El silencio de los docentes decentes.
La historia se repite hasta el cansancio. Cuando
alguien cuestiona la labor de los educadores, un sinfín de personajes,
en una actitud indisimulablemente corporativa, se sienten tocados y
reaccionan desaforadamente desplegando una secuencia interminable de
slogans.
La educación, como cualquier otro asunto, merece
ser revisado y analizado permanentemente. No es un ámbito inmaculado,
ni tampoco sagrado. Lo que no puede ser objetado con sentido crítico es
imposible de mejorar.
El sistema ha colapsado hace tiempo. Es caro e
ineficaz. Adoctrina y no educa. Ha quedado definitivamente atrapado
dentro de sus propias estructuras. La burocracia, la necedad y la
inoperancia vienen triunfando.
Es evidente que algunos pretenden que nadie se
anime a cambiar el status quo. Paradójicamente, los que se enorgullecen
de ser revolucionarios son los más conservadores. Su idea es, justamente
esa, que todo siga igual.
Nada debe alterarse, salvo sus propios salarios.
Desde su perversa perspectiva solo es imprescindible aumentar sus
sueldos. El resto de los asuntos son totalmente irrelevantes. Para
ellos, el porvenir de la educación depende exclusivamente del
presupuesto previsto para sus remuneraciones.
Es interesante, y al mismo tiempo triste, ver la
escasa ecuanimidad de sus justificaciones. Los que reclaman se definen a
ellos mismos como héroes, gente comprometida, pilares del sistema
educativo, custodios de los valores democráticos, luchadores
incorruptibles y esforzados trabajadores. Suenan arrogantes y son
irrespetuosos cuando se elogian sin pudor alguno.
Sería bueno que esa opinión tan positiva la
sostengan otros individuos. Habría que escuchar que opinan honestamente
quienes supervisan su labor. También valdría conocer la visión de sus
beneficiarios directos e indirectos.
Los alumnos y sus familias probablemente no
coincidan linealmente con esa épica mirada tan piadosa que tienen ellos
mismos sobre su faena. La sociedad disfruta de los buenos docentes pero
también sufre las consecuencias de los irresponsables que no asumen su
rol con integridad.
Claro que siempre es peligroso caer en la
generalización. Obviamente no todos son iguales. Habrá que decir que los
manifestantes no aceptan esa regla cuando son ellos los cuestionados,
pero si usan esa lógica cuando se trata de juzgar a quienes declaran
abiertamente como sus adversarios.
Muchos de los que se erigen ahora como los
defensores de la educación pública y del futuro de las próximas
generaciones se opusieron a ser evaluados cuando se anunciaron
relevamientos. Sabían que los números desnudarían sus inocultables
falencias y por ello ofrecieron resistencia.
Las cifras de la educación hablan por sí mismas.
Todos han fracasado. Nadie puede tirar la primera piedra. Gobiernos
nacionales y provinciales, políticos de un color y de otro, gremialistas
de todos los tiempos y obviamente también los docentes deberían rendir
cuentas frente al aberrante testimonio que ofrecen las evidencias
empíricas de este presente.
Los dirigentes sindicales no merecen demasiadas
consideraciones adicionales. Solo hacen su juego. Trabajan por un sueldo
que financian todos los educadores a los que religiosamente les
descuentan sus aportes sindicales. Cuando piden aumentos, solo tratan de
incrementar las arcas de sus organizaciones, las propias y las de sus
colaboradores más cercanos, esos que luego encabezan las marchas con
tanto sospechoso entusiasmo.
Más allá del descarado sesgo político,
ideológico y partidario de la inmensa mayoría de los gremialistas, sus
intereses son demasiado evidentes y tanto sus declaraciones, como su
accionar, quedan burdamente deslegitimados.
La extorsión no es un método digno para reclamar
nada. Se debe poder argumentar planteando razones y hasta seduciendo
con ideas superadoras. Cuando el único recurso para conseguir algo
consiste en el chantaje, significa que el autoritarismo le ha ganado a
la sensatez y a la cordura.
Nada de todo esto sorprende. Es el más
lamentable hábito nacional. Un conjunto de vanidosos sindicalistas que
especulan políticamente arengan a un grupo de coléricos aprovechándose
de miles de incautos que se dejan manipular en función de sus
circunstanciales necesidades económicas.
Del otro lado del mostrador están los
gobernantes que no tienen las agallas suficientes para liderar las
reformas necesarias y que prefieren quedarse en la anécdota, observando
como sucede todo sin operar con seriedad sobre la realidad de un modo
decidido. En definitiva mas de los mismo.
Los energúmenos que se movilizan efusivamente,
promoviendo ampulosas consignas y amedrentando a los que no piensan
igual, no representan a los verdaderos docentes, a esos que tienen la
pasión y vocación de enseñar.
Lo que debe preocupar es la actitud pasiva de
tantos otros docentes. Los ciudadanos esperan con ansiedad que los que
se esmeran ejerciendo su trabajo en el aula con tanto ahínco, los que
jamás encuentran excusas para hacer lo correcto, se animen a defender su
visión sin eufemismos.
Es vital que los gobiernos tengan el valor de
hacer lo apropiado y dejen de recitar frases hechas y vacías. Nada de
eso es conducente para modificar la realidad que precisa de acciones
potentes y no del maquillaje insustancial que forma parte de su
acostumbrado arsenal de rutina.
Pero también se necesita de la valentía de esos
que todos los días honran con mayúsculas a los educadores y que son la
última reserva moral de un sistema que languidece y que debe ser
profundamente reformulado.
Los cambios precisan de coraje. Es clave
abandonar la cómoda postura de siempre. Los gobiernos deben hacer su
parte, los ciudadanos tienen que involucrarse dejando de lado la
corrección política, pero es indispensable también que quede atrás el
indeseable silencio de los docentes decentes.
Alberto Medina Méndez
skype: amedinamendez