miércoles, 26 de julio de 2017

¿Quién soy yo para juzgar?

¿Quién soy yo para juzgar?

Queridos hermanos, han oído de boca de sus sacerdotes y obispos, como también de sus amistades y familiares, e incluso ustedes lo han dicho, que no hay que juzgar, en relación a estos movimientos tan poderosos que quieren hacer de la homosexualidad, lesbianismo, transexualidad algo aceptable como una opción más del hombre. ¿Lo es? Cuando dicen no hay que juzgar, ¿qué dicen? Dicen: callemos, no digamos nada, porque nada hemos de decir; son grupos muy poderosos y nos harán la vida imposible, pues controlan  e influyen en gobiernos, jueces, medios de comunicación, líderes políticos, etc. Pero, ¿han pensado cuando dicen esta frase, o la han oído decir, que quien juzga es la Palabra de Dios? Habrá un juicio: El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que yo he hablado, ésa le juzgará en último día (Jn. 12, 48).

Quien dice, no hay que juzgar, está ocultando la verdad del juicio de la Palabra de Dios. La palabra de Dios, que es la Luz que vino al mundo, la está silenciando; está colocando la antorcha bajo debajo del celemín, en lugar de ponerla sobre el candelero; está poniendo un velo sobre la luz de la verdad de Dios, y no deja que ilumine. Brille vuestra luz ante los hombres, nos insta la palabra de Dios. Efectivamente, tú, quienquiera que seas,  no eres quien para juzgar porque quien juzga es Dios, su Palabra; por lo cual debes decir: No juzgo porque el que juzga es la Palabra de Dios que dice: no cometerás actos impuros, no cometerás pecado de sodomía, no desearas a  la mujer del prójimo; amarás a Dios sobre todas las cosas…
Sabemos que el Señor ha dicho: Si alguno escucha mis palabras y no la guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al  mundo, sino a salvar el mundo (Jn. 12, 47).
Es importante decir un poco sobre estas palabras del Señor: no he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo. Distinguimos dos venidas de Jesucristo al  mundo, una en carne mortal y pasible, otra en carne impasible, inmortal y gloriosa, al fin de los tiempos. En la primera misión que recibe del Padre celestial, es para enseñar al mundo de su doctrina, edificarle con sus ejemplos, salvarle con su Sagrada Pasión y satisfacer a la Justicia divina con su muerte la deuda contraída  por el pecado. En la segunda vendrá con toda la majestad de su gloria, rodeado de los ángeles a juzgar públicamente  a los hombres. Con arreglo al objeto de la primera misión, se portó el Salvador en todos los pasos de su conducta, de forma humilde y paciente; ocultó todos los rasgos de su poder divino, y de su propia divinidad, y no dio, por lo común, otras señales de ella que por los efectos de su misericordia, porque no había venido a perder almas sino a salvarlas, porque no había venido a juzgar al mundo, sino a salvarle;  porque Dios no envió a su Hijo a juzgar al mundo, sino a que el mundo se salve por Él. Quiere decir todo esto que para lograr el objetivo de su misión debía apurar, digámoslo así, los recursos de su divina misericordia antes de acordarse de su justicia, no dejando al pecador ninguna escusa de su pecado. Yo soy la luz que viene al mundo para que no viva en tinieblas todo aquel que cree en mi (Jn. 12, 46). Y prosigue: Si alguno escucha mis palabras y nos la guarda, yo no le juzgo. Más con todo, ejerciendo los oficios de Maestro, Salvador y Cabeza de la Iglesia, manifiesta con sus palabras y ejemplos los límites que su justicia prescribe a su misericordia; y revestido de autoridad toma el látigo y arroja del lugar santo  a los impíos que lo profanaban con sus ventas y usuras
Queridos hermanos, la Palabra vino al mundo para ser escuchada y seguida para la salvación de nuestras almas. No podemos silenciarla, porque ella es la que juzgará, no nosotros, por lo que tenemos la obligación de manifestarla al mundo. La Iglesia no  tiene otra misión que ser testigo de la Palabra de Dios, de su Obra Redentora, continuación de Ella, medio de salvación universal; ha de ser reflejo de la Iglesia celeste a la que ha de asemejarse en  fidelidad, santidad y unidad. La Iglesia ha de llevar a todos los hombres la inefable alegría del Cielo, la visión del mismo Dios, la semejanza que el alma tendrá con Él; ha de proclamar los augustos misterios de la realidad de la Santísima Trinidad, la paz celestial y el gozo divino a los que las almas están destinadas. La Iglesia es testigo de la Luz que vino al mundo, y tiene la obligación de dejar que esa Luz ilumine al mundo, a todo lo creado.
La Iglesia no tiene más obligación, y mandato de su Cabeza, que la de ser medio de salvación eterna para el mundo. Es depositaría de los más preciados tesoros de Dios, los Santos Sacramentos, vías de salvación eterna; de la Revelación divina por la que la Iglesia atesora la Verdad de Dios, todo lo necesario para la felicidad del hombre y rechazo del pecado.
Los pecados de la carne, la lujuria, el desprecio a la pureza y castidad, la violación de la misma ley natural impuesta por Dios, no se pueden aceptar sin permitir que Dios hable por medio de su Palabra y a través de sus ministros. Porque el que habla es Dios, porque el que  juzga es Dios, porque el pecado no puede ser admitido, ni consentido, ni silenciado. La Palabra de Dios nos obliga a hablar. La Sangre de Cristo derramada por la salvación de todos los hombres clama justicia si la Iglesia calla, si callamos los que hemos de decir. Porque no juzgamos. Trasmitimos la Verdad de Dios para la salvación de los hombres.
Nuestro Señor Jesucristo calló cuando ya lo había dicho todo, cuando llegó el momento de aceptar la última voluntad del Padre; todo lo que tenía que decir y hacer, lo dijo e hizo; ya sólo faltaba la consumación final de  la Obra Redentora, subir al altar de la Cruz y ofrecer el eternos Sacrificio al Eterno Padre. Todo por la salvación de las almas. Asumió sobre sí todos los pecados del mundo y los expió en el Calvario, para que nadie pereciera eternamente.
Si callamos, hacemos infructuosa la muerte redentora del Señor; si la Iglesia, y sus ministros y fieles, callan la Preciosísima Sangre del Redentor se ha derramado en balde, y seremos cómplices de la condenación de muchas almas.
Yo no te juzgo, te juzgará la Palabra de Dios. Habrá un juicio de manera inapelable, y en él tus actos se juzgarán y serán sentenciados; así como los silencios de los que tenemos que hablar.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa