domingo, 23 de abril de 2017

Desobediencia civil y redes sociales: la nueva subversión







Desobediencia civil y redes sociales: la nueva subversión

 
En más de un sentido, el advenimiento del Internet y su variante más dinámica, las redes sociales, termina rindiendo indirecta pleitesía al pensamiento de Henry D. Thoreau (‘Desobediencia Civil’; ‘Derechos y Obligaciones del Individuo en Relación al Gobierno’; conferencia, 1848), Gene Sharp (‘Política de la Acción No Violenta’; 1973) y -acaso en menor medida- Aldous Huxley (‘En mi opinión, es más probable que el anarquismo sea el que conduzca a un deseable cambio social, antes que el comunismo autoritario y altamente centralizado’). 


Más allá del contexto y las circunstancias ante las que los citados pensadores explicitaban su reflexiva y criteriosa oposición, en rigor, el nodo central de su narrativa invitaba a oponer resistencia ante el poder del Estado -en cualesquiera de sus formatos político-ideológicos, provisto que todo sistema de gobierno pone en práctica, en algún punto, una agenda coercitiva que, en opinión de sus ideólogos al menos, no debiera ser cuestionada.
De tal suerte que, en la actualidad, el mundo asiste a una guerra informativa de alcance global, en la que los actores centrales son ciertamente polifacéticos y polifuncionales. Sin embargo, ese espectro podría resumirse en la dialéctica Gobierno versus Ciudadanía -nuevamente, sin importar el aroma ideológico que destile la variable gubernamental. Desviaciones esperables de esa puja de ideas son el Estado Islámico (cuyos integrantes -mobsters virtuales-, entrenamiento y sofisticación operativa parecen, en mucho, sobrepasar al accionar clásico de un puñado de extraviados militantes violentos), la indiscernible variante Anonymous o los ya diluídos Indignados españoles de la década pasada. A tal efecto, el Experimento al-Qaeda ha servido de ejemplo a imitar para no pocos subgrupos: trátase de estructuras verticalistas pero carentes de conducción definida; sus nodos funcionan con una remarcable independencia, bajo formato de hidra. A la postre, no basta con descabezar a una organización, conforme sus subunidades continúan funcionando, amén de que sus cabecillas sean capturados o neutralizados.
Todo lo cual conduce, invariablemente, al escenario de las naciones democráticas de Occidente -desarrolladas o subdesarrolladas- y al empleo que las clases medias, otrora atomizadas, hacen hoy de las novedosas herramientas participativas. En tal sentido, el ciudadano de capas medias ha sabido canalizar su confeso hartazgo hacia la corporación política a través de Twitter, Facebook u otros canales -complementariamente, creando valor agregado por vía de la sinergia que emerge de participar en simultáneo en toda plataforma disponible. En la perspectiva de los Estados nacionales y sus regentes, la filtración de información, el sharing de documentos públicos o privados, fotografías y videos capturados desde teléfono móvil y otros dispositivos, perfectamente podrían ser tildados de subversión (naturalmente, y como es lógico, conduciendo a la ponderación de aspectos legales, como ser: violación de la privacidad, revelación de información confidencial, daño moral, etcétera).
En este contexto, la República Argentina no constituye una excepción. Hoy, como nunca antes, ciudadanos en apariencia organizados -no siempre revelando sus identidades- replican instantáneas, conversaciones de WhatsApp y una amplia gama de material que expone con presteza el accionar desaprensivo de dirigentes políticos, deportistas, personajes del showbusiness, e incluso funcionarios de la administración de justicia. El posting de la información obtenida se viraliza (terminología aún ajena para el conocimiento tradicionalmente binario del funcionario público); los motores de búsqueda (fundamentalmente, Google) hacen el resto. Sería lícito apuntar que los damnificados son sorprendidos con la guardia baja: la reacción espasmódica, por ejemplo, de un juez federal, fenece en los intentos para que Google, Inc. elimine el contenido en apariencia polémico de los resultados de búsqueda. Lo cual se traduce, en la práctica, en una exigencia tan caprichosa como de imposible cumplimiento. Y, si la maniobra rematare en un relativo éxito, habrá luego que lidiar con el problema insoluble del caché. Al cierre, una iniciativa adecuadamente confeccionada puede rematar con un panorama poco confortable, en el cual la figura pública bajo fuego virtual (y, por qué no, sus familiares directos e indirectos) acopien un cúmulo de comentarios e información negativa inmanejable en todo el alcance del Internet. Ese prontuario no solo permanecerá allí durante años: servirá de punto de partida para que organismos de seguridad, de inteligencia o de control aduanero en diferentes países elaboren un perfil comportamental gracias al cual decidirán la conveniencia o no de otorgar visados o permisos de radicación (tal como aconteciera con la performer cristinista Andrea Del Boca y su fallida aspiración de mudarse definitivamente a la ciudad de Nueva York). En tal sentido, la Administración del presidente estadounidense Donald Trump ha blanqueado recientemente que evaluará las manifestaciones que los interesados en viajar a los EE.UU. publiquen en redes -así como también tomará nota de lo que allí se dice sobre ellos.
Otro caso paradigmático (que, puede anticiparse, traerá aparejados elevados costos políticos) remite a las diatribas del Jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, versus Uber: la cerrada defensa -que lo llevara incluso a movilizar a fiscales adeptos como Martín Lapadú- que el alcalde de la Ciudad Autónoma ejercitara a los efectos de intentar neutralizar a la network privada de transporte con base en San Francisco (California), ha clausurado con un comentado traspié. El trasfondo no computado de ese interdicto -que dejara como resultado la ruina económica para muchos en el cuestionado servicio público de taxis- remitirá a otro capítulo del eterno contrapunto entre lo legal y lo legítimo. En similar andarivel, la búsqueda de transparencia gubernamental promocionada por el Presidente Mauricio Macri parece, por momentos, volverse en contra de la pretensión oficial: usuarios dedicados replican, con frecuencia, los curiosos nombramientos que la Administración Cambiemos lleva a cabo en la función pública. En no pocos casos, la extensa descripción de funciones explicita el carácter eminentemente inocuo de las responsabilidades del designado. Otro tanto sucede con nutridos micronúcleos ciudadanos que cabalgan sobre las bondades de Twitter a la hora de formular ásperas críticas contra el voraz costumbrismo impositivo de la AFIP de Alberto Abad (órgano sobre el cual apuntan que no ha variado mayormente desde la turbulenta Era Echegaray). En la otra vereda, los funcionarios electivos del orbe K Verónica Magario y Mario Ishii exteriorizan sin subterfugios que las fuerzas de policía y otros apéndices comunales les pertenecen -y se hacen acreedores, a su vez, de su cuota de bullying cibernético.
En la caída del telón, este nuevo zeitgeist ciudadano parece invitar a una atendible sanitización externa de la política. Corolario: a mayor inacción en la función pública, mayor es el nivel de la represalia de los mandantes contra sus mandatarios -conato que no admitiría disquisiciones éticas, sino una sencilla reflexión sobre causalidad o acción y reacción. Algunos veteranos referentes de la dirigencia insisten en mantener duelos personales contra ciudadanos inviduales en las redes, cuando la actitud más aconsejable sería el Nolo contendere.
Habrán de desaprender todo lo aprendido.