudan a resaltar estas
presunciones. Hemos sido testigos de entrevistas y reuniones (en cierto
sentido privilegiadas en cuanto a duración y cortesía) con
representantes de la izquierda radicalizada de nuestro país y dentro de
esa línea, no católica, o definidamente anticristiana, tampoco faltaron
delegados internacionales. Todos ellos recorrieron y recorren los
salones vaticanos: funcionarios y políticos, jueces y fiscales,
periodistas y dirigentes sindicales. Todos ellos invitados a coloquios,
seminarios, talleres que suelen concluir con reuniones privadas con el
Papa Francisco. Luego de esos encuentros, indisimuladamente políticos,
en las declaraciones sobre los objetivos de las mismos, resalta por
regla general, digamos así, un denominador común: se trata en síntesis
de elaborar la fórmula que conduzca a la paz del mundo por el camino del
consenso y la fraternidad universal.
De tal manera que una suerte
de apertura al mundo- y al mundo globalizado- se torna cada vez más
visible en el Vaticano. Apertura a la que no son ajenas las
designaciones en diversas Academias y Comisiones Pontificias de personas
enfrentadas con la enseñanza evangélica, a tal punto que en la Academia
por la Vida (totalmente reestructurada en sus objetivos y miembros por
Francisco) figuran no solo miembros de otros credos y aún ateos, sino
hasta partidarios del aborto y la eutanasia en una suerte de
extravagante paradoja. Por otra parte, no pasó inadvertido para nadie,
que en la última reunión del Bilderberg Group, entre los asistentes
figuró uno de los más importantes Cardenales de la Santa Sede. En la
misma línea, donde la verdad no ocupa un sitio destacado, podríamos
inscribir a los acuerdos con China de los que, si bien desconocemos sus
contenidos, nos quedan eso sí los rotundos elogios a la estructura
social de aquel país que fue calificada como la más acabada expresión de
la doctrina social de la Iglesia.
Es pertinente preguntarse a qué
obedece todo esto. La respuesta es que algo, o acaso mucho, de lo que
decimos, viene del estrecho vínculo del Papa Francisco con la ideología
llamada teología del pueblo que suele ir de la mano con la llamada
teología pluralista de las religiones. Y a fin de entender por qué
sospechamos que la ligazón intelectual del Papa con esas teologías
sería, de distintas maneras, responsable de las conductas antes
mencionadas de apertura al mundo por un lado y de la relativización de
la verdad por otro, tal vez valga la pena mencionar brevemente aquellos
principios comunes a dichas teologías y que, más allá de fluctuaciones
conceptuales y diferencias menores, viene a constituir un núcleo
ideológico tan rígido que vano resultaría intentar modificarlo.
Para
empezar, hablemos de aquello que para nosotros fue el principio de
todas estas tendencias: la teología de la liberación. En este sentido se
ha de mencionar un hecho distintivo que tiene que ver con las llamadas
“estructuras de injusticia”, existentes en el mundo en general y
especialmente acentuadas en América Latina. Si consideramos que las
estructuras sociales injustas en el mundo son las responsables de graves
desigualdades sociales, la pobreza extrema y el sufrimiento de grandes
sectores de población, entonces la teología ya no debe encerrarse
quedando al margen de esa situación social. Lo primero es ante todo
“liberar” a los que sufren. “Liberación” viene así a ocupar el lugar de
“redención”. Una teología que se cierre a esta realidad y a este desafío
ya no será el medio adecuado para dar respuesta a las inquietudes del
hombre de nuestro tiempo.
A lo que hay que apuntar, por tanto, es a
cambiar las estructuras de injusticia que dominan el mundo lo que viene
a coincidir en alguna medida con Marx: “no quiero entender al mundo
sino cambiarlo”. Ahora bien ese cambio requiere acción y esa acción, esa
lucha por el cambio, debe emprenderse definitiva y claramente desde la
política. De ese modo “redención” pasa a ser “liberación” de las
estructuras de injusticia; la redención y la salvación eterna dejan de
ser núcleo de la teología la que, en definitiva, resulta absorbida o
reemplazada por la política. Nos encontramos entonces con una liberación
atada a la inmanencia: nos ocupa el aquí y ahora, la acción política
camino inexcusable hacia la liberación. Semejante liberación, una tal
esperanza definidamente desligada de la salvación eterna del alma, se
lograrían gracias a la cosmovisión de la ciencia; es así que el análisis
marxista de la historia, el único fundado “científicamente”, vino a ser
la herramienta imprescindible que estábamos obligados a utilizar dado
su carácter científico y claramente indiscutible. Tal el proyecto que
animó las experiencias liberacionistas de los años setenta y aunque
posteriormente, a la luz de su estrepitoso fracaso, la hermenéutica
marxista fue dejada de lado, pasándose así de la teología de la
liberación a la hoy llamada teología del pueblo, no por ello se abandonó
el proyecto secularizador e inmanentista de hacer de la teología
católica un instrumento de salvación intramundana.
Desde el ángulo
estrictamente teológico de lo que se trata es de una radical
desnaturalización del cristianismo y de la misión salvífica de Cristo y
de la Iglesia. Por eso la cristología misma, y en consecuencia la
eclesiología, han sido modificadas en sus mismos fundamentos. Resalta,
así, como uno de los planteos más radicales el de la cristología. El
Cristo de la tradición, el de la fe, ha quedado superado por la nueva
interpretación que de él hizo la ciencia. El Cristo de la fe, – nos
dicen – quedó encerrado en el mundo judaico y dio paso al Cristo
histórico, el que se encuentra con los pobres y necesitados de hoy.
Rudolf Bultman, uno de los primeros impulsores de la “idea científica”
de los dos Cristos, no duda en asegurar que un abismo separa a los dos,
el Jesús de la fe ha quedado en el pasado, superado por la
interpretación que surge del análisis marxista o neo marxista de la
historia[2].
Uno
de los más conspicuos exponentes sudamericanos de esta teología afirma:
“Jesús es Dios, pero el Dios verdadero es Aquel que se revela histórica
y escandalosamente en Jesús y en los pobres que perpetúan su
presencia”. La caridad misma da paso a “la opción por los pobres” que
desde ahora ocupa su lugar y permite asimilarse, en estrecha
coincidencia de objetivos, con la lucha de clases o cualquiera de sus
sucedáneos. Hay que luchar por la superación del dualismo cuerpo alma:
así “luchar por el Reino” es trabajar sobre la realidad histórica del
aquí y ahora para transformarla en el “Reino de Dios” no como algo
sobrenatural sino como el mundo feliz de las utopías, el paraíso terreno
que desplaza a la eterna bienaventuranza.
La transformación de
las estructuras injustas en otras más humanas se hace posible, de
acuerdo con la teología de liberación, repitiendo en la historia la
acción de Dios al resucitar a Jesús, es decir “devolviendo la vida a los
crucificados de la historia”. Es sobre estas bases que Gutiérrez un
militante de la liberación afirma: “Nada queda fuera de la política y la
liberación es un concepto político. Una teología que no sea práctica o
sea política es idealista y no pasa de ser un medio más para proteger a
los opresores en el poder”[3].
Por
último, aunque no en orden de importancia, debemos agregar que la
verdad deja de tener sentido metafísico: lo que es verdad no lo sabemos
ni tenemos posibilidades de conocerla; ahora lo que debemos fundar es
una sociedad más justa y eso se consigue a través de la praxis y la
política y, por lo mismo, la verdad es hoy esto y mañana aquello. La
verdad no existe. Es el tiempo del dominio de la ortopraxis sobre la
ortodoxia. Y será verdadero y bueno todo aquello necesario para alcanzar
esos fines, o sea el Reino. Se trata claro está, del definitivo y
completo triunfo del relativismo.
El propósito de estas quizás un
tanto extensas consideraciones no es otro que un tratar de adentrarnos
en la ideología vigente, al parecer, hoy en Roma con las consecuencias y
los resquebrajamientos que antes mencionáramos, esto es, la apertura al
mundo, la relativización de la verdad, la apelación a una difusa
fraternidad universal, el apoyo a estructuras internacionales contrarias
a la fe de Cristo y un largo etcétera.
Pues bien, una de las
propuestas que con notoria insistencia y desde hace tiempo impulsa,
primero el Cardenal Bergoglio y ahora el Papa Francisco, es el tema de
las llamadas Scholas occurrentes. Como el nombre señala se
trata de organizaciones vinculadas con la educación, tema
particularmente sensible. En un intento por descifrar el propósito y
fundamento de esas scholas, hipotéticamente educativas,
consultamos directamente sus fuentes. La pregunta que nos planteamos es
tan sencilla como inquietante: ¿estas scholas responden a un
propósito evangelizador o, por el contrario, son más bien una avanzada
en favor de la nueva ética globalista, secularizante e inmanentista que
impulsa la Gobernanza Mundial? De esto nos ocuparemos en una próxima
entrega.
Mario Caponnetto
Miguel de Lorenzo
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus, n. 26 y 27.
[2] Para un análisis exhaustivo de esta nueva cristología puede consultarse Horacio Bojorge, Teologías deicidas, segunda edición, Montevideo, 2011, páginas 66 y siguientes. También puede verse Benedicto XVI, Informe sobre la Fe, Madrid, 1985, pp. 194-211.
[3] Cfr. Benedicto XVI, Informe sobre la fe, o. c.