Aves Negras
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Las “aves negras”
detentan calamitosamente el poder político desde Caseros a la fecha.
La experiencia centenaria del
sentido común popular les colgó ese epíteto a los leguleyos. Aves negras,
comedoras de carroña; husmeando para disputarle a las hienas los cadáveres de
sus víctimas. Ellos incitan los enredos y las discordias en provecho propio; emplean
tramoyas legales, beneficiándose con la general
ignorancia de las leyes, que manejan a
su antojo. Ellos mismos consideran a la abogacía un negocio, siendo entonces la
profesión más apropiada para enriquecerse; y de allí la pléyade de muchachos
que ingresan en Derecho con el fin de obtener dinero y poder. Por todo esto, es
mejor un mal arreglo privado entre los querellantes que ganar un juicio a
través de un abogado; porque necesariamente este se quedará con la parte del
león. Y esta es también sentencia popular. Lo logran, aplicando deshonestamente
lo legal sobre la justicia y la honestidad y la justicia desconociendo la
misericordia.
Si va desapareciendo en las
relaciones familiares el respeto al honor del “voto”, a la palabra empeñada, aunque no se
pronuncie ante Dios en el sacramento de la Iglesia; si apenas rige la ley judaica del
“contrato”, si el amor verdadero es ya una antigualla, porque aumentan
escandalosamente los matrimonios ocasionales
desamorados. llamados concubinatos, todo
será alimento para las aves negras, que tras sus rostros mayestáticos acechan a
sus presas.
Por las mismas razones y consecuencias, cada día que pasa las aves negras tienen más
ingerencia y trascendencia en la vida social y política nacional. Ingerencia
realmente nefasta, observando, por ejemplo,
la actividad de los jueces, fiscales, etc., en los juicios de corrupción
KK, lo cual se evidencia públicamente.. Ramón
Doll, en este excelente artículo
denuncia la “absoluta incapacidad e
ineficacia para gobernar y actuar en política” de los abogados. siempre
alimentando a los “partidos” demoliberales de la corrupción. Esgrimen leyes
más devastadoras que las espadas
militares. Me comentaron que existen abogados honestos… ¡yo no estoy seguro de
haberlos encontrado!.¡Y desconfío de todos! Pero los que existan son imprescindibles a la
Nación. A continuación el artículo de Ramón Doll:
EL GOBIERNO DE LA CLASE ABOGADIL.
E
|
n
un libro sobre abogacía, de Rafael Bielsa,
el autor trata, aunque muy ligeramente, el tema que ha preocupado ya a
muchos tratadistas de la materia. ¿Son los abogados los hombres más indicados para intervenir en
política, para dirigir los negocios públicos?
Con algunas reticencias, Bielsa se
inclina a considerarlos los más indicados, y dice que “la versación jurídica del abogado le da cierto ascendiente en todo aquello que sea
ciencia de gobierno” Y en otra parte afirma que “en América el papel del abogado ha sido, sin duda, más eficaz que en
los viejos pueblos de Europa”.
Desatendiéndonos del resto del libro, que sólo ofrece interés para algunos alumnos
de Derecho Procesal de la
Facultad, digamos que Bielsa ha perdido la oportunidad de
formular contra el gremio de abogados el cargo más grave: el de su absoluta
incapacidad e ineficacia para gobernar y actuar en política.
Los abogados en la política argentina han
sido sencillamente nefastos. Es curioso que, así como se ha trabajado a la
opinión pública durante años para enseñarle a temer al militarismo (predominio en el gobierno de un espíritu profesional
que encarnan los militares), no se haya denunciado nunca y se haya silenciado arteramente
este otro espíritu profesional, mucho más antisocial, y que podría llamarse el curialismo, producto de la abundancia de
abogados en el manejo de la cosa pública. Gremio por gremio, es mucho más
peligroso el de los abogados que el de los militares, cuando interviene en
política; y en la República Argentina
bastaría recordar que, hace apenas un siglo, mientras los militares ganaban con
su espada la Banda Oriental, los abogados la perdían como unos imbéciles
ante la diplomacia brasileña.
Digamos, a fuer de sinceros, que
militarismo no ha existido nunca en nuestro país y, en cambio, curialismo o abogadismo eso sí ha existido desde el 53 en adelante. ¿Quién puede
negarlo? Ese tipo de político curial, siempre con estudio abierto y banca
perenne en la Cámara
de Diputados ¿no ha proliferado en el país, no ha sido desiderátum de varias generaciones de muchachos argentinos que
aprendían en la
Universidad y en las alharacas de la reforma el arte de la
demagogia y del negocio curialesco a un tiempo mismo? ¿No es la Facultad de Derecho
semillero de diputados nacionales que reparten su tiempo entre la banca y el
estudio o bufete?
No podemos hacer excepciones con ningún
partido político, por más que algunos conductores, como Juan B. Justo hicieron
lo posible por retraer a los abogados del Partido de intervenir en litigios
privados.
Más no es nuestro propósito aconsejar
aquí normas que pueden pertenecer a la ética profesional. Prohibir o no
prohibir a los abogados que ocupan
cargos públicos el ejercicio de la profesión es asunto mediano, y el mismo
Bielsa se muestra reservado en esa materia y aconseja por ahí una magra
restricción de bien poca importancia.
Lo que sostenemos es que el gremio
abogadil conforma la mentalidad de sus miembros de tal manera que los hace
ineptos, peligrosos y perjudiciales, para la cosa pública.
Considérese que el abogado tiene por
función propia la defensa de lo particular, lo individual, lo excepcional,
diríamos. Al hablar así no queremos decir que el abogado tenga por misión defender todo aquello que se halle
en pugna con la llamada cosa pública o con lo suele denominarse interés público o social, por oposición a los
derechos de los particulares. No. Sabemos que la protección de los intereses
particulares es también de alto interés público o social. Lo que queremos decir
es que el abogado tiene forzosamente que perder de vista y se acostumbra a
desentenderse de toda preocupación sobre los intereses generales de la
sociedad, porque su oficio lo habitúa profesionalmente a poner su atención en
el beneficio o ventaja individual que una norma general proporciona a su
cliente.
Un ejemplo: en toda causa criminal la
misión genuina del abogado es tratar de que el criminal escape a sanciones
penales que, sin embargo, son de alto
interés público y que velan por la tranquilidad y el orden de la población. Es
cierto que también hay un no menos alto
interés público en que todo acusado se defienda, para evitar la condena de un
inocente, pero, en rigor, el abogado tiene que perder de vista esa finalidad de
la defensa para concretarse a obtener la libertad, aún de un criminal. En suma,
el abogado no puede contemplar más que derechos subjetivos. Profesionalmente no
entiende de otros.
Se dirá que todas las profesiones
habitúan a lo mismo, y el médico y el curandero subordinarán también la
interpretación de una ley de higiene pública a sus hábitos e incurrirán en esa
limitación; en cuanto a las demás medidas de orden público, se convierten en el
buen hombre de la calle, capaz de juzgar y aplicar desinteresadamente –sin
anteojeras profesionales- los actos de gobierno. El abogado, en cambio, tiene
por oficio juzgar y, en cierto modo, aplicar todas las leyes, de manera que en
la interpretación y aplicación de todas
las leyes, su limitación, su miopía y su concepción unilateral del orden
jurídico, lo inhabilitan para la defensa desinteresada y apasionada de la ley,
en cuanto ésta corporiza un bien general y público y contiene exigencias de la
población entera.
Recuerdo la sorpresa que hace años me
causó verlo al doctor Antonio de Tomaso defender en los tribunales una
interpretación de la ley de alquileres que la desvirtuaba por completo y la
convertía en letra muerta, porque retiraba a los inquilinos las ventajas que de
Tomaso mismo había preconizado en la Cámara.
Y en realidad, la contradicción no provenía de ninguna
inconsecuencia o inconducta en el mencionado legislador, sino
simplemente de la
incompatibilidad que hay entre las funciones del político, defensor de
intereses difusos en la masa, y del abogado, defensor de un interés
concreto y
localizado, cuyo triunfo es de rigurosa ética profesional hacerlo
prevalecer
aun sobre aquellos intereses generales de la masa. No es que el abogado
que defiende un interés particular frente al bien público sea un
hombre inmoral; al contrario. Es un profesional perfectamente honesto,
puesto
que está cumpliendo nada más que con su deber. Pero ese mismo abogado es
seguro
que carece de horizontes para conducir la política si no cambia de piel
como la
serpiente, abandonando absolutamente su bufete, y se somete a rudos
ejercicios
y disciplina mental severísima para arrojar ese hábito del negocio y de
la
ventaja individual que enseña la abogacía.
Varios han sido los males de la excesiva
intromisión de los abogados en la política argentina.
Ninguno más grave que el haber imbuido a
nuestro gobiernos con la idea de que la Constitución es un frío engranaje de ruedas
dentadas, poleas y aparatos de relojería, que marca la legalidad o ilegalidad
de una medida de gobierno, echando por la ranura una moneda de oro con que se
pagan la consultas de los grandes abogados. Siempre ha habido en las cámaras,
en los ministerios y en los tribunales, un constitucionalista agazapado con los
tres tomos de González Calderón por escudo, para aniquilar los efectos de una
ley de bien público so pretexto de que el aparato mecánico marcaba cero. La
idea de que la
Constitución es un organismo vivo, fecundante, que acciona y
reacciona sobre la realidad social; en una palabra; la idea de que la Constitución es un
instrumento político que se acomoda a las más palpitantes cuestiones del
momento, de acuerdo con la inteligencia y previsión de los gobernantes, es
aborrecible para lo abogados, que mantendrán lo contrario mientras se crea que
el fallo de Marbury v. Madison hace ciento treinta años en un país extranjero,
puede servir de algo en nuestro país.
Los abogados han llevado a la política
argentina el abominable aire, superficialmente agitado, de los negocios. La
verdad es que ningún gobernante, desde cincuenta años a esta parte, tiene aquel
estremecimiento civil y cívico de nuestros hombres de antes, aquella vida
interior, aquella dignidad e inquietud política que sólo se afina y se
macera en una larga soledad y en
prolongada paciencia. Un hombre que toda la mañana y la mayor parte de la tarde
se lo ha pasado en el tráfago de los grandes bufetes de abogados, en consultas
telefónicas y cablegráficas, en el ajetreo tribunalicio en el negocio, en el pleito, llega a las horas
de la tarde con un ánimo bien ajeno a las grandes preocupaciones de nuestra
nacionalidad, de nuestro porvenir y de nuestra posteridad.
Y sin embargo, casi todos los grandes
abogados argentinos, más o menos a la hora de la oración, van o han ido a
ocupar sus bancas de diputados y, acaso, sus despachos de ministros.+