En
más de un sentido, el advenimiento del Internet y su variante más
dinámica, las redes sociales, termina rindiendo indirecta pleitesía al
pensamiento de Henry D. Thoreau (‘Desobediencia Civil’; ‘Derechos y
Obligaciones del Individuo en Relación al Gobierno’; conferencia, 1848),
Gene Sharp (‘Política de la Acción No Violenta’; 1973) y -acaso en
menor medida- Aldous Huxley (‘En mi opinión, es más probable que el
anarquismo sea el que conduzca a un deseable cambio social, antes que el
comunismo autoritario y altamente centralizado’).
Más allá del contexto
y las circunstancias ante las que los citados pensadores explicitaban
su reflexiva y criteriosa oposición, en rigor, el nodo central de su
narrativa invitaba a oponer resistencia ante el poder del Estado -en
cualesquiera de sus formatos político-ideológicos, provisto que todo
sistema de gobierno pone en práctica, en algún punto, una agenda
coercitiva que, en opinión de sus ideólogos al menos, no debiera ser
cuestionada.
De tal suerte que, en la actualidad, el mundo asiste a
una guerra informativa de alcance global, en la que los actores
centrales son ciertamente polifacéticos y polifuncionales. Sin embargo,
ese espectro podría resumirse en la dialéctica Gobierno versus
Ciudadanía -nuevamente, sin importar el aroma ideológico que destile la
variable gubernamental. Desviaciones esperables de esa puja de ideas son
el Estado Islámico (cuyos integrantes -mobsters virtuales-,
entrenamiento y sofisticación operativa parecen, en mucho, sobrepasar al
accionar clásico de un puñado de extraviados militantes violentos), la
indiscernible variante Anonymous o los ya diluídos Indignados españoles
de la década pasada. A tal efecto, el Experimento al-Qaeda ha servido de
ejemplo a imitar para no pocos subgrupos: trátase de estructuras
verticalistas pero carentes de conducción definida; sus nodos funcionan
con una remarcable independencia, bajo formato de hidra. A la postre, no
basta con descabezar a una organización, conforme sus subunidades
continúan funcionando, amén de que sus cabecillas sean capturados o
neutralizados.
Todo lo cual conduce, invariablemente, al escenario
de las naciones democráticas de Occidente -desarrolladas o
subdesarrolladas- y al empleo que las clases medias, otrora atomizadas,
hacen hoy de las novedosas herramientas participativas. En tal sentido,
el ciudadano de capas medias ha sabido canalizar su confeso hartazgo
hacia la corporación política a través de Twitter, Facebook u otros
canales -complementariamente, creando valor agregado por vía de la
sinergia que emerge de participar en simultáneo en toda plataforma
disponible. En la perspectiva de los Estados nacionales y sus regentes,
la filtración de información, el sharing de documentos públicos o
privados, fotografías y videos capturados desde teléfono móvil y otros
dispositivos, perfectamente podrían ser tildados de subversión
(naturalmente, y como es lógico, conduciendo a la ponderación de
aspectos legales, como ser: violación de la privacidad, revelación de
información confidencial, daño moral, etcétera).
En este contexto,
la República Argentina no constituye una excepción. Hoy, como nunca
antes, ciudadanos en apariencia organizados -no siempre revelando sus
identidades- replican instantáneas, conversaciones de WhatsApp y una
amplia gama de material que expone con presteza el accionar desaprensivo
de dirigentes políticos, deportistas, personajes del showbusiness, e
incluso funcionarios de la administración de justicia. El posting de la
información obtenida se viraliza (terminología aún ajena para el
conocimiento tradicionalmente binario del funcionario público); los
motores de búsqueda (fundamentalmente, Google) hacen el resto. Sería
lícito apuntar que los damnificados son sorprendidos con la guardia
baja: la reacción espasmódica, por ejemplo, de un juez federal, fenece
en los intentos para que Google, Inc. elimine el contenido en apariencia
polémico de los resultados de búsqueda. Lo cual se traduce, en la
práctica, en una exigencia tan caprichosa como de imposible
cumplimiento. Y, si la maniobra rematare en un relativo éxito, habrá
luego que lidiar con el problema insoluble del caché. Al cierre, una
iniciativa adecuadamente confeccionada puede rematar con un panorama
poco confortable, en el cual la figura pública bajo fuego virtual (y,
por qué no, sus familiares directos e indirectos) acopien un cúmulo de
comentarios e información negativa inmanejable en todo el alcance del
Internet. Ese prontuario no solo permanecerá allí durante años: servirá
de punto de partida para que organismos de seguridad, de inteligencia o
de control aduanero en diferentes países elaboren un perfil
comportamental gracias al cual decidirán la conveniencia o no de otorgar
visados o permisos de radicación (tal como aconteciera con la performer
cristinista Andrea Del Boca y su fallida aspiración de mudarse
definitivamente a la ciudad de Nueva York). En tal sentido, la
Administración del presidente estadounidense Donald Trump ha blanqueado
recientemente que evaluará las manifestaciones que los interesados en
viajar a los EE.UU. publiquen en redes -así como también tomará nota de
lo que allí se dice sobre ellos.
Otro caso paradigmático (que,
puede anticiparse, traerá aparejados elevados costos políticos) remite a
las diatribas del Jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta,
versus Uber: la cerrada defensa -que lo llevara incluso a movilizar a
fiscales adeptos como Martín Lapadú- que el alcalde de la Ciudad
Autónoma ejercitara a los efectos de intentar neutralizar a la network
privada de transporte con base en San Francisco (California), ha
clausurado con un comentado traspié. El trasfondo no computado de ese
interdicto -que dejara como resultado la ruina económica para muchos en
el cuestionado servicio público de taxis- remitirá a otro capítulo del
eterno contrapunto entre lo legal y lo legítimo. En similar andarivel,
la búsqueda de transparencia gubernamental promocionada por el
Presidente Mauricio Macri parece, por momentos, volverse en contra de la
pretensión oficial: usuarios dedicados replican, con frecuencia, los
curiosos nombramientos que la Administración Cambiemos lleva a cabo en
la función pública. En no pocos casos, la extensa descripción de
funciones explicita el carácter eminentemente inocuo de las
responsabilidades del designado. Otro tanto sucede con nutridos
micronúcleos ciudadanos que cabalgan sobre las bondades de Twitter a la
hora de formular ásperas críticas contra el voraz costumbrismo
impositivo de la AFIP de Alberto Abad (órgano sobre el cual apuntan que
no ha variado mayormente desde la turbulenta Era Echegaray). En la otra
vereda, los funcionarios electivos del orbe K Verónica Magario y Mario
Ishii exteriorizan sin subterfugios que las fuerzas de policía y otros
apéndices comunales les pertenecen -y se hacen acreedores, a su vez, de
su cuota de bullying cibernético.
En la caída del telón, este
nuevo zeitgeist ciudadano parece invitar a una atendible sanitización
externa de la política. Corolario: a mayor inacción en la función
pública, mayor es el nivel de la represalia de los mandantes contra sus
mandatarios -conato que no admitiría disquisiciones éticas, sino una
sencilla reflexión sobre causalidad o acción y reacción. Algunos
veteranos referentes de la dirigencia insisten en mantener duelos
personales contra ciudadanos inviduales en las redes, cuando la actitud
más aconsejable sería el Nolo contendere.
Habrán de desaprender todo lo aprendido.