¿Quién soy yo para juzgar?
23/07/17 12:05 am
Queridos hermanos, han oído de boca de sus sacerdotes y obispos,
como también de sus amistades y familiares, e incluso ustedes lo han
dicho, que no hay que juzgar, en relación a estos
movimientos tan poderosos que quieren hacer de la homosexualidad,
lesbianismo, transexualidad algo aceptable como una opción más del
hombre. ¿Lo es? Cuando dicen no hay que juzgar, ¿qué
dicen? Dicen: callemos, no digamos nada, porque nada hemos de decir; son
grupos muy poderosos y nos harán la vida imposible, pues controlan e
influyen en gobiernos, jueces, medios de comunicación, líderes
políticos, etc. Pero, ¿han pensado cuando dicen esta frase, o la han
oído decir, que quien juzga es la Palabra de Dios? Habrá un juicio: El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que yo he hablado, ésa le juzgará en último día (Jn. 12, 48).
Quien dice, no hay que juzgar, está ocultando la
verdad del juicio de la Palabra de Dios. La palabra de Dios, que es la
Luz que vino al mundo, la está silenciando; está colocando la antorcha
bajo debajo del celemín, en lugar de ponerla sobre el candelero; está
poniendo un velo sobre la luz de la verdad de Dios, y no deja que
ilumine. Brille vuestra luz ante los hombres, nos insta la
palabra de Dios. Efectivamente, tú, quienquiera que seas, no eres quien
para juzgar porque quien juzga es Dios, su Palabra; por lo cual debes
decir: No juzgo porque el que juzga es la Palabra de Dios que
dice: no cometerás actos impuros, no cometerás pecado de sodomía, no
desearas a la mujer del prójimo; amarás a Dios sobre todas las cosas…
Sabemos que el Señor ha dicho: Si alguno escucha mis palabras y no la guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar el mundo (Jn. 12, 47).
Es importante decir un poco sobre estas palabras del Señor: no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo.
Distinguimos dos venidas de Jesucristo al mundo, una en carne mortal y
pasible, otra en carne impasible, inmortal y gloriosa, al fin de los
tiempos. En la primera misión que recibe del Padre celestial, es para
enseñar al mundo de su doctrina, edificarle con sus ejemplos, salvarle
con su Sagrada Pasión y satisfacer a la Justicia divina con su muerte la
deuda contraída por el pecado. En la segunda vendrá con toda la
majestad de su gloria, rodeado de los ángeles a juzgar públicamente a
los hombres. Con arreglo al objeto de la primera misión, se portó el
Salvador en todos los pasos de su conducta, de forma humilde y paciente;
ocultó todos los rasgos de su poder divino, y de su propia divinidad, y
no dio, por lo común, otras señales de ella que por los efectos de su
misericordia, porque no había venido a perder almas sino a salvarlas,
porque no había venido a juzgar al mundo, sino a salvarle; porque Dios
no envió a su Hijo a juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por
Él. Quiere decir todo esto que para lograr el objetivo de su misión
debía apurar, digámoslo así, los recursos de su divina misericordia
antes de acordarse de su justicia, no dejando al pecador ninguna escusa
de su pecado. Yo soy la luz que viene al mundo para que no viva en tinieblas todo aquel que cree en mi (Jn. 12, 46). Y prosigue: Si alguno escucha mis palabras y nos la guarda, yo no le juzgo.
Más con todo, ejerciendo los oficios de Maestro, Salvador y Cabeza de
la Iglesia, manifiesta con sus palabras y ejemplos los límites que su
justicia prescribe a su misericordia; y revestido de autoridad toma el
látigo y arroja del lugar santo a los impíos que lo profanaban con sus
ventas y usuras
Queridos hermanos, la Palabra vino al mundo para ser escuchada y
seguida para la salvación de nuestras almas. No podemos silenciarla,
porque ella es la que juzgará, no nosotros, por lo que tenemos la
obligación de manifestarla al mundo. La Iglesia no tiene otra misión
que ser testigo de la Palabra de Dios, de su Obra Redentora,
continuación de Ella, medio de salvación universal; ha de ser reflejo de
la Iglesia celeste a la que ha de asemejarse en fidelidad, santidad y
unidad. La Iglesia ha de llevar a todos los hombres la inefable alegría
del Cielo, la visión del mismo Dios, la semejanza que el alma tendrá con
Él; ha de proclamar los augustos misterios de la realidad de la
Santísima Trinidad, la paz celestial y el gozo divino a los que las
almas están destinadas. La Iglesia es testigo de la Luz que vino al
mundo, y tiene la obligación de dejar que esa Luz ilumine al mundo, a
todo lo creado.
La Iglesia no tiene más obligación, y mandato de su Cabeza, que la de
ser medio de salvación eterna para el mundo. Es depositaría de los más
preciados tesoros de Dios, los Santos Sacramentos, vías de salvación
eterna; de la Revelación divina por la que la Iglesia atesora la Verdad
de Dios, todo lo necesario para la felicidad del hombre y rechazo del
pecado.
Los pecados de la carne, la lujuria, el desprecio a la pureza y
castidad, la violación de la misma ley natural impuesta por Dios, no se
pueden aceptar sin permitir que Dios hable por medio de su Palabra y a
través de sus ministros. Porque el que habla es Dios, porque el que
juzga es Dios, porque el pecado no puede ser admitido, ni consentido,
ni silenciado. La Palabra de Dios nos obliga a hablar. La Sangre de
Cristo derramada por la salvación de todos los hombres clama justicia si
la Iglesia calla, si callamos los que hemos de decir. Porque no
juzgamos. Trasmitimos la Verdad de Dios para la salvación de los
hombres.
Nuestro Señor Jesucristo calló cuando ya lo había dicho todo, cuando
llegó el momento de aceptar la última voluntad del Padre; todo lo que
tenía que decir y hacer, lo dijo e hizo; ya sólo faltaba la consumación
final de la Obra Redentora, subir al altar de la Cruz y ofrecer el
eternos Sacrificio al Eterno Padre. Todo por la salvación de las almas.
Asumió sobre sí todos los pecados del mundo y los expió en el Calvario,
para que nadie pereciera eternamente.
Si callamos, hacemos infructuosa la muerte redentora del Señor; si la
Iglesia, y sus ministros y fieles, callan la Preciosísima Sangre del
Redentor se ha derramado en balde, y seremos cómplices de la condenación
de muchas almas.
Yo no te juzgo, te juzgará la Palabra de Dios. Habrá
un juicio de manera inapelable, y en él tus actos se juzgarán y serán
sentenciados; así como los silencios de los que tenemos que hablar.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa